Ausencias y extravíos

1. Ausencia de gravedad y extravío del equilibrio.-
Nuestra sociedad padece el síndrome de astronauta. Ha crecido en ausencia de gravedad. Y ahora, en esta fase de aterrizaje al que aboca la crisis ecosocial, se ve obligada a reducir el tamaño que adquirió en condiciones artificiales.
2. Ausencia de miedo y extravío del valor.-
De una forma metafórica, podríamos decir que el capitalismo heteropatriarcal y colonial se ha infiltrado en el sistema amigdalino social y lo ha puesto a trabajar en su favor. Contra eso, mucho miedo y más valor. No sola.



 

 

 

 

Ausencias y extravíos (I)

Ausencia de gravedad y extravío del equilibrio

Nuestra sociedad padece el síndrome de astronauta. Ha crecido en ausencia de gravedad. Y ahora, en esta fase de aterrizaje al que aboca la crisis ecosocial, se ve obligada a reducir el tamaño que adquirió en condiciones artificiales

Yayo Herrero

https://ctxt.es/es/20210701/Firmas/36675/gravedad-equilibrio-decrecimiento-suficiencia-reparto-cuidado-Yayo-Herrero.htm

16/07/2021


 

La gravedad es la fuerza con la que todos los cuerpos que tienen masa se atraen entre sí. Es, especialmente, la fuerza con la que la Tierra los atrae hacia su centro. La acción de la fuerza de gravedad explica por qué permanecemos sobre la superficie y no flotamos por la atmósfera.

La ingravidez es el estado por el que algo que pesa no siente, sin embargo, la atracción de la gravedad. Puede ser porque esté a tanta distancia del astro que la ejerce que no opere, o por haber construido condiciones especiales que hacen que no la sienta. 

Gravedad proviene etimológicamente de las palabras peso y cualidad. Es una cualidad de todo cuerpo en la Tierra pero la economía convencional cree que no pesa. La tecnología promete deshacer el nudo que ancla lo humano a la tierra, que ata a lo humano entre sí y con el resto de lo vivo. Muchos seres humanos aspiran a no sentir el peso.

Quién no ha visto las imágenes de los cuerpos en el espacio, ajenos a la gravedad. Ligeros, flotantes, elegantes… Encerrados en recintos limpios, nuevos e impecables. Quién no ha soñado, al verlos, con desplazarse así, sin esfuerzo, sin peso.

Cuando no pesan, los cuerpos se desordenan. La ingravidez provoca la pérdida rápida de masa muscular y ósea

Pero la gravedad es una cualidad que permite la vida existente. La ausencia de gravedad es una rareza que hay que construir deliberadamente a partir de la materialidad de la tierra. El coste material de la pretensión de ingravidez es extremadamente alto. Energía, materiales, trabajo, dinero. Es descomunal la inversión que es preciso hacer para conseguir que las personas no mueran o enfermen menos cuando hay ausencia de gravedad.

 

Cuando no pesan, los cuerpos se desordenan. La ingravidez provoca la pérdida rápida de masa muscular y ósea. Sin gravedad, no hay carga de peso en los músculos de la espalda y las piernas, y estos se debilitan y encogen. Los fluidos –alrededor del 60% del peso del cuerpo humano– se redistribuyen y tienden a acumularse en la parte superior del cuerpo. Por eso, los astronautas tienen la cara hinchada. 

Durante el tiempo que dura el viaje espacial, los espacios intervertebrales, al verse libres de la presión a que son sometidos por la gravedad, se expanden. Los astronautas crecen varios centímetros. La vuelta a la Tierra provoca una compresión brusca de los huecos entre las vértebras y el decrecimiento abrupto de la estatura.

Pero sobre todo, en ausencia de gravedad se sufre una sensación de mareo, vértigo y caída permanente. Fue el cosmonauta soviético Gherman Titov, segunda persona después de Yuri Gagarin en completar una rotación completa alrededor de la Tierra en 1961, el primero en dar a conocer la llamada enfermedad del movimiento. También la sufrirían Ham, el chimpancé que, antes que Gagarin, fue el primer homínido arrojado al espacio y Laika, una perra de la calle, el primer ser vivo que, sin olerlo ni beberlo, se vio obligada a vivir sin gravedad. 

 

En el espacio, los astronautas pierden el sentido de la orientación, de la verticalidad. No saben si se encuentran cabeza arriba o cabeza abajo.  Los procesos fisiológicos, principalmente los relacionados con el sistema de equilibrio, deben adaptarse a las nuevas condiciones de ingravidez. Cuando el ajuste no es completo, se producen náuseas, mareos, vómitos, dolores de cabeza, fatiga, malestar general, alucinaciones visuales, desorientación en el espacio y pérdida del sentido del equilibrio. La enfermedad del movimiento se llama también síndrome de adaptación espacial o enfermedad espacial .

Parece ser que los culpables de la enfermedad espacial son los otolitos, que se hacen un lío en ausencia de gravedad. Los otolitos. Unos cristales de oxalato y carbonato de calcio recubiertos con una membrana de fibra de celulosa-gelatinosa que están situados en el oído interno. En tierra, cuando la cabeza se mueve de arriba y abajo, hacia adelante y hacia atrás, o hacia la izquierda o hacia la derecha, los otolitos cambian de posición y envían información al cerebro permitiendo que nuestro cuerpo sea consciente de las aceleraciones, del equilibrio y de dónde está el suelo.

El desbarajuste de los otolitos causa también la alteración de la propiocepción. La propiocepción es un sentido como el olfato o la vista. Informa al organismo de la posición de sus propios músculos y otorga la capacidad de sentir la posición relativa de partes corporales contiguas. Interviene en la autopercepción del esquema corporal y en la relación del cuerpo con el espacio. Participa en el control del equilibrio, en la coordinación de ambos lados del cuerpo y  en el mantenimiento del nivel de alerta del sistema nervioso, Influye en el desarrollo emocional y del comportamiento.

 

Dicen que los otolitos se acaban acostumbrando a vivir en el espacio y que las molestias van desapareciendo a medida que el organismo se adapta a las  nuevas condiciones; que te puedes acostumbrar a vivir sin referencia territorial, sin saber qué es arriba o abajo, dónde está la derecha y dónde la izquierda y sin saber cuál es tu posición relativa respecto a lo que te rodea.

El problema es que cuanto mejor es la adaptación a la ingravidez más se olvida cómo es el funcionamiento terrícola. Los primeros astronautas que viajaron al espacio se sorprendieron al comprobar que a la vuelta, al recuperar el peso, tenían que esforzarse mucho para mantener la postura vertical. No podían moverse o caminar.  Eran incapaces de estar con los pies en el suelo, sin ayuda de nadie, más de diez minutos seguidos sin desmayarse. Tenían que readaptarse al anclaje a la Tierra y los efectos tardaban bastante tiempo en desaparecer.

Cuenta Abi Andrews en Naturaleza es nombre de mujer que las esposas de astronautas que iban al despegue del Apolo tenían que ir con sus hijos a cuestas, sonreír ante las cámaras, saludar y decir que estaban orgullosas, emocionadas y contentas. Presenciaban cómo su esposo, padre de sus hijos y medio de subsistencia era lanzados al cielo en un trozo de aluminio. 

La promesa de fuga de la gravedad y de anclaje a la tierra y a los cuerpos es extremadamente seductora para la cultura occidental. Es más bien un objetivo, el final de un castigo

Puede que a esas mujeres también les hubiese gustado ir al espacio pero no podían. Los héroes desinteresados podían flotar en el espacio porque ellas se quedaban en la Tierra para seguir atendiendo la vida que pesa. Se daba por hecho que esos héroes, cuando volviesen a la Tierra, no supiesen qué estaba arriba y qué abajo y no pudiesen estar más diez minutos de pie sin ayuda, ellas estarían allí.

Para que unos pocos seres floten, tiene que haber muchos más que mantengan la toma de tierra. Territorios habitados por otros seres humanos, animales, plantas, rocas y, sobre todo, mujeres continúan afrontando las consecuencias de gestionar la fantasía crónica de abandonar la gravidez. Es una forma específica de explotación.

Javier Casado en el interesantísimo libro Rumbo al cosmos. Los secretos de la aeronáutica relata que los y las astronautas suelen ser poco dados a hablar públicamente de unos síntomas que pueden hacerles aparecer como débiles y que, incluso ante el control de la misión y el equipo médico de tierra, intentan minimizar u ocultar los malestares. Dice Casado que los testimonios más sinceros al respecto provienen de personas que no son astronautas profesionales. La turista espacial Anousheh Ansari, que voló a  bordo de una nave Soyuz en 2006, confesó: “Toda la vida queriendo ir al espacio y cuando finalmente lo conseguí me encontraba tan enferma que ni siquiera podía mirar por la ventanilla”.

 

Pero, la promesa de fuga de la gravedad y de anclaje a la tierra y a los cuerpos es extremadamente seductora para la cultura occidental. Es más bien un objetivo, el final de un castigo. El relato fundacional judeocristiano narra la desgracia de un ser humano expulsado del cielo. Exiliado a una tierra hostil, obligado a someterla para poder sobrevivir, a vagar en una permanente búsqueda del cielo, a expiar el pecado de comer los frutos del paraíso que le habían sido prohibidos. No percibe la naturaleza a la que pertenece como un hogar. La vida real es una condena. 

La pulsión de escapada hacia el paraíso en el que la vida no pesa, no cuesta, se materializa en el sueño de fuga al espacio, a los mundos de Disney, a los macrocentros comerciales, a los parques temáticos, a los resorts turísticos, a las urbanizaciones-fortaleza, a las casas de apuestas. Burbujas autónomas y metálicas de vida artificial, en las que los flujos de energía, los ciclos de materiales, los residuos y las necesidades no existen. Es la fuga, como señala Umberto Eco, al mundo de la falsificación absoluta. En la burbuja, los otolitos que permiten el equilibrio se extravían y se sustituyen por otros que alejen la percepción de malestar.

La economía en Occidente evolucionó divorciándose de la Tierra, soñando con un planeta inagotable, alimentando la promesa de que era posible vivir sin depender de los bienes de la Naturaleza, flotando por encima y por fuera de la trama de la vida. Es una economía pretendidamente desconectada de los límites, fantasiosamente ingrávida. Una gigantesca pompa que orbita informada por otolitos monetarios.  

La suficiencia, el reparto y el cuidado solo se convierten en horizontes deseables si hay consciencia de la finitud

Es una economía que ha roto el cordón umbilical que la unía con la tierra y los cuerpos. No hace pie. Bracea y se sostiene a flote gracias al legado de la fotosíntesis realizada cientos de millones de años atrás. Es una economía que actúa en diferido. Cada generación le endilga el marrón a la siguiente.

Nuestra sociedad padece una especie de síndrome de astronauta. Ha crecido y se ha expandido en ausencia de gravedad. Y ahora, en esta fase de aterrizaje forzoso al que aboca la crisis ecosocial, se ve obligada a reducir abruptamente el tamaño que adquirió en condiciones artificiales. Con los otolitos que permiten hacer pie descuajeringados, tiene serias carencias y  dificultades para adaptarse a la realidad material terrestre y translimitada. Empeñada en seguir flotando, no es capaz de mantenerse de pie proporcionando bienestar para el conjunto de los seres humanos ni de sentir preocupación por el resto de la vida. No sabe cuando está boca arriba o boca abajo, lo que es superficie y lo que es fondo,  qué es la derecha y qué la izquierda. 

En ausencia de gravedad se produce el extravío del equilibrio y la orientación. Los seres humanos occidentales, autodespojados de la condición terrícola, no somos capaces de comprender nuestro propio lugar en el universo y nuestra posición relativa respecto a la de otros seres vivos o sujetos inertes. Nos cuesta entender nuestra ubicación inevitablemente ecodependiente e interdependiente, quisiéramos apostatar de ella.

Según el material desclasificado en la Unión Soviética, hace 50 años, mientras la Soyuz-11 regresaba a la Tierra tras completar la primera misión de la historia en una estación espacial, los cosmonautas soviéticos Gueorgui Dobrovolski, Vladislav Vólkov y Víktor Patsáyev se mostraban alegres ante el regreso. “Nos vemos mañana, preparad el coñac”, fueron las últimas palabras de Vólkov a ciento cincuenta kilómetros de la Tierra. No llegaron vivos.

A la economía convencional también le resulta imposible visibilizar su propio fin. La ingravidez de la economía capitalista ha supuesto un deterioro ecológico y una alteración de las condiciones de equilibrio que sostienen la vida sin que mayoritariamente, hayamos sido capaces de escuchar los avisos. Sus indicadores –otolitos ingrávidos– fueron diseñados para mantener un solo equilibrio, el del dinero. Las señales que envían la propia tierra y los que aún no extraviaron el equilibrio son indescifrables desde dentro de la burbuja. 

 

El resultado es una cultura material rodeada de residuos, ahogada en sus propios vómitos, asediada por sus propias mierdas que, como la basura espacial, circulan a enorme velocidad e impactan violentamente contra nosotros mismos. Quienes están amparados por el poder económico, político y militar aspiran a mantener la ficción flotante y quienes no sucumben y pierden derechos, mientras confiados envían mensajes para que les vayan preparando el coñac. Cuanto más persiste la normalidad supuestamente ingrávida capitalista más cuesta escapar culturalmente de ella y menos capaces somos de readaptarnos a las condiciones terrícolas. 

La ilusión de la expansión sin límites, de flotar sin esfuerzo, es droga dura. Es el opio de una cultura permanentemente fumada, adaptada a las condiciones ficticias de ingravidez, angustiada porque no hace pie, pero atemorizada para imaginar la readaptación. 

Alien significa extranjero. Vivir alienado es vivir extraído de la propia condición humana. El capitalismo tiene una lógica extraterrestre. Por eso a algunos no les duele pensar en escapar de la Tierra después de agotarla… Tanto buscar vida alienígena y la tenemos delante de nosotras. 

¿Puede una sociedad de alienígenas hacerse terrícola? La condición previa es reconocer que nuestra cultura está vuelta del revés, cabeza abajo y que el fin del mundo ingrávido ya ha tenido lugar. Muchas veces decimos que en tiempos de cambio climático y translimitación, el inevitable aterrizaje en la tierra tiene que ser más el resultado de la seducción que del temor. Claro que hace falta seducir, pero también creo, que abandonar una cultura construida sobre la promesa de la escapada del peso, del esfuerzo y del dolor, que rehúye el conflicto y mira hacia otro lado cuando se trata de la violencia y la explotación, requiere pasar un duelo:  la constatación del fracaso de las promesas de la triada progreso, tecnología y capital para garantizar la felicidad y la dignidad a todas. La suficiencia, el reparto y el cuidado, cuestiones centrales para encarar el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía, solo se convierten en horizontes deseables si hay consciencia de la finitud, la vulnerabilidad y el previsible colapso. Me temo que para desconectarse de la droga dura hay que pasar el mono.

No se pueden hacer las paces con Gaia y, a la vez, contemporizar con la lógica fantasiosa y sacrificial del capitalismo. Solo echando el ancla en la Tierra podemos conseguir encontrar un centro de gravedad permanente que ayude a reconstruir una especie de propiocepción social, que permita saber qué está arriba y qué abajo; qué está a la derecha y qué a la izquierda; que permita, como dice Jorge Riechmann, discriminar entre lo que nos acaricia y lo que nos aplasta.

“¿Cómo hacemos para que nuestro organismo tenga la energía necesaria para ir movilizando cargas de indignación, de rabia, de vergüenza, de duelo, de mucha impotencia ante múltiples formas de opresión que tenemos cotidianamente?”, se pregunta Lorena Cabnal, feminista y defensora comunitaria originaria del pueblo Xinca-maya de Guatemala.  Denomina al proceso para lograrlo sanación. Sanar para nosotras mismas, para las generaciones actuales y para las que están por venir. Recomponer los equilibrios conectando con el resto de seres humanos y no humanos. Un acto político y consciente para recomponer la vida en común sin expulsiones.  Convocarnos a la alegría, al placer, a la dicha, al disfrute aun en medio de todos los sistemas de opresión, patriarcales, colonialistas, racistas y capitalistas neoliberales contra los que nos organizamos, dice Lorena. Una hermosa manera de transgresión en este tiempo que nos tocó vivir.

Tomar tierra supone una insurrección cultural. Con eso, me quedo.

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Ausencias y extravíos (II)

Ausencia de miedo y extravío del valor

De una forma metafórica, podríamos decir que el capitalismo heteropatriarcal y colonial se ha infiltrado en el sistema amigdalino social y lo ha puesto a trabajar en su favor. Contra eso, mucho miedo y más valor. No sola

Yayo Herrero 

23/07/2021

CXTX

Miedo. Y todas sus variantes. Temor, aprensión, canguelo, espanto, pavor, terror, fobia, susto o pánico.

El miedo es una emoción primaria que aparece al percibir un peligro, real o supuesto, presente o futuro, incluso pasado. Afecta a todos los seres vivos y, por supuesto, a los humanos. La máxima expresión del miedo es el terror que sobreviene cuando se han sobrepasado los controles y mecanismos de respuesta del cerebro y ya no puede pensarse racionalmente.

El miedo es el mecanismo que le permite a un individuo o grupo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. ¿Eficacia para qué? Para garantizar la supervivencia. El miedo es una emoción movilizada por el instinto de supervivencia.

El miedo “se fabrica” en la amígdala cerebral, una estructura con forma y tamaño de almendra que forma parte del sistema límbico del cerebro

Parece ser que en los seres vertebrados complejos, como somos los seres humanos, el miedo “se fabrica” en la amígdala cerebral, una estructura con forma y tamaño de almendra que forma parte del sistema límbico del cerebro. Está configurada por diferentes partes, por lo que en ocasiones también recibe el nombre de complejo amigdalino, y se conecta con muchas otras áreas del cerebro y con los sentidos. Esta amígdala es fundamental para la vida, ya que es la responsable de integrar las emociones con las respuestas adecuadas para cada una de ellas. Es la que hace que podamos sentir la alegría, la felicidad, el miedo o la  tristeza.

Impresiona que una parte del cuerpo tan pequeña sea responsable de tantas cosas. Se ocupa de poner en relación los sucesos recordados con las emociones que ese suceso nos hizo sentir. Gracias a esa relación, recordamos lo bueno con alegría y lo malo con dolor, una cuestión central para el aprendizaje emocional y el aprendizaje en general. Esta es la zona del cerebro que ayuda, además, a interpretar las emociones de los demás. Gracias a la amígdala podemos disfrutar con la alegría de otros o sufrir con su desgracia. Y no es todo. Controla la agresividad y se ocupa de que sintamos la saciedad.

 

Volvemos al miedo. Una de las funciones  principales de la amígdala, la que  hace que sea una pieza clave de la supervivencia, es procesar las emociones de miedo y, por lo tanto, disparar todos los mecanismos de defensa ante las amenazas. Reacciona tras percibir un estímulo potencialmente amenazador, identifica qué es lo que nos pone en riesgo y estimula o inhibe la lucha o la huida como respuestas. Me han contado que una mujer, cuya amígdala quedó destruida debido a una enfermedad, no podía sentir ningún tipo de miedo y, por tanto, era incapaz de defenderse de lo peligroso.

Sentir malestar y angustia antes las situaciones que nos ponen en riesgo es condición necesaria para poder detectar el peligro y tratar de ponernos a salvo. El miedo, entonces, no es una patología. Cosa distinta es tener dificultades para identificar lo que causa el miedo o no saber cómo responder ante él. En estos casos, el miedo puede transformarse en una expresión máxima de terror que bloquea y paraliza. Deja, entonces, de ser un mecanismo de alerta, crucial para la supervivencia, y se convierte, más bien, en lo contrario.

El miedo a la sequía, a la enfermedad, al hambre activaron todo un repertorio de huidas, luchas y trabajos que condujeron a que las sociedades se adaptasen a las condiciones de sus hábitats

El miedo a la sequía, a la enfermedad, al hambre, a los terremotos, a la guerra o a la muerte activaron todo un repertorio de huidas, luchas y trabajos que condujeron a que las sociedades se adaptasen a las diversas condiciones de sus hábitats. Ha sido un trabajo de equipo. En su “hipótesis del cerebro social”, Dumbar explica que las personas resolvemos los problemas relacionándonos con otras. Las primeras tribus homínidas que habitaron la tierra se dieron cuenta pronto de que para sobrevivir era preciso mantener unido al grupo. Sin garras, colmillos o caparazones en los que guarecernos; sin pinchos, capacidad de fotosintetizar o a falta de unos sentidos especialmente desarrollados, lo que nos ha hecho evolucionar y sobrevivir ha sido la capacidad de cooperar con otras personas. A lo largo de la evolución, los seres humanos hemos desarrollado unas enormes habilidades para la socialidad que nos han ayudado a sobrevivir. Podríamos decir que el miedo y las respuestas ante él tienen una importante dimensión social. La evolución humana es resultado de la construcción de soluciones colectivas que permitieran reducir la incertidumbre, y generar protección y seguridad. El lenguaje es el invento fantástico que lo facilita.

 

En ausencia de miedo no tienen sentido la precaución o la cautela. Sin miedo no hay motivo para la previsión o la proyección del futuro. Sin miedo no se habrían inventado las pensiones ni los sindicatos. Sin miedo y consciencia de la vulnerabilidad es imposible diseñar y poner en marcha formas de reducir la incertidumbre, que generen protección y seguridad.

Sin embargo en nuestras sociedades el miedo tiene muy mala prensa. Se niega y se oculta. Casi nadie quiere o puede reconocer que tiene miedo. Todo lo más, reconocer un poco de canguelo ante cosas menores. Como cuando esperamos la nota de un examen que tememos no haber pasado. Se cierra el estómago, se aflojan los esfínteres y estamos nerviosas. Pero cuando el miedo  causa angustia, estrés, insomnio, agobio o inseguridad es, con frecuencia, catalogado como patología o  un problema de salud mental. Se prescriben, incluso,  medicamentos que atenúen los síntomas.

El debate sobre el miedo ha sido una constante en el movimiento ecologista. Si hablar del previsible colapso de esta civilización industrial y sus consecuencias devastadoras –si no se hace nada para gestionarlas– y del impepinable decrecimiento de la esfera material de la economía o si buscar estrategias que intenten cambiar las relaciones entre las personas y la naturaleza generando, como suele decirse, emociones positivas, evitando el miedo. “El miedo paraliza” suele ser la frase más escuchada. Pero como dice Naomi Klein, el miedo paraliza solo si no se sabe hacia donde correr.

Como dice Naomi Klein, el miedo paraliza solo si no se sabe hacia donde correr

Que la violencia machista, la crisis ecosocial, la guerras climáticas o por los recursos, el declive de la energía y materiales, la escasez inducida y la desigualdad brutal que esta genera, que todo tipo de violencia causen miedo me parece sanísimo, la verdad. Lo problemático es que ese miedo sea improductivo porque las amígdalas sociales no sean capaces identificar sus causas y no generen respuestas eficaces ante ellas.

En sociedades como la nuestra que confunden vulnerabilidad con debilidad y sentir miedo con cobardía, tengo que insistir: el miedo es un mecanismo que permite detectar los peligros y poner en marcha soluciones para afrontarlos. Por ello, me parece que no sentir miedo ante lo que nos amenaza es un problema de salud pública. Soy de las que defiende que es preciso hacer y compartir, aunque duela, el ejercicio de amargura que supone mirar la realidad material cara a cara, a la vez que buscamos formas de acompañarnos en el duelo y de organizarnos para hacer frente activamente a la situación.

 

Y la paradoja de no querer generar miedo, es que ya vivimos en sociedades atemorizadas. Miedo a perder el trabajo, miedo a no tenerlo nunca,  miedo al hambre, a no tener casa, a tenerla y no poder pagarla, miedo a expresar la opinión, miedo, como dice Galeano, a las mujeres que se enfrentan al miedo. Miedo al futuro y miedo a recordar el pasado, miedo a la violencia, miedo a la falta de seguridad y a las fuerzas de seguridad… Tener miedo a generar miedo cuando, sin embargo, estamos en una cultura presidida y dominada por él.

Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo) cuenta cómo a lo largo de la historia se han ido alejando cada vez más los lugares en los que se toman las decisiones y los territorios en los que se viven las consecuencias de las mismas. Identificar el origen de las amenazas y agresiones que nos asustan se hace difícil y, por tanto, configurar respuestas adecuadas, al servicio de la supervivencia también. Si añadimos la voluntad de que esa supervivencia sea digna y para todas, mucho más.

Ulrich Beck identificó el riesgo como una de las características de la sociedad actual. Éste es el momento en el que la especie humana en su conjunto se enfrenta a la posibilidad de su propia destrucción y extinción. Conseguir que las personas no sientan miedo ante lo que las enferma, las mata, las despoja de lo necesario para garantizar condiciones de vida digna y deja sin un futuro decente a sus hijas es una de las manifestaciones más violentas y humillantes de la dominación y el poder.

 

Imagina lo que supone controlar la emisión de las señales de peligro y las posibilidades de respuesta de las personas… De una forma metafórica podríamos decir que el capitalismo heteropatriarcal y colonial, además de irse  apropiando de los medios de producción, de los trabajos que permiten la reproducción cotidiana y generacional, de la tierra y sus bienes, del resto de seres vivos y el tiempo de la gente, se ha infiltrado en el sistema amigdalino social y lo ha puesto a trabajar en su favor. Si se posee la facultad de decretar a qué hay que tener miedo, se envían las señales precisas y se prohíben las respuestas no deseadas, se consigue que el miedo de las personas deje de ser funcional para la supervivencia de ellas mismas y trabaje al servicio de las élites.

Naomi Klein, en La doctrina del shock, desvela cómo el capitalismo contemporáneo después de cada crisis revive y se apuntala sobre el miedo inducido. Llámese golpe de Estado, atentado terrorista, crisis económica, guerra, o pandemia, cualquier cosa que genere un shock colectivo que desbarate la amígdala cerebral social.

El  capitalismo, el mayor fundamentalismo religioso, establece un dogma inviolable: el beneficio es sagrado. Eso es lo que tiene que sobrevivir como sea. Bajo el credo del crecimiento y el imperativo de sacrificarlo todo para conseguirlo, se asume que la única fuente de protección y la seguridad es la bonanza de los mercados y la fortaleza de las fuerzas de seguridad que lo mantienen en pie.  El sistema amigdalino social debe reprogramarse, por tanto, para que detecte cuándo se encuentran en peligro y generar las respuestas adecuadas para mantenerlos a costa de lo que sea, incluso de la propia supervivencia de las personas. La vida de la mayoría queda marcada por la precariedad, la violencia y la incertidumbre. La sumisión es el mecanismo de adaptación ante el miedo.

Rebecca Solnit cuenta en Un paraíso en el infierno que cuando las personas perciben de forma directa el peligro –un  gran accidente, un terremoto o un fenómeno climático extremo– son capaces de organizarse y suspender temporalmente la dictadura del mercado. La cooperación, el apoyo mutuo, la empatía, la priorización de la vida se restituyen y se crea una situación de liminalidad comunitaria que permite la autodefensa colectiva y, sorprendentemente, generan bienestar y alta autoestima compartida. En su libro, recoge el ejemplo de la impresionante respuesta social cuando el Katrina arrasó Nueva Orleans. Sin embargo, lo que yo recuerdo es que los informativos entonces no hablaban de esto. Repetían una y otra vez las imágenes de los saqueos de los supermercados y de las fuerzas de seguridad tiroteando a quienes entraban a las tiendas a por comida o ropa de abrigo. Se pregunta Solnit quién estaba preocupado porque se decomisase la comida de los supermercados mientras estaba la ciudad llena de cadáveres flotando y muchas personas se apelotonaban en los tejados que permanecían fuera del agua.

Ella concluye, con acierto creo yo, que lo que salía en los informativos reflejaba el pánico de las élites blancas. Los medios de comunicación mostraban en las pantallas el temor de los ricos ante una sociedad organizada dispuesta a sobrevivir. Los medios llamaban seguridad al blindaje de las élites y presentaban como amenaza a las víctimas del desastre.

 

Hay un abismo –que podríamos llamar lucha de clases– entre las trabajadoras de las residencias de Bizkaia que mantienen una huelga de muchos meses –sostenida gracias a la caja de resistencia– y consiguen mejorar su protección, su seguridad y reducir la incertidumbre, y la imagen de un Jeff Bezos que, en una suerte de lluvia dorada verbal, da las gracias a quienes trabajan y compran en Amazon porque gracias a ellos ha conseguido pasar quince minutos flotando en el espacio.

¿Cuál  es el miedo que prevalece y activa las respuestas? ¿El miedo a que no haya beneficios o el miedo a no tener una vida digna? El poder económico se juega todo en convencer de que ambas cosas son lo mismo. Que la única posibilidad de supervivencia digna depende de que ellos –esquilmando la tierra y explotando personas– hagan crecer el dinero.

En las sociedades patriarcales el valor se vincula a la potencia y a la fuerza. Se prohíbe el miedo a los hombres y se les presupone a las mujeres

En las sociedades patriarcales el valor se vincula a la potencia y a la fuerza. Se prohíbe el miedo a los hombres y se les presupone a las mujeres. La virilidad prometeica es amante del riesgo. Los legionarios cantan ‘soy un novio de la muerte’. La muestra de mayor valor es despreciar la vida y ponerla al servicio de la causa.

¿Se puede ser valiente sin haber tenido miedo? Cuando la causa es la propia vida, ser valiente es mantenerla. Por ello, Lolita Chávez, activista del pueblo maya, dice que ella no quiere ser héroe, que quiere vivir. Para mí, ella sí que es valiente.

En ausencia de miedo, el valor se extravía. La máxima expresión de ese extravío es llamar seguridad a la cobardía más extrema y despreciable. Quien teme y señala a niños extranjeros y solos es cobarde; quien mata a personas migrantes a tiros en el Tarajal es cobarde; quien viola entre cinco a una chica y hace de ello una apología de la virilidad es cobarde; quien no organizándose para poner freno al que le explota canaliza su malestar señalando a los que están peor que él es cobarde; quienes mataron de una paliza a Samuel llamándole maricón son cobardes; quienes niegan derechos y humillan a quienes habitan el cuerpo desde la disidencia son cobardes. Cuando callamos y toleramos somos cobardes.

“Se valiente, Luis”, le pedía Rajoy a Bárcenas. Es la corrupción del valor.

 

La fotografía de Olmo Calvo en uno de los últimos desahucios en Vallecas retrata la cobardía extrema de una sociedad atemorizada e impotente. Cinco niños huérfanos con sus pertenencias a la espalda salen de la casa en la que vivían con sus abuelos y de la que acaban de ser desahuciados. Haciéndoles pasillo, a los lados, policías antidisturbios, unos tíos como armarios, con casco, porras y toda la parafernalia protegen a la sociedad de esas cinco criaturas.

¿Cómo es posible que no se quiebre el mundo ante semejante dolor? Se pregunta García Lorca a través de la voz de Juan Diego Botto en Una noche sin luna. Me da miedo lo que muestra esa fotografía. Me da miedo una sociedad cobarde que convierte en amenaza a quien vive en una casa sin pagarla. Pero de ese miedo me nace la rabia, la lucha y la esperanza.

Dos imágenes me vienen a la cabeza al pensar en el valor que nace del miedo.

Recuerdo a mi madre cuando recogía los resultados de las pruebas médicas de mi padre ya desahuciado. Una vez al mes rompía con miedo el sobre cerrado y miraba durante mucho rato los indicadores que decían que estaba un poco peor. Los miraba una y otra vez, creo yo, para llenarse de valor para la despedida y seguir camino con cinco niños y niñas pequeños. Luego metía el informe en el sobre, lo guardaba con los otros en el cajón del mueble de la entrada, preparaba las medicinas que le tocaba tomar a mi padre a la hora de la comida y nos peinaba para ir al cole. Creo que mi madre tenía miedo y era valiente.

La segunda es la de una charla a la que asistí en Madrid hace muchos años en una visita que hicieron las mujeres colombianas de la Organización Femenina Popular en Barrancabermeja al local de Ecologistas en Acción. Vivían una situación de extrema violencia y se habían organizado y plantado cara denunciando las desapariciones y las violaciones de derechos. Mientras las escuchaba pensaba que yo no sería capaz de aguantar y resistir tanta violencia. Las oía como desde fuera. Entonces ellas hablaron del miedo. Tenían tanto miedo que tuvieron que hablar de él y analizarlo políticamente para que no les bloquease. La campaña Hagámosle el amor al miedo, fue la forma de hacer hueco a lo que sentían, colectivizarlo y responder ante ello. Fue al oírles hablar del miedo, cuando sus palabras resonaron dentro de mí. Las mujeres de Barrancabermeja tenían miedo y eran valientes.

Para mí, el valor en tiempo de crisis de civilización, de colapso, tiene que ver con mirar la realidad cara a cara y esforzarse para que otras también la miren. Ser valiente es intentar tejer con otros y otras un hilo que liga el reconocimiento de violencia, el miedo y el dolor con una resistencia que se empeña en  transformarlos en vida y alegría. Es encontrar sentido a ese empeño y disfrutar haciéndolo. El valor no extraviado, para mí, es disputar el heroísmo del suicidio colectivo y establecer un compromiso con la vida y no con la muerte. El valor así entendido integra la osadía y la prudencia, el arrojo y la cautela, la generosidad y la mesura, la memoria y la utopía, la suficiencia y el reparto, la consciencia y la esperanza, la rabia y la alegría.

No se puede no tener miedo a menos que amputemos alguna parte de nuestra condición humana. Reniego de ansiolíticos o promesas tecnológicas que me lo eviten. Reivindico una amígdala cerebral libre del dogma capitalista.

Mucho miedo y más valor es el título de uno de los capítulos de Momo. El que cuenta cómo, cagada de miedo, se enfrenta sola a los hombres grises.

Mucho miedo y más valor. No sola.-