Una vida que se basta a sí misma: la revancha de los «valores del sur»

Mientras los «hombres políticos» de su tiempo (dirigentes de partido, militantes de vanguardia, teóricos críticos) miraban hacia el poder estatal como el lugar privilegiado para la transformación social (se toma el poder y desde arriba se cambia la sociedad), Pasolini advertía –con sensibilidad poética, esto es, sismográfica– que el capitalismo estaba avanzando mediante un proceso de «homologación cultural» que arruinaba los «mundos otros» (campesinos, proletarios, subproletarios) contagiando los valores y modelos del consumo «horizontalmente»: a través de la moda, la publicidad, la información, la televisión, la cultura de masas, etc. El nuevo poder no emana, irradia o desciende desde un lugar central, sino que se propaga «indirectamente, en la vivencia, lo existencial, lo concreto», decía Pasolini.



Una vida que se basta a sí misma: la revancha de los «valores del sur»

Amador Fernández-Savater

Lobo Suelto

9 septiembre 2021

En los años 70, el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini propuso pensar el conflicto político como una disputa fundamentalmente antropológica: entre diferentes modos de ser, sensibilidades, ideas de felicidad. Una fuerza política no es nada (no tiene ninguna fuerza) si no arraiga en un «mundo» que rivalice con el dominante en términos de formas de vida deseables.

Mientras los «hombres políticos» de su tiempo (dirigentes de partido, militantes de vanguardia, teóricos críticos) miraban hacia el poder estatal como el lugar privilegiado para la transformación social (se toma el poder y desde arriba se cambia la sociedad), Pasolini advertía –con sensibilidad poética, esto es, sismográfica– que el capitalismo estaba avanzando mediante un proceso de «homologación cultural» que arruinaba los «mundos otros» (campesinos, proletarios, subproletarios) contagiando los valores y modelos del consumo «horizontalmente»: a través de la moda, la publicidad, la información, la televisión, la cultura de masas, etc. El nuevo poder no emana, irradia o desciende desde un lugar central, sino que se propaga «indirectamente, en la vivencia, lo existencial, lo concreto», decía Pasolini.

En el vestir y en los andares, en la seriedad y las sonrisas, en la gesticulación y los comportamientos, el poeta descifraba los signos de una «mutación antropológica» en marcha: la revolución del consumo. Frenarla desde el poder político sería como tratar de contener una inundación con una manguera. No es posible imponer otroscontenidos o finalidades a un mismo marco de acumulación y crecimiento. Es más bien al revés: el modo de producción-consumo será el que determine los márgenes del poder político. Una civilización sólo se para con otra. Son necesarios otros vestires y otros andares, otra seriedad y otras sonrisas, otra gesticulación y otros comportamientos.

La disputa política (la que no es simple juego de tronos) expresa un «desacuerdo ético» entre diferentes ideas de la vida o, mejor, de la buena vida. No ideas que flotan por ahí o se enuncian retóricamente, sino ideas prácticas encarnadas, materializadas, inscritas en los gestos y los dispositivos más cotidianos (Facebook, Uber o Airbnb son figuras del deseo, de ahí su fuerza). ¿Qué podría decirnos una mirada antropológica sobre la política? ¿Qué mundos colisionan hoy? ¿En qué desacuerdos éticos sobre la vida buena podrían aflorar acciones políticas transformadoras?

El viejo espíritu del capitalismo

Demos primero un paso atrás. ¿Dónde nació la idea de organizar la vida entera en torno al trabajo, la eficacia y la productividad? Según Max Weber, la cultura burguesa encontró su origen, motor y combustible en la ética protestante (sobre todo del protestantismo ascético). A través de la reconceptualización del trabajo como «profesión» y de la teoría de la predestinación (sólo en el éxito terrenal podemos encontrar signos de nuestra salvación), se genera una subjetividad que pone en el centro de la vida el dinero y el enriquecimiento, que aspira a la «racionalización» de la existencia entera (la relación con el tiempo, el cuerpo, el honor, la educación de los hijos), que condena la pobreza como el peor de los males  («elegir la pobreza es como elegir la enfermedad»), etc.

Esta subjetividad no es un «reflejo automático» de la objetividad económica, sino un elemento decisivo de la «cultura capitalista» sin la cual sencillamente no hay capitalismo. Sólo un nuevo tipo de imaginario y subjetividad (una nueva organización del deseo) podía tener la fuerza suficiente para quebrar la «mentalidad tradicionalista» (imperante entonces) según la cual no se vive para trabajar (eso sería absurdo), sino que se trabaja para vivir y si se dispone de riqueza (por trabajo propio, ajeno o buena ventura) se dedica uno a la contemplación o a la guerra, al juego o a la caza, a dormir tranquilo o al goce sensual de la vida, pero no se le pasa por la cabeza reinvertirla para seguir acumulando.

La cultura burguesa nace por tanto de la potencia de un imaginario religioso que abandona luego, laicizando sus valores: el sentido de la responsabilidad individual, el self made man, la meritocracia, el crédito, el progreso, la sensibilidad puritana y severa, etc. La modernidad ha sido predominantemente una «cultura del Norte»: anglosajona, masculina, blanca y protestante. Pero el dominio de este imaginario (vivir para trabajar, invertir los beneficios en obtener más beneficios, someter todos los aspectos de la vida a un control reglamentado y sistemático, etc.) nunca ha sido completo.

La socialidad del sur

Según el sociólogo (de la vida cotidiana) Michel Maffesoli, siempre ha existido, insistido y resistido una “socialidad del sur”. Una socialidad difusa, sumergida y oculta, difícil de ver pero presente, capaz de rebelarse y activarse si resulta amenazada. Una dinámica informal (formas de vínculo, de pertenencia subjetiva, de hacer práctico) determinante en la vida diaria, como substrato o “manto freático” de la existencia colectiva.

¿En qué consiste esta socialidad del sur? En primer lugar, es un impulso vital, a-racional. Una voluntad de vivir, un querer vivir. Pero no vivir de cualquier modo, sino afirmando un tipo de vínculo, un tipo de existencia, una cierta idea de felicidad: un estar-juntos antropológico. Es también un conjunto de saberes y estrategias para reproducir esos vínculos, esas formas de vida.

Ese «sur» se refiere original e históricamente a los países mediterráneos y latinoamericanos, pero se convierte enseguida en la obra del autor en una noción más movediza que apunta a «valores» y «climas afectivos» más que a una localización geográfica. En ese sentido, hay «sur en el norte», como también hay «norte en el sur». Colonia (vividora, alegre, habladora, proletaria) sería el «sur» en Alemania y la financiera Frankfurt, el «Norte».

Podemos entresacar ahora cinco «valores» (lo que vale) para esta socialidad del sur:

—en primer lugar, el presente: la vida no se proyecta «hacia adelante» (un futuro de salvación, de perfección), sino que se afirma «ahora». Esa cierta despreocupación hacia el mañana no excluye (¿paradójicamente?) una obstinación por reproducirse y durar. La temporalidad de la socialidad del sur es intensa y no extensa, pero ella se empeña en «perseverar en su ser».

—en segundo lugar, el vínculo: La vida se da en continuidad con otros, entramada con otros, enredada con otros. No solamente por necesidad, sino también por el placer de compartir. El vínculo más apreciado es el vínculo cercano, próximo, al alcance de la mano (lo táctil como valor). Este «aquí» no nos separa de lo que está «allí» (lo lejano), sino al revés: a partir de lo que vivimos «aquí» nos puede resonar algo «allí».

—en tercer lugar, lo trágico: la asunción de la anarquía de lo que hay, de lo que es. No se trata de «solucionar» o «superar» lo dado (incierto, oscuro, múltiple), sino más bien de saber «componérselas» con ello. Otra relación pues con el mal, el riesgo o la muerte, que no son algo a erradicar (según las lógicas imperantes del control, la securización y la previsibilidad total), sino un costado de la vida (y también pueden ser fuerza, palanca, si nos sabemos componer).

—en cuarto lugar, lo dionisíaco: no la vida encerrada en uno mismo (trabajo, éxito, progreso), sino la vida «extática» que busca salir de sí a través del goce del cuerpo, el gusto por la máscara y el disfraz (las apariencias), la fusión con el otro en las celebraciones colectivas (musicales, deportivas, religiosas), etc. Exceso, derroche, vértigo, entrega, destrucción: lo «dionisíaco» son tanteos con la alteridad.

—por último, el doble juego: no la pasión por lo recto, lo frontal y lo explícito, sino por el desvío, la astucia, el apaño, el rebusque, la brega, la duplicidad, el disimulo, el juego con la ley y la norma, las estrategias informales de conservación y supervivencia (mía y de los míos). No la pasión por corregir y enderezar, sino por sortear, regatear, driblar y burlar.

La crisis como ocasión

Los economistas neoliberales hacen su propia lectura «antropológica» del mundo y concluyen que la crisis económica de 2008 tiene que ver con la «insuficiente movilidad geográfica», el «limitado espíritu emprendedor», el «colchón familiar», el «trabajo informal» o la «indiferencia (o incluso la repugnancia) hacia el enriquecimiento» aún demasiado presentes en los países del sur (los llamados PIGS: Portugal, Italia, Grecia, España, ninguno de ellos un país protestante, por cierto). Al trasluz de estos análisis, vemos a la socialidad del sur en acción.

¿Podemos leer la gestión neoliberal de la crisis como la tentativa de suprimir por fin todas esas «inadecuaciones culturales» y acelerar así «el devenir mundo del capital» (Laval y Dardot)? La crisis de la deuda sería de ese modo la ocasión perfecta para desatar la «destrucción creativa» de todo aquello que, dentro y fuera de nosotros mismos, nos indispone para pensarnos y actuar como simples átomos sociales, partículas egocéntricas desvinculadas, máquinas del cálculo egoísta. Costumbres y vínculos, apegos y solidaridades. 

Eliminando las protecciones sociales, fragilizando los derechos asociados al trabajo, favoreciendo el endeudamiento general de los estudiantes y las familias, precarizando, reduciendo los salarios y el gasto social, se trata de fomentar el «sálvese quien pueda» y destruir todo aquello que permita a la gente cualquier margen de libertad con respecto al mercado. Todo lo que hay «entre» los seres y hace de ellos algo más que «partículas elementales» en competencia: lazos de mil clases, derechos conquistados, lugares vivos, recursos públicos y comunes, redes de solidaridad y apoyo, circuitos no mercantiles de bienes y servicios, etc. La base material de cualquier autonomía. Gobernar hoy consiste precisamente en erosionar ese «entre», esa trama densa de lazos, afectos, apoyo mutuo…

Pero justo cuando se quería «extirpar», la socialidad del sur se tensa y activa. En la España de la crisis han proliferado por ejemplo los micro-grupos informales de solidaridad y apoyo mutuo (familiares, vecinales, amistosos) que han atemperado los efectos devastadores de la gestión neoliberal de la crisis: miedo, soledad y desamparo. Una proliferación que impugna en sí misma el paradigma liberal-individualista: «cada uno tiene su vida».

Justo cuando se nos dijo que «habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades» y tocaba expiar y pagar, los valores del sur se toman su revancha, afirmando y difundiendo otras ideas de riqueza y felicidad: más basadas en el presente que en el futuro, en los vínculos que en la soledad, en el tiempo disponible y no en la vida para el trabajo, en la empatía y no en la competencia, en el disfrute de la gracia más que en la culpa por la deuda.

El nuevo espíritu del capitalismo

Más difícil todavía. Según algunos autores, estaríamos atravesando hoy el pasaje hacia la superación (¿intensificación, radicalización?) del antiguo «espíritu» del capitalismo cuyos orígenes estudió Weber.

Por ejemplo, según Franco Berardi (Bifo), la burguesía aún «vivía en los vínculos» (con una comunidad, unos lugares, unos bienes físicos, una clase trabajadora que no podía suprimir, la relación entre valor y tiempo de trabajo). Sin embargo, el capitalismo financiero es mucho más abstracto: no se identifica con ningún lugar, con ninguna población concreta, con ninguna clase del trabajo, con ninguna regla, aunque sus decisiones tengan consecuencias (devastadoras) sobre lugares, poblaciones, trabajadores, etc.

Por otro lado, según Christian Laval y Pierre Dardot, esta lógica de acumulación infinita del capital se ha vuelto hoy una «modalidad subjetiva». ¿Qué quiere decir esto? Pues que al «homo economicus» (definido por la prudencia, la ponderación, el equilibrio en los intercambios, la felicidad sin excesos, la balanza de los esfuerzos y los placeres) le sustituye el «empresario de sí mismo» (definido por la competencia y la autosuperación constante: vivir en el riesgo, ir más allá de uno mismo, asumir un desequilibrio permanente, no descansar o pararse jamás, poner todo el goce en la autosuperación). Una expresión resume según los autores franceses el tipo subjetivo del capitalismo actual: «siempre más». El gozo de la ilimitación.

En esta transformación habría que reevaluar seguramente la resistencia que presenta la «socialidad del sur», cuando por ejemplo la cultura capitalista hoy ya no exige la represión de lo afectivo/pasional, sino más bien su completa instrumentalización al servicio de la lógica del beneficio: la instrumentalización de lo íntimo. Pero sin duda  la afirmación de una «vida que se basta a sí misma» sigue siendo absolutamente subversiva (¿más que nunca?). Una vida que no persigue extraer y acumular «siempre más», sino que se vive en el gozo de cuidar y compartir, lo más cercanamente posible, aquello que nos ha sido dado, aquí y ahora.

La insurrección de la socialidad del sur consistiría en afirmar políticamente esta otra idea de felicidad, esta potencia subterránea, este mar de fondo.

Referencias:

-Cartas luteranas (Trotta) y Escritos corsarios (Ediciones del Oriente y el Meditarráneo), de Pier Paolo Pasolini.

-A nuestros amigos y Ahora (ambos en Pepitas de Calabaza), del Comité Invisible.

-La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo (Alianza), de Max Weber.

-La sublevación (ediciones castellanas en Hekht y Artefakt), de Franco Berardi,Bifo.

-La pesadilla que nunca acaba (Gedisa), de Christian Laval y Pierre Dardot.

 El tiempo de las tribus (Icaria), La tajada del diablo (Siglo XXI) y La transfiguración de lo político (Herder), de Michel Maffesoli.