¿Y a quién querés que vote?
Javier Massa
La mujer del cartel habla de educación y salud: cuando gobernó, redujo considerablemente los presupuestos de ambos sectores. Después la quiso arreglar, y se fumó un porro en Palermo (no en la villa donde “están los narcos”, claro está).
El hombre del video, con pretensiones de espontaneidad y soltura, dice abiertamente que somos un “pueblo de pelotudos”.
Una mujer en YouTube habla de “felicidad de un pueblo” y “garche”. El sexo siempre garpa. Llama la atención, hipnotiza. Ni lerda ni perezosa, recogió el guante: reivindicación del goce, le dicen. Sí, qué se yo… ¿Ideas? Bien, gracias. ¿Astrología, también? Buenísimo, ahora sí voy a llegar a fin de mes…
Sexo, porro y rock and roll, aullaba Cherashny allá por 2007.
Hasta eso ya se ha visto…
El hombre de la tele, con lo que parece ser una peluca y a los gritos, ofrece libertad como si fuese una mercancía que puede intercambiarse por otros bienes como, por qué no, los votos: es la caricaturización de la (no) política, el Bolsonaro argentino católico y desfachatado, el ejemplo perfecto de la posverdad, el victimario que la va de víctima, el que quiere parecerse a una juventud que las mismas políticas que reivindica se encargaron de destrozar.
El hombre del cartel, ya sin bigote y con gesto adusto, habla de jerarquizar la policía (prioridades son prioridades, ¿viste?) y de educación. Sí, sí, es él. El mismo que hace veinte años atrás anunció una batería de recortes en salud, educación, asistencia social, coparticipación. Ahora viene a contarnos cómo es la cuestión. El problema era el bigote, se ve.
Y espera que aún hay más: el que aparece solo un mes antes de toda elección para cuidar su kiosquito y después ni te enteras que existe (salvo que lo veas en el subte); los que se opusieron al impuesto a las grandes fortunas (entre otras) y no pueden (ni quieren) ampliar su base electoral; el hombre de traje impoluto que habla de “bronca” y “libertad” (otro más…); algunos hablan de “revancha” (sí, tremendo); otros exigen “patria”.
“Todos”, “Juntos”, “Libertad”, “Cambio”, “Patria”, “salir adelante”, “Democracia”, “República”: conceptos vacuos, sacados de contexto, ensuciados, embrutecidos. Detrás de todas estas hermosas palabras se esconden los peores demonios. Siempre los mismos spots. Siempre la música épica y esperanzadora. Siempre las mismas promesas. Siempre las mismas caras. Siempre los mismos problemas. Ya conocemos sus sonrisas, sus tonos, sus palabras. Ya sabemos qué van a decir. ¿De verdad con eso les alcanza?
El mundillo de la política Argentina se ha convertido en un concurso de popularidad, una especie de Bailando por un sueño de tejes y manejes de baja calaña, perfiles de Instagram con millones de seguidores que todos los fines de semana nos muestran la vida perfecta, la que quisiéramos todos, la belleza, la astucia, la creatividad, los likes, la vanidad.
Disculpen mi nihilismo exacerbado. No vengo a proponer sino a gritar.
¿Buscan el voto de aquellos que tenemos entre dieciocho y cuarenta años? No nos subestimen. Gánenselo. No con una fotito retocada ni hablando de porro y garche; no con viejas políticas que nos han llevado a la ruina.
Soy parte de una generación derrotada, quienes por primera vez nos encontramos con la sangre y no frente al combate. Somos los hijos de quienes anhelaban el divorcio pero nos enviaron a escuela católica, nietos de quienes vestían de caballeros y golpeaban a sus esposas. Somos hijos de la derrota de las palabras.
¿Qué van a decirnos que podrá convencernos, entonces?
Somos los hijos de quienes no quisieron tener hijos; quienes caminamos hasta el final del arcoíris y descubrimos que no había pepitas de oro; los que nos dimos cuenta que faltan varias piezas en el rompecabezas; los que buscamos a Dios en cada gota de lluvia pero no en las Iglesias; los que soñamos un cielo con mesa de pool y alguna que otra hierba buena; los que crecimos con las promesas de los ´90 y vimos la Ferrari estrellarse contra sí misma en el 2001; a quienes nos robaban cada viernes que íbamos a jugar al fútbol; los que vimos a nuestros viejos quedarse sin laburo; los que tuvimos Patacones y Lecops en los bolsillos; la generación de la cumbia villera cuando era mala palabra; la del rock cuando sonaba en las esquinas; la que sufrió Cromañón; la que creyó que nunca más iba a escuchar hablar de FMI, default, riesgo país; la que ve que la vara está muy baja, que todo es una gran sátira disfrazada de realidad.
Están muy alejados de nosotros. Hay un abismo infranqueable en el medio, una especie de muro que no nos permite acercarnos, no nos deja ser parte aunque las palabras digan que sí, que cualquiera puede acceder, que ellos nos representan, que la democracia es el gobierno del pueblo, que metemos un voto en una urna cada dos años y etcétera. Verso. Cuentitos de cuna. Cavernas platónicas.
¿Qué significa, hoy, hablar de “república” y “democracia”? ¿Podemos seguir reconociendo su significante en base al mismo significado que tenían en la antigua Grecia? ¿O será que nos debemos como sociedad (ni hablar quienes nos formamos en el campo de las Ciencias Sociales, los que más en deuda estamos con la batalla cultural) un amplio debate respecto a nuevos campos de sentido de conceptos tan complejos como necesarios?
Esa es la “elección” que venimos perdiendo. La de las urnas, son chamuyo.
Por eso no me resulta tan extraño que las únicas palabras que me convencen de un tiempo a esta parte son las que se repiten en todas las mesas en que he compartido alguna bebida: “¿y a quién querés que vote?”.
Ahí tienen el muro. Ellos están del otro lado. Agarremos el pico y la pala.