Estados Unidos: Memes sin fin

La revuelta contra el poder policiaco a raíz del asesinato de George Floyd constituye el horizonte insuperable de nuestro momento. Los límites con los que chocó marcan la frontera de nuestras posibilidades políticas y vitales hoy. Las reflexiones que aquí se ofrecen intentan trazar sólo algunos de esos umbrales. Si bien el movimiento ha retrocedido por el momento, las ficciones sobre las que descansa la paz social siguen siendo tan frágiles como siempre. Nada ha terminado. Con mucho tacto y un poco de suerte, la próxima vez golpeará aún más fuerte.



Memes sin fin

Adrian Wohlleben

 


El siguiente texto fue publicado por primera vez en el sitio web estadounidense Ill Will el 16 de mayo de 2021.

 

Lo que cuenta ya no es la mención del viento, sino el viento.
Georges Bataille

 

La revuelta contra el poder policiaco a raíz del asesinato de George Floyd constituye el horizonte insuperable de nuestro momento. Los límites con los que chocó marcan la frontera de nuestras posibilidades políticas y vitales hoy. Las reflexiones que aquí se ofrecen intentan trazar sólo algunos de esos umbrales. Comenzaron como notas anotadas sobre la marcha, conversaciones entre amigos entre el fuego y el humo de un largo y caluroso verano. El argumento básico puede resumirse en cuatro proposiciones:

 

1. La insurrección depende hoy menos de la consolidación de identidades dirigentes que de la circulación de prácticas o gestos dirigentes.

 

2. La rebelión del verano pasado no empezó como una política abolicionista centrada en cambios de políticas, sino como un contagio viral de deseo demoledor dirigido a comisarías, vehículos y tribunales. Sin embargo, cuando quemó el Tercer Recinto de la Policía de Minéapolis, el movimiento adelantó una práctica dirigente que no pudo repetir.

 

3. La contrainsurgencia no tiene lugar únicamente a través de maniobras externas «contra» el movimiento, sino también canalizando formas indómitas y descivilizadoras de traición racial, rebelión y comunicación hacia marcos reconocibles de lo que se supone que es un «movimiento social», para así poder gestionarlas y pacificarlas mejor.

 

4. La capacidad ofensiva del movimiento real el verano pasado se dividió en dos modalidades, los motines políticos y los motines de comercios, cuya externalidad entre sí puso un tope al poder de la insurgencia. Romper este dispositivo requeriría desligar el impulso de creación de lugares de su inscripción unilateral en el motín político, y la inteligencia logística de su restricción al motín de comercios. Sin embargo, esta tarea implica un salto cualitativo y no simplemente cuantitativo para el que no existe un camino estratégico lineal.

 

Sujetos dirigentes/gestos dirigentes

 

Hace unos años, tras presenciar de cerca la explosiva insurgencia de los chalecos amarillos en Francia, Paul Torino y yo empezamos a preguntarnos si no era mucho más probable que una insurrección capaz de suspender el orden imperante se montara a través de una lógica memética que de un movimiento social convencional. En un artículo que escribimos entonces, establecimos una oposición entre los movimientos sociales clásicos y lo que llamamos memes-con-fuerza, es decir, conflictos de la vida real organizados meméticamente a través de gestos contagiosos.
El paradigma del movimiento social se refiere a un proceso por el cual los grupos se organizan en torno a su experiencia distintiva de las instituciones sociales (o en torno a su experiencia distintiva de la opresión, como en el caso de la Nueva Izquierda), trabajan para promover los intereses de sus respectivos grupos constituyentes y se vinculan con otros segmentos institucionales en el camino. Desde los comités de acción obreros-estudiantes de Mayo del 68, hasta la fallida alianza entre los trabajadores ferroviarios franceses y las ocupaciones universitarias exactamente cincuenta años después, este modelo trotskista de organización sigue ejerciendo una influencia duradera en la forma de imaginar una escalada de conflictos.1
Al basarse en un «diálogo» con el poder, los movimientos sociales se ven obligados a aceptar y a moverse dentro del terreno dado de la verdad, lo que facilita que las élites gobernantes los desescalen, descarrilen y desvirtúen (más adelante se habla de esto). Por el contrario, los chalecos amarillos nos mostraron que los conflictos que se originan en actividades meméticas son mucho más difíciles de contener, ya que tienen el poder de abrir el vórtice que invita a círculos cada vez más amplios de personas a saltar e innovar dentro de ellos. ¿Y si los experimentos meméticos masivos pudieran —con mucho tacto y un poco de suerte— escalar hasta convertirse en auténticas crisis para el orden de la clase dominante, abriendo la ventana a experimentos masivos de compartición y autoorganización no-económicos? ¿Podría ser el meme la forma en que se inicien las insurrecciones en el siglo XXI?
Cuando hablamos de memes-con-fuerza, no nos referimos a los memes digitales utilizados como propaganda para promover ideologías sociales radicales, sino a los movimientos que se propagan como memes. En pocas palabras, nuestro argumento era que la aparente fuerza de los movimientos sociales constituye en realidad una limitación desde el punto de vista de una insurrección. Los movimientos sociales están indexados a sujetos institucionales, lo que significa que se supone que se originan en experiencias compartidas de sufrimiento que tú o yo tenemos a manos de una institución. Éstas pueden originarse dentro de una institución, como la universidad en el caso de los estudiantes, la fábrica en el caso de los trabajadores, o bien situarse fuera de ella, como cuando a los indocumentados se les niegan los permisos de residencia, cuando los jóvenes experimentan la violencia policiaca con impronta racista, etc. Dado que están diseñados como diálogos entre inferiores y superiores, o entre receptores y proveedores de servicios, los movimientos sociales tienen mucho sentido si se trata de rectificar o mejorar una institución. ¿Pero qué pasa si se quiere derrocar a la sociedad capitalista? Según la mitología de la izquierda, la potencia revolucionaria de los movimientos sociales depende de la llamada «convergencia de las luchas», un momento muy pregonado pero raramente logrado en el que varias luchas separadas se engarzan de repente en una fuerza de lucha común a través de la «solidaridad». Aunque la izquierda estadounidense se excusó de articular cualquier estrategia práctica para producir rupturas revolucionarias hace décadas, la lógica de la convergencia social todavía subyace implícitamente en la izquierda «interseccional» de hoy. Desgraciadamente, esas convergencias nunca funcionan: las múltiples separaciones sociales, los «intereses» estrechamente circunscritos y las jerarquías repudiadas que se han incorporado a los movimientos sociales desde el principio son más que suficientes para garantizar que cada uno se mantenga en su carril y que nadie espere nada más que victorias defensivas. Aunque su ciclo depresivo de auge y caída absorbe nuevas energías radicales año tras año, su significado final es reproducir un cinismo desmoralizador en cuanto a las perspectivas de la revolución en nuestro tiempo.
El atractivo del meme radica en la posibilidad de saltar por encima de o esquivar todo este problema. El carácter intrínsecamente viral del meme puede facilitar la absorción y la coordinación de la rabia y el enfado de todo tipo de personas sin que sean canalizados por las instituciones.



Seamos claros desde el principio: no se trata de negar o evitar las contradicciones sociales. Cualquiera puede ver que la dominación de clase y la abyección racial constituyen la lógica estructurante del sufrimiento en esta tierra. Pero, ¿cómo se compone un levantamiento contra la explotación y la abyección?
La racionalidad política mayoritaria nos ha entrenado para creer que el destino de los levantamientos depende de la identidad de los actores implicados (estudiantes, negros, mujeres, trabajadores de fábricas, migrantes, etc.), ya que es ésta la que determina la radicalidad de las «demandas» que el movimiento puede imaginar hacer, así como las concesiones suficientes para pacificarlo. Por lo tanto (según este pensamiento), sólo si la lucha está dirigida por aquellos cuyas demandas son demasiado radicales para que el sistema las acoja, puede esperar superar al propio sistema. El problema de la composición aparece por tanto, desde esta perspectiva, como reducible al contenido social de las luchas. ¿Quién dirigió? ¿Quién tomó el control? ¿En qué se centran las demandas de quién? ¿Los activistas de clase media cooptaron el movimiento? ¿Aquellos cuya posición social debería haberles obligado a unirse acabaron manteniéndose al margen, y si es así, cómo lo explicamos? Gran parte del análisis del verano pasado se centra en la identidad de clase y raza de los participantes, mientras que se presta comparativamente menos atención a la gramática de la acción que lo impulsó.
Pero, ¿qué pasaría si cambiáramos nuestro enfoque por un momento, pasando de la identidad y las «intenciones» de los actores a las prácticas del movimiento? ¿Y si la condición previa para una revolución hoy en día no radica en la consolidación política y el liderazgo social de una «identidad dirigente» (la clase obrera, los subalternos, los lumpen, los indígenas, los negros, etc.), sino en el contagio y la ramificación de los gestos dirigentes?2
Los gestos no «lideran» o «dirigen» de la misma manera que antes se pensaba que lo hacían los grupos sociales, es decir, haciendo valer reivindicaciones históricas o morales que les otorgaran la legitimidad para dirigir las luchas. Un gesto lidera 1) siendo copiado e imitado, acumulando instancias de repetición; 2) reagenciando por la fuerza el campo de inteligibilidad en el que se inserta, cambiando el problema, de tal manera que las prácticas vecinas deben ser repensadas y reorganizadas en respuesta a él, aunque sólo sea temporalmente; 3) facilitando otras intervenciones a su alrededor, «marchándose, escapando, pero provocando más fugas».3 La marca de un gesto dirigente es que se convierte en un recipiente en el que una amplia franja de antagonistas singulares se siente invitada a verter su rabia, su agresión y su feroz alegría. La coherencia, la resonancia y el contagio miden el éxito de un acto decisivo.

 

Los camioneros enfadados por las normas de vigilancia se organizan de forma autónoma a través de grupos de Facebook y comienzan a hacer rodadas lentas masivas en las autopistas, bloqueando las interestatales y los centros de las ciudades. El gesto se extiende rápidamente no sólo a otros camioneros, sino también a los habitantes de la zona, que empiezan a aparecer en sus vehículos civiles por sus propios motivos, conduciendo junto a los camioneros, hasta que superan por completo a los camioneros, dando lugar a enjambres de vehículos en caravana por el centro de las ciudades…

 

La policía es grabada siendo empapada por multitudes de adolescentes que gritan después de intentar dispersar una pelea con pistolas de agua. En pocos días, los policías han sido acosados y empapados por multitud de jóvenes en dos estados…

 

Los adolescentes que responden a la subida de las tarifas del transporte público organizan un juego subversivo al que llaman «Evasión masiva», que promueven en las redes sociales. El juego adapta una forma cotidiana de subversión individual —no pagar el tren— transformándola en un gesto colectivo que los grupos pueden hacer juntos. La represión estatal del juego no hace más que difundirlo más y más, catalizando una secuencia insurreccional que aún hoy no ha terminado…



Al igual que no tiene sentido hablar de «revolucionarios» fuera de las revoluciones en las que participan, los gestos nunca son liberadores en sí mismos, sino sólo en función de la situación en la que intervienen. Lo que importa es el espacio de juego que cada uno abre, su poder para invitar a respuestas autónomas de los espectadores («sí, y…»), y los experimentos que llenan el espacio que abren a medida que más gente se lanza. La marca de un meme-con-fuerza es que, antes de que nadie se dé cuenta de lo que ha sucedido, miles de personas se sienten repentinamente autorizadas a tomar la iniciativa y empezar a atacar la fuente de su sufrimiento, empezando por donde se encuentran.
Tanto el movimiento Occupy de 2011 en Estados Unidos como el movimiento de la Ley del Trabajo de 2016 en Francia (con su cortège de tête) consistieron en una mezcla de gestos meméticos y una gramática reconocible de los movimientos sociales y de izquierda.4 Sin embargo, el primer levantamiento masivo que estalló completamente a través de una plataforma memética fue la lucha de los chalecos amarillos en Francia. En este caso, fue el gesto de «ponerse el chaleco» lo que le situó a uno en un plano común con todos los demás que han hecho lo mismo. Si los memes pueden circular más allá de las fronteras institucionales e incluso nacionales, no es porque sean de alguna manera «universales». Al contrario, los memes siempre se aprovechan por razones locales, aunque éstas resuenen con formas más amplias de violencia social (austeridad, atomización, abyección, etc.). A diferencia de las organizaciones políticas, que generan consistencia traduciendo experiencias singulares de violencia en ideologías compartidas, uno puede ponerse un chaleco amarillo y presentarse en una glorieta y seguir siendo una singularidad. Mientras que uno «pertenece» a una organización política al unirse a ella, nosotros nos unimos a los gestos sólo repitiéndolos, introduciendo variaciones en ellos. Sin embargo, la diferencia no sólo se refiere a quién y cómo se «pertenece», sino también a cómo se lucha. Mientras que la tendencia del movimiento social es articular los conflictos en términos de demandas hechas a tal o cual institución —colegiatura, beneficios laborales, documentos de residencia, etc.—, un meme-con-fuerza no viene con un conjunto de demandas ya hechas, ni debemos pertenecer a ningún grupo social determinado para poder entrar en él. Dado que hay pocos preliminares, prerrequisitos o condiciones previas, los memes permiten que los individuos se muevan junto a otros preservando sus propias razones respectivas para luchar, invitando así a cada uno de nosotros a confiar en su propia evaluación singular de la situación. Esto tiene la gran ventaja de permitir que los movimientos meméticos aprovechen las formas de vida antepolíticas5 en las que cada uno de nosotros ya participa: pensemos en los hooligans y los ultras que lucharon en la sublevación del Parque Gezi de Turquía, en las redes de ayuda mutua y los centros autónomos que alimentaron las formaciones de la primera línea, o en los clubes de motociclistas y los conductores de espectáculos secundarios cuyos motores revueltos se convirtieron en una característica sensorial permanente de la sublevación de George Floyd. Cuando los conflictos se inician, estas formas de vida antepolíticas se potencian repentinamente de nuevas maneras, se pliegan, se entrecruzan y se entrelazan como tantos fragmentos de luz a través del caleidoscopio del acontecimiento, echando más leña al fuego. Cuando una fuerza de lucha se reúne de esta manera, puede crecer y multiplicarse por caminos que responden al terreno realmente existente de la situación, en lugar de depender de rituales obsoletos transmitidos por la izquierda institucional. Y como no hay un sujeto distinto cuyos «intereses» puedan ser apaciguados o comprados para sofocar la escalada, no se programa de antemano la extinción de las hostilidades en el movimiento.6 Aunque siempre encuentra sus límites en la realidad, a nivel formal los antagonismos meméticos son ilimitados, ya que no tienen un horizonte reconciliador.
Este estrecho vínculo entre los memes y las formas antepolíticas garantiza que la política permanezca conectada a nuestra vida cotidiana íntima, a la que también dota de armas. Al mismo tiempo, pertenece a la naturaleza de todos los memes el ser arrancados de su contexto y alejados de sus creadores, ya que cualquiera puede tomarlos y tirar de ellos en otra dirección.7 La memética se aloja en este tensor entre la intimidad y el anonimato, entre la banalidad y el contagio: su locus se encuentra en el punto de conmutación en el que la vida se convierte en combate, en el que las prácticas y las culturas no-políticas, como cantar Baby Shark a un niño pequeño ansioso, saltar los torniquetes del metro o llevar un paraguas en Hong Kong, se vuelven repentinamente magnéticas y se incorporan como piezas de máquinas a las formaciones combativas. El verdadero secreto, el que la ideología occidental siempre ha tratado de ocultar, es que no hay separación entre la «política» por un lado y la «vida» por otro. Sólo existe una única superficie lisa —la experiencia, la vida cotidiana— articulada en diversas gramáticas del sufrimiento y poblada por innumerables formas antepolíticas que aquí y allá alcanzan un umbral de intensidad que las polariza, a menudo (pero no siempre) bajo el influjo de acontecimientos más amplios.8 Lo que importa es identificar, en tal o cual situación, cómo las prácticas impropias, inapropiables y anónimas originadas en la vida cotidiana se ven imantadas por los conflictos, y qué alcance potencial puede tener cada una de ellas.



Mientras que es difícil imaginar que una insurrección en los Estados Unidos tome hoy la forma de una consolidación disciplinada de grupos sociales marginales —por ejemplo, en una cristalización de multitudes en «clases» a través de la solidaridad, o formando nuevos cuadros militantes racialmente separatistas—,9 es considerablemente más fácil imaginar un contagio viral de acciones que respondan inteligentemente a su momento y que escalen hacia experimentos masivos de compartición comunista en una variedad de escalas. Que éstos se acerquen al horizonte de convertirse en una insurrección dependerá de si tales experimentos son lo suficientemente potenciadores en lo material y en lo ético como para hacer indeseable el retorno a la vida normal y a la economía burguesa para millones de personas.
Aunque no hay nada de malo en prestar atención a los movimientos sociales organizados en torno a demandas institucionales o identitarias, e incluso en participar en ellos, no deberíamos verlos como terrenos de victoria por derecho propio, sino como laboratorios de nuevos memes-con-fuerza. Desde este punto de vista, el objetivo de los insurrectos dentro de los movimientos sociales es propagar memes a través de ellos, como virus anónimos en una plataforma hostil. El bloque negro fue uno de esos virus. La caravana de coches fue otro. La ocupación de plazas —una táctica que ahora se acerca a su agotamiento, al menos en Estados Unidos— fue un tercero. ¿Qué formas de acción constituyen la punta de lanza de lo pensable hoy en día? ¿Qué gestos menores han surgido ya, pero han perdido su oportunidad de extenderse?
Abre el vórtice, propaga el meme, hasta la ingobernabilidad.10 Repite, expande, innova. Haz lo que puedas para que el movimiento siga siendo acogedor y abierto a nuevos y más amplios grupos de personas. Intenta evitar que ningún grupo lo hegemonice ideológicamente, no sólo la extrema derecha, sino también la extrema izquierda.11 Sólo así podremos generar las condiciones en las que puedan arraigar los experimentos masivos de vivir fuera del dominio del dinero, la medición y la abyección racial.
El partido no es sus fines, sino sus gestos. Sólo es como hace. Y —como la sustancia para Spinoza— siempre llega hasta donde puede.

 

Demolición/abolición

 

La primera fase de la rebelión de George Floyd fue cualitativamente diferente del movimiento social partidario de políticas que más tarde se esforzó por suplantar. La intuición práctica espontánea de la multitud señaló una respuesta totalmente lógica a las fuerzas que asesinaron a George Floyd: expulsar a la policía, sabotear sus bases, hundir sus acorazados. Destruir los lugares desde los que se organiza su violencia —comisarías, subestaciones, juzgados—, así como los coches y furgonetas que la hacen circular. A diferencia de las campañas abolicionistas para «desfinanciar» los departamentos de policía o (en sus versiones más débiles) para complementarlos con «comisiones civiles de revisión» —marcos discursivos, dialógicos y basados en demandas que dejan la iniciativa en manos del Estado—, el demolicionismo pretende aplanar materialmente los órganos de poder del Estado, hacer logística y socialmente imposible que la policía y los tribunales hagan valer su pretensión de dominio; en definitiva, hacer ingobernable la situación, y que este hecho sea flagrante a la vista de todos. Fue la práctica demolicionista y no las políticas abolicionistas la que quemó el Tercer Recinto. ¿Y qué decir del saqueo de varios centenares de negocios que acompañó a esta hazaña histórica? Es importante recordar que el saqueo no es simplemente un ataque a la forma-mercancía, o una forma renegada de consumismo. Es también la forma más directa posible para que una multitud concrete, exhiba y sienta la potencia que ha arrebatado al Estado y a su policía, para que esta potencia sea real, para que se cumpla. No hay actividad que confirme más directamente la ausencia de control policiaco sobre un territorio, la suspensión y la desactivación de la ley, que el saqueo.12



Que la quema de la comisaría era un meme era evidente para cualquiera que prestara atención durante los primeros días de la revuelta. Apenas se quemó el Tercer Recinto, la multitud de Mineápolis intentó espontáneamente incendiar otro. Esfuerzos similares tuvieron lugar en otras ciudades, como Brooklyn, Reno, Portland y otros lugares. El 29 de mayo de 2020, en Mineápolis, tuvo lugar una feroz batalla por el Quinto Recinto. Al igual que ocurrió con el Tercer Recinto, la policía se lanzó al tejado y utilizó granadas aturdidoras y balas de goma para mantener a raya a la multitud. La intención de la multitud de repetir sus logros de días anteriores quedó patente no sólo por la cadena de negocios y edificios gubernamentales incendiados al otro lado de la calle y a lo largo de toda la manzana, sino también por los cocteles Molotov lanzados contra los muros exteriores de la propia comisaría. Aunque es difícil saberlo con certeza, es muy posible que el Quinto Recinto fuera de hecho evacuado durante el conflicto, ya que la policía formó una línea en la calle y empujó a la multitud hacia un centro comercial cercano bajo un bombardeo de municiones químicas y granadas aturdidoras. Aunque la multitud hizo un valiente esfuerzo final para volver a la comisaría, finalmente no pudo dispersar la línea policial antes de que la Guardia Nacional interviniera. La batalla por una segunda comisaría se libró, y se perdió. La tarea lógica del movimiento no pudo continuar.
La siguiente gran oportunidad para continuar con el meme fue en Seattle. Aunque hubo elementos en la multitud que presionaron para quemar el recinto después de que la policía se retirara, una combinación de fantasías paranoicas y opciones arbitrarias forzadas (destrucción u ocupación, etc.) finalmente lograron disuadirlos. Como resultado, lo que se produjo en su lugar fue una reversión de la conocida táctica izquierdista de las ocupaciones al aire libre, popularizada durante Occupy y las protestas más recientes contra el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos.13 Desde el momento en que Seattle no consiguió reproducir el meme de la quema de comisarías, esta primera fase de la rebelión terminó. Otras ciudades se acercaron: se incendiaron brevemente juzgados en Oakland, Portland, Nashville y Seattle; se incendiaron edificios de construcción en el emplazamiento de un nuevo centro de detención de jóvenes en Seattle, pero todas se quedaron cortos en comparación con la barra fijada por Mineápolis.14 No fue hasta las erupciones en Colombia y Nigeria que el ataque de Minnesota a la infraestructura policiaca se reprodujo con éxito, y la barra se elevó una vez más.
Como se ha señalado en otro lugar, la calibración entre sentido y gesto es dinámica y fluida. En algunas luchas, las consignas, las ideas y el pensamiento se quedan cortos con respecto a las tácticas y los gestos que estamos llevando a cabo, y nos encontramos exigiendo cosas que ya poseemos, o enmarcando cosas a través de términos u oposiciones que el movimiento ya ha superado a nivel práctico. Otras veces, el pensamiento va por delante del repertorio táctico, de modo que todo esfuerzo por elaborar una práctica adecuada a la declinación afectiva de las hostilidades y a las ideas en la cabeza de la gente parece quedarse corto. Cuando la rebelión de George Floyd no logró desarrollar su meme central, la consiguiente ausencia de horizonte abrió el camino para que un dispositivo del movimiento social se insertara en la confusión y redibujara las apuestas del conflicto.

 

Traición racial y movimiento real

 

Considerada desde fuera, la rebelión de George Floyd aparece como una «coalición» históricamente aberrante entre identidades socialmente contrapuestas. Si bien este lenguaje tiene sentido desde una cierta perspectiva sociológica, la limitación de este punto de vista es que, si uno era de piel blanca y participó duramente en la rebelión de George Floyd, puede articular esta experiencia sólo negativamente, como la posición del «traidor a la raza», pero no positivamente. Dado que interpreta las acciones exclusivamente a través de sus posiciones subjetivas dentro de la estructura o el «diagrama» del sistema de castas raciales, la retórica de la traición racial capta la situación de forma correcta pero externa, desde el lado de la gobernanza. Mientras tanto, la fenomenología de la traición racial —es decir, la descripción de esta subversión desde dentro— sigue sin estar escrita.
No hay nada más íntimamente real que moverse en una turba anónima junto a otros, atraídos como polillas hacia la llama. Describir la experiencia de los motines del verano pasado como «traición» es leerla sólo a través de la «prohibición» que estructura la sociedad civil antinegra que dejó atrás, mientras se pasa por alto en silencio la inclinación a la que se abandona. Cuando consideramos las cosas internamente, lo que podría aparecer desde el exterior sólo como una traición a las normas hegemónicas a menudo se siente como todo lo contrario. Desde dentro, se siente como la recuperación de un tipo de experiencia cualitativa de la que la sociedad burguesa racializada nos ha privado: una presencia luminosa y confiada a una situación compartida, rica en apuestas prácticas, riesgos compartidos y dependencias mutuas. Una oportunidad para expresar nuestra no pertenencia al orden histórico dominante. Antes de poder traicionar nuestras identidades adscriptivas, debemos poner fin a esa traición a nosotros mismos, a esa incesante traición y mutilación de nuestros sentidos que nos exige la «religión sensorial» del Imperio.16 Mientras que la «traición racial» contempla este momento desde fuera, desde una perspectiva interna o modal —una perspectiva centrada en la gramática de la acción y la experiencia de la presencia— hablaremos en cambio del movimiento real.
Cualquier comprensión integral de acontecimientos políticos como los saqueos y la lucha contra la policía debe dar cuenta también del restablecimiento de la experiencia que hace posible en primer lugar tales ataques, un restablecimiento de carácter ético. Por «movimiento real» me refiero no sólo a un repertorio específico de métodos y gestos, sino también al restablecimiento de la confianza que éstos presuponen, una cierta presencia ante el mundo dentro de nosotros de la que dan fe. Toda revuelta es, en primer lugar, una explosión de confianza vital en nuestras propias percepciones, una repentina voluntad de tomar en serio nuestras propias vidas como lugar y fuente de la verdad «legítima». Los motines del verano pasado nunca se habrían producido sin una singularización de este tipo, en la que nos negamos a desvincularnos de nuestra propia percepción, de nuestro contacto con el mundo. Antes de lanzarse a demoler el «estado de cosas presente», el movimiento real coincide primero con la asunción mesiánica de nuestra entrada singular en el mundo: la supresión de las mediaciones, el fin de la espera, el momento en que dejamos de pedir permiso o de dialogar y empezamos a hacer lo que tiene sentido para nosotros por nuestras propias razones. «Como un sabio vándalo pintó con spray en una pared de Mineápolis: “Bienvenido de nuevo al mundo”».17
Este movimiento ético interno se refleja en la gramática de la acción de los motines. Durante la primera semana de conflicto del verano pasado (pero también en la explosión de Kenosha, el resurgimiento de los saqueos en agosto en Chicago, en Filadelfia tras el asesinato de Walter Wallace, etc.) hubo una ausencia radical de prácticas políticas discursivas clásicas. Casi nadie se molestó en identificarse o subjetivarse, no hubo prácticamente ningún diálogo formal o informal con el Estado, ni las decisiones se examinaron a través de asambleas, reuniones del ayuntamiento u otras formas cuasi-democráticas. En contraste con el discurso amputado que caracteriza a la política clásica occidental, en la que los ciudadanos se reúnen para debatir ideas en un espacio formalmente separado del dominio de la vida cotidiana, cuando la gente quería «decir algo» lo escribía con pintura en aerosol en las ventanas y las paredes de las tiendas y la propiedad estatal. Este vínculo entre el pensamiento y el gesto tipifica el movimiento real. Incluso podríamos decir que el movimiento real comienza en el momento en que el pueblo deja de buscar una fuente externa para legitimar sus acciones y, en su lugar, empieza a confiar en su propia sensibilidad y a actuar según su propia percepción de lo que tiene sentido frente a lo que es intolerable. A partir de ese momento, todo el dispositivo de la política oficial comienza a derrumbarse, permitiendo que todo el mundo lo vea como el infierno gerencial que es.

 

En la medida en que el movimiento real señala una salida del dispositivo de la política clásica, podríamos estar tentados de hablar aquí de un «antimovimiento» o de un movimiento de «antipolítica». Sin embargo, la negatividad de tales formulaciones sería engañosa.18 Lo que está en cuestión es una liberación positiva de la acción conflictiva de las reglas y costumbres establecidas, una salida del «juego» logocéntrico constituyente en el que la política descubre su consistencia en el discurso, las opiniones y los programas ideológicos, y la sustitución de este juego por otro.19 Como Blanchot sabía en su época, toda «ruptura con los poderes […], con todos los lugares en los que predomina el poder» debe ser también una ruptura con «un discurso que enseña, que conduce, y quizá [con] todo discurso». Sin embargo, como se apresuró a insistir, esto «no es simplemente un momento negativo», sino que debe entenderse como un «rechazo que afirma, liberando o manteniendo una afirmación que no llega a ningún arreglo, sino que deshace los arreglos, incluso los propios, ya que se relaciona con el desarreglo o el desorden o incluso con lo no-estructurante».20 Hannah Black lo expresó muy bien: «el comunismo es un movimiento que se aleja del Estado y se acerca al otro. Todo lo que ocurre en la calle es una lección porque es un punto de contacto».21
Sin embargo, lo que hay de «comunidad» en el movimiento real no es fácil de nombrar o identificar en un sentido positivo desde fuera. Hablar de una fidelidad a las propias inclinaciones, o de un fin de la traición de sí mismo, no es todavía hablar positivamente de comunidad con los demás. Conjurar un nuevo sujeto o «especie» política («el rebelde George Floyd»), como han hecho algunos amigos, sólo evita la cuestión sin resolverla. No es un accidente ni un descuido que Estados Unidos no tenga un lenguaje con el que pueda describir internamente la traición racial. Tal vez el problema debería invertirse: mientras que la racialización tiene sus orígenes en un diagrama triangular que articula la humanidad de los sujetos plenos y parciales a través de la abyección de una tercera posición de no-sujeto (más sobre esto a continuación), la traición racial en Estados Unidos pertenece a un largo linaje de deserción y opacidad que se niega afirmativamente a aparecer en el mapa de la historia dominante. Desde la colonia perdida de Croatan hasta las guerras de Lowry, desde la rebelión de Bacon hasta el Estado Libre de Jones, una poderosa pero subterránea historia de deserción racial y secesión anónima ha salpicado la política estadounidense desde sus inicios.22 Como insiste con razón Kiersten Solt, «en contra de toda perspectiva espectacular, la relación entre los elementos revolucionarios y sus aspirantes a representantes es la de un conflicto persistente y asimétrico».23 Tanto si la oferta sobre la mesa de la sociedad civil se parecía a la membresía en una fallida economía de plantación inglesa o a la inclusión empresarial en el hermoso infierno de un espectáculo capitalista tardío racializado, el hecho primario y crudo del movimiento real comunista en este país ha respondido siempre a una única fórmula: recuperación de la experiencia = descomposición de lo social; la comuna en/como la deserción de la experiencia social que se nos ofrece. La comunicación experimentada durante los motines del pasado verano pertenece a este linaje: fue «un movimiento de contestación que, partiendo del sujeto, lo arrasa, pero que tiene como origen más profundo la relación con el otro que es la propia comunidad».24 Como observa Keno Evol, reunir una fuerza de lucha es siempre también reunir «relaciones de mirada sostenida» que, hay que añadir, permanecen siempre ilegibles para el orden espectacular.25

 

El dispositivo del movimiento social

 

¿Cómo se derrotó la rebelión de George Floyd? Hace sesenta años, un experto en la teoría de la guerra de contrainsurgencia destiló la estrategia básica en una fórmula lapidaria: la tarea de la contrainsurgencia es «construir (o reconstruir) una máquina política desde la población hacia arriba».26 Cuando se toma en serio, esta fórmula ofrece una nueva perspectiva sobre la represión del movimiento de George Floyd el pasado verano.
La pacificación de la revuelta no se produjo únicamente, ni siquiera principalmente, a través de las granadas aturdidoras y los gases lacrimógenos, sino librando una guerra sobre el significado de la propia guerra. En respuesta a su auto-autorización mesiánica, las fuerzas del orden no sólo intentan «aplastar» frontalmente las formas más intensas y amenazantes de ruptura y rebelión desde el exterior, sino que también despliegan modos «suaves» de captura y desplazamiento diseñados para rebajar las apuestas del conflicto traduciéndolo en un movimiento social. Este dispositivo de traducción-pacificación del movimiento real puede denominarse dispositivo del movimiento social.
Como nos recuerda Laurent Jeanpierre, incluso cuando se oponen a las instituciones oficiales de la sociedad, los movimientos sociales «son instituciones en sí mismos, ya que dependen de las normas legales y de las costumbres, reglas para el juego de la contestación».27 En 2014, los medios de comunicación estatales, la izquierda y la policía aplastaron la revuelta de Ferguson no sólo gaseando, golpeando y arrestando a los insurrectos en la calle, sino también canalizando la propia rebelión en el marco de la política izquierdista (Black Lives Matter™). Hoy en día, la campaña en torno al «desfinanciamiento» desempeña un papel similar.28 La operación es siempre la misma: encajar la rebelión en una forma diluida y sancionada de diálogo entre los constituyentes reconocidos, marginar y criminalizar cualquier gramática de acción o forma de comunicación que no se ajuste a ella. El hecho de que el dispositivo aproveche tanto la influencia institucional existente como las protestas moderadamente disruptivas no debe inducirnos a error en cuanto a su significado esencial, que consiste en neutralizar y apaciguar la alegre confianza colectiva que la rebelión infundió en miles de personas enfurecidas. Al desplazar los términos de la confrontación de una ola demoledora a las demandas abolicionistas, el dispositivo del movimiento social altera los términos del conflicto, redirigiendo las formas salvajes y no mediadas de cooperación, rebelión y acción que iniciaron la rebelión de vuelta a la gramática dialógica reconocible de la política, para poder gestionarlas mejor y pacificarlas.
Además, si bien es habitual asociar el término «movimiento social» a una contestación del poder estatal o económico (ya sea de izquierda o de derecha), las instituciones dominantes también adoptan espontáneamente sus formas cuando se cuestiona su legitimidad. Lo vemos tanto a nivel superficial, cuando la policía y la propiedad privada movilizan estructuras victimistas para apuntalar su propio descrédito, pero también a un nivel más profundo que penetra hasta el mismo núcleo de la matriz racial en esta tierra.
Los lugareños pueden recordar un momento ridículo en 2017 cuando, después de perder el control del centro de San Luis ante los manifestantes amotinados durante más de una hora, los policías que retomaron el control sintieron la necesidad de corear al unísono: «¿Las calles de quién? ¡Nuestras calles!». A la noche siguiente, la sede del sindicato de la policía sufrió destrozos en las ventanas, grafitis en las paredes y vandalismo en los vehículos de servicio de la policía. El sindicato respondió colocando un cartel en su puerta que decía: «Estamos abiertos. No seremos derrotados». Un portavoz del sindicato dijo a la prensa ese día que los vándalos «intentaban intimidarnos», que nos habían «declarado la guerra», y de hecho, la policía de este país se ha quejado incesantemente de sufrir «odio» a manos del público desde entonces. ¿Cuántas veces el verano pasado los policías «se arrodillaron» como Colin Kaepernick? Tampoco es sólo la policía. Cuando los comercios escriben «propiedad de minorías» en sus escaparates con la esperanza de librarse de ser saqueados e incendiados, vemos una lógica similar en juego: la pequeña burguesía, al ver que el régimen de propiedad se pone en cuestión, traduce su reivindicación de la propiedad en la política identitaria del movimiento social antiopresión. En ambos casos, es como si una estructura social-institucional herida, al darse cuenta de que su legitimidad está por los suelos, empezara de repente a hablar ya no con la voz mayoritaria de la sociedad jurídica, sino como una camarilla o facción organizada entre otras. Al apropiarse de los cantos de protesta y de los carteles-eslogan, las formas de dominación social adoptan espontáneamente la forma de movimiento social para reafirmar su credibilidad.
A un nivel más profundo, sin embargo, si el orden racial de este continente no puede ser derrocado por medio de un movimiento social, es porque fue producido originalmente por uno. El diagrama racial estructurante de las Américas no comienza en Port Comfort, Virginia, en 1619; se forjó exactamente cien años antes, como un alegato para hacer frente al sufrimiento del «indio» (en parte civilizado, en parte salvaje), al que la esclavización de africanos ofrecía una solución.29 La propuesta de importar esclavos en masa desde Portugal a las Américas fue uno de los primeros frutos de una naciente racionalidad descolonial cuando, en su audiencia de 1520 con la corona, el gran «Protector de los indios» Bartolomé de Las Casas propuso sustituir la recalcitrante y rápidamente menguante oferta de mano de obra de las poblaciones amerindias por africanos, un grupo que creía «más apto» para una vida de trabajo agotador y muerte social.30 Fue a través del gesto civilizador de Las Casas que la antinegritud entró en América, al distinguir a los legítimos reclamantes del manto de la civilización (sus socios menores) de aquellos que nunca pueden ni encontrarán un lugar en ella, porque no aparecen en su «mapa antropológico». La analogía civilizatoria entre el colono y el indígena que Las Casas movilizó en su lucha por garantizar el reconocimiento de los «indios» dentro de la comunidad universal de la Humanidad se fundó tanto económica como ontológicamente en la fungibilidad del esclavo africano. En otras palabras, cuando la antinegritud navegó por primera vez hacia las Américas, lo hizo bajo la bandera indemnizatoria de la política de la respetabilidad. El orden racial del «Nuevo Mundo» fue una máquina binaria (civilizado/salvaje) sólo durante aproximadamente treinta años; a partir de la década de 1520 se convirtió en una estructura ternaria (mayor/menor/no sujeto). Su firma fue forjada por un antirracismo decolonial que entendía que, para que los «indios» se convirtieran en socios menores de la civilización occidental, era necesaria la esclavización incuestionable de los africanos. Por supuesto, el medio siglo que Las Casas pasó defendiendo su caso ante el Imperio no sirvió para detener el genocidio de los amerindios. Sin embargo, sirvió para instalar un dispositivo social triangular que permanece con nosotros hoy en día. Es una ironía aparente que Las Casas, «el hombre a menudo puesto en la picota por defender, hipócritamente, la iniciación de la trata de esclavos africanos», sea considerado más tarde como «uno de los progenitores filosóficos y espirituales del movimiento abolicionista que surgió siglo y medio después de su muerte».31 Después de vivir el último verano, la ironía se disipa. En su moralismo, en su pseudouniversalismo, en la ingenuidad de su fe en los valores cristianos y en la conciencia de la clase dirigente, Las Casas sigue siendo el padre inconfesado del izquierdismo occidental avant la lettre. El hecho de que la institución de la esclavitud antinegra haya cruzado el paso del Atlántico con un gesto humanitario salvador ofrece un recordatorio pertinente de que Occidente es una civilización que sólo puede salvar con su mano izquierda relegando a los demás al látigo con la derecha.
Esta visión también ofrece una pista sobre cómo (y cómo no) luchar. La función última del diagrama racial ternario no era simplemente legitimar la rapiña y la esclavización de la vida no europea, sino que también era un esfuerzo desesperado por parchear las peligrosas grietas de su propia ficción dominante: la ficción de la civilización unitaria per se. Para defender la universalidad de la pretensión de verdad absoluta de la cristiandad frente a la gran crisis antropológica que la amenazaba desde fuera —«la posibilidad de múltiples mundos verdaderos»,32 pero también ya desde dentro en forma de un campesinado revoltoso—, se necesitaba una figura liminar. Como ha demostrado Ronald Judy, si los indios fueron considerados no «irracionales» sino no-racionales a la manera de los niños, ello se debió a que asignarles el estatuto de «potencialmente civilizados» permitió a la ideología europea interiorizar y descartar la amenaza que representaban para su orden, relegándola a una alteridad inofensiva. Al estar a caballo entre el interior y el exterior, la razón y la sinrazón, el socio menor racializado permite a la epistemología civilizatoria situarse a la vez dentro y fuera de su propio orden, y dominar así sus bordes. Es convirtiéndose en principio de sí misma y de su otro, haciendo de su actualidad el destino de toda potencialidad, aprendiendo a anticiparse a las fuerzas de subversión y a concederles un lugar (subordinado) en su mundo que el humanismo se convierte en el paradigma rector de lo social. «El momento de la historia occidental en que se hace posible el reconocimiento de mundos alternativos —en el encuentro de los españoles con los mexicas— es también el momento en que el humanismo alcanza la hegemonía».33
El resultado, como ha mostrado Frank B. Wilderson, es una ambivalencia ética que se convierte en fundacional para la modernidad: ¿imaginamos la emancipación en términos de la analogía entre «salvaje» y «colono», y nos organizamos a través de reivindicaciones de soberanía, humanidad, inclusión y reconocimiento (el movimiento social)?34 O —y esto establece el legado de la traición racial en los Estados Unidos— ¿se persigue una alianza paradigmática con la negritud y se abandona el proyecto del humanismo occidental? Es una decisión que deben tomar no sólo los amerindios y los judíos, cuya gramática del sufrimiento los deja suspendidos entre la dislocación genocida y la soberanía menor, sino también todos los demás. Quienes no son amerindios también deben decidir si «ajustar su lógica» para que encaje con la de la ontología genocida, o hacer las paces con la antinegritud.35 Sin embargo, mientras que Wilderson lee esta posibilidad exclusivamente a través de la falta de mundo y la muerte ontológica, la insistencia de Judy en la racialización como respuesta a la «posibilidad de múltiples mundos verdaderos» abre otro camino: mientras que el movimiento social hereda el proyecto civilizatorio de interiorizar toda la exterioridad y la alteridad a través de inclusiones parciales, al tiempo que ennegrece lo que no puede digerir, la traición racial no busca la inclusión, sino hacer estallar la ficción de una sociedad unificada en sí misma, permitiendo que estalle la multiplicidad de mundos y formas de vida que aplasta bajo su peso.
La reciente rehabilitación del pensamiento «vitalista» en Estados Unidos quizá pueda entenderse desde una perspectiva similar: menos una importación del pensamiento comunista europeo que una continuación del legado estadounidense de la traición racial secesionista. Una vez arrancada de las fauces de la extrema derecha espiritualista,36 una idea afectiva de la vida puede ayudar a llamar la atención sobre la multiplicidad vital que retumba despiadadamente bajo la superficie de la fachada unitaria de la civilización, socavando la pretensión de ésta de incluir a todos los sujetos reales y potenciales. Por ejemplo, aplicando esta idea a la rebelión de George Floyd, H. Bolin y Sonali Gupta describen la viralidad de sus multitudes combatientes como «un modo de contagio que desestabiliza el modo en que los grupos constituidos interactúan entre sí, confundiendo su posición dentro del orden establecido, lo que prepara el terreno en el que pueden surgir potencias destituyentes».37

 

Los enfoques neo-abolicionistas del encarcelamiento y las «reformas no-reformistas» que comenzaron en la década de 1980 pretendían servir como una intervención combativa contra el izquierdismo carcelario de su época, ayudando a «imaginar la posibilidad de reducir el complejo carcelario-industrial y acabar con la confianza en el encarcelamiento». Sin embargo, con el regreso del movimiento real, los abolicionistas se enfrentan ahora a una dura elección: mantener la estrategia de la política «reformista no-reformista» o aceptar la estrategia de la demolición-como-abolición, desarrollada en respuesta al asesinato de George Floyd. Si la línea de fuga del abolicionismo ha sido capturada, para que produzca nuevas fugas —hacia el movimiento real— es necesario romper el marco.
Al igual que el movimiento real puede ser capturado y canalizado en el movimiento social, las formaciones del movimiento social pueden sufrir devenires que las pongan en contacto con el movimiento real, permitiéndoles superar sus marcos gerenciales. Esto es lo que le ocurrió al movimiento contra la Loi Travail en el momento en que el cortège de tête se convirtió en un meme. Esto es lo que sucedió durante dos meses a las organizaciones establecidas de BLM en Chicago el verano pasado, una vez que se dejaron arrastrar a una confrontación física con la policía y a un abrazo tabú con los saqueadores encarcelados. Es lo que ocurrió en la «cultura de primera línea» de Portland, cuando nuevos y variados grupos de personas empezaron a aparecer en el Centro de Justicia con máscaras de gas y ropa de hockey con ganas de pelea. Como suele ocurrir, muchos de estos devenires acabaron bloqueados, canalizados o atrapados dentro de una conciencia activista resurgente. Pero estas defecciones y recomposiciones fueron verdaderas desubjetivaciones y deserciones en su momento.
No debemos ni abandonar ni abrazar a los movimientos sociales; más bien debemos hacer estallar su marco, hacer que se desgajen, obligarlos a encontrarse con su exterior y mantenerlos en contacto con él. En resumen, debemos ponerlos en fuga. Lo que queremos es a la vez más y menos que un movimiento social: más antagónico de lo que podrá expresar un marco institucional —más contagioso, más viral, más complejo y capaz de absorber devenires, mutaciones, autodestrucciones y renacimientos de los sujetos, y no simplemente el «reconocimiento» de sus reivindicaciones existentes—, pero también menos que un movimiento social, ya que no queremos tener que «aparecer» siempre ante los demás o ante el poder como una entidad social, no queremos jugar a los juegos del lenguaje, del diálogo, de la crítica y de la negociación. Estamos cansados de juegos cuyo terreno está en contra nuestra desde el principio.
El antropólogo Pierres Clastres definió las sociedades primitivas o «sin clases» por las técnicas que desarrollan internamente para mantener la función estatal a raya. Con un espíritu similar, hoy deberíamos tratar de identificar los rasgos y las dimensiones de las luchas que consiguen evitar la captura no sólo del Estado, sino también del dispositivo del movimiento social. Ésta es, una vez más, la razón por la que algunos de nosotros hemos empezado a teorizar la revuelta y las potencialidades comunistas a través del marco de la memética partisana. Los memes nos invitan a tomar en serio nuestra propia percepción singular, ya que nos llaman a responderlos, a repetirlos, según los contornos de nuestra propia vida, de nuestra propia situación, a responder de manera que reverberen con nuestros cuerpos, al tiempo que socavan las rígidas separaciones a través de las cuales el orden racial gobierna nuestra separación. Sin embargo, en sí mismo, esto no es suficiente para situarnos en una línea de tiempo revolucionaria a largo plazo. Los memes por sí solos no pueden ofrecernos una forma viva en la que podamos existir junto a otros de forma duradera, un mundo compartido que habitar. Lo que pueden hacer es poner en fuga el dispositivo del movimiento social, romper su marco, rechazar su interpelación discursiva y representativa, su temporalidad episódica, y suprimir su tendencia a adoptar formas de sujeto gubernamentales como su lenguaje práctico. Pero no son suficientes para escapar de los ciclos de recuperación, captura y agotamiento, ni proporcionan un suelo en el que plantarse a largo plazo. El meme es un tren en movimiento. A largo plazo, necesitamos plantar raíces en algo un poco más estable.
A diferencia de lo que ocurrió con los chalecos amarillos, cuya implantación en las glorietas desplazó el lugar de lo político a bases situadas en una proximidad extrema a la vida cotidiana, que filtraron a través de los bloqueos colectivos y las cabañas que construyeron, los esfuerzos por territorializar la rebelión de George Floyd tuvieron resultados dispares y a menudo decepcionantes. Desde la Zona Autónoma de Capitol Hill (CHAZ) en Seattle hasta la paranoia armada de la zona sin policía de Wendy’s en Atlanta, los experimentos de creación de lugares —aunque demasiado heterogéneos a nivel local como para ser subsumidos bajo ningún patrón consistente— generalmente no lograron establecer consistencias duraderas que apuntaran más allá del tiempo suspendido de la batalla. El horizonte de la rebelión de George Floyd siguió siendo, para bien o para mal, el horizonte del motín, y una vez estrangulada su capacidad ofensiva el movimiento real no tuvo otra posibilidad que retroceder.

 

Motín político y motín de comercios

 

La capacidad ofensiva del movimiento, así como la imaginación de su propia potencia, se distribuyeron en dos dinamismos distintos. Por un lado, los motines políticos se dirigen a los símbolos y salas del poder estatal (ayuntamientos, juzgados, comisarías, monumentos y estatuas, pero también a los medios de comunicación); por otro lado, los motines de comercios se dirigen a la mercancía, desde las grandes tiendas y bancos hasta los 7-Eleven, tiendas de telefonía móvil, Gamestops, etc. Mientras que el motín político suele consistir en una geografía estacionaria en la que las multitudes intentan hacer retroceder a las líneas policiales y, si es posible, hundir el acorazado enemigo, el motín de mercancías se define por una multitud móvil que huye de la policía. Aunque los dos motines pueden producirse el mismo día, o incluso en el mismo espacio aproximado (como en Mineápolis), se distinguen no sólo por la selección de los objetivos, sino por el dinamismo afectivo que organiza la multitud: ¿se avanza o se retrocede, se acerca o se aleja? ¿El objetivo es atacar y dispersar a la policía, o evadirla lo más posible, mientras consumamos nuestra independencia momentánea? Mientras que la mentalidad de asedio de un motín político depende del conflicto sostenido con el personal fuera de los lugares altamente simbólicos del poder estatal (por ejemplo, el Centro de Justicia en Portland), en el motín de mercancías la experiencia de la potencia colectiva se siente a través de la vorágine de vandalismo, saqueos e incendios provocados a lo largo de su trayectoria de huida.38
Por lo general, la pauta es que los motines políticos se transformen en motines de comercios cuando las multitudes se alejan de los objetivos estatales.39 A veces, la multitud móvil puede encontrarse con propiedades estatales por el camino, como ocurrió cuando el edificio de la Oficina de Correccionales fue incendiado en Kenosha la segunda noche, pero esto no cuestiona fundamentalmente la diferencia dinámica en juego en los dos motines. Esta diferencia es el núcleo de la verdad de esa cínica mentira del Estado cuando intenta, como parte de su estrategia de «divide y vencerás», abrir una brecha entre «buenos» y «malos» amotinados. En realidad, las dos multitudes ya estaban divididas, aunque ninguna de ellas pueda reducirse a la «delincuencia pura», como pretendía el Estado.40
La combinación de estos dos vectores dio lugar a una ola de devastación material que superó cualquier rebelión estadounidense del siglo XX. Sólo entre el 26 de mayo y el 8 de junio, se estima que se registraron entre 1000 y 2000 millones de dólares en daños, con movilizaciones en unas 1700 ciudades y pueblos.

 

Cuando la paz liberal-democrática se hizo añicos, las clases gobernantes aprovecharon todas sus fuerzas para contener el asalto que se les hizo. Bien acostumbrada a las batallas de asedio, la policía no tuvo muchos problemas para contener los conflictos que se contentaban con permanecer inmóviles. Incluso cuando se prolongaron durante bastante tiempo, como en Portland, es poco probable que las fuerzas del orden temieran realmente la pérdida de vidas o de sus bases a manos de la multitud. Por el contrario, la velocidad y la agilidad de los saqueos en coche crearon problemas imprevistos: la policía recuperaba una manzana sólo para perder otra, y tan pronto como se retiraba del primer lugar, los saqueadores volvían.41 Al no poder luchar frente a frente a escala de toda la ciudad, la policía se vio obligada a encontrar otro método para proyectar su poder en el terreno de la ciudad. Como resultado, las fuerzas del orden iniciaron una secuencia de contrainsurgencia infraestructural sin precedentes. La ciudad de Chicago fue realmente ejemplar en este sentido. En respuesta a la segunda oleada de saqueos de caravanas entre el 10 y el 12 de agosto de 2020, la ciudad cibernética fue sustituida por una arquitectura de fortaleza medieval diseñada para cortar selectivamente sus flujos circulatorios: se levantaron puentes, se reutilizaron los autobuses urbanos como barricadas móviles y lanzaderas para la policía antimotines, se desplegaron camiones de saneamiento, basura y sal para bloquear carreteras y autopistas, se colocaron barreras de cemento en los distritos comerciales, etc. El objetivo era obvio para todo el mundo: aislar funcionalmente a la población negra de los barrios ricos, levantar el puente levadizo entre el castillo y el territorio salvaje del otro lado.
La contrainsurgencia infraestructural conlleva riesgos para los poderes dominantes. Cuando los medios de reproducción urbana se incorporan al teatro de la guerra, el velo de la unidad social proyectado por la ciudad en tiempos de paz se desgarra. De este modo, al empujar el orden policiaco a reaccionar infraestructuralmente, los saqueos de coches completaron la destitución sin precedentes de las ficciones de paz social iniciadas por las batallas callejeras iniciales a finales de mayo.42 Cualquier pretensión de neutralidad se retira: la policía y los políticos de la clase dominante cierran filas y defienden su parcela como la banda que son, el transporte público se suspende someramente, mientras que las ciudades del Capital quedan expuestas como poco más que un cúmulo de dispositivos diseñados para canalizar la riqueza hacia los barrios blancos mientras contienen al proletariado racializado del que depende en sus márgenes, «incluido como excluido». Esta visionaria destitución del poder marcó el límite exterior que la revuelta de 2020 era capaz de alcanzar, exhibiendo desnudamente tanto la crueldad social como la fragilidad material sobre la que se asienta el poder económico y policiaco. Demostró que, con la suficiente determinación, se puede arrebatar a la policía el control de las principales ciudades de Estados Unidos durante días y días, mientras que las avenidas donde viven los ricos pueden ser devastadas.
Pero la contraofensiva de la clase gobernante fue rápida y eficaz. Una vez que sus centros simbólicos fueron robados, sus elegantes comercios cerrados o puestos bajo vigilancia policiaca las veinticuatro horas del día, los insurrectos fueron generalmente incapaces de desarrollar estrategias alternativas eficaces para continuar la ofensiva. Ha sido fácil avergonzar al poder, pero difícil derrotarlo.
Teniendo esto en cuenta, y retrocediendo un poco, los dos ejes del motín político y el motín de comercios empiezan a aparecer bajo una luz diferente, casi como si esta división (la polis y el oikos) fuera dos extremos de un único dispositivo en el que la potencia de la insurgencia se ha dejado atrapar. ¿Qué aspecto tendría la superación de este dispositivo?
Según cierta línea de pensamiento ultraizquierdista, lo que se necesita es que el motín de mercancías ascienda por la cadena de suministro en sentido inverso, que el motín de comercios mute en un motín de infraestructuras capaz de responder a la logística policiaca interrumpiendo los flujos circulatorios de los que depende la economía. Desde este punto de vista, cortocircuitar la red arterial de la circulación capitalista apuntando a los puertos, los almacenes y las fábricas representa una amenaza mucho mayor para el poder que vaciar las tiendas de los distritos comerciales. De ahí la respiración contenida en torno al veredicto de Breonna Taylor, ya que los materialistas fantaseaban con la posibilidad de que los motines saltaran sobre sí mismos e interrumpieran el UPS WorldPort, una arteria clave para la circulación regional de mercancías.43
En lugar de partir del mapa del Capital y trabajar hacia atrás, deberíamos preguntarnos cómo los impulsos que el propio movimiento engendró podrían extenderse en nuevas direcciones. Por un lado, es innegable que el saqueo de coches —por no hablar del saqueo de trenes de mercancías— ya incluye en su seno un cierto grado de logística partisana (comunicación encriptada, coordinación móvil, dominio del terreno, entrada/salida, etc.), pero que permanece subordinado al dinamismo del motín de mercancías.44 Por otro lado, las ocupaciones de la CHAZ/CHOP en Seattle, la plaza del juzgado federal en Portland, el Ayuntamiento en Nueva York, todas ellas dan fe de un potente impulso hacia la creación de lugares, aunque sus ubicaciones preferidas estaban subordinadas a la dinámica del motín político.45
Para que el movimiento rompa con el dispositivo en el que se ha capturado su potencia, habría que desligar el impulso de creación de lugares del movimiento de su inscripción unilateral en el motín político y, en segundo lugar, ampliar la inteligencia logística del saqueo de coches más allá de la forma del motín de comercios.



Es posible —aunque no del todo fácil— imaginar que la cultura de la primera línea, que generalmente se ha limitado a las batallas callejeras con la policía, se transforme en un antagonismo en un contexto más explícitamente infraestructural. Durante la insurgencia contra el Estado autoritario chino en Hong Kong, la dialéctica de la represión y las represalias se intensificó hasta el punto de que los jóvenes rebeldes declararon una temporada de caza al sistema de transporte público de la ciudad. Cuatro años antes, tras el asesinato de Rémi Fraise en Francia, los zadistas se unieron a los supervivientes de la violencia policiaca para organizar un fin de semana de acciones frente a una fábrica de municiones de la policía, lo que dio lugar a ardientes manifestaciones tan peligrosas que cerraron la fábrica durante días. Mientras que la fuerza de ambos enfoques residía en que apuntaban más allá del enemigo social, hacia las redes infraestructurales de las que depende su poder, su debilidad residía en la agotadora fuerza de voluntad que requieren estos ataques para mantenerse y —en el caso de la fábrica de Nobelsport— la lejanía del terreno del espacio de la vida cotidiana de los combatientes.
A este respecto, cuando se trata de combinar la iniciativa logística con la creación de lugares situados, el modelo insuperable sigue siendo el de las ocupaciones de las glorietas de los chalecos amarillos.46 Al incrustarse en la proximidad del espacio y el tiempo de la vida cotidiana, al bloquear la circulación no en el punto de mayor importancia para el capital, sino en el punto en el que el capital entra en el espacio de la vida cotidiana (las salidas de las autopistas hacia las ciudades), politizaron la membrana entre la vida y el dinero en los términos que les eran convenientes. El verdadero horizonte estratégico de los bloqueos en el interior del país no es suspender los flujos de la economía tout court, sino producir bases territoriales habitadas que la devuelvan al mapa de la vida cotidiana, a un nivel en el que se pueda aprovechar y decidir. Como ya lo habían demostrado claramente los bloqueos levantados por maestros y otros pobladores oaxaqueños en 2016, los bloqueos exitosos son selectivos. El modelo no es la trinchera sino el filtro: las corporaciones enemigas son rechazadas o saqueadas, mientras la comunidad es saludada con una sonrisa.47
Sin embargo, un salto así en el contexto estadounidense implicaría una mutación cualitativa para la que no existe un camino lineal. Sería necesario un nuevo repertorio memético, que no sólo se refiriera a las periferias en decadencia, sino también a las zonas más alejadas: ocupaciones de gasolineras y cabinas de peaje, rodadas lentas, toma de centros comerciales vacíos, saqueos coordinados de almacenes de Amazon y trenes de mercancías, etc. Nada de esto puede ocurrir sin que el movimiento plantee un problema radicalmente nuevo.
Cualquier elección de terreno es una forma de plantearse una pregunta sobre la naturaleza de la guerra que estamos librando. El problema de la logística, así como el del lugar, debe entenderse desde este punto de vista. No existe una conexión inherente entre el motín, la huelga o el bloqueo de infraestructuras, ni se puede prever una escalada natural o cuantitativa que lleve orgánicamente de uno a otro. Aquí nos enfrentamos a uno de los últimos retos a los que debe enfrentarse cualquier movimiento insurreccional: ¿cómo pasar de un marco de guerra a otro, de una imagen de victoria a otra? ¿Cómo cambiar la naturaleza del conflicto, mientras se lucha contra él? ¿Cómo no sólo participar en un conflicto, sino librar un «conflicto sobre el conflicto» desde su seno, planteando así un nuevo problema?48
¿Podría otra rebelión contra el asesinato de vidas negras por parte de la policía abrir el vórtice lo suficientemente amplio como para que el mando capitalista quede bajo fuego? ¿Es posible, desde dentro del momento demolicionista, imaginar un segundo, tercer o cuarto «marcador rítmico» que introduzca otra dinámica en tales revueltas, como ocurrió en Chile, cuando la rebelión memética iniciada por los estudiantes mutó para absorber la rabia de las feministas, las comunidades indígenas, los anarquistas y otros grupos, convirtiéndose en un antagonismo general en el que la propia noción de poder constituyente está en juego?49

 

Sin fin

 

Nadie necesita que le digan que este mundo está al borde del precipicio. La evidencia está en todas partes. Sin embargo, nada de la catástrofe que vivimos hace inevitable una revolución. Lo decisivo no es denunciar o criticar, sino estudiar las costuras que permiten que las situaciones se rompan, que los antagonismos se propaguen y generalicen, devolviendo el movimiento y la confianza a nuestras vidas aquí y ahora. Las luchas contemporáneas no se expanden en torno a ideas o ideologías, sino en torno a gestos que dan sentido a su momento, a verdades situadas que merecen ser defendidas. Un millón de ideas correctas sobre el presente son barridas por un solo acto que altera esa realidad.
Cuando lo intolerable estalla de nuevo en un escándalo público, hay que hacer todo lo posible para impulsar su irreversibilidad. ¿Cómo pasamos del demolicionismo a los experimentos colectivos de compartición no-monetizada? ¿Cómo suprimir y desactivar los órganos de representación que pretenden incorporarnos y desarmarnos? ¿Cómo salimos del terreno de lo social mientras creamos espacios de comunión, deserción y contacto en el camino?
Si bien el movimiento ha retrocedido por el momento, las ficciones sobre las que descansa la paz social siguen siendo tan frágiles como siempre. Nada ha terminado. Con mucho tacto y un poco de suerte, la próxima vez golpeará aún más fuerte.

 

Mayo de 2021

 



1 Paul Torino y Adrian Wohlleben, «Memes with Force: Lessons from the Yellow Vests», en Mute Magazine, febrero de 2019. En línea aquí: https://www.metamute.org/editorial/articles/memes-force-%E2%80%93-lessons-yellow-vests. Una entrevista con Interchange Radio sobre el tema también está disponible aquí: https://wfhb.org/news/interchange-memes-with-force-transforming-the-political-imaginary/.
2 «En las insurrecciones contemporáneas […] [la] estructura jerárquica de mando y su concomitante impulso hacia la unidad está siendo sustituida por una forma de inteligencia colectiva inmanente. Los gestos y la comunicación se propagan a través de un socius cada vez más fragmentado sin consolidar ningún cuerpo organizativo o identidad coherente. Las acciones y las tácticas, compartidas en Telegram o en las redes sociales y desviadas para adaptarse a las necesidades de lugares específicos, se difunden de forma memética». Anónimo, «At the Wendy’s: Armed Struggle at the End of the World», en Ill Will, noviembre de 2020. En línea aquí: https://illwill.com/at-the-wendys.
2 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo, Paidós, p. 325.
2 Occupy Wall Street se construyó inicialmente sobre una plataforma memética. El meme era el siguiente: «tomar una plaza, establecer circuitos autónomos de reproducción social, tomar decisiones por consenso, defender la ocupación donde sea necesario». En principio, cualquiera que se presentara podía participar: no había ninguna pertenencia «previa» que autorizara la participación, ni tampoco había «demandas» centrales a través de las cuales el movimiento se indexara a algún sujeto social en particular de manera apriorística. Sin embargo, en cuestión de semanas el movimiento se había institucionalizado rigurosamente: el procedimentalismo democrático, la señalización de virtudes de los activistas y los interminables «grupos de trabajo» lo replegaron sobre sí mismo, dirigiendo sus energías hacia dentro en lugar de hacia fuera. Cuando aparecimos en la ocupación éramos singularidades, pero «participar» significaba ser reclutado en composiciones constituyentes modeladas enteramente en la toma de decisiones centralizada y en las obsesiones de representación. Muy pronto, los únicos momentos que se sintieron poderosos fueron cuando el Estado tomó la iniciativa de desalojar las ocupaciones, interrumpiendo así la cámara de eco democrática. De Occupy aprendimos dos cosas: 1) la contradicción central hoy en día ya no es entre los métodos de organización verticales y horizontales, ni entre la organización dentro o fuera de los canales institucionales formales; toda la acción de masas significativa hoy en día es horizontal, y sólo los movimientos que comienzan fuera de las instituciones llegarán a constituir una amenaza. 2) De hecho, la contradicción central es entre los movimientos que mantienen el marco de la política clásica —es decir, cuyos medios se basan en el discurso y el diálogo, y cuyos fines residen en el avance de la influencia simbólica y hegemónica dentro de la sociedad civil— y aquellos movimientos que desafían el dispositivo del «discurso político» y la representación, eludiendo cualquier referencia a un sujeto constituyente y desarrollando otros modos de colaboración y comunicación. Dicho esto, aunque esta diferencia básica sigue siendo decisiva, lo más probable es que sigamos viendo extrañas amalgamas en los próximos años.
5 El prefijo «ante-» pretende marcar el hecho de que el acontecimiento de la revuelta no es sui generis, sino que moviliza formas vitales que «ya estaban en cierta medida presentes» antes de ella. Véase K. N. y Paul Torino, «Life, War, and Politics: After the George Floyd Rebellion», en Ill Will, noviembre de 2020, parte III. En línea aquí: https://illwill.com/life-war-politics. Una idea análoga se encuentra en la base de lo que Moten y Harney denominan en The Undercommons «el entorno».
6 «¿Qué es una demanda? […] [Es] un contrato, la fecha de vencimiento garantizada de la propia lucha, las condiciones para su conclusión». Johann Kaspar, «We Demand Nothing». Publicado por primera vez en Fire to the Prisons (núm. 7), 2009. En línea aquí: https://theanarchistlibrary.org/library/johann-kaspar-we-demand-nothing.
7 «Son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones». Milan Kundera, La inmortalidad, p. 6.
8 Por «política» entendemos aquellos conflictos dentro de la vida cotidiana que se intensifican hasta el punto de tener que tomar partido, donde la neutralidad ya no es posible. Como tal, no hay gestos o prácticas específicamente políticos (hablar, debatir, votar, etc.). Lo mismo ocurre a la inversa: todos los gestos, todas las prácticas son potencialmente políticas, o antepolíticas, incluido el discurso, siempre que, por supuesto, se hable desde dentro de una polarización, no por encima de ella. Cuando un conflicto adquiere la suficiente intensidad, los gestos y las relaciones que antes eran inocuos se hiperpotencian de repente y atraen otras formas y materiales al vórtice. Más tarde, una vez que el conflicto se calma, las prácticas o los eslóganes polarizados se reabsorben en la banalidad de la vida cotidiana, o bien se abandonan.
9 «Masa y clase no tienen los mismos perfiles ni la misma dinámica, aunque el mismo grupo esté afectado por los dos signos. […] Los movimientos de masa se precipitan y alternan (o se difuminan durante algún tiempo, con largos períodos de inercia), pero saltan de una clase a otra, pasan por mutaciones, liberan o emiten nuevos cuantos que van a modificar las relaciones de clase, y volver a poner en tela de juicio su sobrecodificación y su reterritorialización, a hacer pasar nuevas líneas de fuga por otro sitio. Bajo la re-producción de las clases siempre hay un mapa variable de las masas». Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Pre-Textos, p. 225.
10 Para ser un poco simplista, el supuesto operativo aquí es que la propagación de la anarquía o la ingobernabilidad ofrece el camino más oportuno para abrir un nuevo horizonte de deserción e invención comunista de masas. Sin embargo, dado que no podemos saber qué forma tomará este horizonte, ni queremos sucumbir a la trampa profética de «esperar el milagro», las apuestas sobre la potencialidad revolucionaria deben, al mismo tiempo, estar arraigadas no en proyecciones probabilísticas, sino en nuestro actual contacto sensible con la realidad, nuestro sentido de cómo son la dignidad y la alegría aquí y ahora, en el mundo que es, no en el mundo que debería ser.
11 Sobre el tema de la cooptación de los movimientos meméticos por parte de la derecha, véase el artículo y la entrevista citados en la nota 1.
12 Al igual que el estatuto trascendente de las mercancías bajo la religión sensorial del Espectáculo depende en «última instancia» de la capacidad de la policía para proyectar su poder mucho más allá de sus medios físicos, el saqueo anuncia la restauración profana tanto de los bienes como de la policía al dominio de lo sensible: en adelante, la policía sólo está donde aparece, al igual que los bienes sólo pueden «tenerse» siempre que uno pueda transportarlos o consumirlos in situ. Al reducir el poder y el consumo al dominio del uso libre, el saqueo permite que la ausencia de autoridad se sienta de una manera que de otro modo sería imposible.
13 Aunque todavía no existe una imagen completa de los factores que influyeron en esta decisión, se relatan algunos detalles en una primera entrevista con el colectivo Liaisons. Véase «“Everything seems so fragile and powerful at the same time”. A conversation about the Seattle Autonomous Zone», en The New Inquiry, 16 de junio de 2020. En línea aquí: https://en.liaisonshq.com/2020/06/16/everything-seems-so-fragile-and-powerful-at-the-same-time-a-conversation-about-the-seattle-autonomous-zone. Como demostró la rebelión de Bogotá, no es necesario aceptar una elección forzada entre la ocupación o la demolición.
14 Unos meses más tarde, se lanzaron cocteles Molotov contra las ventanas destrozadas del juzgado de la ciudad de Kenosha, Wisconsin, pero no alcanzaron su objetivo; también se prendió fuego a una oficina de libertad condicional menor. Véase Fran, JF, Lane, «In the Eye of the Storm: Un informe desde Kenosha», en Hard Crackers, septiembre de 2020. En línea aquí: https://hardcrackers.com/eye-storm-report-kenosha/.
15 Phil Neel llega a una conclusión similar: «A pesar de parecer lo contrario, el nacimiento de la zona autónoma fue en sí mismo un producto de la asfixia inicial del movimiento. Aunque proporcionó un cierto estímulo espectacular a los acontecimientos en otros lugares y ofreció una breve experiencia transformadora para un pequeño puñado de personas, también selló en piedra todas las regresiones tácticas que ya habían tomado forma mientras el movimiento social se movía para estrangular el movimiento real que había debajo. En efecto, entonces, esta rebelión nacional encendida por la señal de fuego de un recinto policiaco en llamas vio un final simétrico a su primer acto cuando los manifestantes se negaron a quemar otro recinto cedido a ellos por una retirada policial similar». Véase Phil Neel, «The Spiral», en Brooklyn Rail, septiembre de 2020. En línea aquí: https://brooklynrail.org/2020/09/field-notes/The-Spiral-Epilogue-to-the-French-Edition-of-Hinterland-Americas-New-Landscape-of-Class-and-Conflict.
16 Anónimo, «El bello infierno», en Tiqqunim, mayo de 2015. En línea aquí: https://tiqqunim.blogspot.com/2015/05/infierno.html
17 Tobi Haslett, «Magic Actions. Looking back on the George Floyd rebellion», en N+1, mayo de 2021. En línea aquí: https://nplusonemag.com/online-only/online-only/magic-actions/.
18 Laurent Jeanpierre, In Girum. Les leçons politiques des ronds-points, La Découverte, 2019, p. 19. Como ejemplo particularmente reflexivo, aunque en última instancia inadecuado, de una formulación negativa de este tipo, se podría pensar en la reciente descripción de Endnotes de los movimientos revolucionarios de nuestro tiempo en términos de «no-movimientos», siguiendo a Asef Bayat. Véase Endnotes, «Onward Barbarians». En línea aquí: https://endnotes.org.uk/other_texts/en/endnotes-onward-barbarians.
19 L. Jeanpierre, op. cit., pp. 27-29: «Según la mayoría de los chalecos amarillos, la política no deriva su consistencia en el discurso, ni es ante todo una cuestión de opiniones, demandas o programas».
20 Maurice Blanchot, «Affirming the Rupture» (1968), en Blanchot: The Political Writings, Fordham, pp. 88-89. Por cierto, aquí se encuentra una de las primeras formulaciones rigurosas de un concepto de potencia destituyente.
21 Hannah Black, «Go Outside», en Art Forum, diciembre de 2020. En línea aquí: https://www.artforum.com/print/202009/hannah-black-s-year-in-review-84376.
22 Aunque ninguno de estos ejemplos está exento de contradicciones, atestiguan una tendencia persistente entre los insurrectos empobrecidos de diversas etnias hacia la «nivelación», las «deserciones masivas» y (según el informe del Consejo al Gobernador tras la rebelión de Bacon) «las esperanzas vanas de arrebatar la totalidad del condado de las manos de su majestad y ponerlo en sus manos». Véase Howard Zinn, A People’s History of the United States, Harper Collins, 2005, pp. 41-42.
23 Kiersten Solt, «Siete tesis sobre la destitución (tras Endnotes)», en Artillería inmanente, marzo de 2021. En línea aquí: https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=2141.
24 Maurice Blanchot, The Unavowable Community, Station Hill, p. 16.
25 Keno Evol, «Daunte Wright: A Billion Clusters of Rebellion and Starlight», en Mn Artists, abril de 2021. En línea aquí: https://mnartists.walkerart.org/daunte-wright-a-billion-clusters-of-rebellion-and-starlight.
26 David Galula, Counterinsurgency Warfare: Theory and Practice, Praeger, 1964, p. 95.
27 L. Jeanpierre, op. cit., p. 19.
28 Como señala Phil Neel, poco importa si los izquierdistas que ejercen esta represión sustitutiva son conscientes de su verdadero papel político o no, o si trabajan explícitamente con la policía o no. El hecho de que «se vean a sí mismos como promotores del movimiento, incluso cuando lo reprimen» hace que la operación sea aún más eficaz. Véase Ph. Neel, op. cit.
29 «Así llegaron a un acuerdo Las Casas y los plantadores. A puñetazos sobre el trabajo del indio, vieron cara a cara el trabajo del negro […] La justicia con los indios se compró al precio de la injusticia con los africanos. El beligerante protector de los indios se convirtió en un benévolo promotor de la esclavitud de los negros y del comercio de esclavos». Eric Williams, From Columbus to Castro, 1970, p. 43. Aunque Las Casas se arrepintió más tarde de su sugerencia, Williams señala que su arrepentimiento seguía conservando una gramática antinegra, haciendo hincapié en un «error empírico» sobre la fisonomía africana más que en un fallo en el juicio moral universal sobre la dignidad de toda vida.
30 Bartolomé de Las Casas fue un colono español que posteriormente utilizó su posición como figura religiosa para intentar detener (o, cuando esto resultó imposible, remediar) la marea de violencia genocida desatada sobre los amerindios durante las primeras fases de la colonización de Centroamérica. En sus audiencias con el rey adoptó un enfoque estratégico, desafiando no la legitimidad de la Conquista en sí misma, sino sus métodos, insistiendo en la urgencia moral y material-financiera de introducir orden y supervisión en las misiones coloniales, lo que esperaba que frenara la violencia gratuita de los colonos. En este sentido, se le puede considerar como uno de los primeros progenitores de proyectos como los comités de vigilancia policiaca y otras reformas políticas destinadas a frenar la violencia estatal sin deponerla. Al mismo tiempo, Las Casas fue también uno de los primeros europeos en abogar por la «causa justa» de una guerra armada para la autodeterminación de los «indios», y por ello ha sido considerado durante mucho tiempo como uno de los primeros progenitores de la política descolonial y abolicionista. Tanto si se prefiere destacar su papel de colonizador, de reformista humanista o de partidario de la descolonización (o una amalgama de los tres), lo cierto es que, en su incipiente conciencia de que «la civilización no es un singular sino un plural», en su sensibilidad a la «discontemporaneidad de los desarrollos históricos y a la relatividad de la posición europea» (como dijo una vez Enzensberger), Las Casas no sólo fue el primer sujeto verdaderamente moderno, sino la figura que mejor ejemplifica el dispositivo mediante el cual la conciencia política moderna encubre este conocimiento a través de su subsunción moral de la alteridad, y la artimaña de la analogía mediante la cual la modernidad intenta gobernar su propio exterior. (Cita tomada de Hans Magnus Enzensberger, «Las Casas, or a Look Backwards into the Future», en Zig Zag: The Politics of Culture and Vice Versa, The New Press, 1998, pp. 90-93).
31 Lawrence Clayton, «Bartolomé de las Casas and the African Slave Trade» en History Compass, 7/6, 2009.
32 Ronald Judy, (Dis)forming the American Canon: African-Arabic Slave Narratives and the Vernacular, Minnesota, 1993, p. 81.
33 Judy, (Dis)forming the American Canon, p. 83: «El pensamiento, como parte de la esencia del hombre, se considera que es el que permite distinguir el bien del mal, pero lo hace según un orden universal que traduce lógicamente la prima praecepta en preceptos secundarios que funcionan como base de todos los códigos de comportamiento social» (énfasis añadido).
34 Esta analogía sienta las bases para el «conjunto de cuestiones intra-colonas fundamentales para los dilemas éticos [de Occidente] (es decir, el marxismo, el feminismo, el psicoanálisis)». Frank B. Wilderson, Red, White, and Black: Cinema and the Structure of U. S. Antagonisms, Duke, 2010, pp. 215-219.
35 Ibid., p. 219.
36 El esfuerzo por conseguir que una política vitalista rehabilitada esté al servicio de un movimiento juvenil antifascista y anticapitalista tiene precursores no sólo en los indiani metropolitani del movimiento italiano Autonomia (y quizá ya con el círculo en torno a Cesarano una década antes), sino también en los grupos revolucionarios estadounidenses de las décadas de 1960 y 1970, como MOVE y Up Against the Wall / Motherfucker. Sobre los vitalismos de izquierda frente a los de derecha, véase Alberto Toscano, «Vital Strategies», en línea aquí.
37 Sonali Gupta y H. Bolin, «Virality. Against a Standard Unit of Life», en e-flux, febrero de 2021. En línea aquí: https://www.e-flux.com/journal/115/373014/virality-against-a-standard-unit-of-life/.
38 En uno de los mejores textos producidos el pasado verano, «The Siege of the Third Precinct of Minneapolis: An Account and an Analysis» (CrimethInc, junio de 2020), ambos dinamismos se teorizan únicamente desde el punto de vista de la agenda del motín político. Aunque la teoría de la composición ofrecida en este texto es la que más se acerca a la descripción de la animadversión organizativa «sobre el terreno», se apresura a subsumir todos los aspectos de la situación bajo un único tipo de multitud. Según los autores, el rasgo central que permite contar a los «saqueadores» como un «papel» dentro de la composición de la multitud del motín político (médicos, escuadrones de balística, punteros láser, sistemas de sonido, comunicaciones, etc.) es el hecho de contribuir a una «ingobernabilidad» general de la situación en su conjunto. Aunque esto es comprensible dado el marco restringido del artículo, que pretendía trazar la constelación de fuerzas que condujo a la quema del Tercer Recinto, desde el punto de vista de una teoría más amplia de la «multitud» insurrecta en el siglo XXI parece importante reconocer la diferencia de tipo entre ambos dinamismos a nivel de sus objetivos, movimiento, orientación hacia el enemigo, etc. El motín político y el motín de negocios siguen siendo tipos de multitud distintos: incluso cuando coexisten en dos lados del mismo estacionamiento, como en el Target frente al Tercer Recinto, pasar de uno a otro implica una mutación y un devenir, un «apretar» y un «aflojar» como decía Elias Canetti.
39 Por supuesto, se producen muchas variaciones locales; a veces un motín domina excluyendo al otro. Por ejemplo, el largo verano de Portland se caracterizó por un motín político extremadamente sostenido con pocas o ninguna ocasión de saqueo, mientras que los motines de comercios de Chicago se desarrollaron sin ataques a la propiedad estatal ni enfrentamientos estacionarios entre las multitudes y la policía.
40 Sobre la distinción entre amotinados «buenos» y «malos», véase Nevada, «Imaginary Enemies: Myth and Abolition in the Minneapolis Rebellion», en Ill Will, noviembre de 2020. En línea aquí: https://illwill.com/imaginary-enemies. Donde la doctrina estatal habla de amotinados «buenos» y «malos», nosotros hablamos de motines políticos y motines de negocios.
41 Shemon y Arturo han contribuido con un admirable análisis del uso de los saqueos de coches tras el asesinato de Walter Wallace en Filadelfia. Véase Shemon y Arturo, «Cars, Riots, and Black Liberation», en Mute, noviembre de 2020. En línea aquí: https://www.metamute.org/editorial/articles/cars-riots-black-liberation. Sin embargo, yo añadiría que la genealogía de la guerrilla vehicular no se limita en absoluto a las luchas en torno a la liberación negra. Desde las rodadas lentas de «Black Smoke Matters» hasta los enjambres de 3000 motocicletas y ciclomotores durante el levantamiento de Puerto Rico, pasando por las turbas de taxis voluntarios que sacaron a los manifestantes del peligro en Hong Kong, el despliegue táctico de vehículos de propiedad personal se ha convertido en una característica cada vez más importante de la gramática de acción global. Si bien cada uno de estos casos representó innovaciones tácticas en la movilización de vehículos de propiedad privada como fuerza de intervención, en lo que respecta a su armificación, me parece que una cierta secuencia comienza en 2016 cuando, durante el apogeo de los enfrentamientos en Standing Rock, los vehículos personales se transformaron en barricadas para bloquear la carretera principal hacia el sitio de construcción de DAPL, antes de ser incendiados más tarde cuando la policía se movilizó para atacar a los manifestantes que los defendían. Un año después, la derecha ofreció su respuesta a Standing Rock, cuando James Fields condujo deliberadamente su coche contra una multitud de antifascistas en Charlottesville en 2017, asesinando a Heather Heyer. Desde entonces, los vehículos se han convertido en un elemento táctico y afectivo permanente en los conflictos a pie de calle, desde los sideshows y las caravanas de covid hasta la primera aparición fallida de flotillas entre los partidarios de Trump. No hay nada más estadounidense que arrastrar contigo todo lo que hay en el garaje personal a la manifestación.
42 El concepto de destitución fue glosado en una carta publicada en Ill Will el año pasado: «Por un lado, [la destitución] se refiere al vaciado de las ficciones del gobierno (su pretensión de universalidad, imparcialidad, legalidad, consenso); por otro lado, se refiere [a] una restauración de la positividad y la plenitud de la experiencia. Los dos procesos están ligados como los lados alternados de una banda de Möbius: allí donde los que normalmente están consignados a existir como espectadores del mundo (los excluidos, los impotentes) se convierten de repente en parte de su situación, participantes activos en una polarización ética, la clase dirigente se ve invariablemente arrastrada a la polarización y no puede evitar exhibir su carácter partidista. La policía se convierte en una banda más entre las bandas».
43 Como Shemon y Arturo han observado recientemente, existe un «claro límite entre el motín y la huelga [logística]», de modo que puede ser simplemente poco realista esperar que BLM, como modo de acción, autorice o invite a dar un salto al nivel de las acciones industriales en fábricas, almacenes y puertos. Véase Shemon y Arturo, «After the Tear Gas Clears», en It’s Going Down (entrevista en podcast), en línea aquí: https://itsgoingdown.org/after-the-tear-gas-clears-a-discussion-on-the-revolutionary-horizon-post-rebellion/. El Wendy’s de Atlanta es un caso atípico en esta serie, ya que su elección de ubicaciones no obedecía a ninguno de los dos horizontes indicados aquí; parece no haber tenido más horizonte que él mismo.
44 Este hecho también es observado ocasionalmente por los poderes gobernantes. Como declaró el presidente chileno Sebastián Piñera: «Estamos en guerra contra un poderoso enemigo […]. Somos muy conscientes de que ellos [los manifestantes] tienen un grado de organización y logística propio de una organización criminal» (Discurso público del 20 de octubre de 2019).
45 La ocupación del Wendy’s de Atlanta es lo más atípico de esta secuencia, ya que tiene lugar en un barrio pobre y mayoritariamente negro, lejos tanto de los pasillos del poder como de los negocios.
46 Sobre este punto, véase la discusión sobre la destitución y el lugar en Wohleben y Torino, «Memes with Force» (nota 1).
47 Como explicó un profesor de secundaria a NPR en su momento, «[dejamos pasar] a los coches, pero no a los camiones que transportan mercancías para grandes empresas como Walmart y Coca-Cola».
48 Sobre este punto, véase K. N. y Paul Torino, «Life, War, Politics», en Ill Will, noviembre de 2020. En línea aquí: https://illwill.com/life-war-politics. Entre los mejores ejemplos de la dificultad que entraña librar un «conflicto sobre el conflicto» está el esfuerzo de los residentes de la ZAD en Notre-Dame-des-Landes, Francia, por cambiar el marco de su lucha después de que el Estado les diera una victoria y cancelara el aeropuerto que estaban bloqueando. Véase Mauvaise Troupe, «Victory and its Consequences» (2019), en The New Inquiry, mayo de 2020. En línea aquí: https://thenewinquiry.com/blog/victory-and-its-consequences-part-i/.
49 Sobre la revuelta chilena y la idea de los «marcadores rítmicos» por los que pudo expandirse, véase Rodrigo Karmy Bolton, «The Anarchy of Beginnings. Notes on the Rhythmicity of Revolt>, en Ill Will, mayo de 2020. En línea aquí: https://illwill.com/the-anarchy-of-beginnings-notes-on-the-rhythmicity-of-revolt. Vale la pena notar que el concepto de Karmy permanece ambivalentemente situado entre el problema trotskista de una «convergencia de luchas», que evidentemente quiere evitar en su pensamiento del acontecimiento, y otra imagen viral de la política para la que aún no tiene un nombre. Lejos de un fallo teórico, esta ambivalencia es simplemente el dilema estructurador de nuestra época.