El derecho a la protesta, al cambio social y al futuro

La juventud colombiana, junto a otros sectores sociales, nos está enseñando que el sistema actual del capitalismo extractivista nos roba el futuro, y el derecho al futuro depende de pararlo.



Fronteras Abiertas

El derecho a la protesta, al cambio social y al futuro

Laura Carlsen

 

Hay crímenes que cruzan fronteras, más allá de lo obvio —las redes trasnacionales de tráfico de drogas o armas que se han incrustado en nuestros territorios con el aval de las élites. Son crímenes de estado que matan y reprimen a sus propios pueblos y alientan a las fuerzas autoritarias y asesinas en todo el mundo.

Estos son los crímenes que documenta el Informe Final de la Misión de Observación Internacional por las Garantías a la Protesta Social y Contra la Impunidad, que presenta una minuciosa lista de violaciones de derechos y agravios desde que comenzaron las movilizaciones con el Paro Nacional el 28 de abril, a lo que llaman “un punto de inflexión en la historia contemporánea de Colombia”. También, describe la impunidad que ha encubierto dichas violaciones.

Participé en la Misión como parte de una nutrida delegación mexicana. Lo que logramos observar en los 8 días de reuniones en la capital y en once regiones del país nos llenó de indignación, rabia, tristeza y una gran responsabilidad de intensificar la solidaridad con un pueblo que está luchando por su futuro, frente a un estado que ha sido un claro ejemplo en el continente de la imposición del capitalismo salvaje a punta de pistola.

El pueblo colombiano, y en particular ciertos sectores rebeldes como la juventud, los pueblos indígenas, las mujeres, las personas afrocolombianas y defensoras de derechos humanos y de tierra y territorio, han derramado su sangre en esta lucha. El informe cita cifras de la ONU, que documentó 521 asesinatos de defensoras y defensores de derechos humanos en Colombia entre enero de 2016 y lo que va de 2021, más los asesinatos de al menos 36 firmantes del Acuerdo de Paz, según los registros de INDEPAZ. Van 84 asesinatos de manifestantes por parte de las fuerzas de seguridad desde el inicio del paro y, por lo menos, 75 personas desaparecidas, más miles de personas heridas, encarceladas injustamente y perseguidas.

Luchan por una visión o, mejor dicho, visiones que siempre han existido entre los pueblos y que ahora, en la crisis estructural agudizada por la pandemia, se expresan en el movimiento por una nueva sociedad frente a la férrea represión de estado. El Comité Nacional de Paro exige: la negociación del pliego de emergencia presentado en 2020, el cual aborda seis puntos: renta básica, fortalecimiento del sistema de salud, derogación de algunos de los decretos presidenciales expedidos durante la emergencia sanitaria, la defensa de la producción nacional agropecuaria, industrial y artesanal; matrícula cero en la educación superior, acciones diferenciadas para garantizar la vigencia de los derechos de las mujeres y las diversidades sexuales. Además, pide acceso a la justicia en igualdad de condiciones para todas las personas, políticas públicas dirigidas a las personas en situación de vulnerabilidad y pobreza extrema, y garantías de procesos electorales democráticos.

Son demandas compartidas en toda la región y por eso, lo que pasa en Colombia tiene fuertes implicaciones para las luchas en nuestros países. La introducción del informe dice: “…la Misión destaca que lo ocurrido en Colombia en las últimas movilizaciones sociales, no puede observarse únicamente como uso desproporcionado de la fuerza por parte de la Fuerza Pública, sino que quienes han hecho uso del derecho a la protesta social han sido víctimas de graves crímenes contra la humanidad a la luz del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.”

Destaca “el papel que han jugado las élites políticas y económicas nacionales, regionales y locales, que han hecho uso de la violencia a través de grupos paramilitares y de narcotráfico, que generalmente han actuado en connivencia con sectores militares, policiales y de inteligencia, con el fin de frenar la posibilidad de cambios y transformaciones respecto a los problemas estructurales.” Presenta las violaciones con números y testimonios de primera mano: asesinato, desaparición forzada, detención arbitraria, violencia basada en género, tortura y tratos crueles, criminalización y persecución, entre muchas otras formas de victimización.

En el contexto de la protesta social, el gobierno de Duque ha apostado abiertamente a la sangre y al caos. Pensaba que en una sociedad patriarcal que ha normalizado la violencia, la gente recurriría a los de arriba (los mismos culpables) frente a la inseguridad. La buena noticia es que no les está saliendo la apuesta: en vez de apelar al autoritarismo del estado, la gente se está organizando entre sí. Forman equipos médicos, ollas comunitarias, comités de paro y equipos de defensa de sus derechos.

Los ojos del mundo están puestos en una confrontación de futuros distintos que es netamente geopolítica, también. Colombia ha sido el protegido, beneficiario y alumno estrella de sucesivos gobiernos de Estados Unidos, demócratas y republicanos; el ejemplo de la doctrina de la contrainsurgencia ocultada tras la pantalla de la guerra contra las drogas. En las Filipinas, el presidente Duterte llega a la cifra de 30,000 ejecuciones extrajudiciales en su campaña contra las legiones de pobres y rebeldes en su país, disfrazada de una cruzada terrorífica en contra de las drogas. Duterte ejerce este poder maníaco gracias en gran parte al experimento de Uribe en Colombia, quien reprimió las demandas sociales con el mismo pretexto y apoyo. Y Uribe no hubiera existido con el poder que tuvo sin el apoyo de Estados Unidos y el modelo de guerra contra las drogas abiertamente mezclado con la guerra contrainsurgente, que también llevó a la matanza, el desplazamiento y la desaparición de cientos de miles de personas. La impunidad alienta a la impunidad y a los abusos de poder, en un efecto político en cadena. Por otro lado, los movimientos sociales alientan a la resistencia mundial.

No existe en la jurisprudencia “un derecho al futuro”, lo cual implica que las presentes generaciones le pueden negar una vida digna a la juventud y a su descendencia con total impunidad. En el caso del calentamiento global, la comunidad internacional apenas reconoce una obligación a actuar para evitar la destrucción del planeta, aunque los poderes no están dispuestos a ceder sus privilegios para evitarla. Ahora tiene que reconocer que el futuro está en juego no solomente por la supervivencia de los ecosistemas, y no solo en el campo de la protección de los derechos humanos formales, aunque puedan ser instrumentos importantes. El futuro se disputa en la defensa activa de la vida y en nuestra capacidad de construir las solidaridades sin fronteras. Si la comunidad internacional se niega a censurar la violencia estatal contra el pueblo colombiano, crece exponencialmente el riesgo de más Uribes, Duques y Dutertes; más “falsos positivos” y ejecuciones extrajudiciales de sectores marginados; más ataques a defensoras que se atreven a reclamar un futuro.

La juventud colombiana, junto a otros sectores sociales, nos está enseñando que el sistema actual del capitalismo extractivista nos roba el futuro, y el derecho al futuro depende de pararlo. No hace falta tener codificado tal derecho; la lucha es la reivindicación en la práctica –del derecho al futuro mejor —para la colectividad y para las generaciones venideras– del derecho al futuro mejor, lo cual es el anhelo más profundo de la humanidad.