Producir lo común. Entramados comunitarios y formas de lo político

En las siguientes páginas, me propongo hacer lo siguiente: en una primera parte, esbozar un panorama ordenado de los múltiples hilos de reflexión que vamos tejiendo entre quienes somos —o hemos sido— parte del Seminario de Investigación Permanente “Entramados comunitarios y formas de lo político” del Posgrado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla. En una segunda parte, presentar de forma ordenada algunas de las síntesis parciales que
hemos ido alcanzando.



Producir lo común

Entramados comunitarios y formas de lo político1

Raquel Gutiérrez Aguilar
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / raquel.gutierrezaguilar@gmail.com
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Resumen
En las siguientes páginas, me propongo hacer lo siguiente: en una primera
parte, esbozar un panorama ordenado de los múltiples hilos de reflexión
que vamos tejiendo entre quienes somos —o hemos sido— parte del
Seminario de Investigación Permanente “Entramados comunitarios y formas
de lo político” del Posgrado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales
y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla. En una segunda
parte, presentar de forma ordenada algunas de las síntesis parciales que
hemos ido alcanzando. El objetivo de ello es dar cuenta de nuestro propio
proceso de trabajo de investigación y formación, por lo general presen-tado
en la forma dispersa y segmentada bajo las condiciones de la autoría
individual impuestas en el marco académico, presentando de manera más o
menos general los hallazgos y creaciones compartidas.

Palabras clave
entramados comunitarios; producir lo común; luchas indígenas y populares
de raíz comunitaria; comunalidad; hacer.
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Producir lo común: entramados comunitarios y formas de lo político

En las siguientes páginas, me propongo hacer lo siguiente: en una primera
parte, esbozar un panorama ordenado de los múltiples hilos de reflexión
que vamos tejiendo entre quienes somos —o hemos sido— parte del
Seminario de Investigación Permanente “Entramados comunitarios y formas
de lo político” del Posgrado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales
y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla.2 En una segunda
parte, presentar de forma ordenada algunas de las síntesis parciales que
hemos ido alcanzando. El objetivo de ello es dar cuenta de nuestro propio
proceso de trabajo de investigación y formación, por lo general presentado
en la forma dispersa y segmentada bajo las condiciones de la autoría
individual impuestas en el marco académico, presentando de manera más o
menos general los hallazgos y creaciones compartidas.

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I

El afán por entender y, en todo lo posible, practicar las heterogéneas y
variopintas formas comunitarias de regeneración de vínculos y
pensamientos que se cultivan en este continente tiene ya cierta densidad en
el tiempo. En particular, brota del empeño puesto a lo largo de varias
décadas por comprender, documentar, apoyar y participar en diversas
luchas indígenas y populares de matriz comunitaria, principalmente en
Bolivia y, también en México, Guatemala, Ecuador, Perú, Chile y Colombia.
En tales experiencias aprendimos a distinguir los rasgos comunitarios de
específicas práctica de lucha, siempre singulares y distintas, aunque a su
vez semejantes, emparentadas. Contrastamos tales rasgos rastreados en
contextos muy diversos, con las formas liberales de la política; sobre todo
con el nudo que consideramos la columna vertebral de tal forma política: la
organización de la actividad pública en torno a la delegación de la capacidad
colectiva de intervenir en asuntos generales que a todos incumben porque a
todos afectan (Gutiérrez, 2001, 2008).

En contraste, un rasgo de similitud que reconocimos en las formas políticas
comunitarias, convirtiéndolo en punto de partida de nuestra reflexión, es el
hecho de que las luchas por lo común (Navarro, 2015) casi siempre se
organizan y despliegan en torno a esfuerzos colectivos en defensa de las
condiciones materiales y simbólicas para garantizar la reproducción de la
vida común. Cabe reconocer, en este proceso, la relevancia que para
expresar nuestros argumentos ha tenido el trabajo de Silvia Federici
(2013a, 2013b), con quien hemos mantenido una fértil conversación desde
que tuvimos la suerte de conocerla y de dialogar con sus ideas. Organizar la
reflexión poniendo en el centro los esfuerzos colectivos por garantizar la
reproducción material y simbólica de la vida —humana y no humana— ha
significado nuestra propia “revolución copernicana”. Acostumbradas, como
dicta el sentido común dominante, a colocar en el centro del análisis la
acumulación del capital y la política estado-céntrica que le es funcional, ha
significado mucho para nosotras entroncar con la perspectiva feminista
radical de los 70 ́s que, por diversos caminos ha alumbrado aquellos
ámbitos sociales —y políticos— que desde el marxismo clásico quedaban
obscurecidos en el opaco mundo del consumo.

Resulta que si, como es costumbre en la modernidad capitalista, patriarcal y
colonial, la reflexión parte de la producción y acumulación de capital —y se
emplea el lenguaje generado para pensar desde ahí, entonces, se alumbran
procesos productivos y procesos de consumo, y se indaga en sus
interrelaciones. Colocando la acumulación capitalista como punto de
partida, sencillamente se invisibiliza y niega la amplia galaxia de actividades
y procesos materiales, emocionales y simbólicos que se realizan y
despliegan en los ámbitos de actividad humana que no son de manera

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inmediata producción de capital, pese a si ocurren en medio de cercos y
agresiones. Quedan ocultos y son considerados “anómalos” tanto los
procesos creativos y productivos que sostienen cotidianamente la vida
humana y no humana, como el conjunto de actividades y tareas destinadas
a la procreación y sostén de las siguientes generaciones; se desconocen y
niegan las capacidades humanas de generación de vínculos sociales de todo
tipo, que se orientan mucho más allá de las relaciones mercantiles
asociadas a la producción de valor, pese a que, casi siempre, tales prácticas
se desarrollen en medio de los cercos impuestos por la expansivamente
agresiva lógica de la valorización del valor. Todos esos paisajes sociales
exuberantes de prácticas colectivas que sostienen la vida cotidiana,
negados e invisibles para la mirada productivista del capitalismo
contemporáneo se ha convertido en punto de partida de nuestro trabajo.

Desde tales lugares hemos aprendido a distinguir y expresar también, de
forma sintética, que en el despliegue tanto de las más enérgicas luchas
indígenas por territorio, por apropiación común de riqueza material
expropiada y por autogobierno; como en una parte relevante de la amplia
constelación de luchas protagonizadas históricamente por las mujeres, se
regeneran y reactualizan relaciones cotidianas no —plenamente— mediadas
por el capital —o por el patriarcado— así como formas de producción de
acuerdo, que pautan renovadas formas de obligación hacia lo colectivo y de
garantía de usufructo de la riqueza material compartida y cultivada,
desafiando una y otra vez la herencia colonial. Distinguimos, pues, formas
políticas que son distintas y contradictorias —en muy variados planos— a
los particulares y rígidos “usos y costumbres” liberales de la modernidad
capitalista.

Así, en nuestro grupo de trabajo consideramos que estos dos rasgos: la
centralidad de la garantía de la reproducción material y simbólica de la vida
colectiva y las multiformes prácticas políticas comunitarias que la regulan,
son los ejes de diversos horizontes comunitarios-populares que construyen
y alumbran caminos de emancipación social más allá de las lógicas del
estado moderno y de la acumulación del capital (Gutiérrez, 2015, Linsalata,
2016, Navarro 2016).

Ahora bien, en tanto todos estos procesos creativos y productivos
empeñados en la garantía de reproducción material y simbólica de la vida,
desde hace siglos ocurren siembre cercados y amenazados por la incesante
presión de la lógica acumulativa del capital en cualquiera de sus formas
(mercantil, industrial, agro-industrial, extractivista, maquilador, financiero,
criminal), nuestra reflexión se orienta por entender, siempre, las
multiformes y heterogéneas luchas contra las separaciones, cercos y
agresiones explícitas que, una y otra vez entrampan, dificultan o rompen
las capacidades y saberes prácticos que hombres y mujeres poseen —y son

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capaces de cultivar— en tanto partes de tramas culturales igualmente
diversas.

Desde tales premisas hemos labrado una plataforma metodológica, abierta
a la siempre renovada construcción colectiva que se despliega en las luchas,
que no pretende presentarse, desde ningún punto de vista, como una
síntesis conceptual cerrada. Más bien, partiendo del registro de las
diferencias y especificidades de variopintas y heterogéneas prácticas
sociales de lucha cotidiana y desplegada en torno a los dos ejes ya
señalados: garantía de la reproducción material y simbólica de la vida
colectiva y variedad de formas políticas para la regulación de tales tareas;
indaga en las semejanzas de tales prácticas, en sus ambigüedades y
contradicciones, en las capacidades de resistencia y lucha anidadas en ellas
y en las dificultades que una y otra vez confrontan al estar siendo
sistemáticamente cercadas, agredidas, amenazadas y subsumidas a los
diversos procesos de reconfiguración capitalista (neo)liberal-colonial, que
ambiciona expandir la geografía social y las fuerzas vitales disponibles a la
acumulación de capital, recurriendo para ello a formas de violencia cada vez
más extensa y brutal (Paley, 2014).

Esta perspectiva nos ha empujado a diagramar un campo de reflexión
organizado a través de dos ejes analíticos. Por una parte, distinguiendo la
calidad del tiempo, vital y social, entre tiempos cotidianos y extraordinarios
y, por otra, la relacionada con las prácticas conexas con la sostenibilidad de
la vida colectiva y las múltiples formas de (auto)regulación de tales
conjuntos prácticos de actividades sociales, esto es, la constelación de
formas políticas que organizan y conducen tales actividades colectivas.
Nuestro trabajo de formación e investigación, por tal razón, se desarrolla en
al menos cuatro vertientes entrelazadas aunque cada una específica. La
primera deriva lo aprendido del conjunto de procesos de lucha
protagonizados por diversos movimientos indígenas en América Latina
(Gutiérrez y Escárzaga, 2005, 2006), rastreando lo que sucede en los
tiempos extraordinarios de luchas desplegadas y registrando la manera
expansiva en que prácticas comunitarias cotidianas —cuya politicidad
resulta negada por la mirada dominante— se han hecho presentes en el
espacio público subvirtiendo y/o bloqueando los formatos contemporáneos
de dominación y explotación (Gutiérrez, 2008, 2015).

La segunda y tercera deriva de nuestra investigación se ha concentrado en
el estudio meticuloso de las formas cotidianas de producción y sostén de lo
comunitario, entendido como práctica y regeneración de vínculos de
interdependencia autorregulados, cuyo cultivo es actividad cotidiana y
reiterada, iluminando los rasgos políticos diferenciados de tales acciones
colectivas (Linsalata, 2015) (Tzul, 2016). Nuestro aporte más importante,
en este ámbito, ha sido profundizar en la reflexión sobre la politicidad

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comunitaria, que se aprende y se cultiva cotidianamente a través de
significativas y complejas actividades realizadas, individual y
colectivamente, de manera reiterada y continua, al interior de las múltiples
tramas de reproducción de la vida; pese a la drástica negación e
invisibilización —igualmente insistente— de su carácter eminentemente
político, por los diversos regímenes modernos de gobierno y dominio. Esta
deriva se ha nutrido, qué duda cabe, también de los aportes de dos filósofos
latinoamericanos contemporáneos: Bolívar Echeverría y Luis Tapia. Desde
perspectivas distintas, cada uno ha contribuido a alumbrar añejos saberes
políticos que habitan las multiformes redes de interdependencia, casi
siempre locales, que en ocasiones se despliegan como enérgicas luchas
emancipatorias. No es poco, pues, lo que nuestra perspectiva debe a la
reflexión sobre la “política salvaje” de Tapia (Tapia, 2008) y a la
recuperación crítica de, entre otras, la noción de “valor de uso” por
Echeverría (Echeverría, 1998).

La cuarta deriva, por su parte, se ha centrado en indagar en las luchas por
garantizar la reproducción de la vida colectiva en condiciones de amenaza y
despojo, entendiéndolas como recurrentes luchas por lo común, que se
cultivan en tiempos cotidianos gestando con sus prácticas, las capacidades
políticas que se despliegan en tiempos extraordinarios –como cuando una
colectividad hace frente a una amenaza inminente de despojo de lo que
hasta ese momento habían sido bienes comunes (Navarro, 2014)
(Escárzaga, Gutiérrez, et al. 2014). Esta deriva ha dialogado
incansablemente con el marxismo crítico o abierto que también se cultiva
en el Posgrado en Sociología principalmente por John Holloway (2010,
2011) y Sergio Tischler (2005).

Todo este trabajo nos ha permitido hilar argumentos que nombran la
capacidad humana colectiva de producir lo común (Gutiérrez, Navarro y
Linsalata, 2016) y reflexionar sobre ella con cuidado, entendiéndola como
lucha contra la expansiva imposición de separaciones y rupturas sobre
añejas y reactualizadas formas de reproducción de la vida; separaciones y
rupturas que son siempre el vehículo de la acumulación del capital
(Navarro, 2017b) y de la reiteración de jerarquías políticas y sociales que
refuerzan rasgos patriarcales y coloniales en nuestras sociedades. En
diálogo con lo sostenido por el marxismo crítico, que nutre la reflexión
desde una perspectiva negativa, a través de nociones como “flujo social del
hacer” o “flujo social de la lucha” o de la rebeldía; nosotras recuperamos
distinciones marxistas ampliamente analizadas por Echeverría —como
“trabajo abstracto” y “trabajo concreto”— al preguntarnos sobre la
posibilidad de visibilizar y ampliar los “flujos del trabajo concreto” (Gutiérrez
y Salazar, 2015) y sobre las condiciones de sostenibilidad del “hacer
común” en tiempos cotidianos y en ámbitos no sólo rurales sino también
urbanos (Navarro 2016).

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Es a partir de ahí como hemos construido innumerables diálogos con otros
compañeros y luchadores en México, Bolivia, Ecuador, Guatemala y también
en países que no comparten la presencia de una matriz tan explícitamente
indígena-comunitaria, como Argentina, Uruguay, California y Nueva York en
EE.UU., Italia, el Estado español e Inglaterra. Un dato relevante de estas
amplias redes de conversaciones, que hemos contribuido a producir junto a
muchas más, es que nuestros diálogos más fluidos han sido con mujeres:
académicas, investigadoras, luchadoras y militantes mujeres; lo cual nos ha
conducido, una vez más, a dialogar con el trabajo de Silvia Federici en su
vertiente más claramente feminista, o “feminista de lo común” como suelen
llamarla en la región del Río de la Plata.

Esta, a grandes rasgos, es una descripción sintética de lo que hacemos y
hemos hecho hasta ahora, que es a fin de cuentas lo que nos constituye
como grupo de trabajo anidado en una universidad pública en México.

II

Presentemos ahora, de la manera más concisa posible, algunas de las
cuestiones que hemos aprendido:

En primer lugar, que las luchas comunitarias y popular-comunitarias a lo
largo del siglo XX (Linsalata, 2016) (Gutiérrez, 2015), (Gutiérrez, Salazar y
Tzul, 2016), muchas de raíz indígena, al desplegarse con fuerza durante
décadas a lo largo y ancho del continente, han desafiado y puesto en crisis,
i) la amalgama de la dominación colonial-republicana-liberal y la explotación
capitalista organizada en el marco del estado nación, ii) la estructura de la
propiedad agraria y de la riqueza concreta que sostiene añejas relaciones
de dominio y tutela política, iii) la ola de renovados despojos múltiples
(Navarro, 2015) —de riqueza material y de capacidades políticas— que vino
de la mano de la reacción neoliberal en las últimas décadas.

Por lo general, en las más profundas y radicales luchas protagonizadas por
los pueblos indígenas, estos tres pilares de la dominación y la explotación
no han alcanzado a ser puestos en crisis de forma simultánea. Más bien,
desde lo que ha quedado en pie, se ha vuelto a reconstruir el edificio de la
dominación, casi siempre como expropiación —y captura semántica y
política— de los anhelos más hondos puestos en juego en los momentos de
lucha desplegada. Sobre esta temática, también sobre el caso de Bolivia,
Salazar (2015) ha estudiado en profundidad como va siendo “expropiado” el
proceso de lucha social comunitaria para reinstalar un orden de mando
patriarcal-capitalista travestido de plurinacionalidad.

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Por otra parte, en años recientes nos hemos enfocado en registrar cómo la
energía transformadora regenerada en esfuerzos comunitarios de lucha y
emancipación ha sido brutalmente atacada a través de i) modalidades
contemporáneas de guerra y terror que están devastando los territorios y
diezmando las tramas comunitarias que los habitan a través del asesinato y
la desaparición de sus hijas e hijos (Paley, 2016) (Reyes, 2017) ii) políticas
liberales articuladas en clave identitaria que han construido un rígido y
sofisticado andamiaje legal y procedimental tanto para distraer y capturar la
fuerza colectiva encaminándola hacia la negociación de términos de
reconocimiento de tal condición identitaria, como para la reinstalación de
formas renovadas de despojo y tutela que se combinan con el regateo
interminable de derechos no cumplidos (Almendra, 2016). Tales han sido
los dos principales caminos de una virulenta y generalizada estrategia de
contrainsurgencia ampliada (Paley, 2016) cuyo corazón, a nuestro juicio, ha
sido entorpecer e intentar cerrar las vetas creativas de la lucha comunitaria
en marcha, empañando y parcialmente confundiendo los horizontes de
transformación comunitario-populares (Gutiérrez, 2015).

Una temática trenzada a lo anterior indaga en la memoria de las luchas
rastreando la tensión entre el recuerdo y el olvido, dialogando sobre todo
con E. P. Thompson. Sobre este tema, para nosotras es central la noción de
organización de la experiencia que se despliega en tradiciones de lucha, casi
siempre arraigadas territorialmente (Méndez, 2017). A través del lenguaje y
de la activación de la memoria por la potencia del recuerdo compartido que
se reactualiza en la conversación, no sólo se recupera la experiencia de
luchas anteriores, sino que se regeneran sentidos compartidos que,
justamente, al “hacer sentido” permiten que la experiencia singular se
entrelace con los demás, contribuyendo a la organización de la experiencia
común. En realidad, a través de la palabra compartida que se ilumina a
través del recuerdo, es cómo la experiencia de lo hecho logra “auto-
organizarse” como experiencia común. De ahí la importancia decisiva del
lenguaje en la creación y regeneración de vínculos.

Con todo este camino recorrido, avanzando desde la reflexión sobre los
alcances prácticos, contradicciones y ambigüedades que ocurren durante los
tiempos extraordinarios de las luchas desplegadas, hasta la comprensión de
la específica politicidad crítica que se cultiva en las tramas comunitarias que
sostienen la vida material y simbólica cotidiana y extraordinariamente,
hemos hilado al menos tres claves analíticas para ir más a fondo en la
comprensión de lo comunitario:

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Primera clave: lo comunitario no es necesariamente indígena y
lo indígena no es necesariamente comunal.

La discusión sobre el carácter no necesariamente indígena de lo comunitario
la hemos alimentado a partir de dos vetas. En primer lugar, a partir de la
experiencia de participar entre 2000 y 2001 en la Guerra del Agua en
Cochabamba, Bolivia, protagonizada por una potente articulación social
entre al menos tres distintas experiencias de resistencia y lucha: una de
raíz comunitaria —el tejido de comunidades de regantes de los valles
interandinos de Cochabamba—, otra de matriz popular-sindical —expresada
en la Federación de Trabajadores Fabriles de Cochabamba— y otra,
comunitaria-popular constituida por los hombres y mujeres acuerpados en
los sistemas independientes de agua potable, desparramados sobre todo en
las zonas periféricas de la ciudad. La densidad política de aquellos sucesos,
cuando se conjugaron cooperativa y creativamente multiplicidad de
experiencias y prácticas políticas alumbró posibilidades inéditas de
producción, no sólo de horizontes de sentido compartidos, sino de
articulación de diferentes dispuestos a generar relaciones sociales
plenamente anticapitalistas y, desde ahí, tensamente anti-estatales.
Aquellas luchas alumbraron la fuerza de la calidad expansiva de lo
comunitario más allá de la clave indígena, exhibiendo la condición
estratégica de sus formas de enlace y producción de acuerdo.

En segundo lugar, a partir de la reflexión crítica sobre las largamente
negadas luchas comunitarias indígenas en Guatemala, que durante más de
una década quedaron bloqueadas por la reducción de sus contenidos más
vitales de transformación, al reconocimiento de ciertos derechos culturales
acotados en el Estado guatemalteco reconstruido a partir de los Acuerdos
de Paz en 1996. Tales Acuerdos, estudiados críticamente por Tzul (2016)
negaban lo relativo a la posesión y usufructo de tierras y aguas por parte de
los diversos pueblos indígenas de ese país; tanto como desconocían y
ocultaban radicalmente sus propios y variados sistemas de gobierno, esto
es, de producción colectiva de acuerdo, de decisión política y de autoridad.

El acercamiento crítico a estas dos experiencias a lo largo del tiempo, así
como la reflexión de los alcances y límites de la fuerza del movimiento
indígena principalmente en Bolivia, México, Ecuador y recientemente en
Guatemala, para transformar —o entramparse en— las estructuras estatales
de dominación política, nos empujaron a distinguir con claridad la clave
étnica exteriormente determinada que identifica a —y por tanto, habilita la
administración estatal de— los pueblos indígenas de América Latina; y la
clave comunitaria de subversión e impugnación del orden político y
económico de dominación vigente alterando las texturas y significados
sociales de múltiples acciones colectivas que en ocasiones se abre paso
hacia nuevas e insólitas alianzas.

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Esta distinción analítica no niega, de ninguna manera, que sean los pueblos
indígenas de América quienes con mayor perseverancia han cultivado la
capacidad colectiva de producir y cuidar lo común. Es más, no niega sino
que reconoce y se empeña por aprender de los aportes de las luchas
históricas y contemporáneas de los pueblos indígenas. Sin embargo, se
propone enfatizar que la clave étnica de análisis no es necesariamente
comunitaria y que lo comunitario y la capacidad de producir lo común no
necesariamente se funda en comunidades étnicamente distinguidas. Esta
distinción nos impulsó a indagar más profundamente en lo relativo a lo
comunitario y las capacidades colectivas de producción de común.

Segunda clave: lo comunitario es una relación social y, por
tanto se practica y se cultiva.

La clave comunitaria o comunitaria-popular de la transformación social nos
ha permitido volver inteligibles conjuntos de potencias y dificultades del
curso de las luchas sociales protagonizadas sobre todo, aunque no
únicamente, por pueblos indígenas que, bajo otra perspectiva, no logran ser
explicitadas ni cabalmente comprendidas. Tal es el contenido, por ejemplo,
de la discusión crítica que Gladys Tzul (2016) realiza en torno a las
prácticas y objetivos políticos del llamado Movimiento Maya en Guatemala,
alumbrando dos rasgos centrales de la potencia política de las tramas
comunitarias de Totonicapán: la centralidad del trabajo colectivo o k ́ax
k ́ol que reiteradamente reproduce el entramado comunitario, así como la
habilidad de esa misma trama para regenerar anualmente sus vínculos,
revitalizando formas de autoridad al interior de sistemas de gobierno local
que regulan el cuidado y uso de la riqueza material disponible. Por su parte,
el trabajo de Linsalata sobre los sistemas comunitarios independientes de
agua potable en Cochabamba (Linsalata, 2015) también coloca en el centro
de la reflexión el trabajo comunitario de servicio, colectivo y creativo, como
fuente primordial de la capacidad de producción de lo común; ligándolo a la
garantía de la reproducción de la vida —en este caso específico, al acceso al
agua— y al cultivo de formas políticas autónomas.

De ahí la relevancia que para nosotras fue adquiriendo la calidad auto-
producida —autopoiética— de las tramas comunitarias y del cultivo de sus
específicas capacidades políticas así como la centralidad de peculiares
figuras del trabajo colectivo ligadas a la reproducción material y simbólica
de la vida, tanto para producir lo común —o para cuidar, usufructuar y
regenerar aquello que se comparte— como para la generación y cultivo de
formas de regulación y gobierno de lo común basadas en la coproducción de
acuerdos que obligan que a su vez, hacen brotar formas de autoridad no

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liberales. En este punto, no es poco lo que aprendimos de la reflexión de
Jaime Martínez Luna (2013: 251) sobre el trabajo comunal:

La “comunalidad” —como llamamos al comportamiento resultado de la
dinámica de las instancias reproductoras de nuestra organización ancestral y
actual— descansa en el trabajo, nunca en el discurso; es decir, el trabajo
para la decisión (la asamblea), el trabajo para la coordinación (el cargo), el
trabajo para la construcción (el tequio) y el trabajo para el goce (la fiesta).

Este camino crítico, enlazado con la implicación, registro y reflexión sobre
otro amplio abanico de luchas contra los despojos múltiples (Navarro, 2015)
—que en tiempos recientes se designan como luchas socioambientales
contra toda clase de extractivismo— y que nosotras entendemos como
constelaciones de luchas por lo común, nos empujó hacia la apertura de la
noción de “lo común” en su doble significado: i) como relación social y ii)
como categoría crítica. Este recorrido, además, se nutrió profusamente de
la perspectiva de la ecología política, cultivada sobre todo por Mina Navarro
(Navarro y Fini, 2016), que amplió la perspectiva de investigación conjunta
de la dinámica íntima de las tramas comunitarias convocándonos a incluir
claves como la “interdependencia” y la autorregulación. Fue así que, tal
como hemos sostenido en un trabajo conjunto (Gutiérrez, Navarro,
Linsalata, 2016b), consideramos que:

Lo común se produce, se hace entre muchos, a través de la generación y
constante reproducción de una multiplicidad de tramas asociativas y
relaciones sociales de colaboración que habilitan continua y constantemente
la producción y el disfrute de una gran cantidad de bienes —materiales e
inmateriales— de uso común. Aquellos bienes que solemos llamar
“comunes” —como el agua, las semillas, los bosques, los sistemas de riego
de algunas comunidades, algunos espacios urbanos autogestionados,
etcétera— no podrían ser lo que son sin las relaciones sociales que los
producen. Mejor dicho, no pueden ser comprendidos plenamente al margen
de las personas, de las prácticas organizativas, de los procesos de
significación colectiva, de los vínculos afectivos, de las relaciones de
*interdependencia y reciprocidad que les dan cotidianamente forma, que
producen tales bienes en calidad de comunes.

Entendemos el contenido crítico de la producción de lo común, dado que:

[Las múltiples y diversas formas de producción de lo común] si bien
coexisten de forma ambigua y contradictoria con las relaciones sociales
capitalistas no se producen, o sólo en una mínima parte, en el ámbito
capitalista de la producción de valor.
Se producen y refuerzan generalmente más allá, contra y más allá de las
relaciones sociales capitalistas, habilitando la capacidad misma del
despliegue de las luchas, dado que sólo si somos capaces de producir
vínculos no mediados —o no plenamente mediados por la relación del
capital— logramos generar riqueza concreta.