El “fin de ciclo” progresista y sus derivas (parte I)
Llamamos realismo político a una posición enunciativa que, de derecha a izquierda, invariablemente se arroga la decisión sobre lo posible. En algunos casos, se trata de una posición sustentada en el conglomerado de corporaciones y poderes fácticos que, empoderados institucionalmente, establecen las reglas del juego, ponen al árbitro y a los tribunales que lo controlan. En la historia reciente, quienes sostuvieron golpes de Estado, dictaduras o situaciones de extorsión prolongadas, se hicieron, ya en democracia, con la suma del poder confundida con el funcionamiento mismo de las cosas. Pero, más recientemente, la posición realista formo parte también de la contestación, se montó sobre el deseo multitudinario de salir de un estado de situación asfixiante, tanto como en la capacidad de múltiples espacios, colectivos, tramas más o menos amplias, de impugnar la experiencia neoliberal y explorar otros caminos. Sólo que, si en el primer caso, el realismo tuvo que ver con el dinamismo de las lógicas financieras, empresariales, corporativas o incluso policiales; el más reciente realismo de raigambre popular, aletargó todo signo de dinamismo de ese deseo multitudinario más o menos organizado.
¿Hay un “There is no alternative” populista? ¿A la izquierda de los últimos gobiernos populares está la pared (como se le escuchó decir a Cristina Fernández sobre su propio gobierno en pleno contexto de “década ganada”)? La crítica radical al “realismo político” es considerada por los referentes intelectuales, mediáticos y políticos de ese realismo como una forma dogmática, ideológicamente hablando, demasiado principista como para tener incidencia práctica y, con ello, algo cómoda a la hora de discutir poder. Pero es en la aceptación de lo posible (tal como se lo define desde los proyectos de poder) donde encontramos la mayor radicalidad… en defensa de lo que hay.
La caída o derrota de los gobiernos de raíz popular del último ciclo no se dio en condiciones de un dinamismo insoportable para las élites o de conflictividades insostenibles para los grandes poderes internacionales
El razonamiento indica que lo que hay se consiguió evitando lo peor, sin margen para una pregunta que suena contrafáctica y de la cual lo posible huye con pavor: ¿hubiera sido posible otro camino, otro tipo de accionar, otra participación en la relación de fuerzas? Quien llegó a lo que hay como posibilidad desencantada, unas veces apoyo crítico desesperado, otras entusiasmos de coyuntura asociados a cuadros políticos carismáticos, cuando no “frentes” amplios contra lo peor, se opondrán con fuerza –¿con la fuerza de un converso?– a cualquier posición que les recuerde “lo que podría haber sido”. Quien, en cambio, llegó a lo que hay por el camino de sus convicciones, por oportunismos más o menos conscientes o identidad política sin más, sostendrá lo que hay hasta que no haya más.
Contra el realismo político que en el caso argentino vuelve como farsa y a nivel de la región asoma con comodidad a la sombra de los, tarde o temprano, fracasos de las derechas gobernantes, proponemos un diagnóstico: la caída o derrota de los gobiernos de raíz popular del último ciclo no se dio en condiciones de un dinamismo insoportable para las élites o de conflictividades insostenibles para los grandes poderes internacionales, sino en su momento menos dinámico (especularmente, también se trató de un momento poco dinámico para las organizaciones sociales y movimientos de base). En cambio, si repasamos desde esta lente presente la interrupción de los procesos revolucionarios y reformistas, los dinamismos de los 60 y 70, en América Latina la historia, justamente la historia, es diferente.
En Brasil, en 1964, el golpe tuvo lugar en un contexto de afianzamiento de relaciones del gobierno de João Goulart con las experiencias comunistas a nivel internacional, cuando internamente se llevaba adelante un intento de reforma agraria –por cierto, no poco frecuente en ese período en toda la región. De hecho, Celso Furtado, economista de la CEPAL y Ministro de Planificación de Goulart, tomaba al dinamismo social (las comunidades de base, la opción por los pobres de sectores de la iglesia, la fuerza renovada de las experiencias sindicales, los movimientos rurales, etc.) como dato para fortalecer el argumento en favor de la reforma agraria y justificar la confrontación inevitable con la clase terrateniente. De algún modo, el propio Perón, muy atento al Vargas de los 40, durante el año anterior a la irrupción del 17 de octubre, se paseó por los espacios y oficinas de sectores empresarios y partidos conservadores evocando el peligro comunista como corolario de la penuria económica que pesaba sobre los sectores populares (es recordado, en ese sentido, el discurso que dio en la Bolsa de Comercio el 25 de agosto de 1944). Por entonces se utilizaba políticamente el descontento popular y la desigualdad para presionar sobre los sectores dominantes con opciones reformistas de mayor o menor calibre; hoy da la impresión de que, inversamente, se pide a las bases sociales paciencia e incluso en algunos casos obediencia por temor a la reacción conservadora.
En Chile gobernaba Salvador Allende como resultado de una movilización clasista y popular sin precedentes en ese país, muy diferente a la experiencia del Frente Popular de la década del 30, que había formado parte de la política de la III Internacional y seguido el mandato de conformación de frentes antifascistas en todos los países con experiencias políticas y sindicales comunistas. Según Raúl Zibechi, la fuerza social que emergía de los campamentos conformados por los “sin casa”, las juntas vecinales, los clubes de madres, entre otras experiencias, habían sido capaces de “poner en pie casi 20.000 organizaciones de base en todo el país”(1). Tras la nacionalización de la minería de cobre y la revitalización de la reforma agraria, en la elección parlamentaria de marzo de 1973 el gobierno de la Unidad Popular había perdido, pero la oposición no había logrado, tras una feroz campaña, reunir los dos tercios de escaños necesarios para impulsar el juicio político contra el gobierno, y en septiembre de ese mismo año se produjo un golpe de Estado asesino que encumbró a Pinochet y desterró la avanzada clasista, combativa o contestataria.
En Bolivia, tras una revolución obrera como la que había tenido lugar en 1952, el proceso de desmovilización y burocratización –en detrimento del potencial dinámico de sectores del campesinado– consolidado con el Movimiento Nacionalista Revolucionario en el gobierno, puede contener alguna pista para comprender la derrota o el derrocamiento en condiciones no tan dinámicas. El golpe lo dio el exgeneral de aviación y vicepresidente con los militares (1964), y no está precedido por el momento más dinámico de la revolución, sino por un estado de acuerdos por arriba, entre el gobierno y las organizaciones sindicales y campesinas. Se recuerda, de hecho, el pacto militar-campesino, durante el gobierno de Ovando y Barrientos –tiempo en que los llamados “rangers” se cobraron la vida del Che Guevara–, cuya propuesta insurreccional no había conseguido más que indiferencia por parte de los movimientos integrados al régimen acuerdista. En cambio, en 1971, tras la nacionalización del petróleo por segunda vez (1969), la avanzada de una Asamblea Popular y una nueva Central Obrera Boliviana, junto a otros sectores dinámicos como los que en oposición a las estructuras sindicales del campo fundan el indianismo katarista, en tránsito entre el campo y la ciudad y organizándose contra la dictadura, con fuertes movilizaciones durante la dictadura comandada por Hugo Bánzer Suárez, inscrita en el denominado Plan Cóndor.
Dos años después del golpe, el Manifiesto de Tiwanaku (firmado por el Centro de Coordinación y Promoción Campesina, el Centro Campesino Túpac Katari, la Asociación de Estudiantes Campesinos de Bolivia y la Asociación Nacional de Profesores Campesinos) produciría un balance de la revolución de 1952 y la reforma agraria, articulando una mirada con “dos ojos”, el de la discriminación étnica y el de la opresión de clase.
En Perú, el golpe de 1968 estuvo asociado, no tanto al escandalete del Acta de Talara –mediante la cual el Estado recuperaba ficticiamente campos petrolíferos en detrimento de una compañía estadounidense–, sino al vaticinio del ascenso al poder de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) con Víctor Raúl Haya de la Torre como candidato, quien en la elección precedente se vio influenciado por la política del gobierno estadounidense de Kennedy para América Latina. El gobierno militar se propuso disputar bases sociales con APRA (creando incluso sus propias ligas agrarias y organizaciones sociales o el propagandístico y censor SINAMOS), pero también con los sectores que, a la izquierda del Partido de la Estrella, se debatían entre la opción institucional y la insurrección. Avanzó con la nacionalización del petróleo y reabrió la discusión de la reforma agraria (que ejecutó despertando críticas por izquierda y derecha) como parte de su imaginario de “seguridad y desarrollo”, ya nada doctrinario, sino más bien uno de los nombres del pragmatismo que, por un lado reprimía experiencias como la toma del arenal de Villa El Salvador (con sus incursiones feministas y comunitarias a cuestas) y, por otro (o no tan otro), llevó al régimen militar a contar con el beneplácito de Fidel Castro.
Más allá de la crítica furibunda de quienes permanecieron en la CCP (Confederación Campesina del Perú) a una reforma agraria que imponía a los campesinos una “deuda agraria” como condición o que montaba cooperativas gerenciadas por funcionarios o por los propios terratenientes, los sectores más poderosos del ejército y del poder económico acusaron “infiltración comunista” (2) para, finalmente, darle fin al gobierno de Velasco. El gobierno militar de Francisco Morales Bermúdez desarmó las políticas que en su momento habían contribuido a dividir en gran medida a los movimientos populares y las vanguardias revolucionarias. Ahora la confrontación se volvía más directa. Los militares reemplazaron la ambigüedad de la cooptación por la sinceridad de la represión.
Tal vez el cometido inmediato de la dictadura argentina (cívico, militar, corporativa, religiosa) no fue otro que el de interrumpir el momento más dinámico del siglo XX argentino junto con el 17 de octubre de 1945
En Argentina, el Plan Gelbard –continuación del GAN (Gran Acuerdo Nacional) elucubrado por las cúpulas empresarias, sindicales y eclesiástica, con la dictadura de Lanusse– se desflecaba ante los efectos duraderos de la crisis internacional del ’73 y, en el plano local, mostraba los límites del esquema que se pretendía instalar con la vuelta de Perón: una burguesía nacional beneficiada, congelamiento salarial, la promesa del gobierno de controlar precios y el rol de los sindicatos como “contenedores” del conflicto.
La herencia de la serie de revueltas que tuvieron lugar entre fines de 1968 y la primera mitad de 1969, del Rosariazo al Cordobazo, pasando por el Tucumanazo, el Rocazo, el Villazo, y así; incluyendo la división de la CGT en beneficio de la creación de la CGT de los Argentinos (parte de un gran movimiento clasista popular hasta entonces inédito) y la experiencia guerrillera (PRT-ERP, Montoneros, FAP, etc.), mostró su mayor consistencia cuando, tras la muerte de Perón en medio del proceso de “depuración interna” del partido y el terrorismo paraestatal de la Triple A, y ante la tendencia (reaccionaria) de Isabel Perón, miles de trabajadoras y trabajadores se mantuvieron movilizados, en plan de lucha, ejecutando huelgas y boicots, tomando fábricas o amenazando con hacerlo y discutiendo agudas agendas durante varios meses.
De la experiencia conocida como SITRAC-SITRAM, el SMATA de René Salamanca, Luz y Fuerza cordobesa dirigida por Tosco, la “democracia obrera” contra las políticas empresariales de IKA-Renault, a la resistencia contra el “Rodrigazo” el despliegue y la riqueza política del movimiento obrero logran atravesar umbrales antes insospechados e interpelar a sectores menos activos de la sociedad. Pero las medidas económicas del gobierno de Isabel –con aval de la burocracia sindical–, extremadas por el ajuste de Celestino Rodrigo, no explican por sí mismas la atmósfera de agitación. Fue la trama de coordinadoras, mesas intersindicales, delegaciones, asambleas, tácticas de lucha y las distintas instancias favorables a la horizontalidad política de la organización de los trabajadores, la que dio cuerpo a su capacidad de ampliar el campo de lo posible.
Por un lado, las experiencias políticas de base que, dentro o fuera del movimiento peronista, contaban con brazo armado y la trama de organización de clase más importante que conoció la historia argentina y, por otro, la incapacidad de la CGT, los gobiernos de Perón e Isabel y de la acción paraestatal persecutoria y asesina de aniquilar o encauzar alternativamente la movilización y el descontento social, sirvieron como argumentos o dieron lugar a la percepción militar para intervenir una vez más, abriéndose una dictadura caracterizada por la sistematización de la desaparición de personas. Tal vez el cometido inmediato de esa dictadura (cívico, militar, corporativa, religiosa) no fue otro que el de interrumpir el momento más dinámico y, por ello, conflictivo del siglo XX argentino junto con el 17 de octubre de 1945. Por añadidura y no sin contradicciones con algunos de los mandos militares, especialmente los más nacionalistas, la complicidad de las cúpulas empresarias aportando ministerios clave, alteró la estructura económica que, en parte, había sido condición de esa forma de lucha de clases que se venía librando con intensidad inusitada.
Acerca de la derrota
¿Podemos seguir pensando con categorías y diagnósticos propios de aquellos tiempos tan lejanos y cercanos a la vez? Halperín Donghi invitaba en los ‘90 a pensar la historia de América Latina a partir de la derrota de los ’70, la clausura de las alternativas por las que se peleó: “no hay duda que sobre esa clausura del horizonte ideológico latinoamericano gravita aún más poderosamente la derrota decisiva de los movimientos populares que en Latinoamérica se movilizaron en pos de esas alternativas…”(4) Al mismo tiempo, ¿cómo asumir la derrota en un sentido otro que el anímicamente derrotista o el patológicamente negador? Para que la arenga revolucionaria que reza “hasta la victoria siempre” no se convierta en “víctimas por siempre”, es necesario no cejar en la búsqueda de los espacios enunciativos y praxis activas desde los cuales actuar y seguir pensando, tanto la derrota como la especificidad de las vitalidades que hicieron a los dinamismos mencionados. ¿Es hoy el repliegue bajo la forma del “mal menor” de turno, una vez más, la cara estratégica de un oficialismo frágil que enfrenta a un enemigo construido no solo como menos frágil, sino inmensamente poderoso? ¿Agregaremos en la serie de las repeticiones de lo mismo un nuevo eslabón de la manía de las izquierdas más dogmáticas de pensarse por fuera de las mezclas y ambivalencias populares? Nos debemos detenciones (cuestión de velocidades), tanto como intersecciones (cuestión de multiplicidades) para asumir la apuesta a redes que hoy desbordan, tanto coordenadas partidarias, sindicales y movimientistas clásicas, como al “realismo capitalista”. Vivimos en el último tercio del siglo pasado una brecha posible de insurrección que recorrió la política de la región, ¿el “fin de ciclo” progresista está montado sobre un final mal digerido de ese otro ciclo, en el que la revolución se creyó posible, con un capitalismo que mostraba su fragilidad? ¿Se trató, entonces, de un fin de ciclo de lo imposible (“seamos realistas, pidamos lo imposible”) como motor de la política?
Si el arrepentimiento esquiva la crítica material, la verdadera crítica no admite arrepentimiento. Si el derrotismo deja intacta la nostalgia justo ahí donde se vuelve necesario comprender, la derrota merece ser pensada. La afirmación de Toni Negri según la cual “Toda revolución termina en un termidor”, es decir, en una apropiación conservadora, o la provocación de Miguel Benasayag en pleno 2001 en una escuela revolucionada de La Matanza: “Lo peor que puede ocurrir con una revolución es que triunfe”, advierten sobre la fragilidad de los momentos constituyentes, de las fuerzas insurrectas, tanto como sobre la prepotencia de la inercia del poder, estableciéndose y licuando la vitalidad revolucionaria, disipando el elemento procesual.
Siguiendo la saga de francotiradores, León Rozitchner, que a fines de la década del ‘60 había analizado críticamente y en tiempo real (en la revista Contorno) el amargo paso del “mal menor” Frondizi por la presidencia, en 1985 (retornado de su exilio) publicó un texto agudo en el que desarma el “esquematismo político” de la izquierda revolucionaria de los setenta: “se había dejado de lado nada menos que la propia sensibilidad, el propio afecto, la propia percepción como un índice despreciable.” (5). La intuición que sobrevolaba la crudeza de su análisis era que más allá de la derrota en el plano anímico y del extrañamiento de lo que hacía unos años había sido entusiasmo, algo de ese esquematismo perduraba, como si no hubiera sido precisamente ese el blanco de una crítica (y autocrítica) verdadera. Entre la inmutabilidad acrítica y el arrepentimiento –que no es otra cosa que la aceptación de la crítica en los términos en los que la formulan los enemigos–, no se aprende de la derrota. Tal vez solo se aprenda de los balances críticos formulados desde una imaginación política vital que incluya nuevos elementos y escenarios. ¿Qué triunfa cuando triunfa una revolución en los términos planteados durante el siglo XX? ¿Qué es lo que fue derrotado con esos procesos revolucionarios y, sobre todo, con la red de instancias insurreccionales y de construcciones de base? Al mismo tiempo, ¿en qué condiciones emergieron nuevos movimientos populares e insurreccionales, es decir, nuevos protagonismos sociales en nuestra región? (pregunta, esta última, que repercute inmediatamente sobre una lectura posible del “comienzo de ciclo”…)
Estas preguntas se pueden formular a la hora de pensar el ciclo de gobiernos de raíz popular en la América Latina de comienzos del siglo XXI y, de acuerdo con la propuesta de este texto ofrecido en dos partes, a la hora de dar cuenta del “fin de ciclo”. Es necesario, entonces, un reconocimiento algo descarnado de las potencias y límites de estas experiencias políticas (con sus matices y diferencias), y una mirada sobre su final, mezcla de agotamiento, derrota, incapacidad…
Fin de ciclo
1. Hacia 2010 o 2011 el progresismo de la región empezaba a mostrar signos de agotamiento. De hecho, el fin de ciclo no coincide con la derrota electoral, que ocurre posteriormente en la mayoría de los países e incluso sería (recientemente) revertida en Argentina, Bolivia, Ecuador… A fines de 2010, aprobada una nueva Constitución por el Movimiento Al Socialismo (MAS) y reelección de Evo Morales, se vivió un “gasolinazo” con fuerte resistencia en el Alto, que vio por primera vez cuestionar al presidente desde una ciudad que era considerada base electoral y que simbólicamente había sido el epicentro de las movilizaciones de 2003 que llevaron al MAS al gobierno.
El MAS siempre enfrentó movilizaciones, pero después de las victorias de 2009 empezarían a tener otro carácter político, de oposición contestataria contra actos de gobierno y ya no disputa por el poder impulsada desde las fuerzas desplazadas. En 2011 llegaría la ruptura definitiva con las ya distanciadas organizaciones indígenas (antes aliadas) tras la represión de la marcha indígena por el conflicto del TIPNIS (6). Desde los departamentos de las tierras altas que habían votado por el MAS se notaría un desencantamiento. Rechazaba un perfil estatal cada vez más orientado a las “clases medias”, y un discurso triunfalista que ya no hablaba como pueblo en el gobierno, y se distanciaba de las banderas indianistas, adoptando la voz de representante de un pueblo algo abstracto o, a veces, de gobierno a secas.
En Brasil en 2010 sería la primera elección de Dilma, apadrinada por Lula, contra Aecio Neves del PSDB, todavía dentro del juego partidario surgido de la redemocratización. El país ya no era el mismo pero todavía no se tenía eso en claro. La disputa electoral del PT buscó neutralizar una tercera opción, de la ex ministra de Medio Ambiente de Lula, Marina Silva, que representaba, justamente, lo que el PT dejaba de ser –de hecho, había salido del gobierno en disputas con el lobby del agronegocio– y, a su vez, lo que el PT hubiera podido y no llegaría a ser –una centro derecha liberal y actualizada con sensibilidad social. Recién a partir de las jornadas de junio de 2013 tendría lugar un quiebre de tendencia, con índices de aprobación popular negativa históricos para la presidenta y la llegada de la crisis económica y política, que el gobierno de Rousseff no podría contornear. La fuerza de las movilizaciones y la incapacidad de reacción o incluso articulación mostraban una derrota que se venía cocinando desde hacía mucho tiempo atrás.
El atajo hacia el poder exigía renunciar a lo deseable construido a fuerza de lucha e inventiva, por el camino más o menos poroso de lo posible
El gobierno de lo posible había dado como una de sus caras el monstruo de Belo Monte, la represa que financiaría la reelección de Dilma y daría lugar a una catástrofe de destrucción para la vida de poblaciones cercanas, del sistema fluvial y la selva, con consecuencias terribles (7). Como el TIPNIS en Bolivia, los conflictos de megaminería en toda la cordillera, por no mencionar los escándalos de corrupción, que, junto al descontento multitudinario, serían material fresco para el discurso moral de una derecha reaccionaria, y los acuerdos políticos con sectores conservadores mostraban que la potencia de los movimientos y los deseos populares de buen vivir previos a la llegada del “ciclo progresista” ya no eran lo que guiaba las agendas de los gobiernos. ¿Era aún fuente de legitimidad para éstos? Acuerdos bilaterales de comercio en Ecuador, antes siempre criticados por quien los implementaba, también conflicto en territorios indígenas como Sarayaku, o el fin de la propuesta de mantener el petróleo bajo la tierra en el Yasuní, que generaría la candidatura anti correista del movimiento indígena y Alberto Acosta, ex ministro y presidente de la Asamblea Constituyente como candidato opositor. ¿No comenzaba a agotarse el ciclo en el momento en que los gobiernos progresistas enfrentarían movilizaciones de estudiantes, pueblos indígenas, trabajadores, cuando en varios aspectos se abría la puerta a distintas formas de ajuste, austeridad o “sintonía fina”?
El progresismo mantenía el voto. Y ese era el argumento político que permitía sostener la virtud de las gestiones populares. Pero eran fuerzas políticas que habían surgido en la oposición al neoliberalismo de Menem, de Fernando Henrique y otros que, como el PRI en México, o el uribismo en colombia también se apoyaban en la fuerza del mandato electoral. Lo que se vivía, esta vez, debe leerse en la perspectiva de una militancia política que emerge con el fin de las dictaduras y que generacionalmente había encontrado la posibilidad de ser gobierno en una Latinoamérica neoliberal. Una dirigencia culturalmente de izquierda, con pasado militante, que había acompañado el ascenso de los movimientos sociales de los años ‘90, y que se veía depositaria de una oportunidad política por caminos institucionales en un trazado político que esas propias trayectorias habían delimitado por fuera del conflicto social, del anticapitalismo o de las agendas políticas de luchas actuales.
El progresismo es de esta manera la reacción política en condiciones neoliberales, que se manifiesta, sobre todo, como una cultura anti conservadora, antagonista de sus líderes y con simbología de izquierda, o indígena en los Andes, pero sin haber encontrado la llave para desarmar las bases de organización neoliberal (y neocolonial) de la sociedad y sin dejar de atender las necesidades de un capitalismo cada vez más “realista”. El atajo hacia el poder exigía renunciar a lo deseable construido a fuerza de lucha e inventiva, por el camino más o menos poroso de lo posible. Veríamos entonces reformas constitucionales que rebautizaban los estados como plurinacionales y anti neoliberales, veríamos las fotos de dictadores siendo retiradas públicamente del edificio estatal donde todavía permanecían, y veríamos ex presos políticos y torturados por la dictadura ocupar cargos presidenciales en Brasil, Chile y Uruguay. Se escucharía eslóganes como “revolución…”, Buen Vivir, “década ganada”, nombrando políticas públicas, la propaganda estatal, titulares de medios propios. Pero el PMDB en Brasil, los gobernadores conservadores en Argentina, los empresarios de siempre o los nuevos en todos lados marcarían una cercanía política en el modo de construcción de poder que nada tenía que ver con la confrontación con las elites o la transformación de las condiciones socioeconómicas.
Entre aquella revolución posible de los 70 y lo posible como renuncia de la revolución en los 2000 se ubica ese lugar político realista que percibimos al mismo tiempo victorioso y derrotado. Victorioso, frente a una línea insurreccional, clasista o de trabajo de base contra la que militó y de la que muchos de sus cuadros se habían desprendido. Fracasado, porque vimos a la derecha triunfar desde dentro de sus gobiernos, en distintas zonas de sus gestiones, en lo limitado del horizonte que construyeron y lo frágil de los avances de los que fueron capaces. Progresismo desplazando con claridad en Brasil, generando situaciones intermedias en Bolivia, Argentina o Ecuador, donde el progresismo muestra su fuerza de alguna forma y en paréntesis en Chile, donde la ideología del presente es todavía mayoritariamente progresista, pero las revueltas de octubre de 2019 dejaron ver una composición social más dinámica.
En algún punto, mientras lo permitieron las coyunturas, los gobiernos de raíz popular lograron encarnar reparaciones históricas (salariales, públicas patrimoniales, etc.) y transformaciones localizadas (ampliaciones de derechos), obteniendo consensos y alentando la interpretación hegemonista, en contraposición a las izquierdas más ortodoxas. Pero cuando los escenarios, los actores o las circunstancias permitieron avizorar mayores coeficientes de transformación política y social, los progresismos mostraron su cara reactiva y, en algunos casos más que en otros, operaron como fuerzas de reacción. Finalmente, el realismo neoliberal es más realista y la mística progresista demasiado simbólica, como contracara de su impronta negociadora con el statu quo en lo que importa al funcionamiento social.
2 Carlos Aguirre y Paulo Driont (editores), La revolución peculiar. Repensando el gobierno militar de Velasco, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2018.
3 Según Luis Brunetto, comisiones internas de fábricas, Coordinadoras, comités provisorios de lucha, entre otras instancias, configuraron la experiencia de organización de base más importante desde la época de la resistencia peronista (Luis Brunetto. 14250 o paro nacional, Estación Finlandia, Buenos Aires, 2007.
4 Tulio Halperín Donghi. Historia contemporánea de América Latina, Alianza, Buenos Aires, 2011.
5 León Rozitchner, Acerca de la derrota y de los vencidos. Quadrata - Biblioteca Nacional (Red Editorial), Buenos Aires, 2011.
6 Schavelzon, S. “Bolivia del TIPNIS: entre la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser” 11 octubre 2017, Blog Lobo Suelto. Disponible en: http://lobosuelto.com/bolivia-del-tipnis-entre-la-verguenza-de-haber-sido-y-el-dolor-de-ya-no-ser/
7 Para comprender el proceso de los megaemprendimientos brasileros entre el Estado y las grandes empresas, sus consecuencias ambientales y sus implicancias económicas a nivel regional, al menos hasta 2013, recomendamos el libro de Raúl Zibechi, Brasil ¿El nuevo imperialismo? (La Vaca Editora, Buenos Aires, 2013).
El “fin de ciclo” progresista y sus derivas (parte II)
En la primera parte hicimos un rápido recorrido histórico en torno al dinamismo social y a una serie insurreccional en América Latina protagonizada por el movimiento obrero organizado, sectores populares y formaciones diversas del indigenismo, centralmente entre las décadas del 60 y 70, observando que la interrupción violenta de la “serie”, mediante golpes de Estado, maniobras de palacio, infiltraciones, etc., estuvo ligada tanto al riesgo real que percibieron las cúpulas empresarias, como al choque ideológico con instituciones conservadoras (iglesia, ejército), como a la mano nada invisible del imperialismo anglonorteamericano, entre otros factores. Señalamos el contraste con el fin de ciclo de las experiencias progresistas de los 2000, con gobiernos surgidos de movilizaciones, con cuadros forjados en la lucha anti-neolibebral, de movimientos sociales o de partidos de oposición política. La redemocratización había implicado pactos que fueron tomados como precondición para que toda una generación ocupara cargos de gobierno y encabezara “renovaciones” políticas para las cuales lo posible suponía un distanciamiento respecto de lo enunciado como deseable. A continuación, punteamos elementos para pensar los casos de fin de ciclo progresista en Brasil y Argentina, Ecuador y Bolivia, en condiciones bien diferentes a la historia repasada en la primera parte; y con referencias al proceso Chileno, en el que algo se abre simultáneamente a la persistencia de límites preexistentes.
Sobre la categoría de lo posible
Tras la caída del muro, es decir, tras el derrumbe del horizonte socialista y el decreto de la ausencia de alternativas bajo la forma de una provocación (“There is no alternative”), las agendas sociales fueron recuperadas por posiciones clásicamente reformistas que, gracias a su dominio sobre lo posible (1), pasaron a ocupar un cómodo sillón al costado izquierdo de la discusión hegemónica y otro al costado hegemonista de la discusión de las izquierdas. Nos preguntamos: ¿cómo se disponen las energías colectivas, las luchas situadas y deseos de buen vivir en relación a la categoría de lo posible? Todo ejercicio de poder, todo gobierno se para sobre lo posible, pero el progresismo latinoamericano hizo de ese lugar una narrativa militante. En dicho imaginario, la ideología de base o el punto de partida “idealista” sufrirán sacrificios para construir la posición más “realista” de lo posible.
No somos los protestantes que desembarcaron en Nueva Inglaterra, ni los laboriosos seguidores de Mao; el reformismo en tiempos de neoliberalismo no es endógeno. Lo posible no es, como en esos casos, un punto de partida posible o una forma de pragmatismo teórico. En el imaginario populista de izquierda, a lo posible se llega. Se llega, entonces, como sacrificio que acerca al centro, que concede por derecha. No se trata de una izquierda pragmática como podría ser la bolchevique o la vía chilena al socialismo, sino de un pragmatismo que para ser formulado abandona el núcleo “idealista”, asociado a ese punto de partida por izquierda.
De algún modo, la pregunta algo avejentada “¿qué hacer?” no deja de ser reemplazada por una dilucidación algo cobarde y poco honesta en torno a lo posible. Es decir, una vez resignados desde abajo por todo lo que no se puede, el Estado se reinventa como único lugar de decisión sobre lo posible. Sin embargo, ese Estado no deja de presentar grietas y, en particular, durante el último período en que América Latina vio nacer gobiernos de raíz popular, funcionó como un aliado parcial de la pujanza multitudinaria y heterogénea de la región.
Pero nos preguntamos ¿qué puede un gobierno hoy? Las construcciones de poder de raíz popular del último ciclo latinoamericano, presentándose como la opción negociadora y hacedora se presentaron, al mismo tiempo, como parámetro de lectura, funcionaron como el realismo en sí. El populismo es el ángel de lo posible. Lejos de la demonización que se hace por derecha se trata del “realismo político”, decíamos, como conformación de una posición enunciativa que se arroga la decisión sobre lo posible. Y decide, desde esa misma posición quiénes aparecen como enemigos, por derecha e izquierda. Pero el enemigo que el realismo niega, por temor o por falta de lectura –o por exceso de realismo– es la laboriosa tarea de inventarse otra cosa, la imaginación política.
No se trata, claro, del retorno al ideal perdido en el camino del pragmatismo, sino de orientaciones que se vuelven posibles por imaginables, de acuerdo a experiencias y fuerzas concretas. Apuesta sin garantías, pero no sin un análisis material, pragmatismo de base desde donde se evalúa la relación con los espacios de poder y las correlaciones de fuerza, en lugar del pragmatismo del poder que somete a su arrogante punto de vista, el discurso del gran gestor, cualquier condición de la imaginación política que reclamamos.
El PT emprendería un camino conservador, de ajustes y política de austeridad, criminalizó activistas y estableció alianzas con sectores de la derecha y el empresariado financiero, del agronegocio y explotación minera
Durante los últimos años, cada vez que pareció dibujarse un nuevo ciclo insurrecto tan heterogéneo como la geografía en que se emplazó (desde las revueltas en plaza Tahrir hasta el 15M, desde Occupy hasta las jornadas de junio 2013 en Brasil), se reabrió en las discusiones locales la posibilidad de un nuevo realismo, o bien, de una nueva distribución entre potencia y poder (2) como tensión interna de todo realismo. Cada experiencia, al construir una nueva posición, al ejemplificar otro modo de pensar-hacer, al forzar nuevas agendas, al impugnar relaciones de dominio concretas desde el territorio, se debe su propio “realismo”, es decir, la construcción y defensa de su lugar existencial y político como punto de vista irreductible ante los aspectos del realismo del poder que desmovilizan. También es cierto que, desde la asunción de la propia contingencia, de la precariedad que atraviesa a cada experiencia de contrapoder, es más probable establecer zonas de interlocución con los gobiernos, en tanto éstos pueden hoy menos.
Brasil: la retórica del golpe 1
En el Brasil posterior a junio de 2013 se consolidó inorgánicamente una suerte de movimiento anticorrupción contra el PT, ya sin la vocación de rebeldía y protesta joven que había estallado a partir de la lucha contra el aumento del transporte. En esos años, mientras se sentían los efectos de la crisis mundial, la disputa no pasaba por izquierda o derecha tradicionales, sino por la orientación de la novedad en juego y el destino del descontento. La política partidaria se dirimía entre la imposibilidad de encontrar una “tercera opción” y la búsqueda de asumir el nuevo mapa tomando registro de lo que podría describirse como un terremoto que cambiaría totalmente el paisaje. Después de una dura campaña en 2014, todavía con junio de 2013 presente, el PT emprendería un camino conservador, de ajustes y política de austeridad, con una ley antiterrorista que criminalizó activistas y con fuertes alianzas con sectores de la derecha y el empresariado financiero, del agronegocio y explotación minera, además de gestos continuos con las fuerzas de seguridad y los pastores evangelistas, que evaluaba indispensables para retener el gobierno. Mientras tanto, se organizaba un Mundial de fútbol y aparecían denuncias por la construcción sobrefacturada de estadios, priorizando aliados políticos, con desalojos y reubicaciones fallidas de población más empobrecida.
La caída de Dilma, impeachment mediante, no ocurrió en el momento más dinámico; el PT no estaba, precisamente, reformulando la vieja reforma agraria, ni estatizando servicios o bajando el costo de los transportes para la población, ni mucho menos reconstruyendo su base social, sino que el país transitaba un ajuste económico, concomitante con el endeudamiento y fragilización de las economías domésticas. Dilma nombró como ministro de hacienda a Joaquim Levy, formado en Chicago y ex presidente de Bradesco Asset Management, además de autor del programa económico del PSDB para las elecciones de 2014. Según un estudio de Levinas comentado por Raúl Zibechi y Decio Machado, “Entre los más pobres, casi se duplicaron los que accedieron a tarjetas de crédito y cuentas corrientes. De ese modo, mientras el salario creció un 80 por ciento entre 2001 y 2015, el crédito individual aumentó un 140 por ciento” (3)
La crisis de 2015 dio como resultado un crecimiento muy importante del peso de la deuda de las familias más pobres en relación a sus ingresos (aproximadamente un 48%), mientras que para los sectores medios la deuda financiera fue mayor aún (cerca del 65%). Después de años de aumento del consumo, de “40 millones de brasileños en la nueva clase media”, encontrábamos el mayor endeudamiento registrado entre sectores populares con la banca privada.
La oposición surgida frente a la política estatal en junio de 2013 tuvo semejanzas, en términos de vitalidad y de malestar no orientado de antemano, con el 2001 argentino (“Que se vayan Todos”) o el 15M Español (“No nos representan”). Una protesta iniciada por el Movimiento Pase Libre frente a un nuevo aumento del transporte creaba un espacio de multiplicidad en las calles frente a gobiernos y alcaldías de los partidos del poder, de todo el arco político. Ante la apertura surgida de las calles, el gobierno –a diferencia de lo actuado por Néstor Kirchner bajo el efecto dosmilunero en 2003– había descartado la posibilidad de construir una escucha, de producir nuevas relaciones, entregando el descontento a las capturas más reactivas.
Tras la victoria pírrica de Dilma en 2014, el PT fue perdiendo base de sustentación hasta que la propia presidenta fuera descartada por “inhábil” en una maniobra de Palacio de baja estofa
El poder político se presentó en conjunto contra el “desorden”, y la ola de movilizaciones planteó un punto de inflexión en la política brasileña. En 2015, sectores conservadores convocaron protestas multitudinarias que, esta vez, darían lugar a la destitución de la presidenta aprovechando la mayoría conservadora del congreso, incluso con los aliados conservadores con los que el PT co-gobernaba. Ya no era la crítica al “padrão FIFA” que no se aplicaba a las demandas sociales… y el sector político que llegaría al poder no era un nuevo actor, sino el poder empresarial que formaba parte de la vida institucional hacía años. El gobierno de Temer realizaría reformas conservadoras que afectarían derechos laborales. La operación Lava Jato que llevaría a Lula a la prisión, después de un desfile de “arrepentidos” que relatarían por televisión sus negocios con el poder, encumbraría al juez Sergio Moro como actor político que daría base electoral al ignoto Bolsonaro, quien ganaría aprovechando el clima antipetista y las banderas conservadoras de seguridad, orden y prisión para los corruptos.
Si hoy en día buena parte de los cuadros militantes e intelectuales petistas presentan a junio de 2013 como génesis de un “golpe” (4), desde junio podemos más bien percibir un fin de ciclo atado a la incapacidad de conexión del gobierno progresista con las demandas populares, tanto las de su propia historia, por caso la movilización contra el neoliberalismo, como las nuevas pautas para una ficticia clase media (que caería por su peso). Tras la victoria pírrica de Dilma en 2014, el PT fue perdiendo base de sustentación hasta que la propia presidenta fuera descartada por “inhábil” en una maniobra de Palacio de baja estofa.
Como el gobierno en Brasil se compone en buena medida en el Congreso, mucho más que en cualquier otro país latinoamericano, Lula y Dilma no podían soñar con los ministerios homogéneos del kirchnerismo o el evismo; es en ese esquema que encontramos los citados empresarios del agronegocio, pastores, líderes partidarios conservadores, que ayudaban a componer la mayoría y obtenían ministerios a cambio. Fue esa misma base política la que se independizó (nada menos que con el propio vicepresidente de Dilma a la cabeza) y se inclinó por la destitución.
Amén del mecanismo, que para algunos se acercaba al derrocamiento súbito de Manuel Zelaya en Honduras y de Lugo en Paraguay, como “nueva modalidad de golpe”, mientras para otros se asemejaba a la caída de Allende, pero que en Brasil fue un proceso de juicio político que duró meses y contó con la supervisión de los tribunales supremos, lo ocurrido fue más bien “coherente” con la actitud de las mayorías brasileñas que no salieron a las calles a defender un gobierno, que alcanzó el nivel más bajo de popularidad en los sondeos de empresas encuestadoras. Lo posible vuelto posibilismo: como no se puede transformar la realidad, se presenta con mística la política de crédito, el consumo atado a la financiarización o políticas sociales que dejan intacto el armado del capital concentrado.
Si ganar elecciones significa construir gobernabilidad para terminar gobernando en nombre de los de abajo y en función de los de arriba, éstos últimos, en algún momento, se disponen a gobernar directamente
Sin reacción popular y movilización en defensa de los líderes, el sistema político asimiló la caída de Dilma con un PT que siguió haciendo alianzas de gobierno a nivel local con el PMDB y otros partidos “golpistas”. En 2018 la suerte estaría echada, el PT representado por Fernando Haddad, un candidato con imagen de buen gestor (aunque había sido el alcalde de São Paulo que decretó el aumento del transporte que derivó en el levantamiento de junio de 2013), anunciado un mes antes de las elecciones no podría enfrentar. En esa misma elección, Dilma perdería en la contienda para senadores en Minas Gerais, su propio distrito y el PT incluso vería en 2020 un progresismo que empezaría a crecer ya con los colores de otros partidos. La retórica del golpe se volvió un asunto central solo para un sector político y militante, ideológicamente de izquierda y de extracción social alta. Pero no caló ni en el día a día de la administración estatal, ni en las calles, ni entre las mayorías que los partidarios presentan como “lulistas” en el nordeste del país, o en municipios de la periferia de São Paulo, considerados bastiones del PT desde su origen.
Más allá de discusiones conceptuales, jurídicas o de ciencia política, que defendieron que un impeachment sin un crimen de responsabilidad es “golpe”, en el proceso de juzgamiento no fueron tratados temas como la construcción sin consulta previa de la represa de Belo Monte –que financió campañas electorales de Dilma y es símbolo de la destrucción de la Amazonia. La lectura política es la del fin de un ciclo, con un gobierno derrotado políticamente, que después se manifestó como deterioro electoral. Si ganar elecciones significa construir gobernabilidad para terminar gobernando en nombre de los de abajo y en función de los de arriba, éstos últimos, en algún momento, se disponen a gobernar directamente. Lo simbólico, lo mediático, lo estratégico de los relatos que parecen volverse la totalidad de la política, pierden peso específico fuera de las elecciones y en un balance para el que la renovación política se vuelve necesaria.
El bolsonarismo se construiría en el plano del imaginario como un anti PT: elogio de la dictadura, destrucción de políticas públicas progresistas, discurso de odio contra minorías y ultraliberalismo explícito. Pero el modelo económico de bancos, agronegocio, con precarización del trabajo quedaría por fuera de la discusión. En estos días se anularon las condenas de Moro contra Lula sobre el caso Lava Jato en que había sido juzgado por un departamento que empresas contratistas del Estado le habrían ofrecido como pago a cambio de favores políticos. La instrucción y pruebas, sin embargo, no fueron anuladas y otro juez podría condenarlo nuevamente. Pero la noticia repercute políticamente por la recuperación de derechos de Lula para candidatear contra Bolsonaro en la elección de 2022.
El nuevo dato político llega en un país que enfrenta un crecimiento imparable de las muertes por covid, con un gobierno que juega a favor de la muerte. El aumento del precio de los combustibles, el desempleo y la discontinuidad de los apoyos estatales en los primeros meses de pandemia crean una situación de preocupación social, que mantiene cierta indiferencia frente a los caminos políticos que se presentan. Bolsonaro no generó una fuerza movilizada en las calles a su favor, y encuentra resistencias entre los propios aliados con su política negacionista de la pandemia, pero mantiene un apoyo electoral considerable que se fortalece desde una postura anti-sistema y de apoyo a la economía popular que exige y se moviliza para continuar en funcionamiento a pesar del riesgo epidemiológico. Como el fujimorismo y el uribismo, además, se articula con negocios ilegales y poder local de forma ramificada por el país, conectando con grupos armados ligados a las fuerzas de seguridad, pastores conservadores y empresarios.
La candidatura de Lula se presenta en este contexto como salvación. Los años felices del lulismo, en que Brasil vivió una explosión de consumo que se presentó como entrada de 40 millones de ciudadanos pobres a la clase media, aparece ahora como retórica de la salvación ante el desgobierno de Bolsonaro. El fortalecimiento de la polarización favorecería a los dos campos. El bien contra el mal, para el lulismo, en un debate político alejado de la realidad neoliberal de trabajo precario y falta de alternativas. La vuelta de la corrupción y el riesgo del comunismo, para los antipetistas, en un debate que escapa al día a día para orbitar en la esfera de la comunicación política como falsa totalidad. ¿Nace la retórica del “Lula vuelve”?
Ecuador: la retórica de la traición
Habiendo llegado al gobierno Rafael Correa en 2007, reformando la Constitución al año siguiente y asumiendo parte de la agenda sindical (por ejemplo, reduciendo significativamente el nivel de tercerización), de los Derechos Humanos (abriendo comisiones de investigación de los crímenes dictatoriales), avanzado en la participación estatal en la renta petrolera (el sector más rentable de la economía ecuatoriana), planteando la necesidad de estabilizar la balanza comercial y evitar la salida de dólares (en un país cuya economía está literalmente dolarizada), no se logró alterar la matriz productiva y distributiva. Incluso Ecuador fue uno de los pocos países que avanzó en la tarea de investigar su deuda externa, para lo que contrató a Alejandro Olmos Gaona (hijo), argentino desoído en su país, y dictaminando la ilegitimidad de una parte importante de ésta, aunque luego no profundizando el diagnóstico con medidas acorde.
Entre 2014 y 2015 tuvo lugar una crisis asociada al precio del petróleo y la valorización del dólar (dos elementos estructurales en la economía ecuatoriana), que mostró la fragilidad del esquema económico y social del país. Fue el momento del ajuste: eliminación del aporte estatal obligatorio al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, supresión parcial a los subsidios a los combustibles, eliminación de subsidios al transporte a nivel nacional, etc., trasladando, en todos los casos, los costos a una población cuyos ingresos disminuían como parte del achicamiento del PIB. La crisis política y económica coincidió con una actitud defensiva del gobierno que, en lugar de rearmar sus alianzas o fomentar nuevos apoyos por abajo, se cerró y, más allá del anticorreismo reaccionario, fue acusado de utilizar al poder judicial para disciplinar a opositores políticos y militantes sociales (no solo en los niveles más bajos del poder judicial, sino con un Tribunal Supremo adicto).
Los asesinatos de José Tendetza, Fredy Taish y Bosco Wisuma, referentes opositores al modelo extractivista cortaron definitivamente amarras entre el gobierno y las bases indígenas
Con ocho años en el gobierno y una crisis que tomó la calle por escenario, el 3 de diciembre de 2015 el gobierno envió una enmienda constitucional que dota a las fuerzas armadas de competencias en materia de seguridad interior. Este gesto formal coincidió con hechos de represión concreta ante consecuentes levantamientos indígenas que se desarrollaron desde entonces hasta el momento de las elecciones en 2017. Particularmente en las provincias de Amazonia y la Sierra, la represión era seguida de allanamientos, persecución judicial, detenciones arbitrarias (con cargos típicos de una enunciación derechista: terrorismo, sabotaje, resistencia a la autoridad, etc.). Según Decio Machado, la represión y la criminalización de la protesta se remontan incluso a los inicios del gobierno de Correa, pero fue en el período de crisis que alcanzó una escala callejera significativa y hasta cierta sistematicidad.
Los asesinatos de José Tendetza, Fredy Taish y Bosco Wisuma, referentes opositores al modelo extractivista cortaron definitivamente amarras entre el gobierno y las bases indígenas. Así como en el proceso electoral posterior el correísmo fue acusado de traicionar en buena medida a sus bases, tras su victoria electoral en ballotage, producto de una sobreactuada polarización con el empresario derechista Lasso, el vicepresidente de Correa, Lenin Moreno, se encargó de “traicionar” lo que quedaba.
Tal vez, más allá de la orientación de sus políticas de ajuste, el mayor pecado para cierta militancia consistió en traicionar el plano del lenguaje mismo, teniendo en cuenta la importancia que los gobiernos progresistas de la región le dieron al discurso y las consignas. Lo cierto es que la traición de Lenin Moreno demostró que ni el gobierno de Correa se encontraba en su momento más dinámico (todo lo contrario), ni fue necesario un golpe palaciego o militar para derrocarlo, sino que bastó un simple gesto en el interior mismo de la lógica representativa. En esa misma lógica representativa bastó que un candidato indígena apareciera disputando el segundo lugar electoral, y así proyectando un posible triunfo frente al correísmo en la segunda vuelta electoral, para encender una fuerte campaña de desprestigio en que el progresismo español y latinoamericano, incluyendo a la “nueva izquierda” cayera en peso queriendo demostrar que no es para cualquiera el lugar de “lo posible”. Habiendo renunciado a sus principios, es intolerable para el progresismo que desde la izquierda y el movimiento indígena se busque desarmar una polaridad demasiado retórica y poco concreta con la derecha neoliberal, más aún si esta crítica amenaza con imponerse electoralmente (5).
El correísmo entregó parte de sus bases posibles a la derecha. Tal vez se trate de un costo propio del llamado neo desarrollismo o de un estilo de gobierno poco afecto a las transversalidades políticas… o un simple efecto de la decadencia de la representación política. Lo cierto es que las protestas de septiembre y octubre de 2019 contra las medidas del ya terminado gobierno de Lenin Moreno revitalizaron la militancia indigenista, pero las elecciones de 2021 parecían devolver el juego al campo de las declaraciones y la maquinaria electoral pone a prueba su capacidad de simplificar la complejidad social con el efecto polarizador del ballotage. El candidato indígena buscaría encontrar un tercer lugar señalando los límites del correísmo y reiterando la distancia con la derecha tradicional, pero a pesar de la alta votación para el movimiento Pachakutik por parte de las bases de las organizaciones indígenas, el escenario tripartito sería desalentador, teniendo en cuenta las posiciones irreductibles entre Pérez y el correísmo y una posibilidad de Lasso de arrastrar a la oposición mayoritaria bloqueando la impugnación franca a las políticas de Moreno, más allá de la retórica de la traición. Por un lado, es cierto que su buena elección remite a la revuelta de 2019 pero, como dice Raúl Zibechi “las insurrecciones no caben en las urnas”, para avanzar de hecho contra el neoliberalismo devenido refeudalización corporativista y el extractivismo.
¿La ubicación de Pérez en el mapa es similar a la que ostentó en Brasil Marina Silva? A pesar de ser armados políticos muy diferentes, y desplegar programas también diferentes, ambas candidaturas dan cuenta de algo que se mueve, ambivalente, por abajo y alcanza umbrales nada despreciables también en la lógica electoral. La polarización electoral puso las máquinas de propaganda electoral en función de mostrar a ambos candidatos como parte de la derecha neoliberal. Con más éxito en el caso de Marina Silva, que de hecho hizo guiños claros en un sentido liberal y dejó atrás su trayectoria de movilización destacando su fe evangélica.
En el caso de Yaku Pérez, en detrimento de posiciones progresistas en temas en los que Rafael Correa optó por alinearse con las iglesias conservadoras, la campaña que el correísmo iniciaba cuando su candidatura crecía, recuperaba su frase “prefiero un banquero que una dictadura” (señalando que votaría al candidato Lasso en 2015, en lugar de Lenin Moreno, finalmente tildado como traidor por el propio correísmo), cuando el movimiento indígena vivía una embestida de persecución, encarcelamiento e invasión de territorios para dar lugar a megaminería.
Lo que parece ser clave en Ecuador, pasando el tiempo electoral, es entender los matices, diferencias y convergencias de las distintas líneas del movimiento indígena que se unificaron a la hora de defender el voto y expresan un mundo político que se abre cuando el correísmo y la derecha financiera quedan atrás o en entredicho. En esas diferencias que no impidieron la confluencia en el levantamiento de octubre de 2019, vemos posiciones distintas que permitieron poner en un nuevo lugar la agenda cuestionadora del desarrollismo, agenda nacida de la movilización social, esa misma que la lógica de “lo posible” ataca furiosamente como su antagonista secreta, no la que se presta, comunicación electoral mediante, a la polarización, sino la que permite imaginar nuevos posibles creando una nueva realidad.
Bolivia: la retórica del golpe 2
La caída de Evo Morales en Bolivia suscitó un áspero debate qque tuvo activa circulación fuera del país. Las izquierdas regionales e incluso a nivel mundial cerraron filas con la defensa de Evo Morales, lo que significaba sumarse a la campaña contra lo que fue considerado un golpe militar. Presidentes como López Obrador y Alberto Fernández se sumaron personalmente a la campaña, al punto que el presidente argentino hizo del acompañamiento a Evo en su exilio primero y en su posterior vuelta a Bolivia una cuestión de Estado.
Dentro de Bolivia hubo movilizaciones de sectores del MAS, especialmente en El Alto y Cochabamba, bastión cocalero. Enfrentaron la represión, con asesinatos en Sacaba y Senkata a manos del ejército, que obtuvo con el nuevo gobierno garantías para reprimir que Evo Morales no había otorgado –por ejemplo, para contener la crisis desatada por movilizaciones posteriores a la elección de octubre de 2019. Como ocurrió en Brasil, sin embargo, después de la renuncia y salida del país de Evo Morales la política no se dirimiría con movilizaciones masivas ni una resistencia decisiva contra el golpe, sino con comunicación política: “golpe”, “dictadura”, de un lado; “gobierno corrupto” y “fraude”, del otro.
Dentro de Bolivia, los propios legisladores del MAS apoyaron y dieron legitimidad al nuevo gobierno, formado ante un vacío de poder y la renuncia de la línea de sucesión presidencial detallada en la Constitución, con Jeanine Áñez asumiendo la presidencia aduciendo su carácter de máxima autoridad del Senado. Asumió por votación simple ante la ausencia de mayoría, controlada por el MAS. Pero días después, incluso movimientos sociales se sentarían con la nueva presidenta, y en el Congreso la mayoría optaría por reconocerla, aceptando la renuncia de Evo Morales y su vicepresidente, no dejando que la controversia activa en el plano de la comunicación política llegara a las instituciones (5).
Mientras tanto, la izquierda latinoamericana se orientaba a denunciar el golpe en Bolivia, haciendo resonar las imágenes cruentas con la memoria de las dictaduras militares. En el país no sería esa la resonancia principal, y se producían jornadas de movilización contra el denunciado fraude, que ponían un manto de duda sobre una elección que ya antes de ocurrir estaba deslegitimada por contradecir la Constitución promulgada por el propio Morales en 2009 (más de una reelección estaba expresamente prohibida).
En 2016, Evo Morales llevó adelante un referéndum para cambiar este punto del texto constitucional, pero perdió en las urnas. La salida de Evo Morales fue vivida por muchos como la caída de alguien que se postuló contra el mandato de un referéndum popular (lo hizo gracias al fallo de un poder judicial presionado políticamente), y en el contexto de movilizaciones sociales que no pueden reducirse a la derecha o la clase media y alta opositora. Hubo jóvenes de todo el país y, antes que los militares recomendaran la renuncia, la propia Central Obrera Boliviana, aliada política del MAS y otros sectores sociales habían solicitado eso mismo (6).
La relación del MAS con las Fuerzas Armadas merece un capítulo aparte, con contradicciones, compra de lealtades y una relación afianzada que en el momento de las definiciones se quebró. Algo parecido puede decirse de la relación con la OEA. Luis Almagro se manifestó favorablemente a la candidatura de Evo Morales, ganando el desafecto de la oposición. Se desató una crisis por las movilizaciones masivas que denunciaban fraude, después de haberse interrumpido el conteo televisado de votos y retomado con un cambio pronunciado de tendencia que declararía a Evo Morales electo en primera vuelta. En ese momento fue el propio Evo Morales quien convocó una auditoria de la OEA, dándole un papel de juez en el proceso. La OEA recomendó la realización de nuevas elecciones, por irregularidades. El mandatario aceptó el desafío, pero horas después presentaría la renuncia.
En Bolivia, la retórica del golpe tuvo como fuente principal una posición partidaria asociada al evismo. En cambio, personalidades como el actual vicepresidente electo, David Choquehuanca y otros funcionarios no se refieren a un “golpe” y no hubo una ruptura del orden constitucional con los efectos conocidos en dictaduras convencionales. Los de octubre y noviembre de 2019 fueron acontecimientos de alta complejidad política que se mantendrán abiertos a interpretación y disputa de narrativas.
El gobierno de Jeanine Áñez, que asumió con la promesa de llamar elecciones y practicó una política represiva y racista, terminó postergando la convocatoria con el argumento de las condiciones sanitarias de la pandemia. Su gobierno inició juicios anticorrupción y buscó derrotar al MAS, de facto, desde el gobierno. No lo consiguió. Como es sabido, en octubre de 2020 el MAS volvió al poder con Evo Morales fuera de la disputa (se adujeron motivos burocráticos de falta de residencia para no habilitar su candidatura al senado). La solución que encontró el MAS fue una fórmula con un vicepresidente indígena crítico, que había sido el candidato elegido por las bases (e impugnado desde Buenos Aires por Evo Morales) y un candidato propio de perfil moderado y “técnico”, para la presidencia (8).
Las bolivianas y bolivianos parecen haber dado un mensaje también complejo. Quizás algo pragmático, pero alejado de la mística militante del MAS y, especialmente, de las voces latinoamericanas de opinión a la distancia. El resultado de la elección de octubre de 2020 muestra conformidad con la continuidad el MAS, pero sin clamor por la vuelta de Evo; también el fin de la reelección parece acomodarse al sentir popular. Evo Morales perdió la presidencia, pero también ganó, con su partido nuevamente en el poder y su influencia eligiendo a dedo muchos otros candidatos a gobernadores o alcaldes, en no pocos casos en contra de lo que las bases proponían.
El fin de ciclo boliviano parece abrir nuevas posibilidades con y sin el MAS, dentro del MAS y con un posible nuevo MAS, como parte de una transversalidad política y social más afín a la complejidad de la hora
En una lectura de mediano plazo, sin embargo, se percibe el fin de ciclo y un cambio político notable, desde aquella victoria de 2005, como expresión del ascenso de las movilizaciones que se iniciaron en el año 2000, expresadas también en su ratificación en el referéndum revocatorio de 2008. Posteriormente, se volvió preponderante el discurso desarrollista y nacionalista, buscando seducir a las clases medias, que llevó nuevamente al MAS a la presidencia en 2009 y en 2015, ya con un Estado Plurinacional Comunitario constituido, pero sin que la política del MAS buscara avanzar en la implementación de los puntos contenidos en ella –lo que podría haber significado un conflicto real con el poder tradicional e económico.
Un gobierno del MAS que también reprimió las marchas en defensa del TIPNIS (9), que incluso buscaría intervenir, comprar o partir organizaciones históricas de los pueblos indígenas, y que a pesar de los números macroeconómicos favorables empezaría a sufrir un cuestionamiento en las urnas y en las calles.
En ese sentido, Eva Copa representa una nueva generación de líderes. Alteña, se convirtió en presidenta del Senado representando al MAS después de la caída de Evo Morales. En 2021, luego de ser elegida candidata por las bases en la ciudad del Alto fue rechazada por las autoridades partidarias, que forzaron su salida del partido. Ahora se impuso como alcaldesa con amplia votación en la ciudad que protagonizó la guerra del gas en 2003, e incluso fue palco de las muertes en la tranca de Senkata, poco después de asumida Áñez, por represión militar cerca de una planta de gas.
Por otra parte, se mostraba favorito en las encuestas para la gobernación de La Paz el líder indígena Felipe Quispe Huanca, que protagonizó los bloqueos y resistencia anti neoliberal con un fuerte planteamiento anticolonial y de autodeterminación aymara, y que falleció poco antes del pleito electoral, teniendo a su hijo como heredero político que disputará todavía la segunda vuelta para el mismo cargo (10). El fin de ciclo boliviano parece abrir nuevas posibilidades con y sin el MAS, dentro del MAS y con un posible nuevo MAS, como parte de una transversalidad política y social más afín a la complejidad de la hora.
La discusión de “lo posible” en Bolivia debe darse en varios planos. Por un lado, la actualidad del MAS nos muestra un camino similar al seguido por el progresismo en Ecuador, Argentina y Brasil: se fortalece la polarización, la retórica del golpe y la construcción de un legado mítico sobre el gobierno progresista. La propaganda se articula hoy con procesos judiciales contra las autoridades del gobierno de transición, al mismo tiempo en que se hacen concesiones y se posicionan renovaciones bajo el signo de la moderación y el liberalismo. Desde los sectores de elaboración ideológica, el progresismo también construye un relato de consumo militante, populista o jacobino, donde “lo posible” es una actualización de una idea de revolución para la cual lo crucial y único no negociable es la permanencia en el poder, sin importar los costos o sacrificios.
Argentina: la retórica del mal menor
El gobierno de Cristina Fernández fue convalidado como parte de un proceso de recuperación de índices macroeconómicos, laborales y sociales. En ese momento, en pleno reencantamiento popular (y de sectores medios) con un nuevo auge del consumo, sonaba la candidatura de Daniel Scioli, gobernador de la provincia de Buenos Aires, hasta que tras la muerte de Néstor Kirchner la imagen de Cristina repuntó y sus dotes como cuadro político terminaron de posicionarla.
La elección de 2011 determinó su victoria por el 54% de los votos, quedando en segundo lugar con aproximadamente 17% el Frente Amplio Progresista encabezado por el Socialismo santafecino. ¿Cómo es que solo cuatro años después la derecha más rancia, encabezada por la figura de Mauricio Macri, se quedó con el 51% de los votos en ballotage ante la más conservadora de las opciones del hasta entonces oficialismo, el antes postergado Scioli? De algún modo se puede decir que en 2011 no solo el gobierno ganó una elección, sino que el plano electoral ganó lugar en relación a otras dimensiones de la construcción política.
El período de 12 años de gobierno kirchnerista se caracterizó por su heterogeneidad, tanto a nivel de las condiciones externas, como del plan económico, la construcción política hacia adentro e incluso la seguridad interior
Así, el gobierno se autonomizó definitivamente de la trama que incluía movimientos sociales y actores diversos en condiciones de discutir transformaciones, haciendo de ese modo a un lado al elemento crítico que podía albergar su base de sustentación. Liberó la fuerza del número (más de la mitad de los votantes) de rendiciones de cuenta, poniendo en riesgo la fuente misma de legitimación política, en un derrotero que la propia presidenta reelecta abrió con el eufemismo “sintonía fina”.
El período de 12 años de gobierno kirchnerista se caracterizó por su heterogeneidad, tanto a nivel de las condiciones externas, como del plan económico, la construcción política hacia adentro e incluso la seguridad interior. En el último tramo, disminuía significativamente el ingreso de divisas, con consecuencias graves en la generación de empleo (se amesetó definitivamente el empleo privado, tanto como el surgimiento de nuevos pequeños agentes económicos); por otra parte, aumentaba la preocupación del gobierno por la conflictividad social: el plan “Cinturón sur” desplegó a la Gendarmería en los barrios populares, villas y asentamientos, hizo su aparición en escena el punitivista e inefable secretario seguridad Berni, se reformó la Ley Antiterrorista con endurecimiento de penas, en tándem con la existencia – hacía ya unos años– del Proyecto X (que espiaba y operaba militantes). El rumbo extractivista siguió cumpliendo etapas, con la instalación de una planta de Monsanto en la localidad de Malvinas Argentinas en Córdoba (resistida por movimientos territoriales), los subsidios a grandes empresas superaron las inversiones en vivienda y programas sociales, el aumento del pan en 2013 dejó ver, una vez más, los entretelones de la concentración económica en rubros sensibles como la alimentación, y se votaron leyes casi anacrónicamente noventistas como la de ART y la baja de los aportes patronales.
La devaluación de enero de 2014, del 16% en solo tres días, seguida de un ajuste a los consumidores vía quita de subsidios a servicios básicos, repercutió en el poder adquisitivo de la clase trabajadora formal, informal y de las economías populares. El intento del gobierno por volver a los mercados internacionales de manera oficial lo encontró condescendiente con el CIADI y pagando punitorios al Club de París. El 70 % de los jubilados ganaban la mínima (muchos de ellos se habían beneficiado por el reconocimiento por primera vez de su jubilación) cuando el defensor de la tercera edad reconoció que justamente ellos venían perdiendo capacidad de compra de lo mínimo necesario para sostenerse cotidianamente. La ley de Hidrocarburos y el acuerdo secreto con Chevron entregaron soberanía por la necesidad de financiamiento en el cortísimo plazo, mientras que ahí donde se había recuperado terreno con la estatización parcial de una mermada YPF (que representaba el 34% del sector hidrocarburífero), se contrató a un CEO para aplicar una política de ingresos vía aumento de combustibles y usar a la empresa como boca de endeudamiento externo.
Cuando marcamos la pérdida de protagonismo y dinamismo social justo en el tiempo posterior a una victoria electoral de tal contundencia, nos preguntamos si se perdió de vista la propia génesis de la impugnación al neoliberalismo que había tenido lugar en 2001 y la composición social heterogénea que luego funcionó como base de sustentación. En cambio, notamos que el triunfalismo de los actos y enunciados oficialistas funcionaron como contracara y espejo de la animosidad y las operaciones de medios y sectores opositores. Los vectores más dramáticos en términos de antagonismos territoriales y económicos concretos, permanecían inalterables. Pablo Hupert escribía, en ese sentido: “En cuanto a los antikirchneristas, mantienen con los kirchneristas un consenso de fondo en el modelo de acumulación de capital (extractivismo rural, hidrocarburífero, minero y urbano, devastación del medio ambiente, concentración y extranjerización de la economía, precariedad laboral, mercantilización general de la vida).” (12)
La figura de Scioli, candidato elegido sin internas ni mayores discusiones por Cristina Fernández, dio cuenta de las líneas generales del último tramo del oficialismo y de un sobreentendido preocupante que recuerda al caso brasilero: “si va a haber ajuste, mejor hacerlo nosotros”. Más allá del tratamiento bien conservador en materia de seguridad que el gobierno de Scioli llevaba adelante en la provincia de Buenos Aires, del crecimiento exponencial de los countries durante sus dos mandatos consecutivos, de su pasado de fidelidad al menemismo hasta último momento, entre otras cualidades, el dato de la construcción de su candidatura había que buscarlo en su propuesta económica. Sus asesores, fundamentalmente Miguel Bein –a quien llevó a más de una entrevista televisiva en el prime time para que respondiera por él asuntos claves de la economía–, no dejaban dudas acerca de la “necesidad” de un ajuste y pretendían diferenciarse de sus adversarios electorales en dos puntos: el ajuste debía ser gradual y el actor principal no sería el mercado financiero, sino la oligarquía industrial. En definitiva, el “fin de ciclo” en Argentina estuvo dominado por un consenso no siempre explicitado en torno a la necesidad de un ajuste según dos matices: gradualismo o shock. ¿El gobierno de Alberto Fernández es la sobrevida? ¿Se trata de un progresismo post mortem bajo la máscara de un “progresismo liberal” que se sostiene en la apuesta extractivista, la ambigüedad discursiva, el mantenimiento del ala conservadora en la disputa por la tierra (Berni exaltando la represión en la toma de Guernica) y una cuota de “sensibilidad social” ligada a la pandemia?
Observaciones abiertas
Cuando hablamos de “fin de ciclo” progresista, no nos referimos a una coyuntura electoral. Es cierto que se pone de manifiesto una debilidad cuando una figura anti popular como Mauricio Macri destrona al kirchnerismo, o en la reducción de la presencia en gobiernos municipales del PT de 600 a solo algo más de 100 municipios, de los cinco mil en todo Brasil. Pero la derecha tampoco logra consolidar una hegemonía política como fue la del progresismo (excepto en Colombia de forma estable y en Perú con inestabilidad y recambio). En Chile, tras el estallido iniciado en octubre de 2019 y la convocatoria de una convención constituyente, es muy probable que el progresismo se imponga como lo hizo en Bolivia y Argentina, mostrando más bien un péndulo inestable de transición, donde también la extrema derecha y las nuevas izquierdas se suman a la disputa, siguiendo los pasos de algunos países europeos. Más allá de lo electoral, entonces, el fin de ciclo es vivido por los más identificados desde cierto endurecimiento interno o incluso ensimismamiento. Aumenta la mistificación mientras disminuye la capacidad de movilización, se interrumpe la continuidad con las luchas que llevaron a los gobiernos de raíz popular al Estado. A su vez, se consolida la perspectiva estatal tendiente a la criminalización de las protestas, políticas de austeridad más y menos disimuladas y, fundamentalmente, una ambigüedad que queda cada vez más lejos de los movimientos, experiencias alternativas, tanto como de agendas emergentes.
El dirigente social argentino Juan Grabois desafió al Frente de Todos (al que pertenece) al insistir en que la cautela supuestamente estratégica del gobierno podría terminar alejándolo de sus bases. Pero se excede (reincide) en confianza a los liderazgos cuando sostiene que hace falta una dirigencia “que tenga el coraje, la inteligencia y la planificación para lograr cambiar la estructura absolutamente regresiva, degradatoria, primarizante, colonial que tiene la Argentina…”. En buena medida, los movimientos sociales reproducen las dificultades que se observan a nivel de los gobiernos y su pérdida de dinamismo explica también el alcance limitado de una red de espacios (nada limitada de antemano), a la hora de alterar las condiciones macroeconómicas y las características del Estado mismo –que Grabois reconoce como un Estado neoliberal ocupado circunstancialmente por gobiernos populares o progresistas.
En el caso de Chile, los límites para el cambio estructural ya se encuentran interiorizados en las limitaciones que el poder político (conservador o progresista) impuso en acuerdo político de cúpulas mientras las calles ardían en una histórica movilización social, para definir las reglas de funcionamiento del foro en vistas a la Constituyente. Como ocurrió en Bolivia, el poder constituyente surge limitado (constituido) por la necesidad de aprobación por dos tercios, que políticamente garantiza poder de veto a las fuerzas políticas tradicionales –finalmente, intérpretes en última instancia de los mensajes de las calles. Quizás sea ilustrativa la “funa” (escrache) que encontraría a fines de 2019 Gabriel Boric, ex líder estudiantil de las protestas de 2001 y creador del Frente Amplio, por su participación en el acuerdo con el gobierno y otros sectores políticos, accediendo a sellar el acuerdo para encaminar la Constituyente con el gobierno y también la ex Concertación, fuerza cuya derrota fue la condición que lo había transformado en líder político con el mote de “nueva política”.
En nuestra región, la figura de la “correlación de fuerzas” se utiliza de manera abstracta y amañada. Últimamente, la militancia partidaria, sindical y social, en el momento mismo en que se refiere a las relaciones de fuerza no se asume como parte de esa relación. Frase de mago, abracadabra que, al pronunciarse, nos paraliza. Le pone nombre, justificándola, a la desmovilización social. ¿Dónde quedan nuestras fuerzas entonces? ¿De qué modo hacemos parte en situaciones concretas de esa relación? Se da por concluida de antemano una relación que, por definición, no está cerrada; se piensa como gesto estratégico la repetición de lo mismo, como si las estrategias no fueran también parte de un campo en disputa dependiente de las condiciones que, justamente, no son una repetición de lo mismo. ¿Y si no es un problema de “gran estrategia” voluntarista o sacrificial, sino de tacticismo radical y alegre? De hecho, hay fuerzas de distinta índole, no sólo desde el punto de vista cuantitativo, sino en el plano de la imaginación política, de las transformaciones a nivel de los vínculos dentro y fuera de las organizaciones, en el seno de complicidades transversales, tácticas de guerrilla o formatos de unidad de acción. La imaginación no es una abstracción o una utopía perdida por lejana, sino una fuerza que abre posibles.
¿Cuáles fueron los límites de los aspectos dinámicos de esos procesos? ¿Se cerraron o viven aun a costa de su fin de ciclo? Pensamos en, al menos, dos niveles: la relación de los movimientos, los sectores populares, las denominadas bases y organizaciones con los gobiernos propiamente dichos, por un lado, y las medidas concretas de gobierno, entre rupturas y continuidades con los regímenes previos (la vigencia del neoliberalismo, de las oligarquías, etc.). Este último punto relativiza las acusaciones de claudicación, de traición o de giros conservadores de los gobiernos, en tanto ya estaban escritos en la matriz de relación entre éstos y la dinámica de los movimientos. Incluso, ¿hasta qué punto, parte de los movimientos y de la militancia de base se perciben y piensan a sí mismos de entrada identificados con el realismo del poder? El realismo político que transforma un análisis automático de la correlación de fuerzas en una excusa para no repensar las relaciones del dinamismo social con los formatos de poder existente, opaca toda imaginación política con su velo indolente.
Por nuestra parte, el diagnóstico y las preguntas que nos propusimos no surgen de una mirada exterior a los deseos de transformación de las relaciones de desigualdad y destrucción del medio vigentes, ni de una inmaculada concepción de izquierdas, sino de un realismo doloroso (11) que no está dispuesto al silencio público de las diferencias, ni al razonamiento extorsivo cuya única razón de ser son los poderes que se tiene en frente. Nos permitimos sospechar del sobredimensionamiento jactancioso y en bloque del enemigo, gesto correlativo de una victimización también excesiva respecto de las potencialidades propias y vitalidades inesperadas. Apostamos, más bien, a un realismo de la potencia que ponga de relieve las expresiones de dinamismo encarnadas por actores y formas de relación y organización existentes, para una imaginación política capaz de actuar, de intervenir en nuestras condiciones, con todo el barro que la historia disponga. Desde la marea de feminismos hasta las luchas ambientalistas, los espacios de contracultura, las experiencias de economías solidarias y populares, hasta las resonancias entre un buen vivir contemporáneo y la vigencia comunitaria de los pueblos indígenas, pasando por las revueltas estudiantiles, los nuevos modos de agrupación y democracia gremial o de lucha de trabajadores autónomos y precarios por fuera de las estructuras que ya no los contemplan ni representan, y el activismo informático… la fenomenología del dinamismo político es muy vasta y no lo es menos la potencialidad de articulaciones e interfaces capaces de la necesaria transversalidad a la hora de contrapesar e incluso superar las asimetrías concretas que conforman la actual correlación de fuerzas, es decir, la trama que define cuánto podemos.
Es clave atender e investigar lo que hay de vivo por abajo y por los costados, así como propusimos repasarlo comparativamente en la historia insurreccional latinoamericana del último tramo del siglo XX. ¿Qué pasa hoy con los enjambres de repartidores y trabajadores logísticos por aplicaciones que bien podrían parar las ciudades? ¿Qué lugar tiene en algunos países la construcción comunitaria indígena por fuera de las ciudades, o enhebrando campo y ciudad? La movilización de los pobres por el auxilio económico o renta universal en Brasil reorientó los recursos del Estado; las tomas de tierras con grados cada vez más altos y sofisticados de organización y enunciación en Argentina dejan ver un deseo de vivir bien sin temor a la confrontación. Algo se mueve por fuera de lo posible, ¿algo imposible? Entre la máquina neoliberal y su “There is no alternative” implícito –o incluso fracasado neoliberalismo devenido refeudalización corporativista– y el posibilismo progresista, suerte de liberalismo sensiblero, izquierda que ladra, pero no muerde; es decir, entre el realismo de la impotencia y el realismo político, se cuela una potencia que busca su propia realidad.
2 Recomendamos la lectura de Antonio Negri, “Spinoza: otra potencia de actuar” en Biocapitalismo. Entre Spinoza y la constitución política del presente, Red Editorial, Buenos Aires, 2013. En ese trabajo reflexiona sobre la cupiditas como anticipación material (de la materialidad social) a la construcción de nuevas instituciones del común, como capacidad de inclinar la relación entre potentia y potestas en dirección a la potencia.