Mujeres y brujas en América

Silvia Federici sostiene que la caza de brujas sirvió para reestructurar las relaciones familiares y el papel de la mujer con el fin de satisfacer las necesidades de la sociedad durante el auge del capitalismo. Así justifica el uso de la extrema violencia ejercida contra las mujeres como un método sistemático de subordinación, base del Estado moderno.



Mujeres y brujas en América 

Silva Federici

https://www.notaantropologica.com/este-es-un-fragmento-de-su-libro-titulado-caliban-y-la-bruja-2004-en-esta-parte-federici-investiga-las-continuidades-entre-la-caza-de-brujas-europea-y-el-dominio-de-las-poblaciones-del-nuevo-m?fbclid=IwAR1DeWM-bX-xoaXewY2j2VPTWaVethHcfT7WtGMEghlTgo6BvnDxDnsL_WI

 

Silvia Federici sostiene que la caza de brujas sirvió para reestructurar las relaciones familiares y el papel de la mujer con el fin de satisfacer las necesidades de la sociedad durante el auge del capitalismo. Así justifica el uso de la extrema violencia ejercida contra las mujeres como un método sistemático de subordinación, base del Estado moderno.

Este es un fragmento de su libro titulado Calibán y la bruja (2004). En esta parte Federici investiga las continuidades entre la caza de brujas europea y el dominio de las poblaciones del Nuevo Mundo, para mostrar el carácter global del desarrollo capitalista. Justifica así la inclusión del salvaje Calibán en el título de la obra.


No es una coincidencia que la «[m]ayoría de la gente condenada en la investigación de 1660 en Huarochirí fueran mujeres (28 de 32)» (Spalding, 1984: 258), tampoco lo es que las mujeres tuvieran mayor presencia en el movimiento Taki Onqoy. Fueron las mujeres quienes más tenazmente defendieron el antiguo modo de existencia y quienes y de forma más vehemente se opusieron a la nueva estructura de poder, probablemente debido a que eran también las más afectadas.

Tal y como refleja la existencia de muchas deidades femeninas de importancia en las religiones precolombinas, las mujeres habían tenido una posición de poder en esas sociedades. En 1517, Hernández de Córdoba llegó a una isla ubicada a poca distancia de la costa de la península de Yucatán y la llamó Isla Mujeres «debido a que los templos que visitaron allí contenían una gran cantidad de ídolos femeninos» (Baudez y Picasso, 1992: 17).

Antes de la conquista, las mujeres americanas tenían sus propias organizaciones, sus esferas de actividad reconocidas socialmente y, si bien no eran iguales a los hombres,14 se las consideraba complementarias a ellos en cuanto a su contribución a la familia y la sociedad. Además de ser agricultoras, amas de casa y tejedoras y productoras de las coloridas prendas que eran utilizadas tanto en la vida cotidiana como durante las ceremonias, también eran alfareras, herboristas, curanderas y sacerdotisas al servicio de los dioses locales.

En el sur de México, en la región de Oaxaca, estaban vinculadas a la producción de pulque-maguey, una sustancia sagrada que según creían, había sido inventada por los dioses y estaba relacionada con Mayahuel, «una diosa madre-tierra que era el centro de la religión campesina» (Taylor, 1970: 31-2). 


Todo cambió con la llegada de los españoles, éstos trajeron consigo su bagaje de creencias misóginas y reestructuraron la economía y el poder político en favor de los hombres. Las mujeres sufrieron también por obra de los jefes tradicionales que, a fin de mantener su poder, comenzaron a asumir la propiedad de las tierras comunales y a expropiar a las integrantes femeninas del uso de la tierra y de sus derechos sobre el agua.

En la economía colonial, las mujeres fueron así reducidas a la condición de siervas que trabajaban como sirvientas —para los encomenderos, sacerdotes y corregidores— o como tejedoras en los obrajes. Las mujeres también fueron forzadas a seguir a sus maridos cuando tenían que hacer el trabajo de mita en las minas —un destino que la gente consideraba peor que la muerte— dado que en 1528 las autoridades establecieron que los cónyuges no podían ser alejados, con el fin de que, en adelante, las mujeres y los niños pudieran ser obligados a trabajar en las minas, además de tener que preparar la comida para los trabajadores varones.

La nueva legislación española, que declaró la ilegalidad de la poligamia, constituyó otra fuente de degradación para las mujeres. De la noche a la mañana, los hombres se vieron obligados a separarse de sus mujeres o ellas tuvieron que convertirse en sirvientas (Mayer, 1981), al tiempo que los niños que habían nacido de estas uniones eran clasificados de acuerdo con cinco categorías distintas de ilegitimidad (Nash, 1980: 143).

Irónicamente, con la llegada de los españoles, al mismo tiempo que las uniones polígamas eran disueltas, ninguna mujer aborigen se encontraba a salvo de la violación o del rapto. De esta forma, muchos hombres, en lugar de casarse, comenzaron a recurrir a la prostitución (Hemming, 1970).

En la fantasía europea, América misma era una mujer desnuda reclinada que invitaba seductoramente al extranjero blanco que se le acercaba. En ciertos momentos, eran los propios hombres «indios» quienes entregaban a sus parientes mujeres a los sacerdotes o encomenderos a cambio de alguna recompensa económica o un cargo público.

Por todos estos motivos, las mujeres se convirtieron en las principales enemigas del dominio colonial, negándose a ir a misa, a bautizar a sus h*ijos o a cualquier tipo de colaboración con las autoridades coloniales y los sacerdotes.


En los Andes, algunas se suicidaron y mataron a sus hijos varones, muy probablemente para evitar que fueran a las minas y también debido a la repugnancia provocada, posiblemente, por el maltrato que les infligían sus parientes masculinos (Silverblatt, 1987). Otras organizaron sus comunidades y, frente a la traición de muchos jefes locales cooptados por la estructura colonial, se convirtieron en sacerdotisas, líderes y guardianas de las huacas, asumiendo tareas que nunca antes habían ejercido.

Esto explica el porqué las mujeres constituyeron la columna vertebral del movimiento Taki Onqoy. En Perú, también llevaban a cabo confesiones con el fin de preparar a la gente para el momento en que se encontraran con los sacerdotes católicos, aconsejándoles acerca de qué cosas contar y cuáles no debían revelar.

Si antes de la Conquista las mujeres habían estado exclusivamente a cargo de las ceremonias dedicadas a las deidades femeninas, posteriormente se convirtieron en asistentes u oficiantes principales en cultos dedicados a las huacas de los antepasados masculinos —algo que tenían prohibido antes de la Conquista (Stern, 1982).

También lucharon contra el poder colonial escondiéndose en las zonas más elevadas (punas) donde podían practicar la religión antigua Al perseguir a las mujeres como brujas, los españoles señalaban tanto a las practicantes de la antigua religión como a las instigadoras de la revuelta anti-colonial, al mismo tiempo que intentaban redefinir «las esferas de actividad en las que las mujeres indígenas podían participar» (Silverblatt, 1987: 160).

Tal y como señala Silverblatt, el concepto de brujería era ajeno a la sociedad andina. También en Perú, al igual que en todas las sociedades preindustriales, muchas mujeres eran «especialistas en el conocimiento médico», estaban familiarizadas con las propiedades de hierbas y plantas, y también eran adivinas.

Pero la noción cristiana del Demonio les era desconocida. No obstante, hacia el siglo XVII, debido a la tortura, la intensa persecución y la «aculturación forzada», las mujeres andinas que eran arrestadas, en su mayoría ancianas y pobres, reconocían los mismos crímenes que eran imputados a las mujeres en los juicios por brujería en Europa: pactos y copulación con el Diablo, prescripción de remedios a base de hierbas, uso de ungüentos, volar por el aire y realizar amuletos de cera (Silverblatt, 1987: 174).

También confesaron adorar a las piedras, a las montañas y los manantiales, y alimentar a las huacas. Lo peor de todo, fue que confesaron haber hechizado a las autoridades o a otros hombres poderosos y haberles causado la muerte (ibidem: 187-88). Al igual que en Europa, la tortura y el terror fueron utilizados para forzar a los acusados a proporcionar otros nombres a fin de que los círculos de persecución se ampliaran cada vez más.

Pero uno de los objetivos de la caza de brujas, el aislamiento de las brujas del resto de la comunidad, no fue logrado. Las brujas andinas no fueron transformadas en parias. Por el contrario, «fueron muy solicitadas como comadres y su presencia era requerida en reuniones aldeanas, en la misma medida en que la conciencia de los colonizados, la brujería, la continuidad de las tradiciones ancestrales y la resistencia política consciente comenzaron a estar cada vez más entrelazadas» (ibidem).

En efecto, gracias en gran medida a la resistencia de las mujeres, la antigua religión pudo ser preservada. Ciertos cambios tuvieron lugar en el sentido de las prácticas a ella asociadas. El culto fue llevado a la clandestinidad a expensas del carácter colectivo que tenía en la época previa a la Conquista. Pero los lazos con las montañas y los otros lugares de las huacas no fueron destruidos.

En el centro y el sur de México encontramos una situación similar. Las mujeres, sobre todo las sacerdotisas, jugaron un papel importante en la defensa de sus comunidades y culturas. Según la obra de Antonio García de León, Resistencia y utopía, a partir de la Conquista de esta región, las mujeres «dirigieron o guiaron todas las grandes revueltas anti-coloniales» (de León 1985, Vol. I: 31).

En Oaxaca, la presencia de las mujeres en las rebeliones populares continuó durante el siglo XVIII cuando, en uno de cada cuatro casos, eran ellas quienes lideraban el ataque contra las autoridades «y eran visiblemente más agresivas, ofensivas y rebeldes» (Taylor, 1979: 116). También en Chiapas, las mujeres fueron los actores clave en la preservación de la religión antigua y en la lucha anti-colonial. Así, cuando en 1524 los españoles lanzaron una campaña de guerra para subyugar a los chiapanecos rebeldes, fue una sacerdotisa quien lideró las tropas contra ellos.

Las mujeres también participaron de las redes clandestinas de adoradores de ídolos y de rebeldes que eran periódicamente descubiertas por el clero. Por ejemplo, en el año 1584, durante una visita a Chiapas, el obispo Pedro de Feria fue informado de que muchos de los jefes indios locales aún practicaban los antiguos cultos y que éstos estaban siendo guiados por mujeres, con las cuales mantenían prácticas indecentes, tales como ceremonias (del estilo del aquelarre) durante las cuales yacían juntos y se convertían en dioses y diosas, «estando a cargo de las mujeres enviar lluvia y proveer riqueza a quienes lo solicitaban» (de León 1985, Vol. I: 76).

A partir de la visión de esta crónica, resulta irónico que sea Calibán —y no su madre, la bruja Sycorax—, a quien los revolucionarios lati- noamericanos tomaron después como símbolo de la resistencia a la colonización. Pues Calibán sólo pudo luchar contra su amo insultándolo en el lenguaje que de él había aprendido, haciendo de este modo que su rebelión dependiera de las «herramientas de su amo».

También pudo ser engañado cuando le hicieron creer que su liberación podía llegar a través de una violación y a través de la iniciativa de algunos proletarios oportunistas blancos, trasladados al Nuevo Mundo, a quienes adoraba como si fueran dioses. En cambio, Sycorax, una bruja «tan poderosa que dominaba la luna y causaba los flujos y reflujos» (La tempestad, acto V, escena 1), podría haberle enseñado a su hijo a apreciar los poderes locales —la tierra, las aguas, los árboles, los «tesoros de la naturaleza»— y esos lazos comunales que, durante siglos de sufrimiento, han seguido nutriendo la lucha por la liberación hasta el día de hoy, y que ya habi- taban, como una promesa, en la imaginación de Calibán.