El Paro Nacional fue un “baile de los que sobran”
A diferencia de otras ciudades, en Bucaramanga los barrios populares no están al sur, sino al norte. La Comuna 1 Norte, o Ciudad Norte, fue fundada por campesinos despojados de sus tierras y desplazados urbanos de otras grandes ciudades alrededor de 1950. Al día de hoy, cuenta con más de 40 barrios y 15 asentamientos donde habita más del 20% de la población total de Bucaramanga y su área metropolitana. Sin embargo, la violencia estatal y la desigualdad social han sido los pilares de construcción comunitaria por más de 70 años.
Del mismo modo, dicha violencia estatal se ha replicado en microtráfico, hurtos, pandillas y asesinatos que son el día a día en una zona sin oportunidades, con alta deserción escolar, desempleo y extrema pobreza. Esta última aumentó en la ciudad de 50.875 habitantes en 2019, a 181.044 en 2020; según afirmó el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas en un estudio que realizó sobre el aumento exponencial de asentamientos y la violencia en el sector.
El norte a las calles
El plantón-velatón que se citó el martes 4 de mayo a las 6 pm en la cancha principal del Barrio Kennedy (centro de comercio y recreación de los habitantes de la Comuna 1) estaba encaminado a rechazar la violencia estatal y hacer honor a las más de 30 personas asesinadas en tan solo seis días de Paro Nacional. Nadie hizo el flyer para esta actividad, pero todos lo compartieron.
Antes de llegar al punto de encuentro, a las 5:40 pm, frente al Comando de Atención Inmediata -CAI- del barrio estaban formando más de 10 policías con escudos y cascos: la “fuerza disponible” se preparaba. Al llegar a la cancha y ver a madres e hijos, jóvenes parejas, vendedores ambulantes del barrio y algún que otro amante del fútbol dispersados por todo el lugar; la imagen de los policías preparando sus cascos y escudos frente a todo el parque se tornó anacrónica, violenta y absurda.
A las 6 pm, el ambiente seguía igual. Sin embargo, una voz joven a través de un megáfono invitaba a la unión. La esperanza de una gran actividad empezaba a deshacerse.
Dos días antes, el 2 de mayo, se había llevado a cabo la primera actividad. A la 1 de la tarde nos reunimos 15 personas frente al CAI del parque. Un megáfono y un bafle bastaron para llamar la atención. Si bien la idea inicial era tapar la vía al mar por un tiempo, no había fuerza para ello. Igualmente, nadie había propuesto la idea ni la convocatoria. A las 2 de la tarde salimos del parque sin ruta definida. Los policías del sector nos miraban y en tono irónico repetían al unísono: “¡Sin violencia, sin violencia!”.
Las personas se asomaban a la puerta y no creían que un domingo, un grupo de “pela’os” irrumpieran el efímero ambiente de tranquilidad en que queda el barrio después del almuerzo.
El megáfono se rotaba y todos tratábamos de informar por qué estábamos dañando la siesta del almuerzo. Sin acordarlo, recorrimos los barrios y mientras avanzábamos, se unían más personas. Ya no éramos 15 “pela’os”. Al parar frente a Colseguros, el escenario era adecuado para una intervención. De la nada, un abuelo tomó el megáfono y gritó lo acumulado por generaciones. El tema que menos tocó en su discurso fue la Reforma Tributaria -chispa del Paro Nacional-, por desconocimiento profundo o, quizá, por la irrelevancia que tenía frente a tantos abusos evidenciados en su vida. De forma simultánea, se unían familias completas. Sin pensarlo, llegamos a la vía al mar. Éramos más de 80 personas. Dos trapos que también salieron de la nada, encabezaban la movilización: “El norte a las calles” y “Sin agua no hay vino” eran sus consignas.
La gente estaba exaltada. Nunca se había presenciado, ni se esperaba presenciar, una movilización de tal magnitud. Incrédula, miraba desde los diferentes hogares cómo el Paro Nacional llegaba hasta los barrios olvidados, cómo se gritaba en las calles los abusos de poder y las desigualdades sociales de décadas. Personas sin rostro (que eran solo estadísticas, promesas y votos para el Gobierno de turno) ocupaban las calles y se dirigían en marcha hasta el Mesón de los Búcaros, tarareando arengas y cumbias.
La última marcha del norte, según me enteré después, fue en 2020. En plena pandemia las personas se unieron en diferentes barrios y a través de arengas y cánticos denunciaron el hambre y el olvido de siempre. Las ayudas que había prometido el Gobierno no llegaban aún y las camisetas rojas, para denunciar el hambre, se tomaron todas las ventanas.
Después de un apoyo como el del 2 de mayo y una escala en la violencia policial, se esperaba que la velatón y el plantón tuvieran mucha más acogida. La policía esperaba lo mismo: las motos y patrullas empezaron a rodear el lugar. Personas de todas las edades se acercaban tímidamente al punto de encuentro.
“Ni perdón ni olvido” y “Duque HP” eran frases que colgaban en las rejas de la cancha, del lado opuesto donde estaba llegando la comunidad. Cinco barristas que había preparado el sitio de esa manera, descolgaron los trapos y siguieron la marcha. Otros, siguieron ensimismados pintando en el piso un gran “Norte Antiuribista”.
A las 8 de la noche, la comunidad dejó la timidez (igual que la policía). Dos patrullas abordaron directamente a los pintores del lado opuesto. Corrimos a ver qué pasaba. Los gritos y amenazas se oían a lo lejos. Dos defensores de Derechos Humanos mediaron y controlaron la situación. Media hora después, inició la actividad. Decidieron callar al bafle antes de llegar al climax de “Sobreviviendo”, cumbia de Los del Fuego. Igualmente, fue el himno de apertura. Más de cincuenta personas entonaron en coro y a capela:
Me preguntaron cómo vivía, me preguntaron
‘Sobreviviendo’ dije, ‘sobreviviendo’
Tengo un poema escrito más de mil veces
En él repito siempre que mientras alguien
Proponga muerte sobre esta tierra
Y se fabriquen armas para la guerra
Yo pisaré estos campos, sobreviviendo
Todos frente al peligro sobreviviendo
Tristes y errantes hombres sobreviviendo
Mientras pasaba una gorra prestada de puesto en puesto recogiendo dinero para comprar velas y vasos, el micrófono se abrió a la comunidad. Jóvenes y adultos denunciaron su descontento. Las soluciones eran más o menos beligerantes dependiendo de la edad de la intervención. Todas tenían en común algo: “si dejamos las calles, ellos ganan y ellos han ganado siempre”. Me dirigí en compañía de dos “pela’os” del barrio. Uno recomendó comprar eso en Justo y Bueno pensando en la economía y la cercanía. De inmediato, el otro lo regañó, argumentando que “hay que apoyar a las tiendas del barrio, ñero, no a esos negocios de ricos”. Solo el pueblo salva al pueblo.
Antes de salir en movilización por las calles del Kennedy, se propuso un minuto de silencio y una oración. Una joven entre los 13 y 15 años tomó la iniciativa. Todos, creyentes o no, hicieron silencio. Después, se cantó a todo pulmón el himno de Santander. Me sentía en la popular del Alfonso López saltando y sintiendo la letra, remarcando el “somos la raza que lucha y sueña” y “siempre adelante, ni un paso atrás”. Algunas arengas en honor a los caídos y más de 300 personas se encaminaron por la Carrera 12 del barrio Kennedy sin destino fijo, al ritmo de cumbias y gritos. En la parte de atrás de la marcha, un hombre con acento paisa se acercó preguntando qué pensábamos hacer después y pidiendo nuestros nombres, bajo la excusa de una colaboración próxima. Ignorándolo, nos encaminamos y unimos al grupo.
Las cumbias seguían sonando a todo volumen. Los del fuego y el Grupo Celeste compartía el protagonismo. “Dicen que soy rebelde, murmuran que soy bandido/ Permítanme que les cuente, las cosas que me han herido:/ Vi a mi madre sollozando, por sus hijos que no han comido/ Y a mi padre agonizando, por los soles que le pagaban./ Si nací pobre, yo sé que esa es mi condena/ Y al ser rebelde, voy rompiendo las cadenas”. Las calles eran una fiesta del pueblo. Hasta la ranchera, en un momento inesperado, dirigió la fiesta con “es mi orgullo haber crecido en el barrio más humilde”. El punk también tuvo, como siempre, su momento. “El vals del obrero” empezó a sonar. Sin embargo, al igual que con algunas arengas, solo 10 o 15 personas empezaron a cantar.
La policía desapareció. O al menos no estaban uniformados. El pensamiento en común era que “¡El barrio no se toca!”. Pero a las 10 de la noche la tensión aumentó. Los pintores de la cancha querían guiar la movilización por otra parte. Al ver la negatividad de todos, se alejaron con insultos y amenazas. La movilización subió hasta el Hospital Local del Norte, únicamente a agradecerles por su vocación y sacrificio a la primera línea contra la Covid-19. Las y los trabajadores de la salud agradeceron los aplausos, ondeando banderas de Colombia.
La música paró cuando la movilización inició su ruta final: la vía al mar. Se murmuraba que habían manifestantes armados. “Uno nunca sabe cuándo aparecerá una liebre y más hay que andar precavidos hoy”, dijeron por ahí. Las barricadas empezaron a formarse. La vía estaba totalmente bloqueada. “El peligro es que acá, por ser el norte, nos mandan a los GOES [Grupo Operativos Especiales de Seguridad] y ellos entran disparando sin preguntar”, decían unos jóvenes en una moto mientras se alejaban del lugar. La música no se oía ya. El humo de las fogatas se tornó rojiazul. Los gases y las aturdidoras llegaron de todas las direcciones.
Esa noche, se comentaba la mañana siguiente, los barrios dejaron atrás sus conflictos internos y lucharon mano a mano contra el Escuadrón Móvil Antidisturbios. No se supo la cantidad de heridos o capturados, ni los barrios afectados por los gases lacrimógenos. Hasta la entrada de donde vivo, a 20 minutos en carro del Kennedy, ardía en llamas. Estos hechos no salieron en ningún medio de prensa oficial, todos se concentraron en lo ocurrido en Piedecuesta y Bucaramanga. Sin embargo, las paredes decían lo que la prensa no: “El baile de los que sobran” y “el norte resiste”.