La lógica simplifica las cosas, no como la estadística, que miente más que un diputado. Por ejemplo: en esta vida puedes ser un hipopótamo o un no-hipopótamo, no hay más opciones. Parece estúpido, pero el truco se utiliza cada vez más. Ahora hay quien define su postura política como no-izquierda, una suerte de ni confirmo ni desmiento actualizado. De la misma forma, sostiene Byung-Chul Han, que es algo así como el Murakami de los filósofos, existen cosas y no-cosas, y últimamente las segundas van ganando la batalla. En otras palabras: el mundo se vacía de objetos y se llena de informaciones, de mensajes, de ruido digital. Perdemos materia y ganamos levedad. ¿Qué significa eso? No está claro, pero el artista Salvatore Garau se está forrando con sus esculturas invisibles. La última se vendió por 28.000 euros.
«Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube», sentencia Byung-Chul Han en ‘No-cosas’ (Taurus), su nuevo ensayo, que acaba de publicarse en España. A pesar de ser un libro que busca la frase redonda antes que la idea precisa, con un discurso caótico y cuqui al tiempo (cita bastante a ‘El principito’, vaya, y también a Heidegger), hay en él algunas alertas interesantes. Como esta: si hoy ya nadie recuerda nada es porque en la red no hay narraciones, sino informaciones; no hay relato, sino una sucesión interminable de estímulos que imponen un ritmo frenético y se anulan los unos a los otros. «El orden digital, es decir, numérico, carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida», asevera Han. Y más adelante añade: «Solo las narraciones crean significado y contexto. A partir de cierto punto, la información no es informativa, sino deformativa». Por eso, insiste, la verdad languidece en nuestro siglo.
Han, como de costumbre, carga contra el sistema y se regodea en sus fallas. Habla del capitalismo de la información y de cómo todo se convierte en mercancía, hasta las realidades inmateriales (el amor, la amistad, la pereza, etcétera). Sin embargo, lo que le preocupa en estas páginas es que los objetos están desapareciendo. Ya no usamos las cosas, las consumimos. Pasa con la música. A nadie se le queda pegada una parte de sí mismo a una lista de Spotify, pero sí a un disco (el tacto, qué importante). Y luego está lo de las fotos: en la pantalla el papel no amarillea, y eso es una tragedia. ¿Por qué? Porque «solo el uso prolongado da un alma a las cosas». Esto lo sabe cualquiera que haya entrado en la casa de un muerto a recoger sus trastos. Dentro de poco bastará con hacer un clic y activar el olvido digital.
Todo lo que Han teme de la tecnología lo invocó el otro día Mark Zuckerberg como promesa en un vídeo digno de Charlie Brooker (hay capítulos de ‘Black mirror’ más tranquilizadores que su aparición). El jefazo de Facebook, que es como un profeta, pero pelirrojo e imberbe, bajó a la Tierra para anunciar el cambio de nombre de su compañía por el de Meta. Meta, reveló, viene de metaverso, un lugar maravilloso que se parece sospechosamente a la cantina de Star Wars. La idea es crear una realidad paralela y digital donde podamos vivir sin salir de casa, y donde nos podamos disfrazar a diario como un robot o lo que surja. Zuckerberg quiere que teletrabajemos en el metaverso, que tengamos un hogar en el metaverso, que viajemos en el metaverso. Este es el concepto: puedes habitar un cuchitril sin ventanas y ver el paraíso con unas gafas carísimas; puede que no tengas dinero para una vivienda digna, pero sí para una virtual. Igualito que en ‘Ready player one’, aunque sin Spielberg a los mandos.
Hay un momento delirante en el que el empresario celebra uno de los grandes logros de su invento: la capacidad de sus sensores de reconocer el movimiento facial para reproducir nuestras expresiones a través de un avatar. Ya no tendremos que usar nuestra cara como si fuéramos cavernícolas. ¿Cuál es la ventaja de todo esto? «Es bueno para el medioambiente», espeta Zuckerberg. En síntesis: el futuro es confinarse y moverse lo mínimo. Y por supuesto vivir a través de las aplicaciones de un millonario, rezando para que no llegue el gran apagón y la especie se extinga.
En fin, el metaverso es un poco como la metadona: un sustituto para los yonkis de la irrealidad, que son multitud, en vistas de que el mundo se hunde. Es un negocio redondo, como los NFT, pero si algo nos demostró la pandemia es que la vida sin piel no tiene mucho sentido.