El rechazo al empleo en el centro de la crisis
Raúl Zibechi
Desde abajo
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La Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos publicó un dato en agosto que llama la atención: 4.300.000 trabajadores dejaron sus empleos tan sólo en ese mes, representando casi 4 por ciento de la fuerza laboral. No se trata de trabajadores despedidos por su patrones, sino que abandonaron voluntariamente el empleo.
En ese país, desde abril, unos 20 millones de trabajadores abandonaron sus empleos y hubo un récord de jubilaciones, cuya cifra se duplicó frente a 2019. “En 38 países de la OCDE, hay 20 millones menos de trabajadores activos que antes de la pandemia; 14 millones han abandonado el mercado laboral, ni trabajan ni buscan empleo. En comparación con 2019, hay 3 millones más de jóvenes entre los que no trabajan y no estudian”.
La construcción de viviendas ha caído a escalas mínimas “no sólo por el aumento de los precios de los materiales y los retrasos en la entrega, sino por la falta de mano de obra”. En Reino Unido hay casi un millón de puestos de trabajo sin cubrir. Según The Financial Times, se necesitan 400 mil camioneros en Europa para regularizar el transporte de carga.
Según el Nobel de Economía Paul Krugman, durante la pandemia los trabajadores realizaron un notable aprendizaje. El desorden de trabajo creado por la pandemia fue una experiencia en la que muchos “se dieron cuenta, en sus meses de inactividad forzosa, de cuánto odiaban sus antiguos trabajos”.
Desde las grandes luchas del movimiento obrero y sindical de la década de 1960, no se observaba un abandono tan masivo de los puestos de trabajo. Ahora se trata de un movimiento de base, sin dirección, pero contundente en el sentido de que muchos trabajadores rechazan la “esclavitud asalariada”, como definió Lenin el empleo.
Es cierto que luego de aquel momento luminoso para los trabajadores, el capitalismo fue capaz de recomponer la dominación, sobre nuevas bases como el toyotismo y la automatización del trabajo fabril, pero también expulsando camadas enteras de jóvenes del mercado laboral. Las nuevas tecnologías puestas al servicio de la acumulación de capital, precarizaron el empleo y provocaron una caída de los salarios, condiciones contra las que ahora se rebelan millones.
Creo que de este movimiento tenemos algunas cosas para aprender. Primero recordar, en línea con Silvia Federici y otras personas, que el trabajo asalariado no es el camino de la emancipación, como erróneamente hemos considerado por mucho tiempo, en particular quienes provenimos del campo marxista. Cada vez contamos con más y más emprendimientos capaces de crear puestos de trabajo por fuera del mercado capitalista, con pequeñas iniciativas tanto en la producción como en los servicios. Cientos de miles de personas realizan trabajos creados por colectivos autogestionados, donde controlan sus tiempos y modos de hacer, sin capataces ni patrones, con base en la ayuda mutua, la cooperación y el espíritu comunitario. Se dirá que son pocos y marginales, si se mira la gran producción del capital, pero se olvida que los movimientos antisistémicos siempre nacen en los márgenes, nunca en el centro.
La segunda es la importancia estratégica de esta forma de trabajo, cuando es colectiva. Los pueblos originarios, por ejemplo, muchos campesinos y habitantes de las periferias urbanas realizan trabajos no asalariados con los que consiguen vivir dignamente. ¿Existe alguna relación entre la notable capacidad de resistencia, de lucha y de transformación de los pueblos originarios, y el hecho de que trabajan comunitariamente?
En Brasil, por ejemplo, estos pueblos representan el uno por ciento de la población total, pero son el principal actor colectivo contra el cambio climático y la preservación de la vida, así como un sujeto colectivo capaz de interpelar al sistema con tal potencia como para que las clases dominantes lo consideren enemigo a derrotar.
La tercera, en este repaso, consiste en la escala, como nos enseña Fernand Braudel. El capitalismo es hijo de la gran escala; recién pudo desplegar sus alas con la conquista de América que abrió las compuertas del mercado global. En la pequeña escala, la comunidad, la aldea, el capitalismo puede, sólo puede, ser acotado y mantenido a raya.
La fábrica, con miles de trabajadores, y el campo, con miles de hectáreas de monocultivos, necesitan ser gestionados por “especialistas”, ya que las comunidades no pueden controlar la masividad. Esos personajes son los futuros burgueses una vez llegados al poder estatal. En todo caso, son un obstáculo para los cambios, como lo demuestran las luchas del siglo XX.
Estamos ante un recodo de la historia. Ante las brumas que nos rodean en la tormenta, sólo la ética y una lectura acertada de la historia y del presente, pueden alumbrar el camino de los pueblos.