Los débiles se equivocan si usan la fuerza y los métodos de los fuertes

La fuerza de los fuertes nos hace objetos y aislados, la de los débiles es convertirnos en sujetos interconectados.
La fuerza de los débiles pasa por el arraigo en territorios de vida.
Si no hay cambio subjetivo no hay cambio objetivo. Ese es mi balance de las experiencias del siglo XX. La fórmula de comunismo estatal, vertical y burocrática intentó cambios muy fuertes tanto del poder político como del económico, pero la sociedad no se diferenció tanto de la occidental. ¿Por qué? Porque no cambió la vida de la gente en lo cotidiano de forma sustancial.



Los débiles se equivocan si usan la fuerza y los métodos de los fuertes 

Amador Fernández Savater

Lobo Suelto
 

La guerra de los fuertes, la guerrilla de los débiles

-¿Cómo piensa Clausewitz la guerra y, en concreto, la fuerza de los débiles?

Es largo, pero Clausewitz distingue entre la guerra de los fuertes («ofensiva») y la guerra de los débiles («defensiva», la guerrilla). Los fuertes se apoyan, en una palabra, en la capacidad técnica de producir terror. ¿Y los débiles? ¿Los que no tienen armas o tecnologías, los que quizá no quieren tampoco el mundo que viene con ellas? La fuerza de los débiles pasa por la activación popular y colectiva y por aprovechar las potencias del territorio y el tiempo.    

El «plus» de fuerza de los que no tienen nada es pelear por sí mismos. Es algo que ya está presente en las crónicas de Heródoto sobre la guerra entre griegos y persas. Él se pregunta cómo los griegos, que eran tan pocos, vencen a ejércitos tan gigantescos, y responde: luchan por lo suyo, por su ciudad. Los persas están luchando fuera de casa bajo el látigo o por una paga; los griegos luchan por sí mismos, desde sí mismos, hay un plus de fuerza ahí.

-A lo largo de las páginas de La fuerza de los débiles, menciona otros ingredientes de esa fuerza de los vulnerables, como los vínculos. 

Sí. Es la fuerza de la solidaridad: no hay maquis sin casa que lo acoja. La gente de abajo es capaz de darse información, cobijo, cuidado, ayuda. Esa fuerza es capaz de contrarrestar cañones. La sensibilidad es política, sentir a los demás: que el otro te importe porque entre el otro y tú hay algo en común.

La fuerza de los fuertes nos hace objetos y aislados, la de los débiles es convertirnos en sujetos interconectados.

-También menciona la autonomía sobre el tiempo y el espacio.

Sí, los que no tienen nada pueden poner el tiempo de su lado, resistiendo siempre la tentación que les ofrece el fuerte, que es la de «ven a enfrentarte conmigo a una batalla en la que se juega el todo o nada». Pensemos en los zapatistas, que llevan treinta años.

Lo mismo ocurre con el espacio. El débil es fuerte si pelea desde su terreno, en sus territorios de vida, los que habita. Clausewitz habla de los terrenos físicos: los valles, las montañas, los desiertos, los lagos, los débiles son amigos de los territorios y estos les ayudan. Los movimientos sociales tienen sus montañas y sus valles: plazas, barrios, centros de salud, escuelas, solidaridad vecinal, etc. Son territorios de vida, la fuerza de los débiles pasa por el arraigo en territorios de vida. 

-Dice en su libro que Occidente ha hecho del dominio y del control un modo de pensar.

La «guerra ofensiva» no solo es un paradigma militar, sino político, social, económico, cultural, existencial. Es la idea de conquista, que pasa por dominar al otro, por rendir su cuerpo y su voluntad para apoderarte de su territorio, de sus riquezas. Y eso pasa por ejercer fuerza sobre el mundo, a través de las armas, del miedo. El sujeto (dominador) se separa de un objeto a dominar a través de la fuerza bruta.

Los débiles tienen fuerza si piensan de otro modo. En lugar de distanciarte del mundo para dominarlo, funciona hacerte su amigo: ser amigo de la población, del tiempo, del espacio, de las formas de vida. No dominar a la gente, sino ser la gente. No dominar el terreno, sino ser el terreno. No dominar el tiempo, sino ser ese tiempo. Cuantos más vínculos —con los cuerpos, los territorios, la materia— más fuerza. Es otra experiencia de la vida y del mundo.

-Usted menciona la idea de guerra de Hegel: «Gana quien traduce al otro». ¿Qué es esa idea de traducción?

Hay dos fuerzas, la de los fuertes y la de los débiles. Los débiles se equivocan si usan la fuerza de los fuertes, si usan por ejemplo el terror contra el terror y entran en la guerra en espejo e introducen lo que quieren combatir.

Hegel añade algo a Clausewitz: la guerra no es solo una prueba de fuerza, dice, sino también de traducción. La guerra no es solo un choque de fuerzas, sino una guerra semiótica por asimilar al otro. Eso significa traducir: entrar dentro del otro, escucharlo atentamente con el fin de poder absorberlo y borrarlo. Vencer es convencer, que el otro acabe pensando como tú.

El 15M y Podemos

-Todo esto lo usa concretamente para entender la secuencia política 15M-Podemos.

Me pregunto dónde residió la «eficacia» del 15M. Un movimiento sin dinero, sin doctrina, sin instituciones detrás, sin nada de lo que pensamos como poder, ¿cómo fue capaz de discutir la definición misma de la democracia en este país? ¿Cómo pudo agujerear la, hasta entonces, omnipotente cultura consensual de la Transición?

Encuentro respuesta en los rasgos citados hasta ahora: la activación de los cuerpos, la solidaridad extendida, los tiempos y espacios propios. Las plazas eran un lugar muy potente porque admitían a todas las personas, todos los saberes, todas las capacidades. Cada cual podía encontrar una manera de implicarse. Ninguna aportación era descartada, todo sumaba.

-Usted indica que todo eso cambia cuando la nueva política entra en el tablero.

Sí. No se trata de echar las culpas a nadie. No es eso lo que me interesa pensar en el libro. Me interesa pensar qué entendemos por eficacia, si hay una sola o varias. La idea de la nueva política, de Podemos, por ejemplo, es traducir la energía del 15M al plano de lo institucional y lo que intento explicar en el libro es cómo esa traducción va borrando esos ingredientes de la fuerza de los débiles al traducirlos a un código más convencional.

-¿Por ejemplo?

En la política institucional existe la idea de que manden los que saben, de que la participación del pueblo no es eficaz, sino desordenada y tumultuosa. Los vínculos ya no pasan por la gente entre sí, sino por la gente con el líder, como los ejes de una rueda. Se empieza a jugar exclusivamente en el tiempo del poder —marcado por las elecciones— y en sus espacios —mediáticos o institucionales—, perdiendo contacto con los territorios de vida. La máquina electoral no suma, sino que descarta: la gente queda limitada a opinar en redes. Bueno, es la idea dominante de eficacia, el control.

-Señala que el 15M es traducido al código de la política convencional.

Sí. El 15M era un OVNI, nadie lo entendía, creó otra lengua que de algún modo era opaca para el poder. Eso desbarata el tablero. Esa es una de sus fuerzas: ser intraducible. Me parece que eso se pierde más adelante, cuando surge la idea de que para ser eficaces hay que ser un bando más del tablero, entrar en el tablero, pensar en el tablero. Somos traducidos al tablero.

El habla automática y el habla de los afectos

-Habla usted de la representación, de la delegación y de los medios. Hay quien hace la lectura de que Podemos consiguió lo que consiguió porque estaba en la tele.

Cuando la gente dice que alguien habla muy bien, refiriéndose a tal o cual político, yo siempre me pregunto «pero ¿qué es hablar bien?». ¿Es hablar sin dudas, sin balbucear, sin equivocarse? Para mí eso es la lengua oficial, hablar en automático, el habla de los fuertes. Cuando haces el esfuerzo de hablar y pensar con tus propias palabras, sin traer el discurso aprendido de casa, dejándote afectar por la situación y por los demás, puede haber fallas en el discurso. Para mí estos son signos de credibilidad. 

-¿Qué es eso de hablar en automático?

La tele no está concebida para dejar espacio a la duda, no hay momentos de silencio, equivocarse es debilidad, y se supone que no hay que mostrar nunca debilidad. Es para los fuertes, se castiga la vulnerabilidad. Así que cuando escucho que alguien dice «ese habla muy bien» no sé qué quiere decir, porque el hablar bien es como un hablar robótico, artificial, es el paradigma del control: «Lo tengo todo controlado y te dejo sin respuesta».

-¿Es posible que haya verdad en los formatos televisivos?

Hace mucho tiempo que no escucho en la tele una voz que me hable con verdad. La fuerza de la palabra de la nueva política al principio era que estaba impregnada de lo que pasaba en las calles y las plazas. Una palabra tiene fuerza cuando está impregnada de lo que le pasa a la gente. El líder es más eficaz cuando es capaz de escuchar, de recoger, de sintetizar. En cuanto cree que se trata de su genialidad pierde la fuerza, solo es un canal.

El 15M no tenía ningún discurso unificado, sino miles de voces. Y su eficacia comunicativa era altísima. Es la fuerza de hablar de corazón a corazón y de herida a herida, como el habla de los zapatistas, de Pilar Manjón en su día o de los feminismos.

*-Hay una frase del libro en la que dice: «Se tiende a hacer creer que el desenlace de la batalla cultural no depende de la verdad de los relatos sino de su eficacia comunicativa».

Hoy la comunicación es el lenguaje dominante. Es el lenguaje de la seducción: hay que seducir al otro con guiños, con figuras, con significantes. El otro como objeto. Yo pienso que ahí no pasa nada. Que en política todo pasa si hay un cuerpo que arriesga. ¿Cómo empieza 2011? Con un hombre quemándose a lo bonzo en Túnez, con un activista llorando ante las cámaras de forma sincera en Egipto, con los cuarenta acampando en Sol, con cuerpos que arriesgan, con algo en el cuerpo que se activa. Hace falta que el cuerpo hable, que la palabra sea una prolongación del cuerpo, no un cálculo extraído de un libro.

-Estamos hablando en el fondo de una idea de cambio. El 15M quería mejorar las cosas, un cambio. En política institucional también se menciona el concepto de cambio a menudo. Usted tiene su propia idea de cambio.

Si no hay cambio subjetivo no hay cambio objetivo. Ese es mi balance de las experiencias del siglo XX. La fórmula de comunismo estatal, vertical y burocrática intentó cambios muy fuertes tanto del poder político como del económico, pero la sociedad no se diferenció tanto de la occidental. ¿Por qué? Porque no cambió la vida de la gente en lo cotidiano de forma sustancial, no cambió la relación con el trabajo, con el saber, con los que mandan, con la política, con las máquinas, con el propio cuerpo. Es la dimensión de transformación subjetiva la que empuja también una transformación objetiva, una transformación del deseo.

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