El COVID-19 como dispositivo. Inquietudes securitarias en tiempos de pandemia

Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975), cuando explica el panoptismo describe claramente lo que se hacía a finales del siglo XVIII cuando se declaraba la peste en la ciudad, prácticas que permanecen intactas hasta nuestros días. Se intensifica la vigilancia, estrictos controles militares y policiales aseguran el confinamiento. Los cuerpos de seguridad más letales velan por el cuidado de tu salud. Llegando a niveles en los que pueden haber claras expresiones del lado mortífero de la biopolítica: se puede hasta matar “legítimamente” a quienes representen un peligro biológico.



El COVID-19 como dispositivo. Inquietudes securitarias en tiempos de pandemia

 

Keymer Ávila

 

I. Introducción

La pandemia es real en términos biológicos y sanitarios; tiene además una dimensión ideológica y mediática. A estas alturas no se discuten sus dimensiones: al momento de escribir estas líneas las muertes por COVID-19[1] superan los cuatro millones (JHU, 2021). En este texto se presentan algunas inquietudes iniciales sobre las lógicas securitarias que parten de los intentos de contención del COVID-19, pero que a su vez los trascienden. Se trata de las formas bajo las cuales puede instrumentalizarse políticamente la pandemia, sirviendo ésta como dispositivo securitario que reduce los derechos de la ciudadanía, que se extiende e institucionaliza. Se toma como ejemplo el caso venezolano.

Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975), cuando explica el panoptismo describe claramente lo que se hacía a finales del siglo XVIII cuando se declaraba la peste en la ciudad, prácticas que permanecen intactas hasta nuestros días. Se intensifica la vigilancia, estrictos controles militares y policiales aseguran el confinamiento. Los cuerpos de seguridad más letales velan por el cuidado de tu salud. Llegando a niveles en los que pueden haber claras expresiones del lado mortífero de la biopolítica: se puede hasta matar “legítimamente” a quienes representen un peligro biológico.

En la actualidad, ya no se trata de una ciudad ni de un país, es el mundo entero en el que se ha declarado la peste. Éste se transforma entonces -como nunca antes- en el “laboratorio de poder” perfecto para poner en práctica todos los dispositivos disciplinarios y de control, con tecnologías de punta ampliamente diseminadas. Donde no se goce suficientemente de estos recursos, las delaciones vecinales o comunitarias administradas por el gobierno de turno, o el simple uso de la fuerza, no faltarán.

Y a pesar de convencernos que hemos avanzado mucho en conocimientos y como sociedad, terminamos todos reducidos a la pura vida biológica (nuda vida –Agamben, 2005-). El peligro de contagio exige la obediencia rápida del pueblo y otorga la autoridad máxima a los gobiernos. Se reducen de esta manera las posibilidades de organización desde abajo, así como revueltas o resistencias callejeras. La única solución es el confinamiento o “distancia social”.

El COVID-19 como dispositivo

El término dispositivo es decisivo en la obra de Foucault, pudiera entenderse como

“un conjunto absolutamente heterogéneo que implica discursos, instituciones, estructuras arquitectónicas, decisiones regulativas, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas, en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no-dicho. El dispositivo es la red que se establece entre estos elementos”.

Es una especie “de formación que en un determinado momento histórico tuvo como función esencial responder a una urgencia”, tiene “una función esencialmente estratégica” (Foucault, 1977:128-129).

En este sentido, el COVID-19 viene a ser el dispositivo securitario y de control de estos tiempos. Resulta mucho más potente, eficiente, democrático, expansivo y global, que la lucha contra el terrorismo de comienzos de este siglo (post 11-S), la guerra contra el narcotráfico o la insurgencia del siglo pasado.

Este enemigo invisible no está afuera, está dentro de nosotros. Cuenta además con evidencias, y con todo un saber médico-científico que lo respalda y legitima; de esta manera el miedo queda justificado. El pánico es una base sólida para ceder todos nuestros derechos al viejo y desgastado Leviatán, para que nos proteja de este nuevo mal absoluto. En este marco, nuevamente –pero ahora a otra escala–, necesitará de poderes plenos para poder hacerle frente a esta amenaza. Tiempos excepcionales ameritan medidas excepcionales en todas las áreas, especialmente en lo normativo, lo tecnológico y lo securitario. Sin embargo, no perdamos de vista que: a menor capacidad sanitaria y científica, mayores serán las medidas policiales, militares y propagandísticas. No obstante, siempre se harán esfuerzos para que la primera se confunda con las segundas. Cuando la salud se convierte en un tema de seguridad nacional, se impregna todo de la lógica punitiva, militar y bélica.

Y así el estado de excepción (Agamben, 2005), donde los derechos quedan suspendidos, el toque de queda se impone y se hace legítimo, pública y evidentemente, a nivel global. Con la excepcionalidad como regla se implementan otros modelos, nuevos mecanismos de poder se intensifican sobre la vida cotidiana de las personas. En nombre de la vida se refuerzan y se expanden todos los controles y poderes excepcionales, con la anuencia y plena colaboración de la ciudadanía.

La pandemia del COVID-19 se ha convertido en el máximo dispositivo biopolítico global. Una vez superada en términos sanitarios, los mecanismos de control desplegados serán difíciles de revertir.

II. De centros y periferias: de la biopolítica a la necropolítica

El despliegue del COVID-19 como dispositivo no se manifiesta igual en todo el mundo, las nuevas tecnologías de las grandes potencias contrastan con las respuestas estatales de los países periféricos. Mientras que en los centros el confinamiento masivo va de la mano con los avances en la implementación de tecnologías para el control de la vida cotidiana, que serían complementados con los clásicos controles policiales y penales, en Latinoamérica son estos últimos los que se extienden y cobran más fuerza.

Ya desde las últimas décadas del siglo pasado la criminología crítica latinoamericana denunciaba la brutalidad y excesos de sus sistemas penales (Aniyar, 1987; Zaffaroni, 1998). Situación que la oleada de gobiernos “postneoliberales” en este nuevo siglo no lograron superar (Sozzo, 2016), por el contrario, han instrumentalizado esta situación en su propio beneficio.

Un indicador importante del estado actual de los sistemas penales latinoamericanos es el uso de la fuerza letal por parte de agentes estatales. En estudios recientes los casos de Venezuela, El Salvador, México, Brasil y Colombia han encendido las alarmas (Silva et al., 2019).

Esta violencia institucional sirve como instrumento para sostener la violencia estructural, que mantiene a muchos países de la región en condiciones de dependencia económica, política y cultural (Del Olmo, 1979; Baratta, 2004) y es administrada usualmente por gobernantes que ejercen el poder discrecional y arbitrariamente. Es precisamente en las periferias donde la biopolítica presenta su lado más mortífero.

Las reflexiones sobre biopolítica (Foucault, 2001), necropolítica (Mbembe) y estado de excepción (Agamben) pudieran ofrecer un terreno teórico fértil para comprender las implicaciones securitarias de la pandemia en Latinoamérica, donde algunos de sus países viven en permanente estado de excepción. En estos casos el COVID-19 sirve de excusa para extender, profundizar y normalizar la excepcionalidad que le antecede. Sirva el caso venezolano como ejemplo.

III. El caso venezolano: la excepcionalidad permanente

En Venezuela la “cuarentena” preexiste al COVID-19, la pandemia opera como extensión y justificación de una gubernamentalidad que lleva tiempo en práctica, y que se explicará a continuación:

La excepción político-institucional[2]

Para Agamben (2005:3) uno de los caracteres esenciales del estado de excepción es la abolición de la distinción entre poder legislativo, ejecutivo y judicial, como una duradera praxis de gobierno. Esta concentración de poder en el Ejecutivo Nacional se ha afianzado durante los últimos años en el país.

Venezuela está inmersa en una crisis progresiva de diversas índoles: económica, política, social e institucional, anteriores a las sanciones de los EEUU, que sólo han contribuido a su agudización. Poca claridad y cohesión en los liderazgos políticos, en especial a partir de la muerte del Presidente Chávez en 2013; que trajo como consecuencia una disminución de la hegemonía formal del partido de gobierno, cuya expresión más evidente está en su derrota electoral en diciembre de 2015, en la que la oposición retomó el dominio del Poder Legislativo. Antes, la Asamblea Nacional (AN) saliente -controlada por el Ejecutivo-, designó a nuevos Magistrados en el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) a través de un cuestionado procedimiento. Estos eventos ocasionaron una serie de desconocimientos recíprocos entre el Ejecutivo y el Legislativo que han profundizado la crisis política e institucional del país.

Después de diversos conflictos intrapoderes, en marzo de 2017, el TSJ dicta las Sentencias 155 y 156, en las que se desconoce a la AN y le otorgan al Ejecutivo parte de sus competencias, decisiones que fueron repudiadas por diversos sectores del país. La Fiscal General de la República (FGR) denunció que con estas sentencias se rompió el hilo constitucional. Estos conflictos desembocan en las protestas de 2017, en las que murieron –al menos- unas 124 personas (Ávila y Gan, 2018). Posteriormente se impone una ilegítima e inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente (ANC), que no fue reconocida por importantes sectores, nacionales e internacionales. Con la ANC se dio una especie de autogolpe con el que el gobierno se apropia sin límites de todas las instituciones del Estado, excepto de la AN. Se toma militarmente el Ministerio Público y la FGR -que también había denunciado las irregularidades del proceso de convocatoria de la ANC- sale exiliada del país, bajo amenazas de ser privada de libertad. Uno de los primeros actos de la ANC es nombrar de manera irregular un nuevo FGR.

Es esta misma ANC la que convoca y organiza –fuera de lapso- las cuestionadas elecciones presidenciales del 20 de mayo de 2018, en las que no hubo participación real de la oposición por carecer de garantías institucionales para ello (ilegalización de partidos políticos, opositores inhabilitados o presos, detenciones arbitrarias, entre otras).

Al autogolpe del Ejecutivo materializado con la imposición de la ANC de 2017 y a las no reconocidas elecciones de 2018 respondió el sector más visible y hegemónico de la oposición con una serie de acciones no institucionales (autoproclamación del Presidente de la AN como Presidente de la República; existencia simbólica de poderes públicos paralelos, insurrecciones armadas fallidas), que solo fortalecieron interna y nacionalmente al gobierno de Nicolás Maduro, mermando a la oposición partidista hasta su casi inexistencia[3]. La expresión máxima de la reducción opositora se encuentra en su no participación en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2020, con lo que le cedieron al gobierno el único poder que le faltaba por controlar: el Poder Legislativo. De esta manera la excepcionalidad institucional iniciada con la ANC en 2017, como símbolo de poderes ilimitados concentrados en el Ejecutivo Nacional, se profundizó durante la pandemia. La no reconocida ANC se transforma ahora en AN oficial, la excepcionalidad de la primera ahora se hace norma a través de la segunda. Y así la excepcionalidad político-institucional se extiende hasta nuestros días.

La excepcionalidad normativa

Según Agamben, la norma tiene inserta dentro de sí su propia excepción, la segunda se fundamenta en la primera. Supuestamente se suspende el derecho para su protección. Y así está consagrado en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (2000), los estados de excepción se encuentran dentro del título “De la protección de esta Constitución”.

Desde 2016 hasta la actualidad, se han dictado unas 25 declaratorias de estado de excepción a nivel nacional (MIDHNUV, 2020). Así se llega al 13 de marzo de 2020 cuando se decretó el Estado de Alarma para atender la emergencia sanitaria del COVID-19; se trataría entonces de la continuidad del estado de excepción existente de manera ininterrumpida en el país desde hace cinco años (a la emergencia económica se suma la emergencia sanitaria). Más allá de su inconstitucionalidad y de la evasión de los necesarios controles (provenientes de instituciones como la AN y el TSJ), según esta normativa[4] las fuerzas de seguridad pueden “tomar todas las previsiones necesarias” para hacer cumplir este decreto, es decir, ejercer el poder de manera abierta, discrecional y arbitraria.

De esta manera, se crean las condiciones jurídico-formales que hacen de la excepción la regla en Venezuela. Si esto es así desde lo normativo, el plano de la realidad, de las relaciones que se generan a partir de esos mandatos, es de un descontrol institucional de la actividad del Poder Ejecutivo. Este descontrol cae en cascada sobre el aparato militar y policial que se constituyen, a su vez, en herramientas fundamentales de su sostenimiento. Ningún otro poder controla al Ejecutivo y éste no controla al aparato militar ni policial. Entre ellos solo existen relaciones de reciproca utilidad que gira en torno a intereses particulares (Ávila, 2018).

La excepcionalidad de la vida cotidiana

En Venezuela durante los últimos años los derechos sociales también han retrocedido, con una escasez general de alimentos y medicinas, que tienen como correlato la aparición de enfermedades que se consideraban erradicadas. Una inflación estimada en más de 1.000.000% (Werner, 2018); durante los últimos 14 años la moneda ha perdido más de 100.000.000 de veces su valor. Con una pobreza por ingreso del 87% y una pobreza extrema del 61% (España y Ponce, 2018). En el último informe anual del PNUD (2019) sobre el Índice de Desarrollo Humano (IDH), sólo Siria y Libia, dos países con prolongadas guerras, han perdido más puestos en el IDH que Venezuela (ha retrocedido 25 puestos en este ranking mundial). El deterioro de los servicios públicos básicos como agua, electricidad, salud, transporte, gasolina e internet, es cada vez más grande. Aproximadamente el 13% de la población ha decidido emigrar, se estimaba que a finales de 2020 este porcentaje llegaría a un 20% (6,5 millones de personas) (ACNUR, 2019).

La infraestructura de servicios necesaria para satisfacer efectivamente los derechos sociales, especialmente el sistema de salud, ya se encontraba colapsada desde antes de la llegada del COVID-19. Entonces cabe preguntarse, ante la precariedad socioeconómica descrita, ¿cómo exigirle a una población que no vive de su salario, que tiene que ganarse el pan diariamente en la calle, que se quede en su casa por semanas o meses? Durante los siete primeros meses de cuarentena ya se contaban -al menos- unas 5.607 protestas exigiendo derechos sociales en todo el país. También se reportaron 63 saqueos en 13 estados (OVCS, 2020; OCHA, 2020).

IV. En Venezuela los cuerpos de seguridad son más letales que el COVID-19

Entre los años 2010 y 2018, según información oficial, han fallecido a manos de las fuerzas de seguridad del Estado unas 23.688 personas. El 69% de estos casos ocurrió durante los últimos tres años, llegando a una tasa que oscila entre las 16 y 19 personas por cada cien mil habitantes (pccmh) fallecidas por estas causas, un registro superior a la tasa de homicidios de la mayoría de los países del mundo. En 2010 la tasa era de 2,3 y en 2018 llegó a 16,6, esto representa un incremento de un 622% (Ávila, 2019b).

El porcentaje que ocupan las muertes en manos de las fuerzas de seguridad dentro de los homicidios en Venezuela también es cada vez mayor: en 2010 era apenas de un 4%, ocho años después llega a 33%. Es decir, uno de cada tres homicidios que ocurre en el país es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. Esto, en un país cuya tasa de homicidios ronda los 50 pccmh, puede considerarse como una masacre: durante 2018 murieron diariamente 15 jóvenes venezolanos por estas causas (Ibíd.).

Para tener una idea de las dimensiones: en EEUU este tipo de casos oscila entre el 8% y el 10% del total de homicidios ocurridos (Ball, 2016); en Brasil estos casos apenas ocupan el 7%. Durante 2017, Venezuela tuvo más muertes por intervención de la fuerza pública que este país vecino, que tiene siete veces su población: Brasil 4.670 muertes, Venezuela 4.998 (Silva et al., 2019).

Estos son algunos de los saldos que caracterizan al actual gobierno, que lejos de debilitarlo le fortalecen, porque opera con una lógica necropolítica[5]: en la medida que se deterioran las condiciones materiales de vida, la vida misma parece también perder su valor. En ese proceso se ejercen mayores y más efectivos controles sobre la población. Mientras al gobierno más se le acusa de autoritario y dictatorial, como generador de terror, más se envilece, ese es su principal capital político. Su legitimidad no se encuentra en los votos ni en la voluntad popular, se encuentra en el ejercicio ilimitado del poder y de la fuerza, el miedo es una de sus principales herramientas. Con la pandemia esta excepcionalidad solo se extiende otorgándole más poder a quiénes ya controlan todo el aparato del Estado.

Durante los primeros quince meses de cuarentena –período en el que se espera que al reducirse la movilidad social se reduzca también la violencia callejera– murieron a manos de las fuerzas de seguridad del Estado más de 2.837 personas[6]. Son seis muertes diarias, que no escandalizan a nadie. En ese mismo lapso el COVID-19, según cifras oficiales, había acabado con la vida de 2.829 personas (Patria 2021), es decir, fue casi tan letal como los cuerpos armados oficiales. En este período para los venezolanos las fuerzas de seguridad del Estado han sido más mortales que la pandemia que azota al mundo.

Es importante advertir que las cifras oficiales sobre la pandemia no son confiables, el subregistro de esta información en Venezuela se estima que oscila entre el 63% y el 95% (ACFMN, 2020:16-17). Así que el contraste que se realiza en el párrafo anterior, basado en la información disponible, no pretende tener exactitudes, sino visibilizar y denunciar las magnitudes de la violencia institucional de carácter letal en el país, que alcanza unos niveles que puede llegar incluso a ser contrastada con las muertes provocadas por COVID-19. Ambas muertes, ya sea por acción u omisión estatal, son expresiones de la excepcionalidad en la que nos encontramos inmersos los venezolanos.

 

En el Gráfico 2 se puede observar claramente cómo las muertes por intervención de la fuerza pública se disparan a partir de la declaratoria de estado de alarma por COVID-19 del 13 de marzo de 2020 y se mantienen muy altas hasta el mes de junio. A partir de ese mes ocurren una serie de eventos político-institucionales que impactaron positivamente en la disminución de estos casos que merecen una mención especial.

Más allá de la merma de la vida social y económica del país, la reducción de su población por la migración y la cuarentena por el COVID-19, hay otros factores coyunturales que favorecieron la disminución de las muertes por intervención de la fuerza pública durante el segundo semestre del año 2020. Como ya se ha señalado, se trataba de un año electoral en el que se definiría el futuro de la AN, único poder del Estado que se mantenía autónomo del Ejecutivo Nacional. En otros espacios (Ávila, 2012; 2017) se ha analizado cómo en años electorales, el tema securitario y el manejo de los cuerpos policiales es muy sensible a estas coyunturas. El gobierno a nivel internacional necesitaba dar algunas muestras que generaran confianza, y a su vez quería bajar las tensiones durante ese lapso dentro del país. A esto se suma que a mediados de junio la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) publica su segundo informe sobre la situación de derechos humanos (DDHH) en Venezuela y en septiembre también lo hace la Misión Independiente de Determinación de Hechos de Naciones Unidas para Venezuela (MIDHNUV). En octubre los gobiernos de Argentina y España, que hasta esa fecha se habían manifestado como aliados del gobierno venezolano, decidieron respaldar los mencionados informes votando en la ONU a favor de la resolución sobre la situación de los DDHH en Venezuela, ampliando el mandato de la MIDHNUV por dos años más (Consejo de DDHH de la ONU, 2020;  Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de Argentina, 2020). Semanas después la fiscal de la CPI expresó “que existía un fundamento razonable para creer que en Venezuela han ocurrido crímenes de competencia de la Corte” (CPI, 2020). Esta conjugación de factores internos (necesidad de crear un ambiente de distensión para las elecciones de la AN, cuarentena nacional, reducción de los espacios y de la movilidad social, cuestionamientos públicos del FGR contra las Fuerzas de Acciones Especiales –FAES-) y externos (Consejo de DDHH, condena por parte de gobiernos aliados, CPI) durante el segundo semestre del año, pueden explicar esta reducción circunstancial de muertes institucionales. A su vez, éstos pueden servir también de indicador sobre cómo las autoridades políticas pueden ordenar y controlar en determinadas coyunturas al aparato policial y afectar directamente las muertes que éste genera. Esto corrobora que el uso de la fuerza letal por parte de las policías no es una mera respuesta a la violencia delictiva.

En contraste, en lo que sí se aprecia un abrupto incremento es en las detenciones ilegales y arbitrarias, todo en el marco del Decreto de Estado de Alarma para hacer cumplir la cuarentena (Gráfico 3). Durante 2020 se registraron 15.470 violaciones al derecho a la libertad personal, lo que representa un incremento de un 464% de estos casos respecto al año 2019; el 93% de estas detenciones fueron masivas (más de 10 personas en un mismo evento). Cuando se analiza el histórico de este tipo de violaciones al derecho a la libertad personal, la cantidad de detenciones ilegales y arbitrarias en el marco de operativos policiales durante 2020 (14.451) aumentaron un 14.370%, cifra solo superada por las de las “Operaciones de Liberación del Pueblo” (OLP) del año 2015 (16.924), que ha sido uno de los operativos policiales más violentos y cuestionados de los últimos años en Venezuela (Ávila, 2017; González, 2021).

Gráfico 3

Dentro de estas detenciones ilegales y arbitrarias se encuentran decenas de periodistas y profesionales de la salud que contradijeron la versión oficial sobre el tratamiento de la pandemia. La privación de libertad por razones políticas aumentó 60,6% durante este período. La situación de los privados de libertad y de los migrantes retornados se hizo también cada vez más precaria (Ávila, 2020b: 15-16; González 2021). Estas evidencias son claras manifestaciones de la instrumentalización del COVID-19 como dispositivo securitario y de control en la Venezuela post- Chávez.

V. Comentarios finales

La pandemia genera múltiples funcionalidades para cualquier Estado autoritario, es la excusa perfecta para el estado de excepción que se extiende a nivel global. El gobierno venezolano no escapa de esa lógica, por el contrario, la aprovecha de la mejor manera que puede. Este tipo de situaciones lejos de afectar a los regímenes autoritarios los fortalece, son un instrumento formidable para ampliar su poder y mermar los derechos de la ciudadanía. Así, por ejemplo, se acaba con reuniones, concentraciones, manifestaciones y cualquier forma de resistencia callejera. Toda la ciudadanía de manera voluntaria se confina en sus hogares, bajo pena de prisión o muerte.

En términos globales, aparecen nuevos dispositivos, y mientras que los adultos mayores –considerados como no productivos por el capitalismo– son ofrecidos en sacrificio, los chivos expiatorios siguen siendo los tradicionales: migrantes (que en el caso venezolano serían los retornados), extranjeros, trabajadores informales y sectores precarizados que viven al día, que no pueden mantener la cuarentena.

En fin, nuevos discursos legitimadores con viejos propósitos de orden y control, afloran las delicadas tensiones políticas entre libertad y seguridad, lo individual y lo colectivo, la propia supervivencia y la solidaridad, nacionalismo e internacionalismo. No se debe naturalizar lo que sucede ni entregarse dócilmente a esta nueva fase de expansión autoritaria y de reducción de derechos. Ante nuevas formas de dominación habrá también nuevas formas de resistencia. La libertad, igualdad, no discriminación, junto a la lucha por la redistribución de los recursos, la salud pública y nuestra relación con el ambiente son nuevamente los objetos de disputa. Estos parecen ser los retos ante esta pandemia totalitaria global, en la que ya no se distinguen claramente las diferencias ideológicas ni partidistas de los gobernantes de turno, porque finalmente coinciden en sus objetivos pragmáticos. Solo que algunos lo disimulan mejor que otros.

VI. Referencias bibliográficas

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[1] Si bien el COVID-19 (Coronavirus Disease 2019) es la enfermedad causada por el virus SARS-CoV-2 (Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus 2) (OMS, 2020), en este texto que se enmarca en una dimensión política y securitaria -no médica ni epidemiológica-, con la intención de simplificar las ideas y los argumentos, se utilizará indistintamente el término COVID-19 ya sea como enfermedad, como el virus que la causa o como la pandemia que se ha generado por su propagación global.

[2] Para más detalles sobre esta sección y la “La excepcionalidad de la vida cotidiana” ver: Ávila, 2019a.

[3] Para ver de manera más detallada la respuesta de la oposición durante 2019 y el primer semestre de 2020, ver: Ávila, 2020b: 7-8.

[4] Que lleva al menos unas doce prórrogas, en el marco de una gran incertidumbre formal.

[5] Para Mbembe “la expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir” (2011:19). La soberanía la define entonces como el derecho de matar. En este marco la necropolítica sería la “sumisión de la vida al poder de la muerte (política de la muerte)” (Ibíd.:74). Esta expresión mortífera se hace común en sistemas que solo funcionan en estado de emergencia, urgencia, relación de enemistad, es decir: en estado de excepción.

[6] La cifra proviene del seguimiento diario que hacemos de estos casos en las noticias a nivel nacional, en el que se tiene como unidad de observación a cada víctima. Se trata de apenas un subregistro que usualmente no llega a más del 30% de los casos que llega a registrar el sistema penal (Ávila, 2019c:54). Para más detalles sobre la metodología ver: Ávila, 2020b:10. En estos eventos murieron 22 funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado, lo que, al igual que anteriores estudios (Ávila, 2020c), indica que en su mayoría no se trataba de casos de enfrentamientos y evidencia un uso excesivo de la fuerza letal.

 

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O.E.P. Venezuela

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