Más allá del estado plaga

De la exposición diferencial a la muerte creada por el capitalismo racial a la visibilización del trabajo de cuidados, de la atención a las condiciones letales del encarcelamiento a una caída de la contaminación visible a simple vista, las revelaciones catalizadas por la pandemia parecen tan ilimitadas como su impacto continuo en nuestras relaciones sociales de producción y reproducción.



Más allá del Estado Plaga

por Alberto Toscano // Traducción de Diego Ortolani Delfino
Carcaj
30 de noviembre 2021
 
 

El Estado como tuberculosis organizada; si los gérmenes de la plaga se organizaran, fundarían el Reino mundial.

Georg Lukács, Notas sobre Dostoievsky (1915)

Es lugar común cuando se habla sobre crisis de varios tipos notar su capacidad repentina para revelar lo que la reproducción aparentemente suave del statu quo deja en ángulo oscuro, para revelar la tramoya, arrancar las escamas de nuestros ojos, y así. El carácter, la duración y la escala de la pandemia de SARS-CoV-2/Covid-19 es una ilustración particularmente comprensiva de esta vieja verdad apocalíptica. De la exposición diferencial a la muerte creada por el capitalismo racial a la visibilización del trabajo de cuidados, de la atención a las condiciones letales del encarcelamiento a una caída de la contaminación visible a simple vista, las revelaciones catalizadas por la pandemia parecen tan ilimitadas como su impacto continuo en nuestras relaciones sociales de producción y reproducción.

Pero el reconocimiento generalizado, incesante y mediatizado de que estamos viviendo una crisis sin precedentes también puede engañarnos, pensando que nuestros imaginarios políticos y éticos ya son capaces de distinguir lo viejo de lo nuevo, que nuestro reconocimiento no es un reconocimiento erróneo, nuestra visión un descuido, nuestro conocimiento un desconocimiento. La presión que una epidemia, como realidad y alegoría, puede ejercer sobre nuestros mapeos cognitivos y morales es algo que Albert Camus había capturado incisivamente en sus Cuadernos, en comentarios preparatorios a la escritura de “La Plaga”: Desarrollar la crítica social y la revuelta. Que les falta imaginación. Se acomodan a una épica como lo harían a un picnic. Ellos no piensan en la escala adecuada para las plagas. Y los remedios que piensan son apenas adecuados para un resfriado[1].

El bloqueo imaginativo hoy se intensifica, ya que las condiciones pandémicas se entrecruzan y se ven exacerbadas por otros procesos sociales y materiales cuya visibilidad e inteligibilidad no son de ninguna manera transparentes: la dinámica económica de la globalización capitalista y las vicisitudes del poder político. Lo que voy a tratar de esbozar hoy es sólo un elemento en un esfuerzo más amplio para interrogar lo que podríamos llamar la relación entre el virus, el valor y la violencia, o la epidemiología, la economía política y la teoría política.

La dimensión política de nuestra vida colectiva en condiciones de pandemia mundial, parece ciertamente atenerse a una lógica de crisis de intensificación y revelación, al mismo tiempo que se ve acosada por sus propias opacidades y faltas de imaginación. Proliferan los estados de alarma y emergencia, se generan auténticas dictaduras sanitarias (la más atroz en Hungría), se militariza una emergencia de salud pública, y se pone a prueba lo que The Economist denomina un ‘coronopticon’ contra poblaciones en pánico[2]. Y sin embargo, sería demasiado simple sólo castigar las diversas formas de autoritarismo médico que han aparecido en la escena política contemporánea.

Especialmente para aquellos que insisten en proponer futuros emancipatorios después de la pandemia, es crucial reflexionar sobre la profunda ambivalencia hacia el Estado que esta crisis trae a primer plano. Somos testigos de un deseo generalizado por el Estado -una exigencia de que las autoridades públicas actúen con rapidez y eficacia, de que recurran adecuadamente al frente epidemiológico, de que aseguren el empleo, los medios de vida y la salud frente a una interrupción sin precedentes de la normalidad-. Y, corrigiendo una esperanzadora presunción progresista, por la que toda represión es de arriba hacia abajo en su origen, también hay una demanda societal de que las autoridades públicas repriman rápidamente a aquellos que participan en conductas imprudentes o peligrosas. En las inquietantes palabras de uno de los personajes de la novela de la peste de Maurice Blanchot, The Most High: ‘La enfermedad contamina la ley cuando la ley cuida de los enfermos’[3].

Teniendo en cuenta nuestros estrechos imaginarios políticos y retóricos -pero también, voy a argumentar, la propia naturaleza del Estado-, este deseo de Estado se articula abrumadoramente en términos marciales. Nuestros oídos se embotan con declaraciones de guerra contra el coronavirus: el vector en jefe, como Fintan O’Toole lo ha llamado amablemente[4], mientras que por ejemplo un convaleciente Primer Ministro del Reino Unido habla de una lucha que nunca elegimos contra un enemigo que todavía no entendemos del todo. Campean analogías nacionalistas caprichosas sobre épicas batallas; mientras que se promulgan temporalmente poderes legislativos de guerra para nacionalizar industrias con el fin de producir ventiladores y equipos de protección personal.

Por supuesto, librar la guerra contra un ‘virus’, en última instancia, no es más convincente que librar la guerra contra un sustantivo (“terrorismo”), pero es una metáfora profundamente arraigada tanto en nuestro pensamiento sobre la inmunidad y la infección, como en nuestro vocabulario político. Como atestigua la historia del Estado y de nuestras percepciones sobre él, a menudo es extremadamente difícil separar a los médicos y a los militares, ya sea a nivel de ideología o de práctica. Sin embargo, al igual que detectar los focos capitalistas detrás de esta crisis no nos exime de enfrentar nuestras propias complicidades[5], así castigar la incompetencia política y la malevolencia que abundan en las respuestas a la Covid-19 no nos otorga ninguna inmunidad para enfrentar nuestro deseo contradictorio por el Estado.

La historia de la filosofía política puede quizás arrojar alguna luz parcial sobre nuestra situación. Después de todo, el nexo entre la alienación de nuestra voluntad política a un soberano y la capacidad de éste de preservar la vida y la salud de sus súbditos, especialmente frente a epidemias y plagas, está en los orígenes mismos del pensamiento político occidental moderno – que, para bien y para mal sigue dando forma a nuestro sentido común-.

Esto es bien ejemplificado por un dictum acuñado por el estadista y filósofo romano Cicerón en la antigüedad, y luego adoptado en el período moderno temprano – es decir, la era de la gestación del Estado capitalista moderno – por Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, John Locke y el insurgente nivelador William Rainsborowe: Salus populi suprema lex (la salud de la gente debe ser la ley suprema). En este eslogan engañosamente simple se puede identificar gran parte de la ambivalencia que carga nuestro deseo por el Estado: se puede interpretar como la necesidad de subordinar el ejercicio de la política al bienestar colectivo, pero también puede legitimar la concentración absoluta de poder en un soberano que monopoliza la capacidad de definir tanto lo que constituye la salud como quienes son las personas sanas (esto última mutando fácilmente a una etnia o raza).

Revisitar nuestra historia política y nuestros imaginarios políticos a través del lema de Cicerón, en lugar de, digamos, a través de un enfoque que pone a la guerra como la «partera» del Estado moderno, es particularmente instructivo en nuestra era pandémica. Tome una copia del Leviatán de Thomas Hobbes (1651) y observe la famosa imagen que probablemente adorna su portada (en el original era el frontispicio, que daba a la portada). Probablemente se quedará paralizado por la forma en que Hobbes instruyó a su grabador para que representara al soberano como una cabeza que miraba por encima de un «cuerpo político» compuesto por sus súbditos (todos mirando hacia adentro o hacia arriba al rey). O puede explorar el paisaje para observar la ausencia de mano de obra en los campos, y lejanos signos de guerra (barricadas, barcos de guerra en el horizonte, columnas de humo de cañón). O puede pasear por los iconos del poder secular y religioso dispuestos en los lados izquierdo y derecho de la imagen.

Lo que probablemente se perderá es que la ciudad sobre la que se asoma el «Hombre artificial» de Hobbes está casi completamente vacía, salvo por algunos soldados que patrullan y un par de figuras siniestras con máscaras de pájaros, difíciles de distinguir sin aumento. Estos son médicos de la plaga. La guerra y las epidemias son el contexto para la subsunción de sujetos ahora impotentes al soberano, así como para su reclusión en sus hogares en tiempos de contienda y contagio. Salus populi suprema lex. Visto a través de este prisma, se puede ver que el Estado se encuentra entre la metafísica de la peste y su epidemiología, pero también la combina: el pueblo como entidad simbólica e icónica, por un lado, y la población como reservorio o vector viral por otro.

En un comentario reciente sobre Hobbes, el filósofo italiano Giorgio Agamben (cuya propia editorialización sobre la Covid-19 como una mera oportunidad para la intensificación del Estado de excepción ha sido ampliamente criticada), señaló muy bien que el frontispicio del Leviatán es una pista poderosa hacia un aspecto definitorio de ese Estado moderno que el pensamiento de Hobbes hizo tanto por moldear y legitimar: la ausencia del pueblo o, en griego, la ademia.

Los médicos de la peste de Hobbes sugieren así una especie de vínculo secreto entre, por un lado, la ausencia del pueblo, el demos (como cualquier otra cosa que no sea una multitud que debe ser contenida y enajenada por el soberano del Estado) y, por otro, las crisis periódicas provocadas por epidemias (literalmente, ‘sobre la gente’, epi + demos) y pandemias (literalmente, ‘toda la gente’, pan + demos). El Estado moderno, con su monopolio del poder, es un Estado de plaga. También podríamos notar que es un Estado de separación. Las notas de Camus para “La plaga” nos son nuevamente sugerentes, donde escribe: “Lo que mejor parece caracterizar esta época es la separación. Todos estaban separados de los demás, de sus seres queridos o de sus hábitos. … Al final de la plaga, todos los habitantes [de la ciudad] tenían aspecto de migrantes».

Pero esta separación no es simple, su aritmética política de individualización es más insidiosa y productiva de lo que podría parecer a primera vista. En sus conferencias sobre el surgimiento moderno de la figura social de lo “anormal », Foucault se preguntó en qué condiciones Europa fue testigo de un cambio de formas de gobierno que excluían, prohibían y desterraban, a técnicas de poder que buscaban observar, analizar y controlar seres humanos, para individualizarlos y normalizarlos. Su sugerencia fue que volvamos a la transición entre dos formas de abordar las enfermedades infecciosas, de la política de la lepra a la política de la peste.

Según Foucault, el pasaje de la separación entre dos grupos, los enfermos y los sanos, como se materializó en las colonias de leprosos o lazaretos, hacia el gobierno meticuloso de la ciudad de la plaga, hogar por hogar, marcó un cambio trascendental en el gobierno de nuestro comportamiento, que en última instancia sirve como condición previa para nuestra comprensión del poder político y la representación, la ciudadanía y el Estado. La descripción de Foucault del despliegue del poder en una ciudad plagada da un asombroso testimonio de la idea de que todavía vivimos en gran medida en el espacio político que surgió en la Europa del siglo XVIII, en lo que él llamó el “sueño político” de la plaga (el sueño de la plaga fue el de la anarquía y la disolución de las fronteras sociales e individuales):

Los centinelas debían estar en vigilancia permanente al final de las calles, y dos veces al día los inspectores de los barrios y distritos debían hacer su inspección de tal manera que nada de lo que ocurría en el pueblo pudiera escapar a su mirada. Y todo lo observado de esta manera tenía que ser registrado permanentemente mediante este tipo de examen visual e ingresando toda la información en grandes registros. … No es exclusión sino cuarentena. No se trata de expulsar a los individuos, sino de establecerlos y fijarlos, de darles un lugar propio, de asignarles lugares y de definir presencias y presencias subdivididas. No rechazo sino inclusión. Se ve que ya no existe una especie de división global entre dos tipos o grupos de población, uno que es puro y el otro impuro, uno que tiene lepra y otro que no. Más bien, hay una serie de diferencias sutiles y constantemente observadas entre los individuos que están enfermos y los que no lo están. Es una cuestión de individualización; la división y subdivisión del poder se extiende al grano fino de la individualidad[6].

Donde el recinto de los leprosos operaba sobre la marcada división grupal entre los enfermos, es decir, los contagiosos, y los sanos, la vigilancia de la plaga trabaja en gradaciones de riesgo, mapeando el comportamiento individual y la susceptibilidad en ciudades, territorios y movilidades. No es una norma moral o médica lo que está en juego aquí, sino un esfuerzo continuo por normalizar el comportamiento de los individuos, convirtiéndose todos y cada uno en portadores de una amenaza potencial que solo se puede manejar a través de la recolección de datos (los grandes registros que llevan los vigilantes). El gobierno de la peste es así un precursor de la obsesión política por el «individuo peligroso», que aglutina (y confunde) fenómenos de contagio, crimen o conflicto.

En la era del capitalismo de vigilancia y el poder algorítmico, las prácticas de normalización dirigidas al individuo peligroso acumulan una enorme fuerza computacional, cada vez más fina. Pero también son, como las narraciones de autoaislamiento de Daniel Defoe en A Journal of the Plague Year, un asunto cada vez más voluntario, mientras que la prolongación de la pandemia y su amenaza a la salud individual y colectiva pueden servir como un argumento convincente no solo para la intensificación de los poderes del Estado, sino también para ese examen y registro, esa relativización de la «privacidad», de la cual la ciudad de la plaga de Foucault fue la precursora dramática.

En vista de esta larga y profundamente arraigada historia del Estado de la peste, del poder de la peste, ¿es posible imaginar formas de salud pública que no serían simplemente sinónimo de la salud del Estado, respuestas a pandemias que no afianzaran más nuestro deseo de Estado y la connivencia con los monopolios soberanos del poder? ¿Podemos evitar la tendencia aparentemente incontrarrestable de tratar las crisis como oportunidades para una mayor ampliación y profundización de los poderes estatales, en ausencia y aislamiento del pueblo? La historia reciente de epidemias en África Occidental ha sugerido la importancia vital de que los epidemiólogos piensen como comunidades y las comunidades piensen como epidemiólogos[7], mientras que el pensamiento crítico sobre los profundos límites de la estrategia de lockdown sin la institución de los ‘escudos comunitarios’ se mueve en una dirección similar[8].

No es inevitable pensar en las pandemias, por analogía con la guerra, como argumentos biológicos para la centralización del poder. Si el período de posguerra, que persiste como el objeto perdido de gran parte de la melancolía de la izquierda, se caracterizó por el Estado de Bienestar-Guerra (Welfare-Warfare State), la «salida» de nuestra situación no tiene por qué aceptar el bienestar- como-guerra como su único horizonte. Es evidente una vez que reflexionamos sobre las profundas contradicciones que ahora revelan las costuras del gobierno, entre las prioridades epidemiológicas y de salud pública, por un lado, y los imperativos capitalistas, por el otro. En otras palabras, el Estado puede verse intrínsecamente incapaz de pensar como un epidemiólogo, cuando la salud de las personas y su reproducción social se ha entrelazado profundamente con los imperativos de la acumulación capitalista (los mismos que determinan la responsabilidad de la agroindustria en la crisis socio-ecológica y pandémica actual, o la negligencia del Big Pharma para prevenirla y aliviarla).

Una hipótesis sobre cómo comenzar a separar el deseo de Estado de nuestra necesidad de salud colectiva, implica dirigir nuestra atención a las tradiciones de lo que podríamos llamar ‘biopoder dual’ o “doble biopoder”, es decir, el intento políticamente colectivo de apropiarse de los aspectos de la reproducción social, desde la vivienda a la medicina, que el Estado y el capital han abandonado o vuelto insoportablemente excluyentes, en una ‘epidemia de inseguridad’[9] diseñada. Ello sirve de eje desde el cual pensar el desmantelamiento de las formas y relaciones sociales capitalistas, sin apoyarse en la premisa de una ruptura política en el funcionamiento del poder, sin esperar el día siguiente a la revolución.

Los experimentos brutalmente reprimidos de los Panteras Negras con programas de desayuno, detección de anemia falciforme y un servicio de salud alternativo son solo uno de los muchos ejemplos antisistémicos de este tipo de iniciativas de base[10]. El gran desafío para el presente es pensar no solo cómo estos experimentos políticos pueden replicarse en una variedad de condiciones sociales y epidemiológicas, sino cómo pueden ampliarse y coordinarse, sin renunciar al Estado mismo como escenario de lucha y demandas. El lema que los Black Panthers adoptaron para sus programas es quizás un contraataque adecuado y una impugnación virtuosa del vínculo Hobbesiano entre salud, ley y estado: Revolución Pendiente de Supervivencia.[11]


[1] Albert Camus, ‘Pages de Carnets’, Symposium: A Quarterly Journal in Modern Literatures, 12:1-2 (1958), p. 3.

[2] ‘Creating the coronopticon’, The Economist, 28 March 2020 disponible en: https://www.economist.com/printedition/2020-03-28

[3] Maurice Blanchot, The Most High, trans. and introd. Allan Stoekl (Lincoln: University of Nebraska, 1996), p. 169.

[4] Fintan O’Toole, ‘Vector in Chief’, The New York Review of Books, 14 May 2020, available at: https://www.nybooks.com/articles/2020/05/14/vector-in-chief/

[5] Rob Wallace, ‘Capitalism is a disease hotspot’ (interview), Monthly Review Online, 12 March 2020, disponible en https://mronline.org/2020/03/12/capitalism-is-a-disease-hotspot/

[6] Michel Foucault, Abnormal: Lectures at the Collège de France 1974-1975, trans Graham Burchell (London: Verso, 2003), pp. 45-6.

[7] Alex de Waal, ‘New Pathogen, Old Politics’, Boston Review, 3 April 2020, disponible en: https://bostonreview.net/science-nature/alex-de-waal-new-pathogen-old-politics, with reference to Paul Richards’s book, based on his research in Sierra Leone, Ebola: How a People’s Science Helped End an Epidemic (London: Zed Books, 2016).

[8] Anthony Costello, ‘Despite what Matt Hancock says, the government’s policy is still herd immunity’, The Guardian, 3 April 2020, disponible en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/apr/03/matt-hancock-government-policy-herd-immunity-community-surveillance-covid-19

[9] Interview: Dr. Abdul El-Sayed on the Politics of COVID-19’, Current Affairs, 7 April 2020, disponible en: https://www.currentaffairs.org/2020/04/interview-dr-abdul-el-sayed-on-covid-19.

[10] N del T: en América Latina tenemos una rica actualidad de iniciativas de esta naturaleza, desde aquellas de las autonomías zapatistas a las de distintos movimientos sociales en varios países, pasando por las comunas socialistas venezolanas, donde se verifican incluso articulaciones virtuosas con las iniciativas o apoyos estatales, si bien con fuertes contradicciones

[11] La versión original de este texto se puede encontrar en: https://www.historicalmaterialism.org/blog/beyond-plague-state

Italia, 1948. Periodista, escritor y cientista político.