Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri

En la filosofía política italiana actual cabe distinguir al menos dos posiciones en relación a este problema, con diferencias internas al interior de cada una. Por un lado, un abordaje inicialmente impolítico que reconsidera lo común a partir de una noción revisada de comunidad, invirtiendo los presupuestos que este término tuvo en la tradición moderna. Por otro lado, una ontología política que considera lo común como precondición y resultado de la producción biopolítica (vid infra). Como veremos, en el primer caso se trata de una filosofía fuertemente deconstructiva de los conceptos políticos y de la subjetividad moderna y que, partiendo de la crítica de la obra, apuesta por la desubjetivación y la «inoperancia» como formas de escapar a las mallas del poder. En el segundo, nos topamos con una exaltación del poder constituyente de la multitud capaz de atravesar los aparatos de captura, produciendo un éxodo de la soberanía imperial, y considerando el intelecto general como terreno de una nueva forma de comunidad radicalmente democrática.



Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri1

Matías Leandro Saidel

Una primera versión de este trabajo fue presentado en el XI Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la 
Sociedad Argentina de Análisis Político y la Universidad Nacional de Entre Ríos, Paraná, Argentina, 17 al 20 de julio de 2013.
CONICET, U.C.S.F., UNR, USAL (Argentina)
Palabras clave
comunidad, común, biopolítica, multitud, forma-de-vida, impolítico
© 2015. Revista Internacional de Comunicación y Desarrollo, 1, 99-115, ISSN e2386-3730

Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri
Sumario
1. Introducción
2. Repensando lo común. Ontología y política.
3. Ontologías impolíticas de lo común, o de la inoperancia
3.1. La comunidad en Esposito: de la muerte comunitaria a la donación 
recíproca
3.2. Agamben y la comunidad mesiánica
4. Ontologías de la producción
4.1. Lo común como producción biopolítica: hacia una democracia de la
multitud
5. A modo de cierre

1. INTRODUCCIÓN
El pensamiento político de las últimas 
décadas se ha caracterizado por cuestionar 
los presupuestos de la filosofía política tradicional y por reconsiderar lo político en términos ontológicos. En ese marco, una de las dimensiones a ser repensadas ha sido la de lo 
común. En la filosofía política italiana actual 
cabe distinguir al menos dos posiciones en 
relación a este problema, con diferencias internas al interior de cada una. Por un lado, un 
abordaje inicialmente impolítico que reconsidera lo común a partir de una noción revisada 
de comunidad, invirtiendo los presupuestos 
que este término tuvo en la tradición moderna. Por otro lado, una ontología política que 
considera lo común como precondición y resultado de la producción biopolítica (vid infra). 
Como veremos, en el primer caso se trata 
de una filosofía fuertemente deconstructiva 
de los conceptos políticos y de la subjetividad moderna y que, partiendo de la crítica de 
la obra, apuesta por la desubjetivación y la 
«inoperancia» como formas de escapar a las 
mallas del poder. En el segundo, nos topamos 
con una exaltación del poder constituyente de 
la multitud capaz de atravesar los aparatos 
de captura, produciendo un éxodo de la soberanía imperial, y considerando el intelecto 
general como terreno de una nueva forma de 
comunidad radicalmente democrática.
En uno y otro caso, se parte de un diagnóstico sobre el funcionamiento del (bio)poder 
en nuestras sociedades y un intento de respuesta a esta situación desde un pensamiento de la inmanencia. En ese marco, ambas 
perspectivas piensan lo común por fuera de 
las mediaciones identitarias e institucionales 
tradicionales —Estado, pueblo, etnia, nación, 
partido, etc. — estableciendo una polémica 
contra las formas trascendentes de soberanía. 
En lo que sigue, nos preguntaremos por 
la relación entre ontología y política en estos 
autores, por sus concepciones en torno a lo 
común, y por los alcances y límites de estas 
teorías para pensar lo común en las condiciones del capitalismo contemporáneo. 
2. REPENSANDO LO COMÚN: ONTOLOGÍA Y 
POLÍTICA
En las últimas décadas hemos asistido a 
una recuperación de la pregunta por lo común en términos ontológicos y postfundacionales (Marchart, 2008). Es decir, que lo 
común es pensado como una dimensión de 
la existencia a ser interrogada asumiendo la 
contingencia última de cualquier fundamento 
que se le intente dar. 
En ese contexto, podemos distinguir distintas corrientes de pensamiento en lo que 
hace a la forma de comprender lo común, la 
capacidad de agencia de los sujetos políticos 
y el funcionamiento del poder. Los autores 
que llamamos esquemáticamente «impolíticos» parten de una crítica a la subjetividad 
moderna, dado que en ella la voluntad de potencia, la producción, la obra, el trabajo, se 
transforman en aquello que define al hombre, 
terminando por hundirlo bajo las fuerzas que 
desata. El sujeto occidental moderno, que 
encuentra su verdad en la producción, en 
el hacer, sería así un vehículo de formas de 
poder que no dejarían más alternativa que 
someter y ser sometido. Como contrapartida, 
advierten que hay siempre una sombra, un 
resto que escapa a las relaciones de poder. 
Luego, estos mismos autores intentarán pensar una filosofía de la inmanencia donde el 
ser no subyace al mundo ni lo trasciende sino 
que está repartido en la existencia (Agamben, 
1990). Lo común aparece así como dimensión ontológica de nuestra existencia o como 
el co-incidir de singularidades, pero no como 
producción humana ni como algo que nos 
trasciende. 
Por el contrario, los teóricos post-obreristas de la multitud sostienen una filosofía de 
la inmanencia radical donde no hay terreno 
que no pueda ser objeto de producción social, 
pero por ello mismo la capacidad de producir 
hace las veces de fundamento de lo común. 
Incluso, lo común aparece como condición de 
posibilidad y a la vez resultado de la producción humana y de la cooperación social. Las 
singularidades que con-forman lo común son 
potentes y resisten frente a los aparatos de 
captura que buscan encorsetarlas, minando 
sus poderes de creación.
Ambas perspectivas parten del diagnóstico de una crisis de la modernidad, lo que obliga a revisar los supuestos y las categorías con 
las que se había pensado la política y la ontología. Según estas visiones, la línea triunfante de la filosofía política moderna a partir de 
Hobbes buscaría fundar un orden definitivo 
negando precisamente a la propia política, en 
la medida que busca cancelar todo conflicto.
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de poder que pueda poner en cuestión dicho orden (Esposito), reduciendo la multiplicidad a la unidad, constituyendo un dispositivo 
de representación que le es funcional y que 
inhibe cualquier posible contestación. 
En lo que sigue intentaremos caracterizar, por un lado, lo que llamamos ontologías 
impolíticas de lo común, línea en la que trabajaremos algunos conceptos de Agamben y 
Esposito. Por otro lado, lo que caracterizamos 
como una ontología política inmanentista de 
lo común basada en la producción biopolítica. 
3. ONTOLOGÍAS IMPOLÍTICAS DE LO 
COMÚN, O DE LA INOPERANCIA2
En décadas pasadas, Agamben y Esposito 
elaboraron reflexiones sobre lo común en un 
marco ontológico que llamamos impolítico, 
tematizando el concepto de comunidad. En 
ese contexto, señalaron la imposibilidad operativa de la comunidad (Esposito, 1988)3, su 
ausencia de sustancia, teniendo en cuenta la 
necesidad de pensar lo común por fuera de 
la lógica del fundamento, incluso del fundamento negativo o ausente (Agamben, 1982; 
1990). Lo que está en juego para los autores 
es desfundar todo intento de instituir la comunidad en base a algún tipo de propiedad 
o identidad, ya que ello daría lugar a una exclusión sacrificial4, y pensar las condiciones 
de posibilidad y los sentidos posibles de lo 
común en esas condiciones. Estas ontologías 
de la comunidad buscaban que el término 
dejase de estar al servicio de ideologías excluyentes (basadas en algún tipo de identidad o propiedad exclusiva), mostrando que el 
estar-en-común es algo constitutivo de toda 
singularidad, que no tiene más fundamento 
que la mera comparecencia (Nancy & Bailly, 
1991) y que cada singularidad vale en cuanto 
tal, independientemente de tal o cual característica particular. (Agamben, 1990). Siguiendo las huellas del debate iniciado en Francia 
por Nancy y Blanchot a propósito de Bataille5, Categorie dell’impolitico (1988) y Communitas (1998), de Esposito y La comunidad 
que viene (1990), de Agamben, tematizaron 
explícitamente esta nueva forma de pensar la 
comunidad.
3.1. LA COMUNIDAD EN ESPOSITO: DE LA 
MUERTE COMUNITARIA A LA DONACIÓN 
RECÍPROCA 
El término impolítico remite a las elaboraciones del propio Esposito, quien utilizó esta 
noción para caracterizar una mirada realista 
sobre la política que no se dispone a establecer ninguna relación positiva entre bien y 
poder, justicia y derecho, tal como haría todo 
el discurso teológico-político que domina secretamente la filosofía política. Reconociendo 
el conflicto de poder como la única realidad 
de la política, el pensamiento impolítico no 
busca elaborar una teoría sobre el mejor orden, ni educar a la política ni realizarse políticamente, sino pensar aquello que la filosofía 
política deja en sus márgenes, en lo impensado y, por otro lado, dar vuelta sobre sí mismos 
a los conceptos políticos modernos, que ya no 
darían cuenta de la realidad y por ende deben 
ser objeto de una deconstrucción radical hasta que dispongamos de conceptos más adecuados (Esposito, 2006).
En esta etapa del pensamiento de Esposito, se entiende que el sujeto posee una 
relación constitutiva con el poder, que es su 
verbo, pero este poder es comprendido en 
términos de una violencia fagocitadora. Por 
ejemplo, en su lectura de Elías Canetti, comer 
o ser comido parece la alternativa última de 
este sujeto que, si no quiere oprimir, debe 
suprimirse, devenir impersonal, renunciar a 
ejercer su poder, dar lugar a una acción no 
agente (Weil), llamarse a silencio. En última 
instancia, lo único que podía darle una inflexión política a ese pensamiento impolítico 
2 He desarrollado algunas de las ideas presentadas en este apartado en “Ontologías de lo común en el pensamiento de 
Giorgio Agamben y Roberto Esposito: entre ética y política”, en Revista Isegoría, España, 2013, n° 49, pp. 439-457, 
http://isegoria.revistas.csic.es/index.php/isegoria/article/view/832 3
 Con esto no queremos desconocer el desplazamiento que se opera en la obra de Esposito hacia lo que llama un pensamiento afirmativo, pero sostenemos que su trabajo (auto)deconstructivo sigue operando en todos sus conceptos, como lo 
impersonal, la inmunización, etc. 4 Me refiero al mecanismo por el cual un miembro de la comunidad o un Otro deban ser sacrificados para expulsar la 
violencia fuera de sus límites y a la idea de que lo que dota de identidad a la comunidad es la exclusión y la enemistad con otro 
al que se puede llegar a combatir. 5 Cfr. Jean-Luc Nancy, La communauté désœuvrée (1983) y Maurice Blanchot, La communauté inavouable (1983). He 
trabajado en profundidad sobre ello en mi tesis doctoral.
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6 La tragedia de Numancia, relatada en una obra de teatro de Cervantes, estaba siendo escenificada en París hacia el final 
de la guerra civil española. De allí Bataille, que contribuyó a ponerla en escena con André Masson y Jean-Louis Barrault, toma 
la idea de una comunidad trágica, acéfala, a diferencia de las comunidades en que la unidad es producida por el Jefe. 7 En efecto, la muerte es la experiencia límite de toda comunicación, de toda comunidad, ya que no se puede compartir. 
En el límite, morir con el otro es compartir lo incompartible, experimentar lo imposible.
era el estallido extático del sujeto en una 
apertura hacia la «comunidad de la muerte» 
pensada por Georges Bataille. Así, en la tragedia de Numancia6, en la figura de la muerte en común como respuesta frente al poder 
de los opresores, una dimensión comunitaria 
imposible y necesaria encontraba su imagen, 
expropiando al sujeto de su dominio sobre sí 
y los demás, lo que paradójicamente, en la 
experiencia del éxtasis, Bataille llamara soberanía. Se trataba de com-partir, partager, 
precisamente, algo incompartible, como la 
muerte7

En los años sucesivos, sin abandonar del 
todo su tono impolítico, Esposito intentará 
elaborar una nueva ontología de lo común. 
En Communitas efectúa un movimiento de 
una ontología de la presuposición a otra de 
la exposición, señalando que “[n]o es una 
relación que da forma al ser, sino el ser mismo como relación” (Esposito, 2009, p. 64). 
Para Esposito no se trata de pensar una comunidad plena sino un espacio cóncavo, una 
«nada en común». Un estar-en-común que no 
intente fundir las singularidades en una hipóstasis colectiva sino que las exponga unas 
a otras. Ya no es el sujeto extático que, en su 
exposición mortal, exhibe la comunidad como 
imposible y necesaria, sino que es la propia 
comunidad la que impide al sujeto cerrarse 
sobre sí mismo. Esta noción revisada de comunidad remite a “una existencia compartida que rompe y descentra la dimensión de 
la subjetividad: en el sentido de que la relación…no puede pensarse sino en el “retiro” 
subjetivo de sus términos” (2006, pp. 25-26). 
Dicho de otro modo, la comunidad aparece 
no como una entidad externa de la cual somos miembros sino como una dimensión de 
nuestras vidas que nos atraviesa y que nos 
impide concebirnos como sujetos plenos y 
auto-centrados. Estamos, siempre-ya, encomún, expuestos unos a otros. Más allá de 
cualquier contenido y de cualquier propiedad 
particular compartida, comunicamos nuestro 
mismo estar.
En este marco, Esposito revisa su anterior posición de la comunidad imposible —la 
comunidad de la muerte numantina— pues 
implicaría que aún no se da «auténtica» comunidad, y eso, en lugar de llevar a una reflexión ontológica de lo singular plural (Nancy, 1996), llevaría a una deontología de la 
comunidad ausente (Esposito, 2003). Pero al 
mismo tiempo radicaliza su crítica a toda metafísica de la subjetividad señalando que la 
Communitas no puede ser concebida como el 
producto de la voluntad compartida ni de una 
línea de muerte a la que los sujetos acceden 
en un éxtasis sacrificatorio —posición que habría sido la que expresara en Categorías de lo 
impolítico— pues “precede a toda voluntad y a 
todo sujeto como el munus originario del cual 
éstos surgen en el modo de una expropiación 
ininterrumpida” (Esposito, 2006).
En efecto, para pensar una nueva ontología de lo común Esposito remite a la etimología del término latino communitas. Communitas se compone de cum, —con—, y munus, 
que se traducía como onus, officium —una 
obligación, carga, función o puesto público— y 
donum —un don—. Para Esposito el término 
más significativo es este último, que remite a 
un don obligatorio, el don que se da y que no 
podemos no dar. En ese marco, lo común, lo 
que se com-parte es un encargo, una deuda 
común de carácter obligatorio, que expropia 
a los sujetos. Ello le permite pensar lo común 
como aquello que empieza donde lo propio 
termina. Esto supone un giro de 180 grados 
respecto del pensamiento moderno de la comunidad, que lo entiende como una propiedad de los sujetos o como algo a lo cual sus 
miembros pertenecen, siempre dentro de la 
lógica de lo propio. Deconstruyendo la oposición público/privado, propio/impropio, communitas indica que no hay nada positivo en 
lo que acomuna a los sujetos sino una total 
ausencia de fundamentos para el compartir. 
Nuestro compartir, nuestro estar expuestos, 
entregados, donados los unos a los otros se 
basa en nada. Ahora bien, la noción de munus no implica que las relaciones entre los 
hombres sean pacíficas ni estén exentas 
de riesgos. Al contrario, este munus implica 
siempre el conflicto. Así como el don analizado por Marcel Mauss, donde el intercambio 
de regalos forma parte de una lucha por es-
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tablecer una supremacía, así como el término 
Gift, que en alemán puede ser regalo o veneno, el munus, el con-tacto, siempre nos expone al riesgo mortal del contagio recíproco. En 
este sentido, la noción de munus, que pone 
el acento en la obligación que expropia a los 
sujetos, que los atraviesa y los lacera, implica invertir la lógica hobbesiana del contrato 
social que busca garantizar la seguridad y la 
conservación de la vida al precio de vaciarla 
de cualquier tipo de relación que no sea de 
mandato y obediencia (2002, p. 27). Sin embargo, la communitas no es pensable sin su 
opuesto polar, la immunitas, que señala la 
exención de ese munus compartido, una defensa de lo propio que interrumpe el circuito 
de donación recíproca en su afán de evitar el 
contagio comunitario que, llevado al extremo, 
terminaría por aniquilarnos. Por eso mismo, a 
diferencia de las comunidades políticas, que 
en su afán de realización histórica produjeron 
las peores matanzas del siglo XX, la comunidad que piensa Esposito ontológicamente, es 
políticamente irrepresentable. No puede ser 
realizada como un proyecto y no puede ser 
completada como una obra. La comunidad 
es aquella dimensión que constituye la subjetividad en la forma de su alteración (1998, 
p. 106). Por un lado, es nuestra más íntima 
verdad, pero, al mismo tiempo, designa una 
experiencia límite sin realidad fenoménica 
posible. 
En este sentido, la noción de comunidad 
forma parte del intento de pensar una ontología de la exposición. Pero la especificidad 
del aporte espositeano está en plantear la 
tensión de la comunidad con la inmunidad en 
tanto dispositivo biopolítico que puede conservar la vida de la comunidad mediante su 
negación. Esto implica un desplazamiento de 
una ontología espacial, centrada en la consideración del lenguaje, hacia una centrada 
cada vez más en la vida y sus procesos. 
Esto es así, dado que para Esposito el 
poder se va a ejercer cada vez más sobre la 
vida misma, sorteando las mediaciones modernas. Como dijimos, el biopoder funcionará según la lógica inmunitaria de protección 
negativa que, nacida con la modernidad, se 
profundiza en la etapa actual. Pero al mismo 
tiempo, la ontología de Esposito no admite la 
posibilidad de sostener una vida en común 
sin alguna dosis de inmunización, pues de lo 
contrario el contagio acabaría por destruir la 
vida misma. Por eso su apuesta para pensar 
la comunidad y posteriormente una «biopolítica afirmativa» pasa por alguna forma de 
inmunidad común, alguna protección que sin 
negar la necesidad del filtro inmunitario, tampoco termine acabando con lo común. Pero, 
¿quién y cómo decide sobre estas dosis de 
inmunización? 
Para Esposito, la única respuesta no sacrificial a dicha pregunta parece ser: la vida 
en cuanto se norma a sí misma. Es decir, 
cualquier decisión, que desde una trascendencia subjetiva o soberana intente zanjar 
dicha cuestión nos reintroduciría en una lógica mortífera. En este sentido, Esposito indagará en una política de lo impersonal, que 
busca restituir a su unidad una vida que los 
dispositivos de poder, entre ellos el dispositivo jurídico de la persona, han separado entre 
partes más y menos valiosas, lo que, llegado 
el caso, podría autorizar la supresión de una 
parte en beneficio de la otra8. Pero en su afán 
de no elaborar una filosofía normativa, Esposito no dice cómo subvertir, desplazar estos 
dispositivos ni inventar otros que favorezcan 
la vida en común. La pregunta entonces es 
si lo impersonal, la deconstrucción del dispositivo jurídico de la persona, alcanza para 
pensar una biopolítica afirmativa. El hecho de 
que en todas estas reflexiones Esposito no 
cite experiencias políticas concretas sino que 
remita en Bíos (2004) y Terza Persona (2007) 
a figuras filosóficas y estéticas, como así también el hecho de que la inmunidad común 
sea pensada en la figura del embarazo o el 
trasplante, pone en evidencia las dificultades 
que encuentra este pensamiento a-normativo 
para tomar una inflexión decididamente política.
3.2. AGAMBEN Y LA COMUNIDAD 
MESIÁNICA
Esta dificultad tampoco está ausente en 
Agamben, quien opone de manera clara su 
noción de comunidad a la lógica de la sobe8 El dispositivo de la persona separa lo que es persona, sujeto pleno de derechos, de lo que no lo es plenamente y le está 
sometido, como los esclavos, niños y mujeres en la antigua Roma o los locos, imbéciles, enfermos terminales, etc. en la actualidad. Al funcionar siempre mediante cesuras, este dispositivo no permitiría garantizar los derechos que dice querer proteger, 
y de allí las aporías a las que lleva la extensión de la categoría de persona en el afán de garantizar los derechos humanos.
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ranía estatal. La concepción agambeniana 
de lo común se acerca en muchos aspectos 
a los teóricos post-obreristas (vid. infra) ya 
que privilegia la potencia, el lenguaje y el 
pensamiento. Sin embargo, sus presupuestos 
ontológicos y su modo de pensar lo político 
divergen. 
Agamben parte de la concepción del hombre como un ser esencialmente inoperante y 
carente de instintos específicos, un ser que 
no está biológicamente determinado a hacer 
esta o aquella actividad. En base a ello denuncia tempranamente la confusión moderna 
entre poiesis y praxis con la emergencia del 
trabajo como esfera de realización humana. 
Para Agamben, en la modernidad el hombre 
es puesto universalmente a producir y queda 
separado de la inoperosidad que sería su condición propia. Esta condición inoperante tiene 
su correlato a nivel ontológico en un concepto 
clave para Agamben que es el de potencia-deno (vid infra), es decir, la posibilidad, abandonada por la tradición metafísica posterior 
a Aristóteles, de pensar una potencia que no 
se resolviera en acto. De hecho, pasar al acto 
implicaría negar esa potencia de no hacerlo. En ese sentido, lo que define al hombre 
para Agamben ya no es una obra, ni siquiera 
la praxis política, sino la des-obra, la posibilidad de no hacer aquello que se puede, y lo 
mismo sucede con lo común: el lenguaje, la 
potencia y el pensamiento no son obras sino 
facultades compartidas por todos los seres 
humanos. 
Agamben no ignora, como señalará Virno, que estas tres facultades son puestas a 
producir en el capitalismo contemporáneo, 
caracterizado por la hegemonía del trabajo 
inmaterial, y de hecho desarrolla algunas reflexiones en esta línea, siguiendo la idea de la 
sociedad del espectáculo de Debord. Pero su 
pregunta no va a ser cómo operar estas facultades en un sentido distinto sino cómo remitirlas a su condición más propia, inoperante. 
En este marco, la comunidad no puede remitir 
a una obra, no puede ser objeto de producción. Desde el principio, busca pensar una 
experiencia de lo común que no se base en 
algún fundamento negativo, sino en el acontecimiento de su tener-lugar, una comunidad 
de singularidades donde no se establece una 
relación de un sujeto con determinados predicados o propiedades, sino que simplemente 
acontece. 
Ya en El lenguaje y la muerte (1982) Agamben anticipa algunas de sus tesis en torno a 
la comunidad y al funcionamiento del poder 
como dispositivo que separa a los hombres 
de sus potencialidades estableciendo un fundamento sacrificial, indisponible para obrar 
lo común. Para Agamben, sacralizar algo es 
separarlo del uso de los hombres. Las comunidades históricas se han fundado sobre un 
sacrum facere (1982), un fundamento indecible. Por el contrario, Agamben busca pensar 
una comunidad y una lengua humanas que 
no remitan más a algún fundamento indecible y no se destinen a una transmisión infinita 
(1982), una comunidad más allá de toda lógica del presupuesto o fundamento exclusivo, 
una comunidad libre del bando soberano, es 
decir, de aquella lógica según la cual la protección jurídica se retira haciendo que determinados sujetos sean pasibles de ser matados impunemente. En efecto, para Agamben, 
el poder soberano opera según esta misma 
lógica del fundamento indecible, ocultando 
un arcano que no es otro que la nuda vida del 
homo sacer que emerge a la superficie a través del estado de excepción, donde la ley se 
retira, se aplica desaplicándose, quitando la 
protección jurídica a determinados sujetos. El 
homo sacer es una figura del derecho romano 
arcaico a la cual cualquiera podía dar muerte sin cometer un homicidio y sin celebrar un 
sacrificio y sería así una figura paradigmática del funcionamiento del poder soberano 
(Agamben, 1998). Todas las comunidades 
políticas soberanas deciden quienes son sus 
hombres sagrados, o, lo que es lo mismo, no 
hay comunidad política sin exclusión y, en el 
límite, matanzas impunes. Lo que caracterizaría desde siempre a la soberanía es el fundar la vida política, cualificada (bíos), sobre la 
base de una exclusión de la vida natural (zoé) 
de la polis. Esta lógica de exclusión inclusiva 
hace posible que determinados sujetos sean 
abandonados por la protección jurídica en circunstancias particulares que decide el soberano. Por un lado, entonces, la soberanía se 
refiere inmediatamente a la nuda vida de los 
sujetos, una vida expuesta a la posibilidad de 
recibir una muerte impune. Por otro lado, la 
paradoja de la soberanía sería que el soberano está a la vez dentro y fuera de la ley, ya que 
puede suspenderla y conserva así en su seno 
el estado de naturaleza que la política moderna busca relegar a lo pre-político. Ahora bien, 
si el biopoder se aplica suspendiendo la ley 
mediante el estado de excepción, para Agam-
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ben la ley soberana debe ser suspendida, sí, 
pero definitivamente, debe ser desactivada. 
Es lo que, veremos, intentará pensar con su 
noción de comunidad que viene y mesiánica.
En efecto, este desobramiento o desactivación tiene un fundamento ontológico. Para 
pensar lo común fuera de la lógica del fundamento negativo y de la paradoja de la soberanía Agamben reconsidera la potencia y el 
lenguaje. Oponiéndose a la tradición metafísica que dominó occidente, Agamben piensa 
una potencia que no necesariamente mira al 
acto como potencia suprema. Agamben ya no 
propone pensar el ser como relación —como 
Nancy y Esposito— sino el abandono del ser 
(Seinsverlassenheit) más allá de toda figura 
de la relación. Por eso, frente a la noción de 
una comunidad negativa que observa en Nancy y Blanchot, intentará pensar una forma de 
pertenencia más allá de cualquier forma de 
negatividad a partir de la noción de singularidad cualquiera (1990), cuyo modo de estar en 
el mundo no obedece a ningún presupuesto 
trascendental ni a ninguna teleología. El cualquiera es un ex-sistente en el que ser y modos 
coinciden, donde no cabe distinguir sujeto y 
predicados. Es un acontecimiento indivisible 
que cuestiona radicalmente la identidad y la 
pertenencia tal como son concebidas por los 
Estados y naciones. En este sentido, si la ontología del Mitsein (ser-con o co-estar) lleva a 
pensar la comunidad como el dato primero de 
la existencia (Nancy, 1983 y 1996), Agamben 
pensará la comunidad en tanto acontecimiento, es decir, como el tener-lugar y el co-incidir 
de singularidades cualesquiera, llevando la 
lógica de la contingencia hasta sus últimas 
consecuencias. 
Este acontecimiento de la singularidad y 
de la comunidad que siempre pueden-no tener lugar es pensable en el plano del lenguaje. Agamben insistirá particularmente en el 
ser-dicho de una cosa, independientemente 
de sus contenidos, como acontecimiento trascendental de lo común y de lo político. Sus 
reflexiones sobre la comunidad se enmarcan 
así en el experimento de pensar la pura comunicabilidad, sin reconducirla a un lenguaje 
o gramática particular. Podríamos decir: no 
es en las lenguas históricas que una comunidad de singularidades sin precondiciones de 
pertenencia puede ser encontrada sino en el 
puro hecho de que se habla. En ese marco, 
Agamben se vale de la noción de ejemplo, 
que tiene una vida puramente lingüística, no 
definida por alguna propiedad, excepto el serdicho, que, como propiedad que funda todas 
las posibles pertenencias, es también aquello 
que puede ponerlas radicalmente en cuestión. A su vez, el ejemplo es el espacio en el 
que comunican las singularidades “sin estar 
ligadas por alguna propiedad común, por alguna identidad” sino por “la pertenencia misma” (1990, p. 14). 
En efecto, un elemento central de La comunidad que viene es el de la pertenencia. 
En el lenguaje como en la política, están en 
juego modos de pertenecer: uno según la lógica del fundamento subyacente, del presupuesto o de la identidad; el otro según la del 
mero tener-lugar singular sin ningún tipo de 
fundamento subyacente, que corresponde a 
una lógica de la exposición. Al igual que Esposito, Agamben vislumbra tempranamente 
la necesidad de pasar de una ontología de la 
presuposición hacia una de la exposición, de 
la ex-sistencia. En ese marco, lo común no es 
una esencia trascendente ni subyacente sino 
una con-veniencia de las singularidades cualesquiera que dan lugar a una comunidad sin 
esencia ni fundamentos de pertenencia más 
allá de la pertenencia misma. Por eso en esa 
comunidad cada ser singular es, a la vez que 
único, absolutamente sustituible, como lo 
ejemplifica la Badaliya de Massignon, y por 
ello mismo la comunidad es irrepresentable 
(1990, pp. 24-25)9. Políticamente, Agamben 
vislumbra este tipo de comunidad en casos 
como el de la movilización de los estudiantes 
de la plaza de Tiananmen en 1989 (su texto 
es de 1990) —y después de 2011 podríamos 
mencionar Plaza Tahrir, Puerta del Sol, etc.— 
en los que las singularidades comparecen 
sin tener fundamentos, reivindicaciones ni 
proyectos preestablecidos, cuestionando así 
radicalmente la lógica de la representación y 
exponiéndose por ello mismo a la represión 
de las autoridades policiales o militares. Para 
Agamben, la respuesta violenta del Estado 
frente a los manifestantes chinos tiene una 
explicación: el Estado se basa en la representación de identidades e intereses, mientras 
9 La palabra badaliya quiere decir sustitución en árabe. En 1934, Louis Massignon funda en Egipto un movimiento de 
oración llamado badaliya, donde el “voto al que se consagraban sus miembros era el de vivir sustituyendo a alguien, esto es, el 
de ser cristianos en lugar de otro” (Agamben, 1990)
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que el cualquiera no posee identidad representable. El Estado puede satisfacer demandas concretas o aceptar cualquier reivindicación de identidad, pero no puede tolerar que 
las singularidades “hagan comunidad” sin 
presupuesto alguno. Es decir, no puede tolerar una comunidad irrepresentable porque 
resulta ingobernable. Por ello el conflicto actual se daría entre el Estado y “la humanidad” 
(1990, p. 68).
Por otro lado, en varios pasajes Agamben 
sostiene que el poder funciona separándonos de lo que podemos y no podemos y sacralizando determinadas prácticas. Esto hace 
relevante el señalamiento de la esfera de los 
medios puros —de actividades que no son medios para un fin ni tienen el fin en sí mismas— 
como lugar de la política. Para Agamben, esta 
esfera de los medios puros, en donde tiene 
lugar lo común —la potencia, el lenguaje y el 
pensamiento— es la que el capitalismo contemporáneo, al que entiende como sociedad 
del espectáculo, nos expropia. En la medida 
en que el lenguaje mismo —y agregaríamos 
el pensamiento— deviene factor esencial del 
ciclo productivo, es la propia esencia genérica, el lenguaje, lo que nos separa. Como veíamos, en el terreno de la pura comunicabilidad 
—medio puro— se hacía pensable una comunidad de singularidades. Por el contrario, en 
nuestras sociedades, dominadas por el capitalismo espectacular, “[l]o que impide la comunicación es la comunicabilidad misma, los 
hombres están separados por aquello que los 
une” (1990, p. 56). Pero por eso mismo el espectáculo contiene una posibilidad positiva: 
hacer la experiencia de la comunicabilidad 
como tal, lo que implica experimentar lo común por fuera de toda lógica de la identidad. 
La esfera de los medios puros, “la verdad, el 
rostro, la exposición son hoy objetos de una 
guerra civil planetaria, cuyo campo de batalla 
es la vida social entera, cuyas tropas de asalto son los media, y cuyas víctimas son todos 
los pueblos de la tierra” (1996, p. 91). En ese 
marco, los estados ya no se caracterizarían 
tanto por el control de la violencia legítima 
sino por el de la apariencia. Esta sociedad del 
espectáculo, revela, en el lenguaje, la nada 
de todas las cosas, el nihilismo consumado, 
que disuelve todas las identidades y tradiciones. Por otro lado, el poder soberano intenta 
recodificar estas identidades basadas sólo 
en la nuda vida que este produce, para poder representarlas y gobernarlas a través del 
consenso mediático. La lógica de la singularidad, por el contrario, implica la coincidencia 
del ser con sus modos, transformando así la 
nuda vida en forma-de-vida. Por eso Agamben 
sostiene que las singularidades cualesquiera, 
que quieren apropiarse de la pertenencia misma, de su ser-en-el-lenguaje, son el principal 
enemigo del Estado, y que el conflicto político 
decisivo no es aquél de amigo y enemigo sino 
de nuda vida, que el Estado genera, y existencia política. (1998, p. 18)
Ahora bien, la lucha de los cualquiera y el 
Estado no sólo tiene que ver con la pertenencia y con la praxis sino también con la inoperancia y la potencia. Como anticipamos, para 
Agamben toda potencia es ante todo potencia-de-no (dynamis me energein) y el hombre 
es el ser que puede su propia impotencia. Sin 
embargo, las actuales formas de poder insisten en que todo puede hacerse, que todo es 
posible, separando a los hombres no ya de 
lo que pueden hacer sino de lo que pueden 
no hacer (2009). Para Agamben, nada nos 
hace tan pobres y poco libres como este extrañamiento de la im-potencia, y señala que 
el que es separado de su capacidad de no 
hacer pierde ante todo la capacidad de resistir (2009, p. 69). Dicho de otro modo, resistir 
este poder que nos incita a hacer, a producir, 
no implicaría tanto producir otras cosas sino 
permitirse no hacer, inventar nuevos usos y 
formas de vida.
En ese marco la teología le sirve como 
un campo paradigmático de experimentación política. Frente a la oikonomia, es decir 
la gestión de nuestras vidas por parte de las 
instituciones, opone una comunidad mesiánica, basándose en las epístolas paulinas y en 
el monaquismo franciscano. Agamben lee a 
Pablo a través de W. Benjamin, para quien la 
sociedad sin clases marxista sería una secularización del tiempo mesiánico y para quien 
el materialismo histórico debía hacer jugar a 
su favor a la teología. Siguiendo esta línea, 
para Agamben el mesianismo de Pablo no remite al futuro sino al ahora, no se trata de una 
escatología sino de una kairología que se caracteriza por su capacidad de poner radicalmente en cuestión la propia identidad jurídica 
y social, ya que este kairós es el tiempo que 
somos y no una representación suya (2000, 
p. 68). 
El mesianismo se caracterizaría por interrumpir la Ley, configurando una especie de 
estado de excepción efectivo según el cual la 
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Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri
ley se resuelve integralmente en vida. Al igual 
que en el caso del cualquiera, donde la pertenencia a la comunidad que viene no posee 
más fundamentos que la pertenencia misma, 
la comunidad mesiánica interrumpe todas las 
condiciones de pertenencia precedentes mediante la lógica paulina del como-(si)-no (hos 
me). Según Agamben, la vocación mesiánica 
implica la revocación de toda vocación precedente (2000, p. 29 y 2006, p. 33) y por ello 
no puede ser institucionalizada: es algo que 
se usa sin que se pueda poseer (2000, p. 31 
y 2006, p. 35). Esta vocación mesiánica no 
produce una nueva identidad o institución 
sino un resto, en el que la parte y el todo no 
pueden coincidir, desactivando las identidades precedentes. Además, el uso mesiánico 
se contrapone tanto a la propiedad como al 
consumo. En este marco, Agamben liga la 
capacidad de desactivar (katargein) los dispositivos jurídico-políticos e identitarios a una 
ética de las profanaciones basada en la noción paulina/franciscana de chrésis (uso). El 
mesianismo sería una experiencia de la profanación que desactiva la ley que nos separaba 
del libre uso. Profanar es lo contrario de consagrar: “si consagrar (sacrare) era el término 
que designaba la salida de las cosas de la 
esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso 
de los hombres” (2005b, p. 97). Al contrario 
de la secularización, la profanación “desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso 
común los espacios que el poder había confiscado” (2005a, p. 88; 2005b, p. 102).
El problema es que si todo deviene objeto 
de consumo —definido como la incapacidad 
de usar— desde las mercancías y las experiencias hasta el propio cuerpo, las posibilidades de usar se desvanecen. De allí la necesidad planteada por Agamben de profanar lo 
improfanable: restituir al uso común aquello 
que fue separado. Se trata de inventar nuevos 
usos de los objetos y de la propia identidad, 
de aprovechar la condición de disolución de 
las tradiciones del capitalismo postindustrial 
para dar lugar a una comunidad que no se 
basa en ningún criterio preestablecido y que 
no se da un fin determinado, que está presente potencialmente y puede actualizarse en 
cualquier momento. 
Agamben encuentra esta potencia de lo 
común en la experiencia del ser genérico, y 
especialmente en el General Intellect marxiano que el capitalismo actual expropia y separa. Retomando a Averroes, lo común sería la 
potencia del pensamiento que cada singular 
ejerce uniéndose al intelecto posible. En ese 
marco, Agamben coincidiría con los teóricos 
de la multitud (vid infra) en pensar que las 
condiciones de una comunidad de singularidades son posibilitadas y expropiadas por 
el capitalismo postfordista y sostiene que se 
trata de hacer jugar la expropiación a la que 
nos somete «el espectáculo» contra sí misma. 
No restaurar viejas identidades, buscando lo 
más propio, sino apropiarnos de nuestra impropiedad, pertenecer sin condiciones a una 
comunidad de seres singulares donde norma 
y vida coincidan (2011).
4. ONTOLOGÍAS DE LA PRODUCCIÓN
Una consideración de lo común un tanto 
distinta se encuentra en Negri y Hardt. A diferencia de los autores impolíticos, el punto de 
partida de estos autores pasa por una recuperación de la tradición marxista que se nutre 
de los aportes de Deleuze y Guattari, pero 
también de una lectura particular de la filosofía spinoziana10. 
Si bien en su comentario de El lenguaje y 
la muerte, Negri expresa un gran aprecio por 
cierta línea constituyente que encuentra en 
Agamben, sostiene que su compatriota parece dejarla siempre en un segundo plano. En 
este sentido, Negri destaca la deconstrucción 
de la metafísica fundada en un negativo indecible y esta noción de la potencia/posibilidad que encontramos en Agamben pero, a 
diferencia de este, busca pensar el ser como 
producción. 
Este gesto de inversión del signo se evidencia en un autor en ciertos aspectos más 
cercano a Agamben como es Virno. Para este 
también son determinantes los aportes de la 
antropología filosófica alemana que considera al hombre como un ser carencial, signado 
por la ausencia de instintos específicos, la 
pertenencia al mundo como ambiente ilimi10 Cabe notar que muchas veces los autores se valen de los mismos filósofos como inspiración, pero le dan acentos e 
interpretaciones distintos.
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11 Para Agamben resulta imposible separar al poder constituyente de la lógica de la soberanía si no se piensa la potencia 
sin relación al acto e incluso más allá de la relación. “No basta, en efecto, con que el poder constituyente no se agote nunca en 
poder constituido: también el poder soberano puede mantenerse indefinidamente como tal, sin pasar nunca al acto… Sería 
preciso, más bien, pensar la existencia de la potencia sin ninguna relación con el ser en acto -ni siquiera en la forma extrema 
del bando y de la potencia de no ser, y el acto no como cumplimiento y manifestación de la potencia- ni siquiera en la forma 
del don de sí mismo o del dejar ser. Esto supondría, empero, nada menos que pensar la ontología y la política más allá de toda 
figura de la relación aunque sea de esa relación límite que es el bando soberano; pero es precisamente esto lo que muchos no 
están dispuestos a hacer en este momento a ningún precio”. (1998, pp. 65-66)
109
tado, la neotenia, considerando asimismo la 
relación entre el lenguaje y la la antropogénesis.11 También van a coincidir en que el capitalismo contemporáneo pone precisamente a 
todas estas capacidades humanas a producir. 
Pero mientras Agamben pone el acento en la 
inoperosidad y en la posibilidad de no hacer, 
Virno pensará marxianamente esta potencia 
humana como potencia de producir, como 
fuerza de trabajo: es decir, lo que el capitalista compra al trabajador no es su trabajo sino 
su potencia, su capacidad de hacer que, últimamente, incluye además las performances 
virtuosas, la praxis. 
Negri relacionará políticamente esta potencia con la noción de poder constituyente, 
siguiendo la línea de pensamiento moderno 
de la inmanencia que pasa por Maquiavelo, 
Spinoza y Marx. Mientras la línea de pensamiento que predomina en la modernidad, de 
Hobbes a Hegel, introduce la dimensión de la 
trascendencia de la Ley y la lógica de la mediación, la línea alternativa y sometida, que 
surge del plano de inmanencia descubierto 
en el siglo XIII, y que pasa por el republicanismo, la lucha de clases, y el constitucionalismo 
sostiene la idea de fuerza productiva. En este 
sentido, Negri critica la ontología de la inoperancia, señalando que Agamben no se decide 
a considerar la potencia positiva del ser y que 
pensará el acontecimiento como contemplación y no construcción, éxtasis y no goce, y 
que entenderá la resistencia como pasividad 
y no rebelión o resistencia, poniendo como 
sujeto al homo sacer y no el proletariado. (Negri, 2007, p. 123)
Esas diferencias se reflejan en el modo de 
pensar la biopolítica, es decir, las formas de 
poder sobre la vida de la población. En efecto, 
a diferencia de Agamben, que entiende la biopolítica en términos negativos, y de Esposito, 
que señala sus ambivalencias, Negri adopta 
la noción de biopolítica en términos afirmativos, pensándola a través del modo de producción actual. Por eso va a hablar de producción 
biopolítica, ya que la producción actual no es 
sólo de bienes, servicios, lenguajes, códigos, 
afectos, y relaciones sino también de formas 
de vida. La biopolítica es expresión para Negri 
de la potencia creativa y del poder constituyente de la multitud y por eso la diferencia 
del biopoder como aparato de captura de esa 
misma potencia creativa. (Vid infra) 
Por el contrario, Virno considera a la biopolítica como una realidad segunda respecto 
a la de la fuerza de trabajo que encarna la potencia productiva (2003, pp. 83-84). Para Virno, el cuerpo viviente se convierte en objeto 
de gobierno porque es el “sustrato de la única 
cosa que verdaderamente importa: la fuerza 
de trabajo como suma de las más diversas 
facultades humanas —potencia de hablar, de 
pensar, de recordar, de actuar, etcétera—. La 
vida se coloca en el centro de la política en 
la medida en que lo que está en juego es la 
fuerza de trabajo inmaterial —que, de por sí, 
es no-presente—. Por esto, sólo por esto, es 
lícito hablar de «biopolítica» (Virno, 2003, p. 
85). En este sentido, su posición no se identifica con la de ninguno de sus compatriotas, 
puesto que si bien la biopolítica colocaría a la 
multitud como objeto, y no sujeto, de gobierno, tomando distancia de la noción constitutiva de la biopolítica, tampoco se trata de una 
realidad ontológica como la plantea Agamben 
sino de un modo de gobernar la potencia en 
tanto fuerza de trabajo.
A partir de los presupuestos mencionados 
más arriba, Negri establece una oposición 
constitutiva entre el poder constituyente y la 
soberanía en tanto poder constituido. La soberanía fija esta potencia haciendo como si 
nunca hubiese tenido lugar. Para Negri y Hardt se trata de reactivar el poder constituyente 
de las multitudes postfordistas que producen 
autónomamente la sociedad y que son parasitadas por el poder soberano del Imperio, 
que ya no funciona según la lógica de la soberanía moderna y que amplía su espacio al terreno global. Para Agamben, esta apología del 
poder constituyente (potencia) no resuelve el 
problema, porque siempre queda ligada a la 
institución de la soberanía. Por ello, si queremos desprendernos del poder mortífero sobre 
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Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri
la vida, se trataría de desvincular la potencia 
del bando soberano, pensándola como im-potencia y desligándola de su relación al acto13. 
4.1. LO COMÚN COMO PRODUCCIÓN 
BIOPOLÍTICA: HACIA UNA DEMOCRACIA 
DE LA MULTITUD
La teoría desarrollada por Hardt y Negri a 
partir de Imperio señala que el poder en la actualidad ya no puede pensarse según el modelo de la soberanía tradicional, que funcionaba mediante una norma trascendente que 
se aplicaba sobre una población determinada 
en un territorio determinado. La soberanía imperial se caracteriza por no tener un centro 
ni márgenes definidos. Ya no son válidos los 
esquemas de centro y periferia, como en las 
teorías de la dependencia, porque el primero 
y el tercer mundo se hallan entremezclados 
en las distintas metrópolis y países contemporáneos. 
La soberanía imperial niega cualquier concepción de soberanía popular. El poder del 
Imperio se calca sobre la inmanencia de las 
relaciones sociales, de la cooperación social 
de las subjetividades que producen. El imperio, además, se extiende por todas las geografías, no obedeciendo ya a las fronteras tradicionales de los Estados nación. De hecho, el 
poder global del imperio supone que no hay 
afuera. El imperio no funciona principalmente 
mediante mecanismos disciplinarios sino de 
control a distancia, modulando las subjetividades y extendiéndose, como la producción, 
a toda la vida social. Uno de sus mecanismos 
privilegiados de control a distancia es el endeudamiento y el fomento de las subjetividades empresariales, coincidentes con la emergencia del capitalismo financiero y neoliberal. 
Pero el Imperio tiene también elementos que 
recuerdan al viejo imperialismo. Por ejemplo, 
el estado de guerra permanente que oscila entre alta y baja intensidad, que conlleva 
despliegue de tropas, ocupación del territorio, 
etc. aunque cambian las lógicas mediante las 
cuales la guerra es conducida. La diferencia 
con la etapa moderna es que la guerra imperialista buscaba anexar territorios, ocuparlos 
militarmente, extraer materias primas para 
luego vender productos manufacturados, colocar empresas de la metrópoli. El imperio 
busca más bien asegurar el dominio del capitalismo global como tal. La función de la guerra imperial, desarrollada fundamentalmente 
por Estados Unidos y sus aliados, se asemeja 
más a un poder de policía internacional que 
se autoriza a sí mismo y castiga a quienes 
no se ajustan a los estándares de este imperio global. En cambio, la guerra es siempre 
disfuncional a la política de la multitud, que 
busca construir una democracia donde la paz 
sería precondición esencial. (2004)
Ahora bien, estas subjetividades productoras sobre las que el Imperio busca ejercer 
su control son las que conforman la multitud 
postfordista que adviene precisamente con 
el tránsito al predominio del trabajo inmaterial. Una forma de trabajo que produce conocimientos, lenguajes, códigos, relaciones, 
afectos. Es decir que se basa en lo común y 
que produce lo común. En efecto, todos estos 
elementos por definición no pertenecen ni a 
lo privado ni a lo público. Lo común se define así, por un lado, en términos de los bienes que son herencia de la humanidad y, por 
otro, como todo lo que es necesario para la 
cooperación social y resultado de la misma. 
El problema radica en que tanto las empresas 
privadas como las agencias estatales buscan 
a su modo expropiar lo común. Los teóricos 
de la multitud entienden que el hecho de que 
el lenguaje, por ejemplo, devenga factor productivo, abre una serie de posibilidades impensadas y afirmativas en el mismo plano de 
la producción. Ellos entienden que en la misma dinámica del capitalismo actual surgen 
elementos que anticipan la sociedad futura, 
dado que hoy la producción se basa en la cooperación autónoma de los productores y el 
empresariado ya no organiza la producción 
sino que captura una renta. Lo que se haría 
necesario es quitarse el yugo de las empresas y estados que parasitan las capacidades 
productivas, comunicativas, cognitivas, y relacionales de la multitud. 
En efecto, la etapa industrialista del capitalismo supuso la subsunción real del trabajo 
bajo el mando capitalista. En la etapa postfordista se da un doble fenómeno: por un lado, 
el lugar de producción ya no es la fábrica o la 
oficina sino toda la vida social; por otro lado, 
el trabajo se hace cada vez más autónomo en 
su organización respecto al mando capitalista, puesto que se organiza fundamentalmente mediante redes cooperativas que producen 
a partir de lo común y que producen lo común 
constantemente. Ya no es tajante la distinción 
entre capital fijo y variable, puesto que ambos 
se confunden en el cuerpo y el cerebro del 
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propio trabajador inmaterial. En este marco 
hay tres sectores que se vuelven hegemónicos dentro del ámbito de la producción en la 
actual economía de la información. Primero, 
la producción industrial tradicional, hoy informatizada, donde la fabricación es entendida 
cada vez más como un servicio. Segundo, el 
trabajo inmaterial de funciones simbólicas 
y analíticas que se estratifica en su interior 
entre quienes manipulan y crean símbolos y 
quienes desempeñan funciones simbólicas 
rutinarias. Tercero, el trabajo de manipulación de afectos de manera presencial o virtual. Este trabajo concierne a la producción y 
reproducción de la vida. Parte de sus expresiones no eran consideradas como trabajo 
en el pasado (servicio doméstico, cuidado de 
personas, etc.). Estos son los sectores fundamentales de la producción biopolítica. Es 
decir, de producción de subjetividades y de 
formas de vida y de valor que se da de manera cada vez más autónoma. 
Es así que surge una suerte de contradicción objetiva, puesto que el capitalismo 
pretende apropiarse del valor que genera lo 
común no sólo objetivo sino también subjetivo. Por «lo común» en términos objetivos entendemos los bienes comunes como el medio ambiente y todos los recursos naturales 
que la tradición ha entendido como herencia 
de la humanidad. El capital busca privatizar 
constantemente estos recursos para hacerlos entrar en el circuito de la producción, a 
costa del propio medio en el cual interviene y 
de la posibilidad de producir en el futuro. Por 
ejemplo, mediante nuevas formas de extractivismo altamente insustentables, contaminación del planeta, destrucción de recursos no 
renovables, etc. Además, vemos expandirse 
el patentamiento de lenguajes, códigos, conocimientos y formas de vida. Como vemos, 
en estos casos la propiedad privada y el capitalismo en general pueden terminar siendo 
contradictorios con la vida en el planeta. 
Pero al mismo tiempo hay toda una serie 
de elementos donde la contradicción parece menos obvia y donde juega un rol mayor 
lo común entendido en términos subjetivos. 
Como dijimos, el capitalismo se apropia del 
valor que produce lo común mediante la renta. Uno de los ejemplos de esta lógica de valorización es el de la gentrificación, que obliga a 
mudarse de un barrio a quienes, cooperando 
en común, lo pusieron en valor. Allí hay otra 
contradicción clara entre el valor producido 
autónomamente en-común y la función meramente especulativa de flujos financieros anónimos que expropian este valor.
Pero mucho más notorio es esto en el trabajo inmaterial como tal. Lo que sucede es 
que en estas circunstancias, las privatizaciones de lo común, es decir de lenguajes, códigos, conocimientos y afectos, mediante derechos de propiedad intelectual, además de los 
efectos potencialmente perversos que hemos 
mencionado, terminan siendo un obstáculo 
al propio desarrollo capitalista. Por ejemplo, 
cuando no se puede tener acceso a los códigos fuente de un programa informáticos, ese 
programa no puede ser mejorado por otros 
programadores y el producto no es el mejor 
posible. Cuando en la investigación médica 
no se pueden conocer las investigaciones 
de otros laboratorios, se trabaja en paralelo, 
compitiendo en lugar de cooperar, que sería 
mucho más productivo. Por eso el rol del capital se hace cada vez más parasitario e incluso 
termina por entorpecer y estratificar los mismos flujos de los que se nutre. La multitud de 
trabajadores inmateriales es mucho más productiva, entienden Negri y Hardt, cuando puede cooperar de manera autónoma, teniendo 
libre acceso a lo común y reproduciéndolo 
constantemente. Esto mismo se aplicaría 
al plano estrictamente político. La potencia 
constituyente de la multitud, la cooperación 
en red de manera inmanente, la libre movilidad de las poblaciones —que el Imperio busca controlar estriando los espacios lisos de 
la producción biopolítica— son las bases de 
las que parten los autores para imaginar una 
nueva forma de democracia ya no representativa. Democracia que empieza a vislumbrarse 
en la creación de instituciones que se dieron 
fugazmente en los acampes que tuvieron lugar en Madrid, en El Cairo, etc., donde predominó la organización horizontal de asambleas 
y comisiones, la ausencia de liderazgos, etc. 
Como vimos, estas experiencias también 
pueden ser leídas a través de la noción de comunidad que viene de Agamben, puesto que 
las singularidades que conforman esa multitud comparecen en el espacio público sin tener una organización previa y con consignas 
generales a las que el Estado no puede responder. Pero en la teoría de los autores de la 
multitud hay un paso más que va de la comparecencia y de la contradicción a la construcción de instituciones, del ser multitud al 
hacer la multitud, es decir, a su organización 
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Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri
política. En este sentido, para Hardt y Negri 
hay una lógica y una fuerza que guían a la 
multitud y un principio sobre el que se basaría su organización política. La lógica es la de 
la composición, del clinamen y del encuentro. 
La multitud es un cuerpo inclusivo, abierto al 
encuentro con otros cuerpos que, en encuentros felices, puede componer cuerpos más 
poderosos. Esta inclusividad radical marcaría 
a la multitud spinoziana como una multitud 
de los pobres, es decir, abierta a todos sin 
importar el rango o la propiedad. La multitud 
se asemejaría al partido de los pobres (Rancière) que pone en cuestión la república de la 
propiedad.12 
Como dijimos, este poder biopolítico, este 
poder constituyente de la multitud, sus energías productivas cada vez más autónomas 
generan un conflicto inmanente entre la multitud y el Imperio que busca explotarla. De allí 
la diferenciación entre la biopolítica de la multitud y el biopoder del imperio, un poder que 
supone la imposibilidad de una exterioridad. 
Frente a esta situación, una de las estrategias 
posibles es el éxodo, la sustracción a la dominación del imperio y del capital. Esto implica 
generar prácticas autónomas, que eviten los 
obstáculos a la producción biopolítica impuesta por el capital. Ello implica el desafío 
de construir instituciones de lo común. En 
efecto, para los autores el éxodo no es meramente substracción al poder, apología de la 
inoperancia sino un movimiento de constitución de nuevas prácticas de lo común. Para 
Hardt y Negri, la multitud debe organizarse 
políticamente y esto no se da de manera espontánea pero sí inmanente. Los autores empiezan a vislumbrar esta nueva forma organizacional en las democracias asamblearias 
que surgieron en experiencias breves pero potentes durante los acampes de los indignados 
de todo el mundo durante el 2011. En ellos 
se muestra la posibilidad de una democracia asamblearia que incluye el disenso y que 
inventa nuevas formas de participación y de 
federación horizontales (2012). Estas experiencias mostrarían que no hace falta confiar 
en las nociones de representación y de voluntad general para hacer política. No hace falta la unanimidad ni la trascendencia, sino la 
participación donde se expresaría la voluntad 
y la voz de todos. En este marco, el desafío 
que plantean los autores es el de transformar 
lo que hasta ahora ha tenido características 
destituyentes en un nuevo poder constituyente por parte de un sujeto colectivo preparado 
para el acontecimiento, aun cuando no pueda 
preverlo. Este sujeto es la multitud, el commoner, que debe construir la sociedad democrática basada en la compartición de lo común, 
no sólo mediante la autogestión de la riqueza 
sino también mediante la producción de instituciones. Contra quienes han criticado estos 
movimientos por no articularse con los partidos tradicionales de la izquierda, los autores 
sostienen que la fortaleza de estos movimientos reside en la ausencia de líderes. La clave 
de su poder está justamente en la organización horizontal como multitud y su insistencia 
en la democracia a todo nivel. Para los autores, los movimientos han enseñado el camino 
en cuanto a cómo organizar una asamblea, 
resolver los disensos y tomar decisiones de 
manera democrática. (2012) Es decir, le han 
dado una inflexión política a la cooperación 
en lo común.
5. A MODO DE CIERRE
A lo largo de este trabajo hemos intentado 
poner de manifiesto la relevancia y novedad 
de las perspectivas trabajadas para pensar lo 
común en un contexto de acentuados individualismos y retóricas empresariales donde lo 
común brilla por su ausencia. En ese marco, 
destacamos puntos en común pero también 
importantes diferencias de perspectiva entre los tres autores aquí trabajadas en lo que 
hace a la relación entre ontología y política, 
de lo cual derivan distintas formas de pensar 
el (bio)poder, la política, la subjetividad y lo 
común.
Hemos señalado que Esposito provee una 
interpretación del poder en la modernidad 
centrada en el paradigma inmunitario, que 
debe negar la vida para poder protegerla. 
Comentamos que a partir de una concepción 
impolítica del poder como una realidad que 
12 Para ilustrar la conexión entre la multitud y la pobreza, los autores recurren, entre otros, al franciscanismo, coincidiendo nuevamente con Agamben. Oponiéndose a las autoridades civiles y eclesiales, la orden mendicante de los franciscanos defiende las virtudes de los pobres para oponerse a la corrupción de la Iglesia y a la propiedad privada, dando valor prescriptivo 
a los decretos de Gracián: iure naturali sunt omnia omnibus (por ley natural todo pertenece a todos) e iure divino omni sunt 
communia (por derecho divino todo es común), que a su vez remiten a los principios de los padres de la Iglesia y los apóstoles 
(mantener todo en común), en Actas 2:44. (Hardt y Negri, 2009, p. 43)
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tiende a ocupar toda la vida social, Esposito 
aboga por una forma de desubjetivación implícita en su concepción de la comunidad y de 
lo impersonal. Una comunidad donde la inmunización no sea llevada al extremo debe habilitar así un contagio entre los cuerpos que 
descentren a los sujetos en una exposición 
recíproca. Sin embargo, no es concebible una 
comunidad sin alguna dosis de inmunización. 
Esta noción de inmunización coloca el problema de la comunidad en el plano biopolítico. 
Es en ese plano que aparece como necesaria 
una política de lo impersonal, que implica la 
substracción o la interrupción de un dispositivo que, como el de la persona, separa a la 
vida en formas más y menos valiosas. En todo 
ese recorrido, lo común aparece como espacio de exposición recíproca que no puede ser 
políticamente construido, sólo experimentado. De allí la dificultad de pensar una política 
de lo común o de lo impersonal en Esposito y 
de allí la sobreabundancia de ejemplos filosóficos y literarios en su obra que contrasta con 
la escasez de ejemplos políticos.
Algunos elementos similares encontramos 
en el pensamiento de Agamben, quien explícitamente asume la ausencia de obra como 
rasgo distintivo del hombre. Para Agamben, 
hay un conflicto en torno a la inoperancia, 
pues es permanentemente capturada por el 
poder y hoy es puesta a producir. Es en ese 
marco que deben ser situadas las figuras 
políticas que presenta su pensamiento. Su 
apuesta tiene que ver con lograr aprehender 
el lenguaje como tal para poder restituirlo a 
su potencia de decir y no quedar confinado 
al nihilismo espectacular, y con poder reapropiarse de la inoperancia, suspendiendo los 
dispositivos de poder que nos gobiernan. Es 
a través de las profanaciones y del uso que 
esta suspensión de los dispositivos puede 
volverse afirmativa, capaz de pensar una nueva forma-de-vida, es decir, una vida que no 
sea separable de su forma y que habilite el 
espacio para una nueva ética y una nueva política de lo común. Esta vida en común debe 
ser una vida en la cual la regla es inmanente 
a ella misma, donde los sujetos puedan profanar los dispositivos que los separaban del 
libre uso del mundo común y de sí mismos 
(Agamben, 2011).
Hemos marcado la diferencia de perspectiva de los teóricos de la multitud, en especial de Hardt y Negri, respecto a los autores 
impolíticos. La ontología de estos autores es 
inmediatamente política y, a diferencia de la 
inoperancia agambeniana, apuesta por la 
operatividad, por la producción como inmanente a las prácticas sociales. La noción de 
producción biopolítica con la cual caracterizan al modo de producción postfordista es 
fundamentalmente producción de subjetividad propia del momento en que predomina 
el trabajo inmaterial. Así, en el marco de las 
relaciones de producción contemporáneas, 
emerge esta pluralidad de singularidades que 
los autores llaman multitud y que oponen por 
su lógica constitutiva al Uno del pueblo pero 
fundamentalmente al nuevo poder soberano 
sin centro definido que llaman Imperio. Se 
trata de una multitud de productores, de los 
muchos que permanecen, que producen y reproducen lo común, pero que hasta ahora se 
ven expropiados por un capitalismo cada vez 
más rentístico.
El desafío que plantean los autores es el 
de pasar de la multitud como sujeto social a 
un hacer la multitud, es decir, a organizarla 
políticamente con vistas a una reactivación 
del poder constituyente, dando lugar a formas no representativas de democracia. Por 
ello, además de las lógicas constitutivas de 
la multitud en el plano ontológico elaboran un 
análisis sociohistórico de sus condiciones de 
posibilidad y una evaluación de experiencias 
políticas que intentaron actualizarla.
Ahora bien, estas diferencias no deben 
ocultarnos los puntos comunes en lo que 
hace a sus inspiraciones de fondo. Un primer 
elemento en este sentido es el antiestatismo 
de las tres perspectivas. En todos los casos 
se busca pensar el poder desde abajo y se 
considera al poder soberano del Estado junto 
a otros dispositivos de poder más inmanentes a lo social como enemigos de lo común. 
La comunidad tiene lugar fuera del Estado 
y contra su soberanía. Claro que a partir de 
allí tenemos distintas respuestas: por un lado 
la substracción e interrupción; por el otro la 
constitución de un poder alternativo.
Comunidad, multitud, forma-de-vida son 
además irrepresentables: nominan experiencias contrarias a la representación moderna, 
a la que ponen en cuestión tanto en la figura de la persona jurídica, como del Estado o 
del líder partidario para producir una norma 
inmanente a la propia vida y a las propias subjetividades. 
Un tercer elemento lo marca la fuerte vocación anti-identitaria del pensamiento de los 
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Consideraciones sobre lo común en las reflexiones de Esposito, Agamben, y Hardt y Negri
autores, que frente a la categoría de sujeto, 
individuo e identidad, apuestan por la noción de singularidad, siempre en relación con 
otras singularidades expuestas en lo común.
En cuarto lugar, los autores entienden que 
lo común designa un ámbito específico de relaciones que no debe ser confundido con lo 
público ni con lo privado, pero tampoco con la 
sociedad civil. En Esposito, lo común parece 
remitir a una dimensión de nuestra existencia, a un espacio cóncavo en el cual entramos 
en relación originariamente, que nos atraviesa, expone y descentra. Para Agamben, la comunidad aparece como acontecimiento que 
simplemente tiene lugar y puede ser políticamente pensable a partir del ejemplo y del uso, 
mientras que lo común parece más claramente identificable como la potencia, el lenguaje, el pensamiento. Es esto lo que lo conecta 
con los teóricos de la multitud que piensan 
precisamente a estos elementos como constitutivos del trabajo inmaterial y objeto de expropiación por parte del biopoder imperial, a 
lo que agregan los bienes comunes compartidos por la humanidad. 
Por último, un elemento presente en 
Agamben y Negri/Hardt es el de la recuperación de la tradición franciscana que valora 
a la pobreza como figura subjetiva frente al 
poder constituido y a la república de la propiedad. Los pobres son justamente aquellos que 
por su mera presencia ponen en cuestión la 
propiedad y la opulencia de las instituciones 
que nos gobiernan. Pero la pobreza entendida 
en términos ontológicos implica una forma de 
subjetivación que no se define por la carencia 
sino por la potencia y la inclusividad. Ahora 
bien, mientras Negri y Hardt se valen de esta 
figura para pensar un poder constituyente y 
una nueva democracia de la multitud en la 
que no importan los rangos, Agamben parece darle una inflexión más claramente ética a 
esta noción, ligándola a la cuestión del usus 
pauper, del uso sin propiedad practicado en 
los monasterios donde reconoce un nuevo 
principio para una comunidad política. 
En este sentido, entre una apelación a lo 
impersonal, una ética de un nuevo uso de sí 
y del mundo y una exaltación del poder constituyente de la multitud se van delineando algunas figuras de una política que debe ser capaz no sólo de hacer tambalear a los poderes 
existentes sino también construir una vida en 
común a la altura de nuestro presente, desactivando los dispositivos de poder que nos 
gobiernan y están llevándonos ya no a una crisis sino a la catástrofe. Ese parece el desafío 
común que nos lanzan estos pensadores.
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