Prefacio a La Anomalía Salvaje de Antonio Negri
Alexandre Matheron
Quisiera apuntar aquí al mismo tiempo, mi admiración por el libro de Negri, mi acuerdo con lo que me parece que es la esencia de su interpretación de Spinoza, así como también, como anexo, las pocas reservas que puede suscitar en un historiador de la filosofía que profesionalmente siempre ha intentado apegarse a la literalidad de los textos.
Admiración, tanto en el sentido clásico como en el sentido ordinario de la palabra, por el extraordinario análisis marxista con el que Negri hace inteligible la relación entre la evolución del pensamiento de Spinoza y las transformaciones históricas que se produjeron en la situación holandesa de su tiempo. Desafortunadamente, soy muy incompetente en esa materia para permitirme juzgar la verdad o falsedad de su hipótesis. Pero lo que sí es cierto es que es muy fecunda: permite tanto introducir una lógica interna en lo que ya sabíamos, como resaltar el carácter significativo de ciertos datos fácticos que, con demasiada frecuencia, pasan por marginales. Nos hace comprender, en primer lugar, cómo la «anomalía holandesa» puede dar cuenta de la persistencia tardía en los Países Bajos de este panteísmo utópico de tipo «renacentista» que, efectivamente, con mucha confusión e incertidumbre, fue sin duda el de Spinoza en las partes más arcaicas del Tratado Breve. Nos hace comprender, a continuación, cómo la aparición tardía en Holanda de la crisis del capitalismo naciente puede dar cuenta de la dislocación de este panteísmo inicial y de la necesidad que sintió Spinoza, como realmente la sintió, de realizar una dificilísima reorganización conceptual. Finalmente, nos hace comprender cómo la revuelta de Spinoza frente a la solución absolutista que se había dado a la crisis en el resto de Europa, y que amenazaba con suceder en Holanda, puede dar cuenta del resultado final de esta reorganización conceptual. Ahora bien, dejando de lado la hipótesis en sí, creo que, para lo esencial, los hechos sobre los que llama nuestra atención son muy reales y muy importantes.
Esto es cierto, en primer lugar, para el estado final (o relativamente final) de la filosofía de Spinoza: para lo que Negri denomina su «segundo fundamento». En este punto, con una salvedad sobre la que volveré, estoy fundamentalmente de acuerdo con él. En esta «segunda fundación», Spinoza no sólo rompe con cualquier supervivencia del emanacionismo neoplatónico (eso que todos los comentaristas serios reconocen), sino que ya no admite la más mínima trascendencia de la substancia en relación con sus modos, bajo ninguna forma en que se presente: la substancia no es un fondo cuyos modos serían la superficie, no somos olas en la superficie del océano divino, sino que todo se reabsorbe en la superficie. La substancia sin sus modos es sólo una abstracción, exactamente como lo son los modos sin la substancia: la sola realidad concreta son los seres naturales individuales, que se combinan entre sí para formar todavía otros seres naturales individuales, etc., al infinito. Pero esto no significa que el beneficio de los análisis anteriores fuera nulo; esto significa que todo lo que se atribuía a Dios ahora se confiere a las cosas mismas: ya no es Dios quien produce las cosas en la superficie de sí mismo, sino que son las cosas mismas las que se vuelven auto-productivas, al menos parcialmente, y productoras de efectos en el marco de las estructuras que definen los límites de su auto-productividad. Todavía se puede hablar de Dios (como lo hace Spinoza, y como, desde su propio punto de vista, tiene razón de hacerlo) para designar esta actividad productiva inmanente a las cosas, esta productividad infinita e inagotable de toda la naturaleza, pero a condición de recordar bien lo que eso significa: la naturaleza naturante, es la naturaleza en cuanto naturante, la naturaleza considerada en su aspecto productivo aislado por la abstracción; y la naturaleza naturada, o los modos, son las estructuras que se da a sí misma al desplegarse, la naturaleza en cuanto naturada; pero en la realidad no hay más que individuos más o menos compuestos, cada uno de los cuales (naturante y naturado a la vez) se esfuerza por producir todo lo que puede, y por producir y reproducirse a sí mismo al producir todo lo que puede: la ontología concreta comienza con la teoría del conatus. Es por eso que Negri tiene toda la razón al caracterizar este estado final del spinozismo como una metafísica de la fuerza productiva; y tal en oposición a todas las demás metafísicas clásicas, que son siempre más o menos metafísicas de las relaciones de producción, en cuanto subordinan la productividad de las cosas a un orden trascendente.
Que esta metafísica de la fuerza productiva opera en todos los niveles del spinozismo, eso es lo que Negri explica admirablemente. Nos muestra, siguiendo el hilo de las tres últimas partes de la Ética, cómo, en este ser natural tan compuesto que es el hombre, se va constituyendo la subjetividad; cómo el conatus humano, convertido en deseo, se despliega a su alrededor, gracias al papel constitutivo (y ya no simplemente negativo) de la imaginación, un mundo humano que es verdaderamente una “segunda naturaleza”; cómo los deseos individuales, siempre gracias a la imaginación, se componen entre sí para introducir en esta “segunda naturaleza” una dimensión interhumana; y cómo, gracias al enriquecimiento así traído a la imaginación por la producción misma de este mundo humano e interhumano, nuestro conatus puede volverse cada vez más autoproductor, es decir, cada vez más libre, convirtiéndose en razón y deseo racional, luego en conocimiento de tercer género y en la felicidad. En estas tres últimas partes de la Ética, la ontología deviene así, dice Negri, en fenomenología de la práctica. Y ella desemboca en la teoría de aquello que ella misma presupuso, de hecho, desde el principio; el «amor intelectual de Dios», por lo que es correcto decir que es, bajo cierto aspecto (aunque en mi opinión, no es el único), la práctica humana autonomizándose por el conocimiento que ella adquiere de sí misma.
Pero sobre este conocimiento, queda proseguir su realización elaborando la teoría de las condiciones de posibilidad colectiva de su génesis, cuyo lugar fue indicado en la Ética, sin ser todavía ocupado ahí efectivamente. Tal es el objeto del Tratado Político, del que Negri tiene toda la razón al decir que es el apogeo, en el sentido tanto positivo como negativo, de la filosofía de Spinoza: su punto culminante y, al mismo tiempo, su extremo límite.
Punto culminante, porque Spinoza ahora opera allí la constitución, a partir del conatus individual, de este conatus colectivo al que nombra “potencia de la multitud”. Y esto siempre según el mismo principio: primacía de la fuerza productiva sobre las relaciones de producción. La sociedad política no es un orden impuesto desde afuera sobre los deseos individuales; ni se constituye por un contrato, por una cesión de derechos de la cual resultase una obligación trascendente. Es la resultante cuasi-mecánica (no dialéctica) de las interacciones entre poderes individuales que, al estar compuestos, se convierten en potencia colectiva. Como en todas partes de la naturaleza, las relaciones políticas no son más que las estructuras que la fuerza productiva colectiva se da a sí misma y reproduce constantemente por su propio despliegue. No hay ninguna disociación, por tanto, entre sociedad civil y sociedad política; ninguna idealización del Estado, ni siquiera el democrático: admito plenamente junto a Negri en que estamos en las antípodas de la trinidad Hobbes-Rousseau-Hegel, aunque me reprochó, debido a un malentendido del que soy en gran parte responsable por un lenguaje que me encontré utilizando sin haber medido todas las connotaciones, de haber hegelianizado demasiado a Spinoza. Y coincido con él en el inmenso alcance revolucionario y la extraordinaria actualidad de esta doctrina: el derecho, es la potencia, y nada más; el derecho que tienen quienes detentan del poder político es, pues, el poder de la multitud, y nada más: es la potencia colectiva que la multitud les concede y les vuelve a conceder su uso a cada instante, pero que bien podría dejar de poner a su disposición. Si el pueblo se rebela, tiene derecho a hacerlo por definición, y el derecho del soberano, por definición, desaparece ipso facto. El poder político, incluido el sentido legal de la palabra «poder», es la confiscación, por parte de los gobernantes, de la potencia colectiva de sus súbditos; confiscación imaginaria, que produce efectos reales sólo en la medida en que los propios sujetos creen en su realidad. El problema no es, por lo tanto, descubrir la mejor forma de gobierno: es descubrir, en cada tipo de sociedad política dada, las mejores formas de liberación, es decir, las estructuras que permitirán a la multitud reapropiarse de su propia potencia desplegándola al máximo – y quienes, por ello, pero solamente por este hecho, conocerán una autorregulación óptima.
En cuanto a los límites con los que se tropezó Spinoza en el examen detallado de estas estructuras (capítulos VI a XI del Tratado Político), son evidentemente los límites mismos de la situación histórica que fue la suya. Negri me reprocha amigablemente haber insistido demasiado en este examen detallado, que a él le parece menos interesante por su contenido que por el fracaso que atestigua. Sin embargo, me parece que era necesario tomar en serio lo que el propio Spinoza se tomó en serio. Pero reconozco con Negri que, para nosotros y por hoy, tanto desde el punto de vista del futuro como desde el punto de vista de la eternidad (que, en última instancia, es lo mismo), la esencia del Tratado Político, son sus fundamentos tal y como se les expone en los primeros cinco capítulos. Y como estos fundamentos serían incomprensibles para cualquiera que no haya leído la Ética, Negri tiene toda la razón al aseverar que la verdadera política de Spinoza es su metafísica, que es en sí misma política de punta a punta.
Queda por saber cómo llegó Spinoza, desde su panteísmo inicial según el cual “la cosa es Dios”, a este estado final de su doctrina según el cual “Dios es la cosa”. Y es en este punto donde ya no estoy del todo de acuerdo con Negri, al menos en el sentido en que me parece que ha establecido una verdad que no es exactamente lo que él creía. Porque creo, mientras que él no, que este último spinozismo (mediante un añadido importante, es cierto), es el de toda la «Ética», incluidas las partes I y II. Según él, estas partes I y II, en la forma que las conocemos, en particular con la doctrina de los atributos divinos que allí aparece, corresponderían a la primera redacción de la Ética, la que fue interrumpida en 1665; y darían testimonio, a pesar de algunas anticipaciones, de un estado intermedio del pensamiento de Spinoza, caracterizado por una tensión extrema entre las exigencias de su primer panteísmo y la conciencia de la imposibilidad de mantener estas exigencias hasta el final; de donde resultaría, quiérase o no, una cierta dualidad entre substancia y modos: por un lado Dios, por otro lado el mundo (la “paradoja del mundo”, dice Negri). Sería sólo en las partes III, IV y V, junto con algunos restos de la vieja doctrina reactivada con fines de «catarsis» en la parte V, que la metafísica de la fuerza productiva se manifestaría plenamente: la teoría de los atributos habría casi desaparecido y sólo jugaría un papel residual. Ahora bien, sobre este punto me parece posible una discusión, que podría iniciarse dirigiendo a Negri las siguientes dos objeciones provisionales:
1) Es muy difícil reconstruir el primer borrador de la Ética a partir de los materiales proporcionados por esta sola obra. Es cierto que los comentaristas que lo han intentado (en particular Bernard Rousset) han obtenido resultados muy interesantes y muy convincentes en ciertos puntos: hemos podido identificar parcialmente, en la Ética, dos capas distintas de vocabulario, de las cuales una luce mucho más arcaica (porque se acerca más a la terminología del Tratado Breve); y, de una a la otra, la transformación va en la dirección de un inmanentismo más radical, pasando Spinoza del vocabulario de la participación al de la potencia. Pero, por un parte, estos son solo resultados parciales. Y, por otra, conciernen a todas las partes de la Ética: las dos capas se encuentran en cada parte, sin separarse más particularmente entre las dos primeras para el más antiguo, y las tres últimas para la más reciente. Por lo tanto, no me parece posible afirmar que las dos primeras partes tal como los conocemos sean anteriores a 1665, siendo sólo las tres últimas posteriores a 1670. Mucho más porque, en todo caso, es muy poco probable que Spinoza, retomando su escritura en 1670 después de una pausa de cinco años, no revisase todo su texto. La vieja capa de vocabulario, con gran verosimilitud, son, en cada parte, las palabras y expresiones que Spinoza mantuvo porque le parecía posible, aún a costa de alguna apariencia de ambigüedad que creía fácilmente disipable, reutilizarlas sin entrar en contradicción con el nuevo estado de su doctrina. En efecto,
2) Por parte mía, no veo contradicción alguna entre las dos primeras partes y las siguientes. Puede parecer que las hay si consideramos ciertas afirmaciones aisladamente, pero si las reemplazamos en la cadena de razones, estas aparentes contradicciones se desvanecen. Es cierto que Spinoza apenas habla de los atributos en las partes III, IV y V; lo cual es normal, ya que no es ese su propósito y ya se ha dicho lo esencial sobre este punto. Pero las proposiciones que aparecen en estas tres partes se demuestran ellas mismas a partir de otras proposiciones, que a su vez se demuestran a partir de proposiciones aún anteriores, etc.; y finalmente, si recorremos toda la cadena, casi siempre terminamos con proposiciones relativas a los atributos. Quizás este sea, en definitiva, mi principal (y, en última instancia, mi único) punto de desacuerdo con Negri: no se toma en serio el orden de las razones, que le parece superpuesto a lo externo y no sería más nada que el «precio pagado por Spinoza en su tiempo». Por supuesto, no puedo probarle que deba tomársele en serio. Pero creo que, si uno se decide a hacerlo, descubre en toda la Ética una coherencia lógica muy grande; a condición, así lo especifico, de interpretarla enteramente de acuerdo con la doctrina final: de lo contrario, ciertamente, habría una falla. Pienso, con Negri, que la ontología concreta comienza con la teoría del conatus; pero la doctrina de la substancia y los atributos pretende demostrar esta teoría: demostrar que toda la naturaleza, pensante y extensa al mismo tiempo, es infinita e inagotablemente productiva y autoproductiva; y para demostrarlo fue necesario reconstituir genéticamente la estructura concreta de lo real, comenzando por aislar por abstracción la actividad productiva en sus diferentes formas – que son precisamente los atributos integrados en una sola substancia. Uno puede pensar, ciertamente, que fue inútil demostrarlo; pero Spinoza no lo creía así. También podemos pensar que erró al no pensarlo así; sobre este punto, una vez más, no tengo nada que objetar que sea lógicamente vinculante: es una cuestión de elección metodológica. Pero es cierto que, si se opta por considerar esencial el orden de las razones, se llega a dar más importancia que Negri a lo que se llama impropiamente, a falta de haber podido encontrar un término más adecuado, el «paralelismo» de pensamiento y extensión; lo cual, sin contradecir en modo alguno su interpretación de la doctrina final, simplemente le agrega algo. Tal era el significado de la «reserva» a la que aludí más arriba: es la teoría de los atributos, entendida como Spinoza quería que se entendiera, la que funda, me parece, el «segundo fundamento» en sí mismo. Por lo que la «vida eterna» de la parte V, siendo exactamente lo que Negri dice de ella, puede aparecer al mismo tiempo, y sin ninguna «catarsis», como eterna en sentido estricto.
Pero al final, creo que la primera de mis dos objeciones anula en parte el alcance de la segunda. Hubo, en todo caso, una primera redacción de la Ética, aunque no fue reproducida como tal en las partes I y II. Y el argumento de Negri sobre los otros textos del período 1665-1670 más bien me da la impresión de que este primer borrador ciertamente debe haber sido más o menos conforme con lo que él nos dice. Lo que suele probarlo son, en primer lugar, ciertos pasajes comentados por él en la correspondencia de Spinoza que data de este período. Y es sobre todo el papel de catalizador que juega el Tratado Teológico-Político, que es estudiado admirablemente. En efecto, por un lado, Negri nos hace sentir de una manera muy convincentemente hasta qué punto las exigencias de la lucha política librada a lo largo de esta obra, al llevar a Spinoza a tomar conciencia del papel constitutivo de la imaginación (de la que hemos visto cuál será luego la importancia en las últimas tres partes de la Ética), debieron inspirarle la urgente necesidad de restaurar sus conceptos. Y por otro lado, lo que parece sugerir con mucha fuerza que esta necesidad todavía no estaba satisfecha en 1670, es el vínculo que establece Negri entre el contenido que asigna al primer borrador de la Ética y el hecho de que, en el Tratado Teológico-Político, Spinoza todavía habla de un contrato social, mientras que todo el contexto muestra que ya podría haber prescindido lógicamente de él: para atreverse a dejar completamente de hablar de un contrato (como será el caso en el Tratado Político), era, efectivamente, necesario poseer la doctrina final en su forma más madura; y es muy fructífero dar cuenta de la desaparición de esta noción vinculándola, como lo hace Negri, a una maduración general de la filosofía de Spinoza en su conjunto.
Mis reservas son, por tanto, secundarias a mi admiración y acuerdo. En definitiva, y más allá de cuestiones de detalle, lo que sobre todo me llama la atención en Negri son sus deslumbrantes intuiciones que nos hacen percibir, como un relámpago de conocimiento de tercer genero constantemente renovado, la esencia misma del spinozismo. Sin duda esto proviene (y en este punto, como en muchos otros, estoy de acuerdo con Deleuze) del hecho de que su reflexión teórica y su práctica han sido durante mucho tiempo las de un verdadero spinozista.
Edición francesa, PUF, 1982, pp.19-25
Trad. César Panza
A partir de: https://www.multitudes.net/preface-a-l-anomalie-sauvage-de1417/