¡Adelante, bárbaros!

Nota de Giorgio Agamben: El siguiente es un comentario de Amadeo Bordiga publicado en 1951 sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels. En oposición a Cornelius Castoriadis («Chaulieu» en este texto) y la revista Socialisme ou barbarie, Bordiga analiza el espíritu de la llamada barbarie y proclama que sus características son un complemento bienvenido para el comunismo. El texto original fue publicado como Amadeo Bordiga, «Avanti, barbari!», en Battaglia comunista, núm. 22, 1951.



¡Adelante, bárbaros!

Amadeo Bordiga

 

El siguiente es un comentario de Amadeo Bordiga publicado en 1951 sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels. En oposición a Cornelius Castoriadis («Chaulieu» en este texto) y la revista Socialisme ou barbarie, Bordiga analiza el espíritu de la llamada barbarie y proclama que sus características son un complemento bienvenido para el comunismo. El texto original fue publicado como Amadeo Bordiga, «Avanti, barbari!», en Battaglia comunista, núm. 22, 1951.

 

Dos grandes concepciones de la historia se contraponen. La primera es grande porque es antigua, extendida y dura de matar: ve el «momento determinante» de la historia en la gloria de la dominación, en la voluntad del poder, en la iniciativa, la voluntad y el ímpetu de los héroes, de los líderes y de los grupos, que se lanzan a la contienda para poder llevar a sus labios codiciosos la copa que apaga esta sed insaciable de mando. Según esta concepción, los caminos de la humanidad se trazan a partir de estos choques y guerras.
La segunda concepción es la nuestra, la de nosotros los marxistas. Elegimos de Engels una de sus formulaciones más densas y claras:

 

Según la concepción materialista, el momento determinante de la historia es, en última instancia, la producción y la reproducción de la vida inmediata.

 

Así introduce Engels, en 1884, su espléndido tratado El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. De la primera a la última palabra de esta pequeña obra, así como de la primera a la última palabra de la doctrina revolucionaria de Marx sobre el proletariado, corre en una línea ininterrumpida la siguiente tesis: la familia, la propiedad y el poder no son instituciones que nacieron con la especie humana y sin las cuales ésta no puede vivir. Los hombres llevaban mucho tiempo en sociedad antes de que aparecieran estas tres instituciones. Luego de demostrar esta tesis a través de la ciencia de los hechos, también mostramos que un día estas tres instituciones caerán en su conjunto. En nuestro programa no escribimos la modificación, la reforma o la transformación, sino la destrucción de estas tres bases de la civilización: la familia, la propiedad y el Estado.
En su momento nos ocuparemos por separado de la familia y del problema del sexo. También aquí desaparece la explicación individualista, de la aspiración al placer del yo, con todas sus construcciones y corrupciones anormales, y sale a la luz una explicación no voluntarista, sino determinista y social.
Por el momento, basta con citar las palabras que explican, en ese pasaje, lo que se entiende por «la producción y la reproducción de la vida inmediata». Aquí están:

 

Pero esto a su vez es de dos tipos. Por un lado, la producción de medios de subsistencia, de alimentos, de artículos de vestir, de viviendas y de los instrumentos necesarios para estas cosas; por otro lado, la producción de los propios hombres: la reproducción de la especie.

 

Al igual que Pío XII, y a diferencia del existencialista burgués que caza nuevos temblores para su epidermis a punto de volverse carroña, vemos en el amor un medio para producir hombres; pero, como no nos guiamos por presupuestos místicos o éticos, entendemos que, al igual que el niño juega para correr un día tras los animales del bosque… o tras el trolebús en la jungla de asfalto, al igual que el motor del coche se «rueda» durante millones de revoluciones en el mostrador antes de hacer energía útil en la carretera, así también la función sexual tiene un campo de ejercicio más amplio que el momento del encuentro útil de los dos células germinales.
Las instituciones relacionadas con la generación preceden a las relacionadas con la producción de artefactos, pero siempre:

 

Las instituciones sociales bajo las que viven los hombres de una determinad época histórica y de un determinado país están condicionadas por ambos tipos de producción: por la etapa de desarrollo del trabajo, por un lado, y por la de la familia, por otro.

 

En la etapa salvaje y bárbara, la especie humana vive del producto de la naturaleza sin mucha aportación de trabajo; en esta etapa los elementos determinantes que prevalecen son los sistemas de parentesco y de familia. En la etapa posterior de «civilización», al aumentar el número de hombres y la aportación de obra humana en la producción de la subsistencia, los sistemas de producción tienen una importancia predominante. Las formas familiares y sociales son transitorias y desaparecen tras haber resistido durante mucho tiempo con su potente inercia. Morgan, de cuyas investigaciones se nutrió Engels a partir de las notas del propio Marx a la obra del primero (La sociedad antigua, 1877), encontró en los «sistemas de parentesco» de todos los pueblos vestigios de tipos de familia desaparecidos; y aunque no se basó en un sistema declaradamente materialista, observó que mientras la realidad del hecho sexual y reproductivo (la familia) varía, las antiguas denominaciones de parentesco seguía permaneciendo, incluso con sus consecuencias sociales y jurídicas: tales sistemas, dijo, son pasivos. Y es en este punto donde Marx anota al margen:

 

Lo mismo se aplica a los sistemas políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos en general».

 

Es precisamente desde que conocemos la transitoriedad y pasividad de todos estos sistemas que hemos podido ir más allá de la filosofía burguesa y reaccionaria del Cándido de Voltaire. La burguesía, como nació y morirá venal, sólo podía nacer y morir escéptica. Para ella, el diálogo filisteo es definitivo:

 

«¿Usted cree —dijo Cándido— que los hombres siempre se han masacrado como lo hacen en la actualidad? ¿Que siempre hayan sido mentirosos, trapaceros, pérfidos, desagradecidos, rufianes, flojos, veleidosos, cobardes, golosos, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, disolutos, fanáticos, hipócritas y estúpidos?». «¿Cree usted —dijo Martín— que los gavilanes se comen siempre a las palomas cuando se topan con ellas?». «Sin duda», dijo Cándido. «Pues bien —dijo Martín—, si los gavilanes siempre han tenido el mismo carácter, ¿por qué quiere usted que se cambie el de los hombres?».

 

Cándido baja los brazos, balbuceando que, sin embargo, el libre albedrío hace la diferencia… No creemos en el libre albedrío como Cándido, pero sí sabemos, con Engels, quién «puso en marcha y desarrolló las más sórdidas pasiones e instintos de los hombres», desconocidos en la época bárbara: la «civilización», cuya forma más elevada es precisamente la que usted anunció, señor Arouet de Voltaire.
Y es porque somos partidarios de esta segunda concepción de la historia, que manda a la chatarra el genio del bien, el genio del mal y la «naturaleza» bestial del ser humano, que pudimos decir, en 1914, que era una idiotez la búsqueda del agresor en la guerra entre los déspotas coronados de Petrogrado, Berlín o Viena; e igualmente, en 1939, la identificación cínica y unánime del criminal de guerra en los jefes de Estado de Berlín, Roma y Tokio.
Y en la misma línea coherente, sólo una pequeña minoría sigue siendo capaz de entender la vacuidad de las respectivas acusaciones que, con un ostentoso homenaje a la misma doctrina anticuada de la historia, los Acheson y los Vyshinski intercambian en las reuniones de la ONU. Ambos atribuyen la causa del estallido de una nueva y más terrible guerra (entre los que ayer eran hermanos al castigar a los agresores y juzgar a los criminales) al deseo del grupo dirigente contrario de tener más poder, más territorio, más control sobre las masas humanas. Ambos bandos declaran que un cataclismo histórico universal puede surgir de ese afán de poder sádico entre una jerarquía restringida de líderes, sin que intervengan otras causas: ambos dicen, de hecho, que la paz es posible y deseada por ellos, ¡siempre que el grupo contrario pueda ser «desintoxicado»!
Ahora bien, si entre nuestros escasos grupos marxistas revolucionarios, que se mantienen lejos de las pandillas y rebaños a sueldo por cualquiera de los dos «vicegrandes», está claro que todo marxismo cae cuando se atribuye la causa de la guerra, como de la opresión, a la mala voluntad premeditada de los hombres. Esto equivale a saltar del otro lado de la barricada y a aplicar la otra y opuesta visión de la historia. Si, en cambio, tenemos claro que el «momento determinante» debe encontrarse en la esfera económica y en la lucha de las clases sociales, ¿cómo es posible que en tales grupos, tanto antitrumanianos como antiestalinianos, algunos individuos no ven que se comete el mismo error cuando, para «explicar la Rusia de hoy», buscan una tercera clase en una jerarquía de Estado que, luego de tomar el poder y de saborear sus placeres cada vez más a fondo, ha bloqueado nuestro camino (el del opúsculo de Engels) desde el estado salvaje hasta la sociedad comunista, con un obstáculo tan gigantesco como imprevisto?
«¿Pero acaso ustedes encierran toda la historia en un panfleto?». Un momento. Nadie que, como nosotros, sea un modesto divulgador de los viejos temas de la propaganda, que, puesto que nunca ha estado a sueldo de nadie, viva como trabajador diario, y que ni siquiera tenga una enciclopedia (tal vez por odio a Voltaire), puede cuestionar la posibilidad de que surja un contradictor versado, informado, que haya podido elaborar un inmenso material científico extraído de todo el horizonte. Sólo Morgan, sobre el que se detuvo Engels, se esforzó durante cuarenta años por estudiar el problema y obtener algún apoyo del gobierno federal estadounidense, y luego, como no estaba en olor de santidad (¿todavía hay científicos ingenuos?), fue arrojado al olvido. Así que siempre estamos dispuestos a sopesar nuestra ignorancia diletante.
Sólo hacemos una reclamación. En todos los bandos se pretende hablar en nombre de Marx; y por ello no lo consideran «anticuado», aunque hayan pasado unos ochenta años desde su obra. Lavrenti Beria, que sustituyó a Stalin en la conmemoración de Octubre, terminó con un himno a las grandes enseñanzas de Marx, Engels, Lenin y Stalin. Los papeles de Acheson difunden para la propaganda estadounidense el texto de Sir David Kelly, exembajador del Partido Laborista en Moscú, que se titula: «Karl Marx abatido por la tiranía de Stalin».
Por lo tanto, nos detendremos a aprender de un contradictor cuando tenga las agallas de escribir al inicio de su tratado este sencillo y breve epígrafe: «¡Qué estúpido era Marx!».
Porque sólo entonces este contradictor tendrá derecho a explicarnos que, debido a otras sólidas aportaciones de la investigación positiva, se deduce que la visión de la historia de la que somos catecúmenos ya no es cierta.
Todos los demás están demasiado preocupados por pasar por marxistas para no ser, a nuestros ojos, tan tontos como pestilentes.

 

Ayer

 

Sigamos algunos pasajes del último Engels para mostrar que todo «se viene abajo» si damos crédito a la patraña de los vigorosos y audaces súbditos con ganas de reinar, y de las cliques burocráticas que han colocado soberanamente su rond de cuir, su cojín de cuero, sobre el cráter de los grandes volcanes de la historia para apagar el fuego eruptivo con el poder del flatus a tergo.
Dejemos ahora de lado el problema del sexo y la explicación de las formas familiares primitivas. Sólo nos interesa citar un pasaje, que es de carácter fundamental porque se aplica a todos los problemas relacionados con la sociedad futura, ya que nuestra escuela derrocó a la escuela utópica. La monogamia no es un estado «natural», ya que no ha existido siempre, y se muestra cómo los distintos pueblos pasaron por etapas, no sólo de poligamia y poliandria, sino de matrimonio de grupo. En el seno de la tribu primitiva hay varias gentes: los miembros de una misma gens no pueden casarse entre sí: los varones de una gens, o de un grupo de ellos, son los «polimaridos» de un grupo de «polímujeres» de la otra gens. Hemos acuñado estos dos términos para vulgarizar el concepto de matrimonio de grupo, que precedió a la monogamia, pero esto es muy diferente a la promiscuidad sexual indistinta o a las tonterías sobre el amor libre: es tan estúpido reírse de ello como escandalizarse. Sin embargo, la forma actual de la familia es reciente y contingente. Y así, a su vez, cederá a nuevas formas. ¿Cuáles? Éste es el grito del corazón del pequeñoburgués. Aquí Engels concluye:

 

Por lo tanto, lo que podemos suponer hoy en día sobre el ordenamiento de las relaciones de sexo tras el inminente barrido de la producción capitalista es predominantemente de carácter negativo [hemos escrito esta tesis cien veces, seguros de copiarla, pero no recordamos el lugar…], limitada sobre todo a lo que se suprimirá. Pero, ¿qué se añadirá? Eso se decidirá cuando haya madurado un nuevo género.

 

Dejemos, pues, que Vyshinski y Acheson, como dignos colegas, se reprochen mutuamente las ofensas a la sagrada personalidad humana, a la santidad de la familia y, en general, a la salvación de la «civilización» actual y común. No los infractores, sino los defensores de las actuales instituciones de la personalidad, de la familia y de la civilización, deben ser puestos contra la pared.
Saltamos de la barbarie a la civilización. La clave de las transiciones reside en las sucesivas formas de división del trabajo. Hasta la primera etapa de la barbarie, existe la única división natural del trabajo, la de los sexos. Y esto da lugar a la sociedad de las gentes, comunidades limitadas de hombres. Engels erige un verdadero himno a este sistema bárbaro. Esta sencilla organización resuelve todos los problemas internos sin enfrentamientos. En el exterior, sí, es la guerra, que lo resuelve todo: no estamos en una Arcadia… ni en un mundo en el que la Organización de las Naciones Unidas funcionara como pretenden los Nenni: según los principios de su carta fundacional (¡trozo de Acheson!). Limpien sus cavidades auditivas, de la voz de Nenni vuelvo a la de Engels:

 

La guerra puede terminar con la aniquilación de una tribu, pero nunca con su sometimiento. La grandeza, pero también la limitación [¡para reflexionar!], de la composición de las gentes es que no hay lugar en ella para la dominación y la servidumbre.

 

La división natural del trabajo entre los sexos se ve superada por el progreso de la técnica. Primera gran división social del trabajo: los criadores de ganado doméstico se separan de los simples cazadores y pescadores: los primeros ya producen más de lo que consumen, aprenden nuevos consumos (leche, pieles, hilos, tejidos…). Nació la propiedad privada: yo, un pobre animal hombre, sólo pude filosofar que dios la creó. Y hoy sólo puedo filosofar: que se la lleve el diablo.
Aprender que se puede producir más significa aprender a procurarse fuerza de trabajo: el grupo vencedor ya no extermina al vencido. Ha comenzado a incivilizar: esclaviza al prisionero. Surgió la primera división de clases: esclavos y amos.
La segunda gran división social del trabajo se produjo con la distinción entre artesanía y agricultura. La producción de esclavos se complementaba con la producción de los siervos. Una nueva división de clases de la sociedad: entre ricos y pobres. «Con esto hemos llegado al umbral de la civilización». Y con esto también hemos llegado al umbral de la burocracia: cuéntanoslo, Friedrich, y que tu sombra nos perdone este juego de puntos.

 

Se convirtió en una necesidad en todas partes la fusión de los territorios tribales separados en un territorio general del pueblo. El jefe militar del pueblo —rex, basileus, thiudans— se convierte en un funcionario indispensable y permanente. La asamblea del pueblo surge donde no existía. […]. La guerra, que antes se hacía sólo para vengar invasiones o para extender un territorio que había llegado a ser insuficiente, se hace ahora por el mero hecho de robar, se convierte en una ocupación permanente. No en vano, las murallas que rodean las nuevas ciudades fortificadas se asoman: en sus fosos dormita la tumba de la composición de las gentes, y sus torres ya se proyectan hacia la civilización. […] Las guerras de rapiña aumentan el poder del comandante supremo, así como el de los líderes subordinados [y decir que Eisenhower y Rokossovski eran en mente dioses, y con ellos Franco y Perón, De Gaulle y Tito…]; la elección habitual de sucesores en las mismas familias […] pasa gradualmente a un poder hereditario primero tolerado, luego reclamado y finalmente usurpado; con ello se sientan las bases de la realeza hereditaria y la nobleza hereditaria.

 

La civilización está ahora en pleno apogeo, y con una tercera división social del trabajo la Edad Media nos trae a los mercaderes, una clase que no se ocupa de la producción sino del intercambio de productos. Ahora estamos en la etapa monetaria: fomenta la formación de mayores riquezas y posesiones; acentúa la división en clases; aquí surge (y esto demuestra que también, como la familia y la propiedad, no ha existido siempre) el Estado. Engels muestra cómo este nacimiento tuvo lugar en Atenas, en Roma y entre los germanos. Y dentro de esto están los pasajes fundamentales que Lenin citó en su Estado y revolución.
Primer punto, y que hemos recalcado: la unidad del territorio. Segundo punto: el establecimiento de una fuerza pública.

 

Puede ser muy insignificante, casi nula, en sociedades con antagonismos de clase aún no desarrollados y en zonas remotas, como ocurrió en ocasiones y en lugares de los Estados Unidos de América. Pero aumenta en proporción a medida que se agudizan los antagonismos de clase en el seno del Estado y a medida que los Estados que se limitan mutuamente se hacen más grandes y más poblados. Sólo hay que mirar a nuestra Europa actual, donde la lucha de clases y la competencia por conquista han elevado la fuerza pública a una altura en la que amenaza con devorar a toda la sociedad e incluso al Estado.

 

Hoy, en 1950, está claro que, con la marina, la fuerza aérea y la radio modernas, todos los grandes Estados se «limitan mutuamente». Pero sólo los ciegos no entienden que la policía y la burocracia, en nuestra visión marxista tradicional, debían avanzar hacia una inflación inexorable.
A continuación, Engels habla de los impuestos. Dice:

 

En posesión del poder público [factor político] y del derecho a recaudar impuestos [factor económico], los funcionarios se erigen ahora [¡chicos, el gallo de la aurora del 1 de enero de 1901 aún no había cantado!] como órganos de la sociedad por encima de la sociedad. […] Deben hacerse respetar por leyes excepcionales en virtud de las cuales gozan de una santidad e inviolabilidad especiales.

 

Nos reímos, nos reímos al estilo de Vyshinski (pero no tan inmaduro). Los Chaulieu y compañía lo descubrieron a mediados del siglo: ¡la omnipotencia de la burocracia estaliniana!
Después de haber establecido en este punto sobre una base de granito la doctrina de la muerte del Estado, deducida de la historia de su nacimiento, Engels concluye sobre la civilización:

 

La civilización es, por tanto, según lo dicho anteriormente, la etapa de desarrollo de la sociedad en la que la división del trabajo, el intercambio entre los individuos que de ella se deriva y la producción de mercancías que se combinan llegan a desarrollarse plenamente y derrocan a toda la sociedad anterior.

 

Y un poco más adelante:

 

Lo que resume a la sociedad civilizada es el Estado, que en todas las épocas ejemplares es, sin excepción, el Estado de la clase dominante y en todos los casos sigue siendo esencialmente una máquina para someter a la clase oprimida y explotada.

 

Esta civilización cuyo advenimiento hemos mostrado debe ver su apocalipsis antes que nosotros. Socialismo y comunismo están más allá y después de la civilización, al igual que la civilización estaba más allá y después de la barbarie. No son una nueva forma de civilización.

 

Como la base de la civilización es la explotación de una clase por otra, todo su desarrollo está en perpetua contradicción.

 

Por lo tanto, si Truman, Stalin y Churchill pueden situarse bajo el mismo paraguas antibárbaro, y si Chaulieu y algunos otros despojos quieren situarse bajo él, nosotros nos situamos finalmente fuera con Marx, Engels y Lenin.
Puede ser inquietante que el comunismo no haya surgido todavía de la caída de la civilización, pero es ridículo querer perturbar la satisfacción capitalista con la amenaza de alternativas bárbaras.
Retrocederemos un poco para dedicar una página aún más admirable a los bárbaros. Se trata del nacimiento del gran Estado germano de los francos, del imperio de Carlomagno a partir de las ruinas del imperio de Roma. Fueron las jóvenes fuerzas bárbaras las que acabaron con una burocracia podrida.

 

El Estado romano se había convertido en una enorme y complicada máquina, diseñada exclusivamente para drenar a sus súbditos. Los impuestos, los frentes estatales y los suministros de todo tipo empujaron a la masa de la población a una pobreza cada vez más profunda; la presión aumentó hasta lo insoportable por las extorsiones de los gobernadores, los recaudadores de impuestos y los soldados. Esto es lo que el Estado romano había conseguido con su dominio mundial: basaba su derecho a existir en la preservación del orden interno y la protección contra los bárbaros en el exterior. Pero su orden era peor que el peor de los desórdenes, y los bárbaros contra los que pretendía proteger a los ciudadanos eran anhelados por éstos como salvadores.

 

Parecía que, con las invasiones victoriosas, durante cuatro siglos, al ordenarse la Europa arrancada al imperio de Roma en forma de una composición germánica de gentes, la historia se había detenido, y con ella la civilización y la cultura. Pero no fue así. La joven sangre bárbara asimiló todo lo que estaba vivo y vital en la tradición clásica. Como siempre, lo que el vencido había desarrollado en términos de técnica, conocimiento y progreso efectivo no pereció, sino que conquistó al vencedor. Hemos citado a menudo el ejemplo de las invasiones bárbaras victoriosas, así como el de las coaliciones victoriosas antijacobinas y antinapoleónicas contra la deformación defensista. Aquí está el pasaje, qui nous faut.

 

Las clases sociales del siglo IX se habían formado, no en la ciénaga de una civilización en decadencia, sino en los dolores de parto de una nueva. La nueva raza, tanto los amos como los siervos, era una raza de hombres comparada con sus predecesores romanos.
Pero, ¿cuál fue la misteriosa fórmula mágica con la que los alemanes insuflaron nueva vida a una Europa moribunda? ¿Fue un poder milagroso inherente a la tribu alemana, como quiere hacer creer nuestra historiografía chovinista? En absoluto. […] No fueron sus características nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino simplemente su barbarie, su composición de gentes.
Todo lo vital y vivificante que los germanos implantaron en el mundo romano fue barbarie. De hecho, sólo los bárbaros son capaces de rejuvenecer un mundo que sufre una civilización en decadencia.

 

Hoy

 

Es un error, un error muy banal y miserable de marxismo, tratar de explicar la detención del antagonismo de clase y la revolución anticapitalista por factores voluntarios y maliciosos de cliques policiacas.
Es un enorme error situar, después de la etapa de la civilización capitalista, que proclamamos la última y peor de las civilizaciones, una nueva e imprevista civilización de clase. No tiene sentido buscar una tercera clase, establecer que el Estado es el de esta clase dominante, diferente de la burguesía, cuando la clase misma no sería otra cosa que el personal del Estado. Este personal no es un nuevo personaje, que siempre hemos visto y analizado para todos los duelos de clases y todas las formas sucesivas de Estado.
Es un error, como vimos y volveremos a ver, la escalera o el guión de la historia: capitalismo privado, capitalismo estatal, socialismo. Si se permite que este trío ocupe el escenario, como en la pochade o el vodevil, sería imposible escapar a la conclusión del Boletín de la Izquierda francesa: no ostracismo y escándalo, sino alianza y apoyo al personaje número dos, para que el capitalismo de Estado, sea Hitler o Stalin su ministro, se apresure a quedarse solo frente a nosotros.
A partir de la inmediata posguerra, y de hecho en la primera aparición del fascismo en Italia, en 1919, disolvimos el problema histórico-estratégico: no hay bloque democrático-liberal contra el fascismo, pero tampoco hay bloque con el fascismo contra la burguesía liberal. Lo dijimos enseguida: porque no se trata de dos sociedades de clase, sino de una sola y la misma.
Haber experimentado la estrategia de bloques, e incluso en ambos sentidos, nos basta para explicar el repliegue de nuestra revolución.
La construcción más vacía es la que quiere colocar ante el mundo infame, aunque de gran potencial, de la civilización capitalista (y también ante las mayorías que ahora se adscriben a ella, en virtud de los grandes errores históricos, de los proletarios) una alternativa contenida en el fantasma de la barbarie. «Ustedes no tendrán la revolución creadora de un mundo nuevo, tal vez la ahoguen, pero seguirán teniendo la crisis de desintegración de la sociedad actual: no lograrán pasar al socialismo, pero, de la civilización, ¿volverán a caer en la barbarie?». La amenaza, de carácter puramente cerebral, no asustará a ningún burgués y no levantará a ningún proletario a la lucha. Ninguna sociedad se desmorona por sus leyes internas, por sus necesidades internas, si estas leyes y necesidades no conducen —y lo sabemos y lo esperamos— a hacer que se levante una multitud de hombres, organizada con armas en los puños. Ninguna «civilización de clase», por muy corrupta y repugnante que sea, puede morir sin traumas.
En cuanto a la barbarie, que sería la sucesora de la muerte del capitalismo por disolución espontánea —si su desaparición fuera considerada por nosotros como una premisa necesaria para el desarrollo posterior, que inevitablemente debía pasar por los errores de las sucesivas civilizaciones—, sus características como forma humana de convivencia no tienen nada de horrible que nos haga temer su impensable retorno.
Así como Roma necesitó, para que la contribución de tantos grandes aportes a la organización de los hombres y las cosas no se dispersara, que descendieran las hordas salvajes, portadoras inconscientes de una revolución lejana y mayor, así quisiéramos ver una poderosa ola bárbara a las puertas de este mundo burgués de opresores y exterminadores aprovechados, capaz de barrerlo.
Pero en este mundo, si hay fronteras, murallas y cortinas, todas las fuerzas, aunque se convoquen y se opongan, están alineadas bajo la tradición de una misma civilización.
Cuando el movimiento revolucionario de la clase obrera sea capaz de recuperar su fuerza, su organización y sus armas, y cuando puedan surgir formaciones que no sigan los pasos de la civilización de Acheson o de Malenkov, entonces serán las fuerzas bárbaras, que no desdeñarán el fruto maduro de la potencia industrial moderna, sino que lo arrebatarán de las fauces de los explotadores y les destrozarán sus feroces dientes, que aún muerden.
Así pues, que el socialismo acoja una nueva y fecunda barbarie, como la que descendió de los Alpes y renovó Europa, y que no destruyó sino que exaltó lo traído por siglos de sabiduría y arte, custodiado en el seno del formidable imperio.