Prefacio a la transgresión

La sexualidad nunca ha tenido un sentido más inmediatamente natural y sin duda nunca ha conocido una “felicidad de expresión” tan grande como en el mundo cristiano del pecado y los cuerpos desposeídos de la gracia divina.



Prefacio a la transgresión | por Michel Foucault

Artículo de Michel Foucault, publicado por primera vez en el homenaje que la revista Critique rindió a Georges Bataille en su número …

Bloghemia
 
diciembre 11, 2019
 
 

Artículo de Michel Foucault, publicado por primera vez en el homenaje que la revista Critique rindió a Georges Bataille en su número 195-196 (agosto-septiembre del año 1963). El número en cuestión incluía además aportaciones de Alfred Métraux, Michel Leiris, Raymond Queneau, Maurice Blanchot, Pierre Klossowski o Roland Barthes, entre otros.

 
Se cree fácilmente que en la experiencia contemporánea la sexualidad descubrió una verdad de naturaleza que habría aguardado pacientemente mucho tiempo en la sombra y bajo diversos disfraces y que solo nuestra perspicacia positiva nos permite hoy descifrar antes de tener el derecho de acceder finalmente a la plena luz del lenguaje. Sin embargo la sexualidad nunca ha tenido un sentido más inmediatamente natural y sin duda nunca ha conocido una “felicidad de expresión” tan grande como en el mundo cristiano del pecado y los cuerpos desposeídos de la gracia divina. 
 
 
Lo demuestran toda una mística, toda una espiritualidad, que no podían de ningún modo dividir las formas continuas del deseo, la embriaguez, la penetración, el éxtasis y la comunicación íntima que se desvanece; todos estos movimientos los sentían transcurrir sin interrupción ni límites hasta en el corazón de un amor divino del cual eran recíprocamente el último agujero y la fuente. Lo que caracteriza a la sexualidad moderna, de Sade a Freud, no es haber encontrado el lenguaje de su razón o de su naturaleza sino haber sido “desnaturalizada”, y por la violencia de sus discursos –arrojada a un espacio vacío en el que no encuentra más que la forma estrecha del límite y donde no tiene más allá y prolongación sino en el frenesí que la rompe. No hemos liberado la sexualidad pero la hemos llevado exactamente al límite: límite de nuestra conciencia ya que finalmente ella dicta la única lectura posible, para nuestra conciencia, de nuestra inconsciencia; límite de la ley, ya que aparece como el único contenido, absolutamente universal de la prohibición; límite de nuestro lenguaje pues dibuja la línea de espuma de lo que puede alcanzar completamente sobre la arena del silencio. Por consiguiente no es por la sexualidad como nos comunicamos con el mundo ordenado y felizmente profano de los animales; ella es más bien cisura: no alrededor de nosotros para aislarnos y designarnos sino para trazar el límite en nosotros y dibujarnos a nosotros mismos como límite. 
 
 
Quizás se podría decir que ella reconstruye la única división que todavía sea posible en un mundo en el que ya no hay objetos ni seres ni espacios para profanar. No es que ofrezca nuevos contenidos a gestos milenarios sino porque autoriza una profanación sin objeto, una profanación vacía, replegada sobre sí misma, cuyos instrumentos no se dirigen a nada diferente de ellos mismos. Ahora bien, una profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado -no es acaso lo que más o menos se podría llamar transgresión? Esta, en el espacio que nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro lenguaje, prescribe no la única manera de encontrar lo sagrado en su contenido inmediato sino recomponerlo en su forma vacía, en su ausencia por esto mismo convertida en centelleante. Lo que de la sexualidad puede decir un lenguaje si es riguroso no es el secreto natural del hombre, no es su tranquila verdad antropológica sino que es sin Dios; la palabra que le dimos a la sexualidad es contemporánea en tiempo y estructura con aquella por la cual nos anunciamos a nosotros mismos que Dios había muerto. 
 
 
El lenguaje de la sexualidad, desde que Sade pronunció las primeras palabras, hizo recorrer en un solo discurso todo el espacio del que de pronto se convertía en el soberano, nos ha subido hasta una noche en la que Dios está ausente y en la que todos nuestros gestos se dirigen a esa ausencia en una profanación que a la vez la designa, la conjura, se agota en ella, y se encuentra reducida por ella a su pureza vacía de transgresión. 
 
 
Hay una sexualidad moderna, es aquella que al tener sobre sí misma y en la superficie el discurso de una animalidad natural y sólida se dirige oscuramente a la Ausencia, a esa cima en la que Bataille colocó los personajes de Eponine por una noche que no logra terminarse: “En esa tensa calma, a través de los vapores de mi embriaguez, me pareció que el viento caía; un largo silencio emanaba de la inmensidad del cielo. El sacerdote se arrodilló suavemente… cantó de un modo consternado, lentamente como a una muerte: Miserere mei Deus, secundum misericordiam magnam tuam. Ese gemido de voluptuosa melodía era tan sospechoso! Confesaba extravagantemente la angustia ante las delicias de la desnudez. El sacerdote debía vencernos y se negaba, y el esfuerzo mismo que hacía por liberarse era una afirmación mayor; la belleza de su canto en el silencio del cielo lo encerraba en la soledad de un tétrico deleite… …De esta manera yo era levantado de mi dulzor por una aclamación feliz, infinita, pero ya vecina del olvido. En el momento en que ella vio al sacerdote, saliendo visiblemente del sueño en que permanecía aturdida, Eponine se puso a reír y tan rápido que la risa la trastornó; ella se volvió e inclinada sobre la baranda parecía sacudirse como un niño. Reía con la cabeza entre las manos y el sacerdote que había interrumpido una risa con gritos mal acallada, con los brazos en alto, no levantó la cabeza sino ante un trasero desnudo; el viento había levantado el abrigo que, en el momento en que la risa se apoderó de ella no había podido mantener cerrado” 
 
 
Quizás la importancia de la sexualidad en nuestra cultura, el hecho de que desde Sade haya sido ligada tan frecuentemente a las decisiones más profundas de nuestro lenguaje, tiene que ver justamente con ese vínculo que la liga con la muerte de Dios. Muerte que de ninguna manera hay que entender como el fin de su reino histórico ni la comprobación auténtica de su inexistencia sino como el espacio en adelante constante de nuestra experiencia. La muerte de Dios, al quitarle a nuestra existencia el límite de lo Ilimitado, la reconduce a una experiencia en la que ya nada puede anunciar la exterioridad del ser, por consiguiente a una experiencia interior y soberana. Pero una experiencia semejante en la cual estalla la muerte de Dios, descubre como su secreto y su luz a su propia finitud, el reino ilimitado del límite, el vacío de ese franqueamiento en el que ella desfallece y hace falta. En este sentido la experiencia interior es completamente experiencia de lo imposible (siendo lo imposible aquello con lo que la experiencia se hace y lo que la constituye). La muerte de Dios no ha sido solamente el “acontecimiento” que suscitó la experiencia contemporánea bajo la forma en que la conocemos, ella dibuja también indefinidamente la gran nervadura esquelética. 
 
 
Bataille sabía bien qué posibilidades de pensamiento podía abrir esa muerte y también con qué imposibilidad comprometía al pensamiento. En efecto, qué quiere decir la muerte de Dios sino una extraña solidaridad entre su inexistencia que estalla y el gesto que lo mata? Pero qué quiere decir matar a Dios si no existe, matar a un Dios que no existe? Tal vez al mismo tiempo sea matar a Dios porque no existe y para que no exista: y esto es la risa. Matar a Dios para librar a la existencia de esa existencia que la limita pero también para reducirla a los límites que borra esa existencia ilimitada (el sacrificio). Matar a Dios para reducirlo a esa nada que es él y para manifestar su existencia en el corazón de una luz que la hace resplandecer como una presencia (es el éxtasis). Matar a Dios para perder el lenguaje en una noche ensordecedora y porque esa herida debe hacerlo sangrar hasta que brote “un inmenso aleluya perdido en el silencio sin fin” (es la comunicación). La muerte de Dios no nos restituye a un mundo limitado y positivo sino a un mundo que se desata en la experiencia del límite, se hace y deshace en el exceso que lo transgrede. 
 
 
Indudablemente es el exceso el que descubre la sexualidad y la muerte de Dios ligadas en una misma experiencia; o aún, que nos muestra como en “el más incongruente de todos los libros” que “Dios es una muchacha pública” y en esta medida se encuentran indudablemente desde Sade el pensamiento de Dios y el pensamiento de la sexualidad pero nunca en nuestros días tan ligados en una forma común como en Bataille con tanta insistencia y dificultad. Y si fuera necesario darle un sentido preciso al erotismo, en oposición a la sexualidad, sin duda sería este: una experiencia de la sexualidad que por sí misma liga la superación del límite con la muerte de Dios. “Lo que el misticismo no pudo decir (en el momento de decirlo desfallecía) lo dice el erotismo: Dios no es nada si no es la superación de Dios mismo en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar; en el del horror e impureza; en fin, en el sentido de nada…” 
 
 
Así del fondo de la sexualidad, de su movimiento que nada limita jamás (porque es, desde su origen y en su totalidad, encuentro constante del límite), y de ese discurso sobre Dios que Occidente ha tenido desde hace tanto tiempo, sin darse cuenta claramente de que “no podemos agregar impunemente al lenguaje la palabra que supera todas las palabras” y que por esto mismo estamos situados en los límites de todo lenguaje posible -se perfila una experiencia singular: la de la transgresión. Quizás algún día ella aparecerá tan decisiva para nuestra cultura y tan enterrada en su piso como lo fue no ha mucho la experiencia de la contradicción para el pensamiento dialéctico. Pero a pesar de tantos signos dispersos, el lenguaje en el que la transgresión encontrará su espacio y su ser iluminado está casi enteramente por nacer. 
 
 
Sin duda es posible encontrar en Bataille los leños calcinados, la ceniza prometedora de un tal lenguaje. 
 
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La transgresión es un gesto que concierne al límite; es ahí en esa finura de la línea que se manifiesta el destello de su paso pero quizás también de su trayectoria total, su origen mismo. El trecho que cruza podría ser todo su espacio. El juego de los límites y la transgresión parece estar regido por una obstinación simple: la  transgresión franquea y no cesa de traspasar una línea que detrás de ella pronto se cierra en una ola de poca memoria retrocediendo así nuevamente hasta el horizonte de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego mucho más que estos elementos, los sitúa en una incertidumbre, en certezas pronto invertidas en donde el pensamiento rápidamente se desconcierta al querer captarlos. 
 
 
El límite y la transgresión se deben mutuamente la densidad de su ser: inexistencia de un límite que no podría absolutamente ser franqueado y vanidad a cambio de una transgresión que no franquearía más que un límite de ilusión o de sombra. Pero tiene el límite una verdadera existencia fuera del gesto que gloriosamente lo atraviesa y lo niega? Qué sería él después y que podía ser antes? Y la transgresión acaso no agota todo lo que ella es en el instante en que franquea el límite al no estar en ninguna parte y en otra parte sino en ese punto del tiempo? Ahora bien, este punto, ese extraño cruce de seres que fuera de él no existen pero intercambian en él totalmente lo que son, no es acaso también todo lo que por todas partes lo desborda? El obra como una glorificación de lo que excluye; el límite da salida violentamente sobre lo ilimitado, de pronto se halla transportado por el contenido que rechaza y se realiza por esa extraña plenitud que lo invade hasta el corazón. La transgresión lleva el límite hasta el límite de su ser; lo conduce a despertarse sobre su inminente desaparición; a descubrirse en lo que ella excluye (más exactamente quizás a reconocerse ahí por vez primera); a experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida. Y sin embargo, en ese movimiento de pura violencia, ¿contra qué se ensaña la transgresión si no es contra lo que le encadena, contra el límite y lo que hay ahí encerrado? ¿Contra qué dirige su acción de romper y a cuál vacío le debe la libre plenitud de su ser si no es esto mismo que ella atraviesa con su gesto violento y que se dedica a obstaculizar en el trazo que borra? 
 
 
Por consiguiente la transgresión no es en últimas como lo negro a lo blanco, lo prohibido a lo permitido, lo exterior a lo interior, lo excluido al espacio protegido de la morada. Está ligada más bien según una relación en espiral en la que ninguna acción simple de romper puede llegar a sus últimas consecuencias. Quizás algo así como el relámpago que en la noche del fondo del tiempo da un ser denso y negro a lo que ella niega, lo ilumina desde el interior y colma profundamente, le debe su viva claridad, su singularidad desgarradora y enderezada y sin embargo, se pierde en ese espacio que ella firma con su soberanía y finalmente se calla por haber dado un nombre a lo oscuro. Para tratar de pensar esta existencia tan pura y tan embrollada, para pensar a partir de ella y en el espacio que perfila, hay que liberarla de sus turbios parentescos con la ética. Liberarla de lo que es escandaloso o subversivo, es decir, de lo que es animado por el poder de lo negativo. La transgresión no opone nada con nada, no hace deslizar nada en el juego de la risa ni busca sacudir la solidez de los cimientos; tampoco hace resplandecer el otro lado del espejo más allá de la línea invisible e infranqueable. Justamente porque no es violencia en un mundo dividido (en un mundo ético) ni triunfo sobre límites que borra (en un mundo dialéctico o revolucionario, la transgresión toma, en el corazón del límite, la medida desmedida de la distancia que se abre a aquel y dibuja el rasgo fulgurante que lo hace ser. En la transgresión nada es negativo. Ella afirma el ser limitado, afirma ese ilimitado en el que rebota al abrirlo por primera vez a la existencia. Pero se puede decir que esa afirmación nada tiene de positivo pues ningún contenido puede ligarla ya que, por definición, ningún límite puede retenerla. Quizás no es otra cosa que la afirmación de la separación. Aun así habría que desembarazar a esta palabra de todo lo que puede recordar el gesto de la ruptura o el establecimiento de una separación o la medida de un distanciamiento y dejarle solamente lo que en sí puede designar el ser de la diferencia. 
 
 
Tal vez la filosofía contemporánea, al descubrir la posibilidad de una afirmación no positiva, inauguró un desfase cuyo único equivalente se encontraría en la distinción de Kant entre el nihil negativum y el nihil privativum, distinción de la que se sabe abrió el camino al pensamiento crítico. Esa filosofía de la afirmación no positiva, es decir, de la prueba del límite, es la que creo, definió Blanchot por el principio de contestación. No se trata acá de una negación generalizada sino de una afirmación que no afirma nada: como plena ruptura de la transitividad. La contestación no es el esfuerzo del pensamiento por negar existencias o valores, es el gesto que reconduce a cada uno de estos a sus límites y por ello al límite en el que se realiza la decisión ontológica: contestar es ir hasta el corazón vacío en donde el ser alcanza su límite y donde el límite define al ser. Allí, en el límite transgredido, resuena el sí de la contestación que deja sin eco el I-A del asno nietzscheano. 
 
 
Se perfila así una experiencia con la que Bataille quiso dar el giro, en todas las vueltas y revueltas de su obra, experiencia que tiene el poder “de poner todo en tela de juicio sin descanso admisible” y de indicar “al ser sin aplazamiento” allí donde ella se encuentra lo más cerca de sí misma. Nada le es más extraño que la figura de lo demoníaco que justamente “niega todo”. La transgresión se abre a un mundo centelleante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúsculo, sin ese deslizamiento del no que muerde las frutas y hunde en su corazón la contradicción de ellas mismas. Ella es el revés solar de la denegación satánica; tiene parte ligada con lo divino o más bien abre el espacio en el que se juega lo divino a partir de ese límite que indica lo sagrado. Que una filosofía que se interroga por el ser del límite recupere una categoría como aquella es evidentemente uno de innumerables signos de que nuestro camino es una vía de retorno y de que todos los días llegamos a ser más griegos. Ese retorno no hay que entenderlo todavía como la promesa de una tierra de origen, de un primer suelo en el que nacerían, es decir, en el que se nos resolverían todas las oposiciones. Al colocar de nuevo la experiencia de lo divino en el corazón del pensamiento, la filosofía sabe bien, desde Nietzsche, o debería saberlo, que ella interroga un origen sin positividad y una apertura que ignora las paciencias de lo negativo. Ningún movimiento dialéctico, ningún análisis de las constituciones y de su suelo trascendental puede ayudar a pensar una experiencia semejante o incluso el acceso a esa experiencia. El juego instantáneo del límite y la transgresión sería acaso en la actualidad la prueba esencial de un pensamiento del “origen” al que Nietzsche nos condenó desde el comienzo de su obra -de un pensamiento que sería absolutamente y en el mismo movimiento una Crítica y una Ontología, de un pensamiento que pensaría la finitud y el ser? 
 
 
Este pensamiento del que todo nos desvió hasta el presente pero como para llevarnos hasta su retorno, nos viene de qué posibilidad, de qué imposibilidad toma para nosotros su insistencia? Indudablemente se puede decir que nos viene de la apertura practicada por Kant en la filosofía occidental el día en que articuló el discurso metafísico y la reflexión sobre los límites de nuestra razón de una manera todavía muy enigmática. Semejante apertura el mismo Kant terminó por encerrarla de nuevo en la cuestión antropológica a la que refirió, en fin de cuentas, toda la interrogación crítica; y sin duda en lo sucesivo se la entendió como plazo acordado indefinidamente a la metafísica porque la dialéctica sustituyó el juego de la contradicción y la totalidad por el cuestionamiento del ser y el límite. Para despertarnos del sueño mezclado de dialéctica y antropología fueron necesarias las figuras nietzscheanas de lo trágico y de Dyonisos, de la muerte de Dios, del martillo del filósofo, del superhombre que se acerca a paso de paloma, y del Retorno. Pero porqué el lenguaje discursivo se encuentra hoy tan desprovisto cuando se trata de tener presentes esas figuras y de mantenerse en ellas? Por qué ante ellas está reducido o casi al mutismo y como constreñido, para que continúen encontrando sus palabras, dándole la palabra a esas formas extremas de lenguaje de las que por el momento Bataille, Blanchot, Klossovski hicieron las moradas y las cimas del pensamiento? 
 
 
Habrá que reconocer algún día la soberanía de esas experiencias y tratar de acogerlas no para tratar de liberar su verdad -pretensión irrisoria, a propósito de esas palabras que son límites para nosotros-sino finalmente para liberar a partir de ellas nuestro lenguaje. Que sea suficiente hoy preguntarnos cuál es ese lenguaje no discursivo que se obstina y rompe rápidamente desde hace dos siglos en nuestra cultura, de donde viene ese lenguaje que no es acabado y sin duda dueño de sí, aunque para nosotros sea soberano y nos domine desde lo alto, que a veces se inmoviliza en escenas que por costumbre se llaman “eróticas” y que de pronto se volatiliza en una turbulencia filosófica en donde parece perder hasta su piso. 
 
 
La distribución del discurso filosófico y del cuadro en la obra de Sade obedece sin duda a leyes de arquitectura compleja. Es muy probable que las simples reglas de alternación,continuidad o contras temáticos sean insuficientes para definir el espacio del lenguaje en el que se articula lo que se muestra y lo que se demuestra, en el que se encadenan el orden de las razones y el orden de los placeres, en el que sobre todo se sitúan los sujetos en el movimiento de los discursos y en la constelación de los cuerpos. Digamos solamente que ese palacio está cubierto enteramente por un lenguaje discursivo (incluso cuando se trata de un relato), explícito (incluso en el momento en que no nombra), continuo (sobre todo cuando el hilo pasa de un personaje a otro), lenguaje que sin embargo no tiene sujeto absoluto y nunca descubre a aquel que en último caso habla y no cesa de mantener la palabra desde que el “triunfo de la filosofía se anunciaba con la primera aventura de Justine hasta el paso a la eternidad de Juliette en una desaparición sin osario. En cambio el lenguaje de Bataille se hunde incesantemente en el corazón de su propio espacio, dejando al desnudo, en la inercia del éxtasis, al sujeto insistente y visible que intentó tenerlo muy cerca pero se encuentra rechazado por él, debilitado sobre la arena de lo que él ya no puede decir. 
 
 
Bajo estas diferentes figuras cómo es posible por consiguiente ese pensamiento que se designa prematuramente como “filosofía del erotismo” pero en el que habría que reconocer (lo que es menos y mucho más) una experiencia esencial de nuestra cultura desde Kant y Sade -una experiencia de la finitud y del ser, del límite y de la transgresión? Cuál es el espacio propio de ese pensamiento y que lenguaje puede dar? Sin duda no tiene su modelo, su fundamento, el tesoro mismo de su vocabulario en ninguna forma de reflexión definida hasta el presente, en ningún discurso ya pronunciado. Sería un gran recurso decir, por analogía, que habría que encontrar un lenguaje para lo transgresivo que fuera lo que la dialéctica fue para la contradicción? Sin duda, más vale tratar de hablar de esa experiencia y hacerla hablar en el hueco mismo de la extinción de su lenguaje, precisamente ahí donde las palabras faltan, donde el sujeto que habla viene a desvanecerse, donde el espectador oscila en el ojo arrancado. Allí donde la muerte de Bataille viene a colocar su lenguaje. Ahora cuando esa muerte nos remite a la pura transgresión de sus textos y estos garantizan cualquier intento por encontrar un lenguaje para el  pensamiento del límite. Que quizás sirvan ya demorada a ese proyecto en ruinas. 
 
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La posibilidad de semejante pensamiento no nos viene, en efecto, en un lenguaje que justamente nos la arrebata como pensamiento y la conduce de nuevo hasta la imposibilidad misma del lenguaje? Hasta ese límite en el que se pregunta por el ser del lenguaje? Porque el lenguaje de la filosofía está ligado, más allá de toda memoria, o casi, a la dialéctica y ésta no se convirtió desde Kant en la forma y el movimiento interior de la filosofía más que por un redoblamiento del espacio milenario en el que no había dejado de hablar. Es bien sabido que la remisión a Kant no ha terminado de encaminarnos obstinadamente a lo que más hay de matinal en el pensamiento griego. No para reconocer ahí una experiencia perdida sino para aproximarnos a las posibilidades de un lenguaje no dialéctico. La época de los comentarios a la que pertenecemos, ese redoblamiento histórico al que parece que no podemos escapar no indica la velocidad de nuestro lenguaje en un campo que ya no tiene objeto filosófico nuevo y que sin cesar hay que evocar con una mirada olvidadiza y cada vez rejuvenecida, pero mucho más el embarazo, el profundo mutismo de un lenguaje filosófico que la novedad de su dominio expulsó de su elemento natural, de su dialéctica originaria. No es por haber perdido su propio objeto o la frescura de su experiencia sino por haber sido de pronto desposeída de un lenguaje que le es históricamente “natural” como la filosofía se percibe hoy como un múltiple desierto: no como el fin de la filosofía sino en cuanto no puede retomar la palabra y retomarse en ella más que sobre los bordes de sus límites, es decir, en un metalenguaje purificado o en el espesor de palabras encerradas en su noche, en su verdad ciega. Esa prodigiosa distancia en que se manifiesta nuestra dispersión filosófica mide más una profunda coherencia que un desorden: esa separación, esa incompatibilidad real, es la distancia del fondo de la que nos habla la filosofía y en ella hay que centrar nuestra atención. 
 
 
Pero qué lenguaje puede nacer de semejante ausencia? Y sobre todo cuál es, pues, ese filósofo que toma entonces la palabra? “Qué es de nosotros, cuando, desintoxicados, aprendemos lo que somos? Perdidos entre charlatanes en una noche en la que no podremos más que odiar la apariencia de luz que viene de las charlatanerías”. En un lenguaje dialectizado, en el corazón de lo que dice, pero también en la raíz de su posibilidad, el filósofo sabe que “no lo somos todo” pero hace conocer que el filósofo mismo no posee la totalidad de su lenguaje como un dios secreto y omni-hablante; descubre que hay a su lado un lenguaje que habla y del que no es dueño; un lenguaje que se intenta, que fracasa y se calla y que no puede ya poner en movimiento; un lenguaje que él mismo habló en otro tiempo y que ahora se alejó de él y gravita en un espacio cada vez más silencioso. Y sobre todo descubre que en el momento mismo de hablar no siempre está colocado de la misma manera al interior de su lenguaje y que en emplazamiento del sujeto hablante de la filosofía -cuya evidente y charlatana identidad nadie había cuestionado desde Platón hasta Nietzsche-se abrió un vacío en el que se ata y se desata, se combina y se excluye una multiplicidad de sujetos hablantes. Desde las lecciones sobre Homero hasta los gritos del loco en las calles de Turín quien ha hablado, por tanto, ese lenguaje continuo, tan obstinadamente el mismo? El viajero o su sombra? El filósofo o el primero de los no-filósofos? Zaratustra, su mono o ya el superhombre? Dionysos, Cristo, sus figuras reconciliadas o, en fin, ese hombre que veis aquí? El hundimiento de la subjetividad filosófica, su dispersión dentro de un lenguaje que la despoja pero la multiplica en el espacio de su laguna es probablemente una de las estructuras fundamentales del pensamiento contemporáneo. Aun ahí no se trata de un fin de la filosofía sino más bien del fin del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje filosófico. Y quizás a todos los que se esfuerzan por mantener la unidad de la función gramatical del filósofo -al precio de la coherencia, de la existencia misma del lenguaje filosófico-se les podría oponer la ejemplar empresa de Bataille quien con saña no cesó de quebrar en sí mismo la soberanía del sujeto filosófico. Por lo cual su lenguaje y su experiencia fueron un suplicio. Primer descuartizamiento cuidadoso del sujeto que habla en el lenguaje filosófico. Dispersión de estrellas que rodean a una medianoche para hacer surgir allí palabras sin voz. “Como un rebaño cazado por un pastor infinito, el cabrilleo balante que somos huiría, huiría sin fin del horror a una reducción del ser a la totalidad”. 
 
 
Esa fractura del sujeto filosófico no solamente se hizo sensible en el lenguaje de nuestro pensamiento por la yuxtaposición de obras novelescas y textos de reflexión. La obra de Bataille la muestra muy de cerca en un perpetuo paso a diferentes niveles de habla, por medio de un abandono sistemático en relación con el yo que acaba de tomar la palabra,listo ya para desplegarla e instalarse en ella; abandonos en el tiempo (”escribía esto” o también “volviendo atrás, si reconstruyera ese camino”), abandono en la distancia de la palabra en aquel que habla (diario, cuadernito de apuntes, poemas, relatos, meditaciones, discursos demostrativos), también abandonos al interior de la soberanía que piensa y escribe (libros, textos anónimos, prefacio a sus propios libros, notas adjuntas). Y es en el corazón de esa desaparición del sujeto que filosofa como el lenguaje filosófico avanza como en un laberinto, no para descubrirlo sino para experimentar (y por el lenguaje mismo) la pérdida hasta el límite, es decir, hasta esa apertura en la surge su ser, pero perdido ya, completamente esparcido fuera de sí mismo, vaciado de sí hasta el vacío absoluto, -apertura que es la comunicación: “en este momento ya no es necesaria la elaboración; es inmediatamente y por el alborozo mismo como entro de nuevo en la noche del niño extraviado, en la angustia por volver más lejos al alborozo y así sin otro fin que el agotamiento, sin otra posibilidad de interrupción que un desfallecimiento. Es la alegría torturante”. 
 
 
Es exactamente la inversa del movimiento que sin duda desde Sócrates ha sostenido la sabiduría occidental: el lenguaje filosófico prometía a esa sabiduría la unidad tranquila de una subjetividad que triunfaría en él, habiéndose constituido enteramente por y a través del lenguaje. Pero si el lenguaje filosófico es aquello en lo que se repite incansablemente el suplicio del filósofo y su subjetividad se halla arrojada al viento entonces no solamente la sabiduría ya no puede valer como figura de composición y de recompensa; sin embargo se abre fatalmente una posibilidad a la expiración del lenguaje filosófico (aquello sobre lo que cae -la cara del dado, y aquello en lo que cae: al vacío a donde es lanzado el dado): la posibilidad de filósofo loco que encuentra la transgresión de su ser de filósofo no en el exterior de su lenguaje (por un accidente venido de afuera o por un ejercicio imaginario) sino en el núcleo de sus posibilidades. Lenguaje no dialéctico del límite que no se despliega sino en la transgresión de aquel que lo habla. El juego de la transgresion y del ser es constitutivo del lenguaje filosófico que lo reproduce e indudablemente lo produce. 
 
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De esta manera ese lenguaje de peñascos, ese lenguaje inevitable, al cual son esenciales ruptura, escarpadura, perfil desgarrado, es un lenguaje circular que remite a sí mismo y se repliega sobre un cuestionamiento de sus límites, como si no fuera nada diferente de un pequeño globo de noche del que salta una extraña luz señalando el vacío de donde ella viene y enviando allá fatalmente a todo lo que alumbra y toca. 
 
Es quizás esa configuración extraña que da al ojo el prestigio obstinado que Bataille le reconoció. A lo largo de su obra (desde la primera novela hasta las Lágrimas de Eros) valió como figura de la experiencia interior: “Cuando en el corazón mismo de la angustia solicito con dulzura un extraño absurdo, se abre un ojo al máximo, en medio de mi cráneo”. El ojo es un pequeño globo blanco que encerrado en su noche dibuja el círculo de un límite que solamente franquea la irrupción de la mirada. Y su oscuridad interior, su núcleo opaco, se expanden sobre el mundo como una fuente que ve, es decir, que ilumina; pero también se puede decir que en la pequeña mancha negra del iris junta toda la luz del mundo y que ahí él la transforma en la noche clara de una imagen. Es espejo y lámpara; esparce su luz enteramente a su alrededor y por un movimiento que tal vez no es contradictorio precipita esa misma luz en la transparencia de su pozo. Su globo tiene la expansión de un germen maravilloso, -como la de un huevo que resplandecería sobre sí mismo en dirección de ese centro de noche y de extrema luz que es y que deja de ser en ese momento. Es la figura del ser que no es más que la transgresión de su propio límite. 
 
 
En una filosofía de la reflexión, el ojo tiene su facultad de mirar el poder de hacerse incesantemente más interior a sí mismo. Detrás de todo ojo que ve hay un ojo más tenue, tan discreto, pero tan ágil que en verdad su mirada todopoderosa devora el globo blanco de su carne; y detrás de este hay uno nuevo y aún otros siempre más sutiles y que pronto ya no tienen para toda sustancia más que la pura transparencia de una mirada. El ojo se asegura un centro de inmaterialidad en donde nacen y se anudan las formas no tangibles de lo verdadero: ese corazón de cosas lo es el sujeto soberano. En Bataille el movimiento es inverso: la mirada al franquear el límite globular del ojo lo constituye en su ser instantáneo; lo arrastra en ese luminoso fluir a chorros (fuente que se esparce, lágrimas que corren, pronto sangre), lo arroja fuera de sí mismo, lo hace pasar el límite, ahí donde brilla en la fulguración rápidamente abolida de su ser y ya no deja entre las manos más que la pequeña bola blanca veteada de sangre de un ojo exorbitado cuya masa globular apagó toda mirada. Y en el lugar en que se formaba esa mirada ya no queda más que la cavidad el cráneo, un globo de noche ante el cual el ojo, arrancado, acaba de cerrar de nuevo su esfera, privándolo de la mirada y sin embargo ofreciéndole a esa ausencia el espectáculo del irrompible núcleo que ahora aprisiona a la mirada muerta. En esa distancia de violencia y arrancamiento, el ojo es visto absolutamente pero fuera de toda mirada: el sujeto que filosofa fue arrojado fuera de sí mismo, perseguido hasta en sus confines, y la soberanía del lenguaje filosófico es aquella que habla desde el fondo de esa distancia, en el vacío sin medida dejado por el sujeto exorbitado. 
 
 
Pero es quizás al ser arrancado en el lugar, extraído por un movimiento que lo devuelve hacia el interior nocturno y estrellado del cráneo cuando el ojo muestra en el interior su revés ciego y blanco y realiza lo que más hay de esencial en su juego: se cierra al día en el movimiento que manifiesta su propia blancura (ésta es imagen de la claridad, su reflejo de superficie, pero por esto mismo no puede comunicar con ella ni comunicarla); y la noche circular del iris, él la dirige a la oscuridad central que ilumina con un relámpago, manifestándola como noche. El globo arrancado, es a la vez el ojo más cerrado y el más abierto: haciendo girar su esfera, permaneciendo por consiguiente el mismo y en el mismo lugar, trastorna el día y la noche, franquea sus límites, pero para recuperarlos sobre la misma línea y al revés; y la semiesfera blanca que aparece un instante ahí donde se abría la pupila es como el ser del ojo cuando franquea el límite de su propia mirada, -cuando transgrede esa abertura en el día con lo que se definía la transgresión de toda mirada. “Si el hombre no cerrara soberanamente los ojos terminaría por no ver ya lo que vale la pena de mirarse”. 
 
 
Pero lo que merece ser mirado no es ningún secreto interior, ningún otro mundo nocturno. Arrancado del lugar de su mirada, vuelto hacia su órbita, el ojo ahora ya no esparce su luz sino hacia la caverna del hueso. El arrancamiento de su globo no revela tanto la “pequeña muerte” sino la muerte a secas de la cual hace la experiencia con esa acción de manar allí mismo en el lugar que lo hace oscilar. Para el ojo la muerte no es siempre la línea levantada del horizonte, sino en su emplazamiento mismo, en la cavidad de todas sus miradas posibles, el límite que no cesa de transgredir, que lo hace surgir como límite absoluto en un movimiento de éxtasis que le permite rebotar del otro lado. El ojo arrancado descubre el vínculo del lenguaje con la muerte en  el momento en que traza el juego del límite y del ser. Quizás la razón de su prestigio está justamente en que fundamenta la posibilidad de dar un lenguaje a ese juego. Las grandes escenas en las que se detienen los relatos de Bataille qué son sino el espectáculo de esas muertes eróticas en donde ojos extraídos hacen visibles sus blanco a límites y oscilan hacia órbitas gigantescas y vacías? Con singular precisión se dibuja ese movimiento en El Azul del Cielo. Uno de los primeros días de noviembre cuando las velas y sus cabos rompen en forma de estrella la tierra de los cementerios alemanes, el narrador se acostó entre las losas con Dorotea y al hacer el amor en medio de los muertos ve a su alrededor la tierra como un cielo de noche clara. Y por encima de él el cielo formando una gran órbita vacía, un cráneo en el que reconoce su fin último por una transformación de su mirada en el momento en el que el placer hace oscilar los cuatro globos de carne: “Debajo del cuerpo de Dorotea la tierra se abría como una tumba, su vientre se abría a mí como una tumba reciente. Estábamos anonadados haciendo el amor sobre un cementerio sembrado de estrellas. Cada una de sus luces anunciaba un esqueleto en una tumba y formaban un cielo vacilante tan turbio como nuestros cuerpos empalagados… yo desabrochaba a Dorotea, manchaba su ropa blanca y su pecho con la tierra fresca que se había pegado a mis dedos. Nuestros cuerpos temblaban como dos filas de dientes que crujen una con otra”. 
 
 
Pero qué puede significar, en el corazón de un pensamiento, la presencia de semejante figura? Qué quiere decir ese ojo insistente en el que parece concentrarse lo que sucesivamente Bataille designó como experiencia interior, extremo de lo posible, operación cómica o simplemente meditación? Sin duda, ya no es una metáfora como no es metafórica en Descartes la percepción clara de la mirada o esa punta aguda del espíritu que él llama acies mentis. En verdad el ojo arrancado, en Bataille, no significa nada en su lenguaje por la sola razón de que le señala el límite. Indica el momento en que el lenguaje llegado a sus confines hace irrupción fuera de sí mismo, explota y se cuestiona radicalmente en la risa, las lágrimas, los ojos agitados del éxtasis, el horror mudo y exorbitado del sacrificio, y de esta manera permanece en el límite de ese vacío hablando de sí mismo en un lenguaje segundo en el que la ausencia de un sujeto soberano dibuja su vacío esencial y fractura sin cesar la unidad del discurso. El ojo desentrañado o invertido, es el espacio del lenguaje filosófico de bataille, el vacío en el que se explaya y se pierde pero no deja de hablar, un poco como el ojo interior, diáfano e iluminado de los místicos o espirituales señala el punto en el que el lenguaje secreto de la oración se fija y se ahoga en una maravillosa comunicación que lo hace callar. Igualmente pero de modo invertido, el ojo de Bataille dibuja el espacio de pertenencia del lenguaje y la muerte, allí donde el lenguaje descubre su ser en el franqueamiento de sus límites: la forma de un lenguaje no dialéctico de la filosofía. 
 
 
En ese ojo, figura fundamental del lugar desde donde habla Bataille y donde su lenguaje roto encuentra su morada ininterrumpida, la muerte de Dios (sol que oscila y gran párpado que se cierra sobre el mundo), la prueba de la finitud (acción de manar en la muerte, torsión de luz que se apaga al descubrir que el interior es el cráneo vacío, la ausencia central) y la vuelta sobre sí mismo del lenguaje en el momento de su desfallecimiento, encuentran una forma de vínculo anterior a todo discurso, que sin duda no tiene equivalente más que en el nexo familiar a otras filosofías, entre la mirada y la verdad o la contemplación y el absoluto. Lo que se revela a ese ojo que al dar vueltas se cubre para siempre es el ser del límite: “Nunca olvidaré lo que de violente y maravilloso se liga a la voluntad de abrir los ojos, para ver al frente lo que es, lo que sucede”. 
 
 
Quizás la experiencia de la transgresión, en el movimiento que la lleva hacia toda noche, haga visible esa relación de la finitud con el ser, ese momento del límite que el pensamiento antropológico desde Kant no designaba más que de lejos y desde el exterior en el lenguaje de la dialéctica. 
 
 
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Sin duda el siglo XX habrá descubierto las categorías parientes del gasto, del exceso, del límite, de la transgresión: forma extraña e irreductible de esos gestos sin retorno que consumen y destruyen. Dentro de un pensamiento del hombre de trabajo y del hombre productor -como lo fue la cultura europea desde fines del siglo XVIII-el consumo se definía por la sola necesidad y la necesidad se medía solamente por el modelo del hambre. Habiéndose prolongado en la investigación del beneficio (apetito de aquel que ya no tiene hambre) el consumo introducía al hombre en una dialéctica de la producción en la que se leía una antropología simple: el hombre perdía la verdad de sus necesidades inmediatas en los gestos de su trabajo y los objetos que creaba con sus manos, pero era también aquí como podía descubrir su esencia y la satisfacción indefinida de sus necesidades. Pero indudablemente no hay que comprender el hambre como ese mínimun antropológico indispensable para definir el trabajo, la producción y el beneficio, la necesidad tiene sin duda un estatuto diferente y obedece al menos a un régimen cuyas leyes son irreductibles a una dialéctica de la producción. El descubrimiento de la sexualidad, el cielo de irrealidad indefinida en el que Sade la colocó desde el comienzo, las formas sistemáticas de prohibición en donde ahora sabemos que está agarrada, la transgresión de la que es objeto e instrumento en todas las culturas, indican de una manera suficientemente imperiosa la imposibilidad de contribuir a la experiencia más importante que constituye para nosotros un lenguaje como el milenario de la dialéctica. 
 
 
Quizás la emergencia de la sexualidad en nuestra cultura es un acontecimiento de múltiple valor: está ligada a la muerte de Dios y a ese vacío ontológico que esta dejó en los límites de nuestro pensamiento; está ligada también a la aparición todavía sorda y vacilante de una forma de pensamiento en la que la interrogación sobre el límite reemplaza a la búsqueda de la totalidad y en la que el gesto de la transgresión reemplaza al movimiento de las contradicciones. Está ligada finalmente a un cuestionamiento del lenguaje por él mismo en una circularidad que la “escandalosa” violencia de la literatura erótica lejos de romper, manifiesta desde el uso inicial de las palabras. Para nuestra cultura la sexualidad no es decisiva más que hablada y en la medida en que es hablada. No es nuestro lenguaje el que rápidamente fue erotizado desde hace dos siglos; es nuestra sexualidad la que desde Sade y la muerte de Dios fue absorbida por el universo del lenguaje, desnaturalizada por él, puesta por él en ese vacío en el que establece su soberanía y en el que incesantemente plantea como Ley unos límites que transgrede. En este sentido, la aparición de la sexualidad como problema fundamental marca el deslizamiento de una filosofía del hombre que trabaja a una filosofía del ser que habla; y exactamente como la filosofía fue segunda durante mucho tiempo en relación con el saber y el trabajo, hay que admitir, no a título de crisis sino de estructura esencial, que ahora ella es segunda en relación con el lenguaje. Segunda no quiere decir necesariamente que está condenada a la repetición o al comentario sino que hace la experiencia de sí misma y de sus límites con el lenguaje y con esa transgresión del lenguaje que la lleva, como llevó a Bataille, al desfallecimiento del sujeto hablante. Desde el día en que nuestra sexualidad se puso a hablar y a ser hablada, el lenguaje dejó de ser el momento de develar el infinito; es en su espesor como en adelante experimentamos la finitud y el ser. Es en esa morada oscura donde encontramos la ausencia de Dios y nuestra muerte, los límites y su transgresión. Pero tal vez ella se ilumina por todos aquellos que finalmente liberaron su pensamiento de todo lenguaje dialéctico, como se iluminó y más de una vez por Bataille en el momento en el que experimentaba, en el corazón de la noche, la pérdida de su lenguaje. “Lo que llamo noche difiere de la oscuridad del pensamiento; la noche tiene la violencia de la luz. La noche es ella misma la juventud y la embriaguez del pensamiento; la noche tiene la violencia de la luz. La noche es ella misma la juventud y la embriaguez del pensamiento”. 
 
 
Ese “malestar de palabras”, en el que se encuentra atrapada nuestra filosofía y del que Bataille recorrió todas sus dimensiones quizás no es esa pérdida del lenguaje que parecía indicar el fin de la dialéctica: es más bien el hundimiento mismo de la experiencia filosófica en el lenguaje y el descubrimiento de que es en él y en el movimiento en donde dice lo que no puede ser dicho como se realiza una experiencia semejante del límite que la filosofía deberá pensar en este momento. 
 
 
Quizás el lenguaje define el espacio de una experiencia en la que el sujeto que habla, en lugar de expresarse, se expone, va al encuentro de su propia finitud y bajo cada palabra se encuentra remitido a su propia muerte. Un espacio que haría de toda obra uno de esos gestos de “tauromaquia” de la que hablaba Leiris pensando en sí mismo pero sin duda también en Bataille. En todo caso es en la playa blanca de la arena (ojo gigantesco) donde Bataille hizo esa experiencia, esencial para él y característica de su lenguaje, donde la muerte comunicaba con la comunicación y donde el ojo arrancado, esfera blanca y muda, podía devenir el germen violento en la noche del cuerpo, y hacer presente esa ausencia de la que no cesó de hablar la sexualidad y a partir de la cual ella no ha dejado de hablar. 
 
 
 
En el momento en que el cuerno del toro (cuchillo resplandeciente que trae la noche en un movimiento exactamente contrario a la luz que sale de la noche del ojo) se hunde en la órbita del torero al que enceguese y mata, Simone hace ese gesto que ya conocemos, y engulle un germen pálido y desollado restituyéndole a su noche originaria la gran virilidad luminosa que acaba de realizar su matador. El ojo es devuelto a su noche, el globo de la arena se trastorna y oscila; pero es el momento en el que justamente aparece el ser sin aplazamiento y en el que el gesto que franquea los límites toca a la ausencia misma: “Dos globos del mismo color y consistencia se habían animado con movimientos contrarios y simultáneos. Un testículo blanco de toro había penetrado la carne rosa y negra de Simone; un ojo había salido de la cabeza del joven torero. Esa coincidencia ligada hasta la muerte a una especie de licuefacción urinaria del cielo, un momento me devolvió a Marcelle. En ese instante incaptable me pareció tocarla”.