En Movimiento
El segundo progresismo, por debajo del primero
Raúl Zibechi
Hay quienes sostienen que estamos ante una segunda oleada de gobiernos progresistas en América Latina. La primera habría sido en la década de 2000, través de los gobiernos de Hugo Chavez (1999-2013), Lula da Silva (2003-2016), Néstor Kirchner y Cristina Fernández (2003-2015), Evo Morales (2006-2019) y Rafael Correa (2007-2017).
La nueva oleada parece estar encabezada por gobiernos como el de Alberto Fernández (2019), Gabriel Boric (2022) y probablemente Lula y Gustavo Petro en caso de que triunfen en las elecciones de este año. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador es distinto: demasiado tardío para ser parte de la primera oleada y demasiado conservador para aplicarle el adjetivo de progresista.
Obsérvese que en la primera oleada hay cierta sincronía: comienza en los primeros años del nuevo siglo y termina hacia la mitad de la segunda década, bloqueada por las consecuencias de la crisis de 2008 y de la creciente intransigencia del imperio.
Pero hay mucho más en común. Todos los gobiernos se apoyaron en el auge de los precios internacionales de las commodities, mejoraron los ingresos de los sectores populares y dieron pasos concretos para la integración regional, aunque ninguno encaró el menor cambio estructural, al punto de atornillar la dependencia del sector primario y promover la desindustrialización.
La segunda oleada se enfrenta a problemas nuevos, no cuenta con un escenario económico global favorable y la actitud de Estados Unidos es cada vez más intervencionista. En Argentina, el gobierno de Fernández llegó a un acuerdo con el FMI para el pago de la deuda que provocó fisuras en la alianza oficialista con los seguidos de Cristina Fernández, a sólo un año de las elecciones presidenciales que, probablemente, volverá a ganar la derecha.
Pero la muestra más clara y contundente de la pobreza política y ética de la segunda ola es el gobierno chileno de Boric. No hizo el menor gesto hacia el pueblo mapuche, ni hacia los presos de la revuelta, amenaza endurecer la represión y defendió los atropellos de Carabineros durante los primeros días de su gestión.
Si antes de asumir y pese a la enorme expectativa del pueblo chileno, se esperaba que apenas realizara “reformas tenues” (https://bit.ly/3JxS4j7), sus primeros pasos lo enfrentan al sector más consecuente del campo popular, al asegurar que va a reprimir a quienes se sigan manifestando en Plaza Dignidad (https://bit.ly/3KskrR3).
No olvida que fue gracias a la revuelta que llegó a la Moneda, pero prefiere darle la espalda a quienes luchan, como hizo en noviembre de 2019 al firmar una acuerdo con la derecha para convocar una Constituyente y debilitar de ese modo la protesta popular.
Lo que hay en común entre Boric y Fernández es que tienen enfrente a una parte creciente del movimiento social porque optaron por la continuidad, por servir los intereses de las clases dominantes.
En otras latitudes suceden hechos similares. No voy a incluir al peruano Pedro Castillo en esta somera revisión, porque difícilmente puede considerarse su gobierno como progresista, ya que desde el comienzo de su campaña electoral mostró los límites de su fuerza política y de su horizonte personal.
El caso más sintomático es el de Lula. Eligió como vicepresidente a Geraldo Alckmin, que proviene de la socialdemocracia (PSDB) de Fernando Henrique Cardoso, el partido que impulsó el neoliberalismo en Brasil. Se trata de un político de centro-derecha, conservador, que fue acusado de corrupción cuando era gobernador de Sao Paulo, incluyendo irregularidades denunciadas en el caso Odebrecht (https://bit.ly/3Kui2FL).
Es evidente que Lula busca atraer al electorado de clase media que derribó al PT en 2015, ante un previsible crecimiento de la imagen de Bolsonaro que ya llegó al 30% de las expectativas de voto. Aliarse a Alckmin es una decisión táctica inteligente, pero que impide evaluar su candidatura como de izquierda o progresista.
Lo que está sucediendo con el progresismo es patético. Ha renunciado siquiera a cambios menores o cosméticos y todo se lo juega en presentarse como alternativa a la ultraderecha, ya sea Bolsonaro, el uribismo en Colombia o Kast en Chile.
Colombia es un caso parcialmente diferente, porque nunca hubo un gobierno progresista y siempre gobernó la derecha dura y pura. Pero en países como Brasil, Argentina y Chile, donde hubo períodos largos de gobiernos progresistas sin que se registraran cambios de fondo, la nueva ola es el camino del desastre porque las derechas volverán con más fuerza y el movimiento popular estará desorganizado y sin norte.
En Colombia, Petro es una la alternativa para cerrar el ciclo uribista, como Castillo era bueno para cortar el paso a Keiko Fujimori. Pero nada más. No es lo mismo votar para evitar que gane la ultraderecha, que hacerlo con esperanzas de que hagan algo positivo. Eso sólo dependerá de la fuerza organizada de las y los de abajo, de su capacidad para persistir en medio de la peor tormenta en décadas.