Bolivia: ¡Ahura Carajo! A 70 años de la insurrección de abril

Es el amanecer del 9 de abril de 1952. Miércoles de Ceniza de Semana Santa. Los comandos de movimientistas empiezan a desplazarse por las laderas de La Paz. El cuerpo de carabineros, como había sido acordado, se pone en acción. Donato Millán, jefe de la Policía y antiguo opositor y perseguidor de los militantes del MNR, se encuentra en el cuartel repartiendo armas a los insurrectos.



 

¡Ahura Carajo! A 70 años de la insurrección de abril

 

La Víspera

La noche ha caído sobre la ciudad del Illimani. Sólo unos cuantos faroles situados en las esquinas iluminan las calles angostas y empedradas de la sede de gobierno.

A los primeros golpes el portón se abre y la reunión se inicia. En el interior, Oscar Unzaga de la Vega, máximo dirigente de la Falange Socialista Boliviana, escucha atentamente las explicaciones de Hernán Siles: El general Antonio Seleme está con nosotros. Nos ha proporcionado armas y mañana la guarnición de Carabineros sacará a todos sus efectivos a la calle. El golpe está asegurado. Nosotros contamos con destacamentos de militantes armados del MNR. Hugo Ballivián sospecha de nuestros preparativos, pero Seleme se acaba de entrevistar con él y le ha jurado fidelidad como su ministro del Interior. Seleme será el nuevo presidente y en representación del MNR seré yo el vicepresidente. Queremos estar seguros del triunfo, por eso estamos aquí. Ustedes tienen armas. Antonio Seleme está interesado en que participen del golpe. ¿Qué opinan?

Un silencio breve. Luego empieza el regateo. Discuten la participación de cada partido en el nuevo gobierno. Las interrupciones se suceden una tras otra. Al final, Hernán Siles se levanta: Piden demasiados ministerios. Pedimos tiempo para pensar, responde Unzaga de la Vega.

I

Es el amanecer del 9 de abril de 1952. Miércoles de Ceniza de Semana Santa. Los comandos de movimientistas empiezan a desplazarse por las laderas de La Paz. El cuerpo de carabineros, como había sido acordado, se pone en acción. Donato Millán, jefe de la Policía y antiguo opositor y perseguidor de los militantes del MNR, se encuentra en el cuartel repartiendo armas a los insurrectos. El sueño de ascender de cargo le ha movido a aliarse con sus enemigos de antaño. La militancia se ha apoderado ya de varios edificios y patrullan las calles. A medio día controlan prácticamente toda la ciudad. Por la radio “Illimani” se escucha una proclama de los movimientistas anunciando solemnemente el triunfo.

II

Se apresuraron. Gritaron victoria antes de tiempo. Los militares adictos a la junta Militar presidida por Ballivián se concentran en sus cuarteles. Rápidamente organizan las tropas y el Ejército se desplaza fuera de sus recintos. El Colegio Militar, el Regimiento Motorizado “Lanza”, el “Sucre”, el “Pérez” y el “Colorados”, que en el siglo pasado defendió el litoral boliviano de la invasión chilena, salen a sofocar la asonada golpista. El ejército avanza desde El Alto y Villa Victoria. Los militares mejor armados y organizados hacen retroceder a los comandos movimientistas y toman paso a paso las posiciones perdidas. La desigualdad de fuerzas inclina la balanza a favor del Ejército.

III

El pánico cunde. El temor a la derrota hace mella en los cabecillas del golpe. Hernán Siles Zuazo convoca a una reunión de urgencia en la Universidad: Con todo el dolor de alma debo decirles que la revolución fracasó. Todo el ejército nacional está concentrado contra nosotros. Tenemos más de sesenta bajas hasta el momento, y no podemos seguir sacrificando al partido. Por eso, creo que debemos levantar las manos antes que hacer masacrar al pueblo. Me responsabilizo por todo lo que ocurre, como jefe de la revolución, del mismo modo en que lo diré cuando sea llevado al paredón.

Por la radio se escucha la voz de Seleme. En tono quejumbroso y confuso pronuncia las palabras: renuncio. A continuación, llama a los oficiales y tropas de carabineros, adictos a su mando, a replegarse a sus cuarteles. La situación está perdida. Leída su renuncia se dirige rápidamente a buscar asilo en la Embajada de Chile, donde también se encuentra asilado el presidente Hugo Ballivián.

¡Cuán poco duró la militancia movimientista de Seleme! El 6 de abril había jurado fidelidad al MNR y 96 horas más tarde sólo deseaba borrar ese triste episodio de su memoria.

Siles Suazo termina su discurso en el recinto universitario, cuando una rechifla retumba en las aulas en son de protesta. El orador retoma la palabra: Ya que es unánime la resolución de continuar la lucha, así sea, a pesar de mi desacuerdo. Yo me quedo en la universidad, para caer aquí.

Los movimientistas y carabineros ya no estaban solos en las calles. Al calor de la lucha y movidos por el odio a la junta militar, el pueblo paceño sale a sumarse a la revuelta. Espontáneamente se organizan grupos de combate. Rifles viejos, de la guerra del Chaco, aparecen entre la multitud que clama por armas. Cada bocacalle se convierte en un frente de batalla. Las barricadas son defendidas a sangre, balas y piedras. Desde la zona fabril empiezan a bajar los obreros para incorporarse a la pelea. En Tembladerani y Miraflores la batalla es a muerte. Al anochecer de aquel miércoles un grupo de obreros hace volar la planta de luz eléctrica dejando en tinieblas a la ciudad. Sólo los disparos y explosiones de los morteros del ejército aparecen cual relámpagos en aquella noche de abril.

IV

En Oruro, el 9 de abril, el comandante Carlos Blacutt jefe de la Región militar anoticiado del golpe en la ciudad de La Paz, equivocadamente cree que el General Torres Ortiz está del lado de los insurrectos y colabora a los carabineros y militantes del MNR. Pronto se le aclara el panorama. Por la radio recibe un comunicado. Se da la vuelta y se atrinchera en el cuartel. Los mineros de San José y el pueblo, sin saber del viraje, se dirigen a pedir armas. La respuesta es una masacre. El fuego de las ametralladoras y fusiles hace caer a muchos hombres y mujeres. Cunde el pánico y la rabia…

V

El 10 amaneció imbuido de un gran heroísmo. Subido en un auto, Juan Lechín Oquendo llama a las masas a la lucha insurreccional contra los masacradores y explotadores, lanzando las consignas de nacionalización de las minas y tierras para los campesinos. El dirigente minero no necesita repetir su discurso. La gente está decidida.

Miguel Alandia Pantoja y Edwin Moller a la cabeza de varios trabajadores mineros, fabriles y pobladores toman el arsenal del ejército que está al pie del cerro Laikakota. Las armas capturadas al enemigo se reciben con una alegría indescriptible. El fuego se intensifica en las calles. Centenares de hombres, mujeres y niños ofrendan su vida por la victoria. Las mujeres atienden a los heridos y llevan comida a los insurrectos. La audacia y el valor son inconmensurables. El cerro de Munaypata es perdido, recuperado y nuevamente vuelto a perder.

VI

Tanto desprecio por la vida, tanto heroísmo y osadía en el combate, empiezan a minar las bases del ejército. Los soldados han salido a las calles acatando órdenes superiores. Sin embargo, las horas pasan, la resistencia no amaina y las dudas asaltan sus pensamientos. La sangre que corre por las aceras golpea su conciencia. ¿Por qué estoy aquí? ¿Son ellos mis enemigos? ¿A quién defiendo? ¿No es este el barrio de mí infancia? Sus pensamientos son entrecortados por el tableteo de las ametralladoras.

Con piedras, palos y “máuseres” los fabriles toman algunas posiciones del ejército. ¿Hasta cuándo vamos a disparar contra el pueblo? En la colina un soldado herido cae preso de los insurrectos. Las cholas y los niños le atienden y curan sus heridas. A los clamores de agua del soldado una niña corre por un vaso de agua para saciar su sed. Los demás conscriptos contemplan. Una lágrima recorre el rostro de un soldado. ¡No más! Se levanta y cruza la trinchera. El oficial que lo ha visto dispara. El soldado cae.

VII

Los caminos son malos en Bolivia, pero las noticias de la insurrección se esparcen a la velocidad del viento. Al pie de uno de los picos de la cordillera, los mineros de Milluni conversan sobre lo que está sucediendo en la ciudad. La cancha está llena de rumores y voces. Sobre un camión, un minero se dirige a sus compañeros. Su discurso es breve: En La Paz ha estallado la revolución. ¿Quiénes están dispuestos a luchar contra el Ejército de la Rosca? Centenares de voces responden afirmativamente. A preparar el camión.

Los mineros del socavón de Kala Uyo se hacen presentes con sus bolsillos llenos de dinamita. Cuatros camiones “Inter” parten a las diez de la mañana. Sus motores roncan por la pampa del altiplano. Ciento treinta mineros recorren bajo el cielo azul, cargados de explosivos y de júbilo. Venceremos, moriremos, qué más da. En La Paz ha estallado la revolución.

El sol está en lo alto. Las movilidades se acercan a la ceja de El Alto. Rápidamente descienden los hombres del subsuelo. El jefe del sindicato reparte las fuerzas. Cuarenta a tomar la base aérea. Otros cuarenta a Alto Lima. El resto a la garita de El Alto. En el fondo de la hoyada de la ciudad de La Paz la lucha es encarnizada. Los trabajadores están exhaustos de cansancio y de municiones. De repente en el borde del horizonte, en la frontera entre el cerro y el cielo, aparecen las siluetas de los hombres de los socavones. El jefe del sindicato toma impulso y arroja la dinamita gritando: ¡Ahura Carajo…!

VIII

Siles Zuazo pide una entrevista al General Torres Ortiz, quien, ante el asilo de Ballivián, tiene bajo su mando al ejército de la Rosca. La cita se realiza en la población de Laja, donde fue fundada la ciudad de Nuestra Señora de La Paz. El propósito del encuentro es buscar un arreglo para poner fin al enfrentamiento. Siles Zuazo comenta a sus colaboradores cercanos que su propuesta es organizar una suerte de co-gobierno entre el MNR y el Ejército.

De aquel encuentro sale un comunicado firmado por el General Humberto Torres Ortiz y el Dr. Hernán Siles Zuazo que dice: “El Dr. Siles, Jefe de la Nueva Junta de Gobierno, en común propósito con el Gral. Torrez Ortiz comprometen su palabra para la inmediata convocatoria a elecciones democráticas en el plazo de cinco meses”. El acuerdo termina diciendo: “…todas las unidades militares, de carabineros y elementos civiles se retirarán a sus bases. Todos los elementos civiles o militares que desacaten este acuerdo o cometan atentados contra la vida y la propiedad de los habitantes de Bolivia serán pasibles de las sanciones que señalen las leyes”.

IX

Mientras tanto, las dinamitas hacen explosión en la retaguardia del ejército. El desconcierto cunde en las filas de los uniformados. A los fabriles, mujeres y luchadores de la hoyada paceña se les humedecen las pupilas de emoción. Un grito sordo y vibrante recorre todas las barricadas: ¡Los Mineros!

Los insurrectos cobran aliento, se lanzan con renovado coraje al asalto. Retoman nuevamente el cerro de Munaypata y Pura Pura. El “Sucre” y el “Pérez” se detienen en su avance. Los soldados ya no aguantan más y masivamente se dan vuelta la gorra y levantan las manos.

La Base Aérea cae en manos de los cuarenta aguerridos. El regimiento “Bolívar” huye y deja sus piezas de artillería. Varios soldados desfilan con las manos en alto. El pueblo no pierde la oportunidad, rápidamente se arma con las armas capturadas y con más fervor vuelve al combate. Los “rendidos” son conducidos en medio de gritos de júbilo al Penal de San Pedro.

El “Lanza” y el Colegio Militar, que durante el día jueves habían ganado casi media ciudad, bombardeando con morteros, destruyendo techos, muros y ventanas, ven de pronto venirse una ola humana armada de fusiles y dinamita. La rabia es grande y las masas están decididas. Ya no hay ejército capaz de frenarlas.

X

En Oruro los mineros descienden de las minas cargados de dinamita y algunos fusiles al enterarse de la masacre. En sus ojos brilla la sed de venganza. Se concentran, se organizan y se alistan para el asalto. El comandante de la región militar de Oruro, aprovechando la oscuridad de la noche abre un boquete en la pared del cuartel y huye.  

Las fuerzas leales a Torres Ortiz acantonadas en Challapata, avanzan hacia Oruro. En Papel Pampa los mineros los detienen. Se desencadena una batalla infernal. Dos regimientos, el “Ingavi” y el “Andino” contra los trabajadores del subsuelo. Muchos pierden la vida, varios son heridos, pero al final…

XI

11 de abril, está cayendo la tarde. En la lejanía se percibe un cielo rojizo. De rato en rato se escuchan algunos disparos. En el centro de la ciudad una columna de soldados desfila con las manos sobre la nuca. Custodiando a los rendidos están las milicias obreras y populares que se formaron al calor del combate. 600 muertos yacen en las calles y una gran victoria en los corazones del pueblo. Es el resultado de un profundo proceso de toma de conciencia, organización, rebeldía y masacres como las de Catavi (1942), Pucarani (1947), Siglo XX (1949) y Villa Victoria (1951). En tres días de guerra civil las masas, la turba como les llamaban los barones del estaño, han derrotado a siete regimientos perfectamente armados. La noticia recorre América Latina y el mundo.

De la localidad de Laja retorna Siles Zuazo para encontrarse con una insurrección triunfante que jamás se habían imaginado los cabecillas de la conspiración golpista. Qué ironía. Hace 48 horas pensaba en ir al paredón y hoy corre para ocupar provisionalmente la presidencia en el Palacio Quemado. La convocatoria a elecciones en el plazo de cinco meses nunca es más mencionada. Víctor Paz Estenssoro, ganador de las elecciones de 1951, asume la presidencia. En tres días el golpe palaciego se había transformado en la primera y más grande insurrección obrera que ha conocido América Latina.


[1] Este texto es parte de un libro sobre la revolución de 1952 que escribí entre 1981 y 1982. Por múltiples razones nunca pude terminar de afinar el libro para publicarlo en su integridad.