Nuestro futuro es Yibuti
Álvaro Minguito
El Salto.
Durante el mes de noviembre realizamos una campaña arqueológica en Yibuti, un Estado del tamaño de la Comunidad Valenciana en el Cuerno de África. Pero mi intención aquí no es hablar del pasado. Mi intención es hablar del futuro. Porque el futuro es —o puede ser, si no lo evitamos— Yibuti.
Yibuti se encuentra en una posición privilegiada desde un punto de vista geoestratégico y eso explica buena parte de su historia durante los últimos dos mil años: en la zona más estrecha del Mar Rojo, un punto de estrangulamiento (choke point) por el que pasa una buena parte del comercio mundial. Hoy y en época del Imperio romano. El país hace de bisagra, además, entre el este de África y Oriente Próximo, dos zonas volátiles políticamente donde las haya. Se ubica, de hecho, en medio de cualquiera de los “arcos de inestabilidad” que han definido los expertos en geopolítica en los últimos 50 años y que se manifiestan en forma de guerras, conflictos civiles, golpes de Estado, piratería, terrorismo y millones de refugiados.
Yibuti es, sin embargo, un país tranquilo.
Quizá porque tiene más bases militares por kilómetro cuadrado que cualquier otro país de la Tierra. Cuenta con base estadounidense, francesa, japonesa, italiana y saudí. Cada base es una cesión de soberanía, porque dentro de ella rigen las leyes y las normas del Estado que la ha establecido. Y algunas son enormes: la base de China es una ciudad casi del tamaño de la propia capital.
Las bases no son la única forma en que el país africano cede soberanía. Lo hace también a través de enclaves extraestatales agrupados dentro de una gran zona de libre comercio, Djibouti International Free Trade Zone, que incluye el puerto, uno de los más grandes del este de África. Y, de hecho, el territorio de Yibuti fue de los primeros en ser declarados zona libre de comercio en época contemporánea: en 1859, no mucho después de Singapur (1819), Hong Kong (1841) y Adén (1853).
Los enclaves extraestatales se llevan vendiendo desde hace décadas como la panacea para las economías emergentes —y no tan emergentes—. Polos dinamizadores que atraen inversión y recursos, y crean puestos de trabajos y riqueza. A cambio, el Estado que recibe el enclave solo tiene que renunciar a su soberanía.
Pero, como cuenta Keller Easterling en su libro Extrastatecraft (2014), la promesa de abundancia —el Hong Kong o Singapur que todos aspiran a ser— raramente se cumple. Salvo excepciones, los enclaves producen riqueza, pero no para el país hospedador, y la poca que llega se distribuye de manera extraordinariamente desigual. Existen varios motivos para ello, pero uno es que las zonas de libre comercio son, ante todo, zonas libres de impuestos. Las mercancías circulan pero poco se queda en el territorio.
Por eso —y por la corrupción—, aunque la renta per cápita de Yibuti cuadruplica la de la vecina Etiopía, las infraestructuras del país son mucho peores y la capital no se distingue en nada de ciudades subsaharianas infinitamente más pobres. Su casco histórico se cae a pedazos, la mayor parte de las calles está sin asfaltar y sin aceras. Y si la situación en la capital deja que desear, en las poblaciones del interior el panorama es simplemente dramático.
Vivir en Yibuti es más caro que en España, pero los salarios de la mayor parte de la población son mucho más bajos. El 79% de los yibutíes vive en la pobreza y el 42% en la pobreza extrema
Al mismo tiempo, los enclaves y bases militares han producido una subida meteórica de los precios. Vivir en Yibuti es más caro que en España, pero los salarios de la mayor parte de la población son mucho más bajos. El 79% de los yibutíes vive en la pobreza y el 42% en la pobreza extrema.
¿Se puede vivir bien en Yibuti? Se puede, dependiendo de lo que entendamos por vivir bien, claro. Pero uno puede encerrarse en su urbanización amurallada y con piscina e ir a comprar en todoterreno climatizado a un centro comercial o a cenar en un restaurante de lujo como en cualquier ciudad europea. Solo que eso solo está al alcance del 1% de la población. Y fundamentalmente de los extranjeros.
Yibuti no está tan lejos como parece. Es una distopía cada vez más real en nuestra parte privilegiada del mundo. Recordemos que hace solo una década hubo un intento de crear una macrozona extraestatal en Madrid para montar un Las Vegas ibérico. Recordemos que la desinversión en servicios públicos ya es una realidad en esta comunidad, como lo es el repliegue de parte de la población a urbanizaciones cerradas en la periferia y que las élites globales y las multinacionales se vienen apropiando de recursos, territorio y activos inmobiliarios desde la crisis financiera de 2008.
El modelo económico que propone la derecha populista inevitablemente incrementará las desigualdades sociales y deteriorará aún más lo público. Y quizá algún día pedir aceras se considere un exceso comunista. El paraíso neoliberal está siempre más cerca de llevarnos a Yibuti que a Malibú.