La comuna salvada

La autonomía y la destitución, la fragmentación y la comuna constituyen conjuntamente un agenciamiento lingüístico, o incluso una máquina de percepción que espectraliza el presente y, al mismo tiempo, una máquina de guerra para acabar con él.



La comuna salvada

 

Marcello Tarì


En primer lugar, agradecemos la siguiente traducción que nos envió un lector de Artillería inmanente. La fuente original del texto puede encontrarse como Marcello Tarì, «La commune sauvée», en Josep Rafanell i Orra (coord.), Itinérances, París, Divergences, 2018, pp. 42-57. Este libro constituye de algún modo una parte de los resultados del seminario Pratiques de soin et collectifs, organizado en los Laboratoires d’Aubervilliers en 2016.

 

En nuestras tinieblas, no hay un lugar para la Belleza.
Todo el lugar es para la Belleza.
René Char, Hojas de Hipnos

 

Así empezó todo

 

Cuando Josep me propuso participar en el seminario de Prácticas de cuidado y colectivos,1 el primer tema en el que pensamos para mi contribución fue el de la autonomía; supongo porque hacía poco que había dedicado un libro al movimiento de la autonomía italiana de la década de 1970. En el mismo periodo, había otros temas que ocupaban nuestras discusiones, como el significado de la destitución o incluso el concepto de fragmentación. Creo que el telón de fondo de todos estos términos es la noción de comuna.
Esta reflexión inicial sobre la autonomía me llevó inevitablemente a un texto escrito por Félix Guattari en 1977: «Millones y millones de Alice en potencia». No es uno de los textos más importantes de Guattari, sino que pertenece más bien a lo que podríamos llamar escritos «circunstanciales»; en este caso, acompañaba la publicación en Francia de materiales de Radio Alice, un experimento boloñés en torno al cual se aglutinaron muchas de las tensiones subversivas que atravesaron Italia en la segunda mitad de la década de 1970.
Sin embargo, en este breve texto he visto una serie de elementos que se relacionaban con los tres términos mencionados anteriormente: autonomía, destitución, fragmentación.
No pretendo proponer aquí un análisis de la autonomía italiana, menos aún embarcarme en un ejercicio de historización, que es siempre una especie de «esterilización». Sí quiero, por el contrario, inspirarme en ella e identificar ciertos pasajes que nos conducen inevitablemente, furiosamente, al presente. La autonomía y la destitución, la fragmentación y la comuna constituyen conjuntamente un agenciamiento lingüístico, o incluso una máquina de percepción que espectraliza el presente y, al mismo tiempo, una máquina de guerra para acabar con él.

 

La revolución desambientada

 

Guattari comenzaba con una consideración genealógica:

 

El punto de partida histórico es la crisis de la extrema izquierda italiana tras 1972, en especial de uno de los grupos más activos, tanto desde el punto de vista teórico como práctico: «Potere Operaio». Toda una corriente de la extrema izquierda fue dispersada a consecuencia de esta crisis, sólo para dar vida a otros movimientos de revuelta en distintas autonomías (Félix Guattari, La revolución molecular).

 

El nacimiento de estas autonomías no fue, pues, otra cosa que la contrapartida de la fragmentación que afectó a las estructuras organizadas, denominadas «pequeños partidos», que constituían la escasa herencia política del 68 italiano. Por supuesto, la crisis de estructuras, organizaciones y colectivos es una constante en la historia de los movimientos revolucionarios y no una excepción. El carácter excepcional de la década de 1970 en Italia fue que, en lugar de reaccionar, como suele ocurrir, abandonando el terreno político, o aislándose en nuevas estructuras consideradas más resistentes, o incluso volviendo a la «izquierda» como un hijo pródigo, una parte de los movimientos tomaron la decisión estratégica no sólo de asumir la desintegración en curso como una evidencia de la realidad, sino de convertirla en un arma, es decir, de dar un uso ofensivo a esta fragmentación. Tal decisión respondía, de hecho, a un análisis de las modificaciones del capitalismo, que en aquellos años entraba en un devenir molecular y registraba la consiguiente desintegración del movimiento obrero; la fragmentación de la industria y del trabajo en general se correspondía, en otras palabras, con la fragmentación de la subjetividad de clase. Llevando esta línea de razonamiento al extremo, Mario Tronti pudo afirmar que la derrota de la identidad de clase puso fin a la historia del «sujeto moderno» por completo.
Mientras la izquierda —tanto la parlamentaria como la extraparlamentaria, e incluso la izquierda armada— intentaba desesperadamente no reconocer esta transformación histórica y continuaba como si todavía fuera posible hablar de «clase», «Estado» y «revolución» como principios hegemónicos y unificadores —una ilusión que hoy todavía persiste—, el proceso que tomó el nombre de autonomía en Italia intentó, por el contrario, acelerar este fenómeno de desintegración, tanto dentro como fuera de sí mismo. No es casualidad que, en su momento, la autonomía feminista se revelara como el elemento ético más poderoso de una insurrección que era en su esencia molecular, atacando no sólo a la sociedad dominante y al carácter conservador de lo «nuevo», sino también a todo lo que seguía siendo de izquierda en la militancia de los «grupúsculos», hasta en lo más cotidiano. Incluso puede decirse que su gesto de «separ/acción» (separ/azione), junto con el de los trabajadores y los jóvenes, provocó una inmensa convulsión que hizo pedazos el sistema de autorrepresentación de la izquierda, haciendo surgir un extraño archipiélago de mundos, habitado por aquellos famosos «miles y miles de Alice en potencia». Éste fue el contexto a través del cual potentes experimentos subversivos encontraron la fuerza y el lenguaje para interrumpir violentamente, durante unos años, la hasta entonces cacareada linealidad del progreso.
No creo en la leyenda autorreconfortante de que mayo del 68 duró diez años en Italia: un acontecimiento, si lo es, no contempla la continuidad. Las autonomías fueron, en cambio, una especie de salto antropológico: entre lo que había antes y lo que pasó después, no hay ninguna necesidad historicista. Más bien, me parece que 1968 hizo añicos la temporalidad única del progreso, permitiendo así que surgieran otras temporalidades. La única discontinuidad subversiva real que duró desde la década de 1960 hasta finales de la de 1970, fue el descubrimiento subterráneo de la insuficiencia del marxismo, no sólo para imaginar una revolución, sino sobre todo para hacerla. Y como somos amantes de la verdad, también hay que reconocer que muchos militantes de izquierda, e incluso del Partido Comunista, no sólo se vieron sacudidos por esta loca aventura, sino que participaron en ella.
Por todas estas razones, hay que hablar siempre de autonomías en plural y nunca de una autonomía. Por el contrario, uno de los errores fatales cometidos a este respecto, a finales de la década de 1970 por algunas fracciones autónomas bajo el hechizo de un cierto pseudoleninismo, fue creer que, frente a la contraofensiva del Estado y del capitalismo, lo que había que hacer era plegar todas estas formas de vida en secesión en una nueva unidad obrera —compuesta quizás por «obreros sociales»— y por tanto construir desde fuera un Todo, una totalidad antagonista destinada a chocar con la totalidad de la dominación para apropiarse del poder.
En definitiva, restaurar la propia dialéctica constituyente que parecía haber sido abandonada en los años anteriores gracias a, precisamente, la explosión de las autonomías. Y cuando releemos algunos de los documentos de la época, con sus pomposos llamamientos a fundar el Partido de la Autonomía —donde se daba al término «partido» un significado más bien tradicional—, es difícil no pensar que esos llamamientos eran simplemente un síntoma de una derrota que ya se había producido. Por lo demás, algunos epígonos siguen insistiendo, hoy después de todos estos años, en querer construir políticas basadas en este síntoma.
Por el contrario, en las últimas frases de su texto, Guattari presenta un aspecto de lo que puede llamarse la «ética destituyente de la autonomía»:

 

¡No hay nada de constructivo en todo eso! […] ellos consideran que el movimiento que consiga destruir la gigantesca máquina capitalista-burocrática será, a fortiori, capaz sin duda de construir otro mundo. La competencia colectiva en este ámbito le llegará a lo largo del camino, sin que en la etapa actual sea todavía necesario esbozar «proyectos de sociedad» de recambio.

 

Creo que este rechazo a elaborar programas para el futuro, a ser constructivos o a ser buenos «obreros», así como la renuncia a todo optimismo progresista, sigue siendo hasta hoy un aspecto ético-político que es fundamental captar. Obviamente, en este asunto, tiene que ver con lo que durante mucho tiempo ha sido lo más impensado, y es quizás, precisamente por ello, el aspecto más importante. Hay demasiado que destruir, demasiado que combatir, demasiado que amar, demasiado que vivir desde ya, para perder el tiempo en la ingeniería del futuro.
El personaje de Alice creado por Lewis Carroll adquirió curiosamente una importancia considerable en el imaginario del movimiento de 1977. En el contexto de un famoso y extraño seminario celebrado por Gianni Celati en la Universidad de Bolonia, encarnaba la figura del ser desambientado: «estar desambientado significa ocupar un lugar que no es el propio, utilizar una lengua oficial por necesidad, circular al lado de las instituciones» (Alice disambientata). Alice se convirtió en la imagen de la singularidad desarraigada en la que se reconocían los jóvenes de 1977; y hoy podríamos decir que es el caso de la mayoría de la humanidad, pero en un sentido muy deprimente: nadie se siente en casa y la «smart metrópoli» es el emblema universal de esta extrañeza respecto a uno mismo, los demás y el mundo. Una línea de fuga —se pensó en Bolonia— podría ser entonces asumir la desambientación como una salida imperceptible del dispositivo capitalista, del control del Estado y, en última instancia, de la humanidad del ser humano. Pero, al mismo tiempo, la desambientación podría ser el medio de una loca búsqueda de intensidad. Si la palabra revolución tuviera algún significado, probablemente sería algo parecido a esto: llevar la desambientación a un grado absoluto; sustraerse, sin hacerse notar, del funcionamiento de todas las instituciones vigentes y, si es necesario, derribarlas con una ráfaga de intensidades, desde cualquier lugar y de cualquier manera. Desambientar la revolución significa, por tanto, destituir de antemano cualquier posibilidad de que ella misma se convierta en una institución: hay que acabar con la idea de una revolución Única.
El genio de Celati y sus estudiantes fue decir alto y claro que concebir la cuestión revolucionaria como si fuera una progresión hacia una meta era ya contrarrevolucionario, y que lo que era necesario, por el contrario, era «suspender» toda meta, todo significado, toda continuidad, para permitir que las intensidades nos hagan escapar de la prisión de los tiempos presentes y entrar en un devenir revolucionario. Cuando empezamos a pensar y a vivir de esta manera, la propia revolución se desambienta. Experimentar esto no significará más que destituir la realidad presente tal y como la descubrimos; sorprender a la Historia y ser sorprendido a su vez por el Acontecimiento. De este modo, el presente se convierte así en lo actual y, al romperse, el tiempo histórico se convierte en el tiempo de la verdad.  La pretendida realidad de este mundo aparecerá así como lo que realmente es: una gigantesca masa de obstáculos materiales y espirituales de los que es necesario liberarse.

 

De la profundidad, del pasado

 

Comunismo y futuro se golpean mutuamente. Hace poco escribí que el comunismo no tiene futuro, y que nunca lo ha tenido. Esto no es sólo porque tengo una aversión innata a esta categoría vacía, sino también porque la idea misma de futuro como algo deseable ha sido aniquilada por el capitalismo. El capitalismo, en las últimas décadas, nos ha presentado una imagen aterradora del futuro a través de la cual nos gobierna; de este modo, el gobierno, sea cual sea, puede afirmar que está ahí para protegernos del futuro, que ya no es el comunismo, sino la catástrofe humanitaria, ecológica, económica, existencial, o todo esto a la vez, al tiempo que intenta hacernos olvidar que la catástrofe está teniendo lugar ahora y que el rostro del apocalipsis es, de hecho, su propio rostro. En definitiva, todas las reflexiones sobre el tiempo producidas en la modernidad, incluida la del eterno retorno, sólo muestran cómo la mirada burguesa se aleja del devenir y se centra obsesivamente en su presente, en su propio infierno. Creo, por el contrario, que el comunismo es válido como algo que, viniendo a nosotros desde el pasado —con el que se carga cada momento presente que está a punto de estallar—, es a la vez inactual y actual, en potencia y en acto: echamos de menos el comunismo al mismo tiempo que siempre está ahí, late como si fuera el corazón vivo de los oprimidos de todos los tiempos, pero a menudo no somos capaces de escucharlo o no lo reconocemos, y éste es nuestro drama. Porque o el comunismo está entre nosotros, al interior de nosotros y a través de nosotros, o no es nada. Es como el amor que, me parece, comparte muchas cosas con el comunismo: lo echamos de menos, aunque siempre está ahí, lo oímos latir en lo más profundo, pero no podemos captarlo. E incluso enterrado bajo millones y millones de bits, de píxeles, de mentiras y de dolor, de traiciones y de lágrimas, seguimos oyéndolo.
A veces tenemos la impresión de ver el amor y el comunismo ante nosotros, pero se nos presentan como figuras invertidas o caricaturizadas, en formas externas a las que la mayoría de las veces —por desgracia— no podemos resistirnos. Pero observemos con atención estos simulacros. Es evidente que el capitalismo es capaz de imitar y pervertir el comunismo, así como el amor, pero de una manera sorprendentemente desprovista de fantasía y llena de vulgaridad. Asimetrías: si el mal, a pesar de ser un producto completamente histórico, no tiene forma, y los efectos de su acción son siempre «efectos colaterales» que golpean indiscriminadamente, también es cierto que su límite interno reside en la confusión que genera y en el hecho de presentar como reales cosas que no lo son. En cambio, el bien en este mundo, a pesar de su carácter antihistórico, se caracteriza siempre por su determinación que consiste en la precisión con la que singulariza todo lo que toca, dándole más realidad. Es la realidad la que salva. Fragmento a fragmento, singularidad tras singularidad. Y además, el comunismo y el amor no son el reino de lo colectivo sino el de las singularidades; no son el futuro sino el encuentro, aquí y ahora, con una realidad que posee una cierta verdad.
A veces conseguimos reconocer el comunismo o el amor, escucharlos, a veces incluso tocarlos, a través de nuestra experiencia de un acontecimiento, en el sentido que Gilles Deleuze confiere a este término.
El acontecimiento, dijo, siempre se refiere a algo del orden de la herida, la guerra o la muerte, pero debe ser considerado en su doble estructura, tratando de extraer de su efectuación el acontecimiento puro: el esplendor que está presente incluso en la herida, la felicidad en la melancolía, el amor en el desamor, la esperanza en su ausencia, el relámpago del comunismo en el cielo blanco de la opresión, pasando así por encima de su simple realización, que siempre se reduce a un «estado de cosas» (un individuo, por ejemplo). Por otra parte, si este mundo no fuera un pozo helado de desgracias en forma del estado de cosas presente, no tendríamos que seguir hablando de comunismo. Para derretir este hielo no basta con armarse de barras y cócteles Molotov, hay que saber amar. Esto es lo que la izquierda, y no sólo la de los partidos, sino también la «difusa» que contamina a los individuos, nunca ha conseguido hacer.
Deleuze escribe al respecto:

 

Sólo el hombre libre puede entonces comprender todas las violencias en una sola violencia, todos los acontecimientos mortales en un solo Acontecimiento que ya no deja sitio al accidente y que denuncia o destituye tanto la potencia del resentimiento en el individuo como la de la opresión en la sociedad. (Gilles Deleuze, Lógica del sentido)

 

Obsérvese que Deleuze utiliza el verbo «destituir» exactamente en el sentido en que hoy intentamos conceptualizarlo de diversas maneras; y repite este término unas líneas más adelante, refiriéndose a lo que llama «transmutación», es decir, el punto de condensación alquímica en el que todos los acontecimientos se reúnen en uno, que es el momento de la acción ética en sentido propio, y en el que incluso «morir es como la destitución de la muerte». Podríamos seguir: esta guerra que destituye a la guerra, y así sucesivamente. Este punto de transmutación se llama genéricamente «revuelta», «insurrección» o «revolución». Este punto móvil y preciso que destituye incluso a la muerte es lo que yo llamo el acontecimiento del comunismo.

 

Condensadores de intensidad

 

Durante la década de 1920, cuando la Rusia soviética estaba sumida en la guerra civil, un grupo de arquitectos bolcheviques —que creían que se es comunista no porque se cambie algo en el modo de producción o, en su caso, en la forma de construir viviendas, sino porque se está comprometido con la transformación de la propia forma de vida (byt, en ruso)— inventaron la noción de condensadores sociales para expresar su concepción del hecho de habitar en la revolución.
En su opinión, el objetivo intrínseco de la arquitectura, como de cualquier otra técnica del proceso revolucionario, sólo era concebible como una realización difusa de una inmensa felicidad profana. Aleksandr Blok dijo que la revolución consistía en «Rehacerlo todo. Hacer que todo se convierta en algo nuevo; convertir nuestra vida falsa, sucia, aburrida y monstruosa en una vida justa, limpia, alegre y hermosa» (L’intelligentsia et la révolution). Eran perfectamente conscientes de que, si la revolución no se dirigía inmediatamente a este objetivo, sin más demora y con la mayor furia posible, estaría perdida, y eso es lo que ocurrió. Y de hecho, poco después, ellos mismos fueron expurgados por el estalinismo. Pero lo que intentaron hacer, y que sigue siendo ejemplar, fue nada menos que la destrucción de la ciudad burguesa como gesto preliminar a la destitución de sus formas de vida, mientras concebían febrilmente «comunas de vida». Después de todo, ¿no escribió el pobre Engels que «el espacio urbano es […] un espacio estructurado por la ideología»?
De este modo, cualquier producto, ya sea arquitectónico o de otro tipo, debía diseñarse como si fuera un condensador de las energías revolucionarias que circulaban en la Rusia bolchevique: había aquí una idea del hábitat y de su uso a través de la cual forma y contenido convergen en un punto estratégico, el del novy byt, la forma de vida nueva.
El condensador, al igual que un condensador eléctrico, debía servir para transformar la naturaleza de la corriente social y por tanto al individuo posesivo y pequeñoburgués en alguien para quien el interés privado se fundiera inmediatamente con el interés de la comuna como forma de vida. La comuna, que funcionaba como interrupción material del espacio ideológico de la ciudad burguesa era, por tanto, un «condensador social», un conjunto de lugares que permitirían la intensificación espiritual del proceso revolucionario.
En el interior del condensador se abre un pasaje hacia una indiscernibilidad entre individuo y forma de vida, desplazando radicalmente los términos de referencia de lo político y creando un campo de tensiones en el que el polo comunista acumula una potencia dispuesta a irrumpir en el terreno del hábitat y del habitus, es decir, tanto a nivel de los modos de habitar como de la conducta cotidiana de la existencia.
La propia ciudad, en esta perspectiva, podría convertirse en un «condensador general», un enorme campo de fuerzas que, al estar continuamente comprometido en la división y el encuentro, daría lugar a una continua repolitización del espacio.
En el viejo Manifiesto del Partido Comunista se dice que: «Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado». Porque el proletariado es esa figura que es sin, sin familia y sin nación.  Esto significa que la forma de vida dominante sólo puede ser destituida por otra forma de vida. La comuna, de hecho, no es otra cosa que el medio a través del cual la forma de vida comunista se afirma, es decir, vive.
La idea y la práctica actual de la comuna no nos son ajenas, porque resurgen con cada acontecimiento revolucionario, sin dejar de aparecer cada vez como la «sorpresa» que atraviesa la Historia; la redescubrimos en Oakland, en Estambul, en El Cairo, en Chiapas, en las universidades ocupadas, en las granjas autónomas, en las ZAD, en el uso libre o, lo que es más importante, aunque sea en fragmentos, en el advenimiento del comunismo que nos toca de manera cotidiana. La comuna es el más poderoso condensador de energía revolucionaria del que disponemos. Al igual que los arquitectos rusos, debemos pensar en que una comuna, como un condensador, no es algo que tiene que ver con una mera idea de la vida, sino que es una estructura material que no se limita a confirmar o repudiar la realidad, sino que funciona como una matriz de lo posible.
Estamos hablando de una comuna, no de una comunidad. La única comunidad que podemos decir que hemos experimentado es la inmediata, que surge de la revuelta, que destroza la normalidad como un rayo, con la cual nunca se constituye nada y cuya tensión reside en destruir todo lo que existe. Es el momento anarquista, que actúa como una función destituyente absoluta, sin mediación alguna, a semejanza de lo que Sorel describe de la huelga general proletaria: «Hay que apropiarse de su todo indivisible y concebir el paso al socialismo como una catástrofe cuyo proceso escapa de la descripción» (Reflexiones sobre la violencia). Esto es lo que experimentamos cuando nos entregamos en cuerpo y alma al otro, cuando se crea esa zona donde yo ya no soy yo, y tú ya no eres . Todo esto es inexpresable, y por lo tanto debe ser pensado como una pura «interrupción», en el sentido descrito por Walter Benjamin cuando habla del «poder de lo que está privado de expresión», que «destroza […] la falsa, mentirosa y engañosa totalidad, es decir, la totalidad absoluta».
La comunidad no puede generalizarse, pues sólo vive en la suspensión esporádica y violenta de la representación. Este no es su límite, sino su especificidad, permitiendo que las intensidades que han encontrado su lugar allí realicen la transmutación de quien participó en ella y se conviertan así en el resto de esta comunidad sin nombre. Y es siempre este resto el que, recordándose a sí mismo, se reactiva con cada nueva revuelta, con cada nuevo amor, con cada nuevo encuentro verdadero.
No ocurre lo mismo con la comuna, porque es una experiencia práctica, local, que crea su propia duración, un recomienzo perpetuo que invade el mundo desde el momento en que 2, 10, 100 o más personas deciden empezar a vivir según sus propias reglas, en autonomía precisamente. La comuna es la interrupción de la historia que empieza a tener su propio ritmo, al tiempo que echa raíces en el espacio. Así, gracias a su capacidad de transformar la energía acumulada, el acontecimiento se convierte en una nueva temporalidad. La intensidad de la comuna no es su «contenido», sino que designa su grado de existencia, la profundidad de su espíritu y, por tanto, su «comunicabilidad». La intensidad es lo que une internamente a los seres y a las cosas en una comunicabilidad que es «inmediata e infinita, como la de cualquier comunicación lingüística; es mágica (pues también la materia tiene su magia)» (Walter Benjamin, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos). La intensidad de la comuna la convierte en una forma que corresponde a la disolución de todas las formas en la libertad, como sólo la fantasía es capaz de hacer.
Por eso llamo «condensadores de intensidad» a todas aquellas técnicas, materiales e inmateriales, que funcionan como transformadores de la energía que toda intensidad lleva en sí misma; «Cuanto más intensa es una cosa, más precisa es su relación con el ser: la intensidad de la cosa es su relación con el ser» (Gilíes Deleuze, clases pronunciadas en Vincennes, 9 de diciembre de 1980). Las intensidades son pulsaciones afectivas que, al atravesar los agenciamientos de fragmentos de ser que constituyen las formas de vida, y hacerlas así comunicables, aumentan su potencia o las aniquilan: les dan más realidad o se la quitan. Por eso es tan importante la atención que se presta al uso de la intensidad, tanto en la aventura amorosa como en la revolucionaria. Cada vez que hacemos un mal uso de esta atención, o simplemente somos negligentes, faltamos a esa cita para la que «se nos esperaba en la Tierra». Y somos castigados por la disminución de nuestra propia realidad.
Un condensador de intensidad es entonces una técnica que, buscando dominar la relación entre los individuos, la naturaleza y la historia, permite comunizar las corrientes individuales de energía sin eliminar nunca su singularidad sino, por el contrario, exaltándola. En este sentido, el condensador puede convertirse en un medio de organización —si por «organización» entendemos la capacidad de comunicar y expresar— de la interioridad del campo revolucionario, proyectada hacia el exterior.
La organización de las intensidades en la comuna es muy diferente del acto de organizar a los individuos a través de un colectivo. Mientras que un colectivo se basa en un modo de funcionamiento «humano, demasiado humano», la organización de las intensidades genera mutaciones ontológicas en cuanto entra en contacto con un lugar —la comuna— que nunca puede estar compuesto exclusivamente por seres humanos, sino que sólo existe en la medida en que expresa una cierta comunicabilidad entre individuos, animales, plantas, máquinas, libros, música, historias, espíritus: en definitiva, todo un mundo.
Los condensadores de intensidad son la magia que funciona en la materia del comunismo.

 

Acabar con el estado de cosas

 

Heiner Müller, de Alemania del Este, al otro lado del Muro, en la época en que Guattari escribía sobre Alice, hablaba de «derrotismo constructivo», un hermoso sintagma que afirmaba que lo único constructivo que podíamos contemplar, ante la ofensiva del capitalismo y el naufragio de la izquierda, era dejar que las cosas se desintegraran, que estallaran en mil pedazos sin preocuparse por salvar nada del viejo orden —lo que debe ser salvado lo será en virtud de su propia potencia: «La vida nos lo devolverá, porque la vida es bella» (Aleksandr Blok)— y sin imaginar que el comunismo residiría precisamente en un fundamento metafísico ulterior. Se puede decir que las autonomías nunca han sido meramente pasivas en esta situación, sino que, por el contrario, siempre han intentado crear un impulso vigoroso en esta dirección.
Amadeo Bordiga, a pesar de ser ingeniero, decía que el comunismo no es algo que se construye, y que lo único de lo que hay que preocuparse es de liberar el campo de lo que se interpone en su realización. En definitiva, no hacía más que hacerse eco del pensamiento de Marx en La ideología alemana cuando, antes de pronunciar la famosa definición del comunismo como «movimiento real que anula y supera el estado de cosas presente», precisaba que «el comunismo no es para nosotros un estado de cosas que haya que establecer». Lo cual es una frase bastante curiosa, porque si no es algo que tenga que instaurarse, entonces significa que ya existe, al menos en potencia. ¿Cómo? ¿Dónde? La única respuesta válida es que existe en un pasado innombrable, pero que sin embargo está presente en forma de astillas, de fragmentos, precisamente, dentro de nuestra vida, que a su vez está repleta de todo tipo de desechos. Es su presencia discontinua y fragmentaria la que hace que el comunismo siga significando, ahora y siempre, una potencia «en y contra» el estado de cosas presente. En y contra mi propia vida, también.
El estado de cosas no es más que el «presente definitivo», aislado del pasado y del futuro, mientras que el comunismo es siempre el pasado y el ahora que forman una constelación y se convierten en una flecha dirigida contra el presente. En este sentido, puede decirse que el comunismo es el recuerdo de una guerra que vuelve a empezar continuamente —es una guerra primitiva, incluso más que la de la acumulación capitalista, aunque esta última, obviamente, sigue en marcha—, una guerra que no avanza de abajo hacia arriba, sino de dentro hacia fuera.
Lo que llamamos «procesos de subjetivación» están totalmente implicados en esta guerra contra el estado de cosas: el sujeto expone su fragmentación a cielo abierto y, en la transmutación, aparece como un no-sujeto. Gilles Deleuze es muy claro al respecto:

 

Más que de procesos de subjetivación habría que hablar más bien de nuevos tipos de acontecimientos: acontecimientos que no se pueden explicar por los estados de cosas que los suscitan, o en los que desembocan. Se alzan por un instante, y este momento es el importante, es la oportunidad que hay que aprovechar (Gilles Deleuze, Conversaciones).

 

El estado de cosas, que precede o sigue al acontecimiento, tiene un nombre muy preciso, en la jerga tradicional de la política: institución. Sin embargo, si somos capaces, como sugiere Deleuze, de agarrar el acontecimiento con las manos —Hölderlin decía: agarrar el rayo con las manos desnudas— nos daremos cuenta de que la institución no es un destino, que la unidad que prevé es una ilusión y que su prestación es fundamentalmente política. Y que más allá de ella no está el caos, sino el cielo estrellado que nos impide contemplar. Hay que disparar no sólo a los relojes de las ciudades, sino también a las «farolas».
Esto significa que también el sujeto, es decir, la subjetividad como pequeña institución del Yo, también es tomado, en este momento, por la potencia de la destitución, depuesto como sustancia supuestamente unitaria y constitutiva. El devenir revolucionario —la oportunidad— es en realidad un «des-devenir», una deposición de la voluntad en favor de una urgencia de expresión, una desaparición de la acción en favor de una multiplicación de los gestos, un eclipse de la luz engañosa que brota del presente, el borrado positivo de lo humano, la llama ardiente que transfigura la presencia. En el espacio de un instante. Dialektik im Stillstand («dialéctica en reposo»). Todo es uno, porque el todo no es nada.
La ocurrencia del acontecimiento se hace más clara si pensamos en el instante —como dice Giorgio Colli— como «recuerdo de un comienzo», pero el comienzo, en sí mismo, está siempre fuera de la memoria y, por tanto, siempre fuera del tiempo y de la representación sujeto/objeto (Giorgio Colli, Filosofía de la expresión). De ahí que el instante, al tiempo que hace indistintas las polaridades de la subjetivación, se manifieste como «contacto». Esto es posible gracias a la ruptura de la línea continua por la que la representación se impone a la experiencia que podemos hacer del mundo.
Una interrupción que indica un «entre» que es una nada, pero una nada, un abismo, que atrae hacia lo que le rodea, los dos segmentos que le preceden y le siguen. Esto, una vez representado, se convertirá precisamente en el sujeto y el objeto. Por eso ese contacto que provoca el instante es, en cierto modo, lo que nos falta, pero que conservamos el recuerdo y siempre vuelve a empezar (el pueblo, la comunidad, el amor…). Lo que llamamos existencia, es decir, lo que ocurre como interrupción entre el nacimiento y la muerte, no es en realidad otra cosa que el más intenso de estos «contactos». Revolución significa entonces devolver la dignidad a esta interrupción, evocando, desde la nada, lo que falta. Significa iniciarse en la vida real, la vida «magnífica».

 

La noche, la comuna

 

El instante de la subversión, esta puesta en contacto entre el yo y la historia, es como una noche infinita que invade los cuerpos, los espíritus, los paisajes y el lenguaje. Se extiende por ciudades enteras y penetra en el interior de nuestras vidas cansadas y rotas que, gracias a la oscuridad, y entrando a su vez en contacto con los demás, tienen la posibilidad de transformar imperceptiblemente el mundo, antes de que vuelva la luz del día.
La oscuridad de la noche, si la acogemos como amigos, nos hace sensibles a ciertos afectos en el instante de su contacto, de su colapso en el vacío, es decir, en su pureza: el amor y el dolor, la nostalgia y la alegría, se persiguen en la oscuridad. No se ven, pero escuchan sus murmullos respectivos y, si tienen suerte, se tocan. La noche es la poesía de la existencia, frente a la dura prosa del día; inspira la profundidad que la oscuridad hace aflorar, y luego exhala los recuerdos que nos hacen comprender de pronto que la Historia es sólo la sombra que el aquí y ahora del mundo proyecta sobre el pasado de los vencidos. Sólo la revuelta hace transparente la Historia y la prepara para su destitución, porque la rompe, al ponernos en contacto con su verdad.
La oscuridad de la noche protege los gestos sin nombre de la mirada hostil de la sociedad y libera a los amantes de sus propias subjetividades. La noche es la guerra de millones y millones de batallas en las que se consume el estado de cosas presente. La noche destituye todo destino, para que los que han habitado en ella durante mucho tiempo puedan ver la «luz eterna» de la que hablaba Walter Benjamin, es decir, la «imagen de la humanidad redimida», en la que los fragmentos alcanzan juntos la perfección de un dibujo que vale para la eternidad. Y sólo aquellos que han experimentado verdaderamente la noche en sus corazones, que han entrado en contacto consigo mismos y, por lo tanto, que han roto con su propio Yo, pueden reconocer la verdadera luz. Ésta es la noche alquímica, la «noche salvada» benjaminiana, en la que las ideas son los astros que operan, invisibles, en el día de la historia, mientras brillan, magníficas, en la «noche de la naturaleza» (Benjamin, Carta a F.G. Rang, 9 de diciembre de 1923), donde el teatro de la historia se destituye y donde, por tanto, ya no se espera el día del juicio. Ya no es la morada de los humanos, sino de Otros, de criaturas inéditas, transmutadas por el acontecimiento y desde siempre ya redimidas. Es el cielo del cielo. Y cuando de repente te des cuenta de que esta oscuridad es el color de tu vida pasada y de todas las vidas más mínimas que han pasado en el torbellino de la historia, sabrás que ésta es la noche de la comuna salvada, que obviamente no estará habitada por los «hombres».
El reflejo de esta imagen de felicidad es la pietas que el comunismo experimenta todos los días por la insalvable humanidad. Esta pietas es la que impregna la destrucción del estado de cosas presente.

 



1 Entre las fuentes de inspiración de este texto, me gustaría mencionar una conversación con el filósofo Ubaldo Fadini, las canciones de Baustelle y una meditación nocturna sobre un rostro cansado y desilusionado, pero del que, a pesar de todo, emana una intensidad que atraviesa la oscuridad como la espada de un ángel cuando se dispone a separar el bien del mal.