La patria y sus consecuencias

No lo desafiaron sólo los indígenas de Chiapas. Por todo el país los pueblos originarios levantaron párpados y puños en sus lenguas, o no, y en sus territorios, para afirmarse como mexicanos, sí, pero también mayas, zoques, tu’un savi, wixaritari, rarámuri, nahuas, zapotecas, ayuuk, yoreme, purépechas. Desde entonces el Estado escucha voces y enfrenta eventos que no desearía que existieran en su agenda. El precepto de autodeterminación de los pueblos, con su dimensión territorial de gobierno y gestión de recursos propios, desafía la idea dominante de “patria”, cargada de colonialismo interno.



Postales de la revuelta

La patria y sus consecuencias

 

Hermann Bellinghausen

 

 

Últimamente se recurre mucho, en tonos exaltados y extremos fuera de lo habitual, a “la patria”. No sé qué resulta más, si preocupante o anacrónico. Preocupante porque bien sabemos los crímenes que se han cometido en su nombre y se siguen cometiendo en todo el mundo. El concepto decimonónico que permea hoy el debate político mexicano tuvo sentido histórico después de la Independencia, en el periodo de las invasiones extranjeras y las guerras de Reforma. Hoy parece olvidarse que esa “patria” fue demolida durante la guerra civil llamada Revolución Mexicana, para reconstituirse como patrimonio común y no en disputa, y en términos más conciliadores (aunque insuficientes) con los mexicanos originarios, de los término que caracterizaron brutalmente a liberales y conservadores por igual durante el siglo XIX.

Porque su “patria” fue genocida, como en toda América, alcanzando grados de crueldad inaudita en Estados Unidos, Canadá, Argentina y Brasil. Los pueblos originarios eran enemigos a exterminar (la expresión militar de alarma Gerónimo! viene de entonces y se le aplicó a Bin Laden para asesinarlo). O en nuestro caso, son pobrecitos a salvar mediante su integración a la Nación que esas gentes del XIX trataban de inventar, y las del XX dieron por hecho mediante la fusión partido único-Estado. La disputa devino anacrónica.

Resulta una ironía que para la Unión Soviética estalinista, la “guerra patria” contra el fascismo incluyera en automático a las 15 repúblicas socialistas y un centenar de nacionalidades, muchas de las cuales hoy no quieren saber nada de la “patria” de los rusos. No sólo Ucrania aspira a tener la suya.

Hay casos en que la “patria” es fundamental para la resistencia antimperialista, algo en lo que los latinoamericanos somos veteranos. Hoy lo viven sufridamente Cuba y Venezuela, pero aún allí el concepto se disuelve en una feroz modernidad global que devora las viejas certidumbres. Marx se sorprendería a qué grado literal puede lo sólido desvanecerse en el aire. Hay casos bastardos, donde “patria” es subterfugio y eufemismo, como en la Nicaragua de Daniel Ortega; se le secuestra, y en su nombre se socavan los derechos ciudadanos y se persigue a los “traidores” a la “patria” del sátrapa.

En el XIX los desafíos bélicos de nuestro país procedían de fuera (derrotada España vinieron Estados Unidos y Francia, y por poco nos cae Inglaterra). El Himno Nacional perspira ese clima heroico al son de “mas si osare un extraño enemigo”. Tuvimos además nuestras propias guerras intestinas, de Iturbide a Díaz, configuradas entre “liberales” y “conservadores”. Disputaban el poder, el territorio y la idea de “patria”. Y las guerras de indios en el norte.

Luego de la caída de la dictadura porfirista y los años de guerra civil entre facciones revolucionarias (y algunas restauradoras como el huertismo), las pugnas dejaron de expresarse en la disputa “por la patria”. Todos tenían la misma, la cosa era quién quedaría al mando. Sabemos lo que ocurrió. Tuvimos pronto una guerra entre el Estado laico-ateo y la iglesia católica-cristera en el Bajío y regiones aledañas. Y la “persecución religiosa” de Calles. El resto del siglo XX la “patria”, que éramos todos, permaneció en las mismas manos. Estado, partido, gobierno y Nación eran uno: los sectores obrero, campesino y popular; las fuerzas armadas, sempiterno pilar del Ejecutivo federal, que es su comandante supremo; las fuerzas productivas del empresariado local. Cuando aparecieron grupos en lucha armada de izquierda, hacia los años setenta, tampoco hubo disputa al respecto. Morir por la patria o vivir por la libertad, dijeron los rebeldes. A finales del siglo se sumó la “patria” migrante, y surgió un nacionalismo a distancia y nostálgico en tierras estadunidenses.

El siglo XX está marcado por la pesquisa intelectual sobre “lo mexicano”. Vasconcelos desata el debate y anima un nacionalismo que se ilustra en los muros públicos y sus muralistas primordiales. Seguirán Samuel Ramos, Jorge Portilla, Octavio Paz, Santiago Ramírez, Roger Bartra. Pasamos de los mexicanos pintados por sí mismos del costumbrismo, al mexicano explicado sesudamente. La teoría del mestizaje ocupó el centro del debate.

Lo indígena era “parte” de los mexicano, “raíz” para la mezcla, era el pasado. Un pasado que resultó permanente. Sólo Guillermo Bonfil intuyó, entrevió y caracterizó de un modo distinto a los pueblos originarios de México. Lo hacía, a diferencia de todos los antes mencionados, desde una perspectiva no mexicano-centrista sino local-y-continental que puede datarse con la primera Declaración de Barbados (1970). O dicho de otro modo, fragmentaba la noción, a tono con la realidad de los pueblos indígenas, sus lenguas, sus tradiciones de gobierno, su concepto, cuando lo había, de “nación”.

Se estaba revelando a las “patrias” americanas que ellas no lo eran todo, y en ciertos aspectos resultaban espurias. A la fecha, en su mayor parte, a las naciones del continente la cuestión no les queda clara. La globalización mediática y económica del fin de siglo y el despertar indígena del continente llevaron el debate de lo nacional a otro terreno, y con ello al añejo concepto de patria, indisolublemente ligado en la mente de sus dueños al desarrollo, el progreso, el mestizaje y la siempre invocada pero inalcanzable igualdad. En sus términos, puesto que la patria puede ser en sí autoritaria. Habitualmente lo es.

El debate cambió de eje con la puesta en venta o renta de las riquezas nacionales (muy de moda a la sazón) por parte del gobierno post-post revolucionario que hemos dado en llamar neoliberal. Pero el cambio no quedó suficientemente claro hasta que los mayas de Chiapas se alzaron contra el mal gobierno y se reclamaron parte de la patria, que les había sido negada siempre. ¿Y cuál fue la primera reacción del Estado? Cuestionar la “mexicanidad” de los alzados. Atribuyó la rebelión a “guatemaltecos”, “maoístas peruanos” y “curas extranjeros”. Pero los zapatistas insurrectos dejaron claro desde su primer encuentro con representantes del gobierno, en marzo de 1994, que ellos también eran la patria. Y que tenían otras ideas al respecto. Así la dramatizaron desde el primer momento.

El Estado tuvo que aceptarlo en el discurso, pero en los hechos desató una guerra encubierta contra ellos, acentuándola en 1995, siempre a cargo de las Fuerzas Armadas del gobierno para diezmar dosificadamente y desarticular a los pueblos insurrectos. La guerra zedillista contra los “otros” fue la verdadera novedad militar de la patria. En tanto, traicionar acuerdos con los indios, como lo hizo el presidente Zedillo, pertenece a una larga tradición americana de firmar tratados y acuerdos sin nunca cumplirlos.

No lo desafiaron sólo los indígenas de Chiapas. Por todo el país los pueblos originarios levantaron párpados y puños en sus lenguas, o no, y en sus territorios, para afirmarse como mexicanos, sí, pero también mayas, zoques, tu’un savi, wixaritari, rarámuri, nahuas, zapotecas, ayuuk, yoreme, purépechas. Desde entonces el Estado escucha voces y enfrenta eventos que no desearía que existieran en su agenda. El precepto de autodeterminación de los pueblos, con su dimensión territorial de gobierno y gestión de recursos propios, desafía la idea dominante de “patria”, cargada de colonialismo interno.

Esto aplica tanto a los “neoliberales” previos como a los “nacionalistas” del sexenio en curso, quienes introducen o retoman viejas perversiones semánticas, ideológicas y mediáticas al concepto de “patria”. Las cuales, entre otras cosas, niegan deliberadamente que las autonomías auténticas tengan cabida en la patria de arriba y/o del centro. De otro modo no conseguiría el poder disponer de territorios y recursos para sus trenes, complejos carreteros, industriales, mineros, turísticos, inmobiliarios. Para cumplir compromisos concedidos a empresas capitalistas nacionales y extranjeras. ¿Cómo podría, si no, consumar los despojos “legales” que requiere la “patria” para progresar, integrarse y alcanzar el bienestar?

La “patria” nos exalta en los eventos deportivos de manera relativamente novedosa. Ahora todos estamos dispuestos a pintarnos la cara y el pelo, o ponernos caretas, pelucas, camisetas y calcetines con los colores patrios. A hacer el ridículo. No somos los únicos. De hecho lo copiamos de otros países, otros estadios y avenidas. La patria como carnaval, como circo, como desahogo de las frustraciones sociales. Pero al menos es algo que compartimos todos. Un patriotismo inofensivo. En la peor, un fanatismo muy pobre.

Nunca está de más señalar los riesgos de chovinismo, provincialismo resentido y hasta xenofobia que se larvan en nacionalismos como el del actual régimen. Y las clases altas se vuelven más fóbicas y paranoicas. Tampoco sobra encomiar cualquier gesto por la defensa de los derechos de la Nación en los contextos imperialistas y ultracapitalistas que se imponen constantemente; para enfrentarlos con sensatez no bastan los discursos patrioteros, deben desarrollarse alternativas justas y eficaces.

A finales de la década de los noventa, el movimiento indígena zapatista atrajo a Chiapas miles de activistas y simpatizantes de todo el mundo. Procedían de organizaciones y tradiciones libertarias, post comunistas, separatistas-nacionalistas (particularmente de Euskadi y Cataluña), ex guerrilleros del el Cono Sur, indigenistas, cristianismos progresistas y cosas así. No pocos se sorprendían de la insistencia de los pueblos rebeldes en cantar el Himno Nacional (tan nacionalista) y enarbolar la bandera mexicana, considerándolos gestos anacrónicos o incluso ajenos a sus respectivos ideales de lucha. Había que explicarles que el nacionalismo mexicano se definía centralmente en el rechazo a la intrusión estadunidense, y que millones de migrantes trasladaron a Norteamérica esa resistencia patriótica. No guardaba relación, explicábamos los locales, con los nacionalismos tóxicos de Europa y su historial fascista.

Sin embargo, la evolución contemporánea del pensamiento indígena viene revelando grietas antes invisibles para la patria monolítica del Estado y la sociedad dominante. ¿Qué tiene que ver ese “México” con sus pueblos, con la justicia, con la historia propia, con las tradiciones profundas, con la especificidad de sus lenguas? La explicación de que todos somos México, aún desde la diferencia, no es suficiente. Lo revelaron los migrantes mixtecos hace 40 años exigiendo en California una educación bilingüe para sus hijos (inglés y mixteco, sin mencionar el inútil castellano). Lo ilustran los otomíes en Nueva York aprendiendo el coreano de sus patrones antes que el idioma de su país de origen. Es el particularismo del pensamiento mixe de Floriberto Díaz y sucesores, el accionar de las zapotecas de Yalalag y Guelatao, la mexicanidad espiritualmente autónoma de los wixaritari, la autonomía política y territorial de los zapatistas en Chiapas.

Nadie niega o renuncia a su mexicanidad, pero la elabora en términos propios y precisos. El “Nunca más un México sin nosotros” del Congreso Nacional Indígena, nacido en 1996, apunta a esa ampliación de lo mexicano que el Estado autoritario sigue sin entender. Invadir las selvas, explotar cerros enteros por su oro, construir trenes, autopistas, aeropuertos, zonas residenciales, infraestructura industrial o turística a la fuerza en nombre del “bien general de la Nación” (como cuando los zedillistas sostenían que la selva Lacandona era de todos los mexicanos, no sólo de pequeños grupos de indígenas egoístas), representan los muchos rostros que adopta el despojo a las poblaciones originarias.

Lo vemos en la resistencia amazónica contra el petróleo (Ecuador) y las carreteras (Bolivia), en la negación violenta de los derechos territoriales del pueblo mapuche en la Araucanía (Chile) y la Patagonia (Argentina). Aquellas “patrias” no son compartidas por los pueblos originarios; son invasivas, racistas, colonialistas y genocidas.

Un ingrediente adicional al asedio y el despojo fue la generalización continental del narcotráfico y el crimen organizado, no pocas veces cómplices de facto de los despoblamientos que el Estado pretende en territorios indígenas. Nuestro país lo ilustra abrumadoramente, como también Colombia y Brasil, y en estos días el sur de Chile.

Así que cuando el actual gobierno del partido Morena despliega grandes campañas publicitarias para acusar de “traición a la patria” a sus rivales políticos, revive una disputa del XIX que, según el esquemático guión lopezobradorista, se daría entre “conservadores” y “liberales”. Además, como ocurrió en los recientes gobiernos “progresistas” de Ecuador y Bolivia con los movimientos indígenas, no duda en etiquetar de “traidores”, o cómplices de los traidores, a los pueblos originarios peninsulares e istmeños del sureste mexicano; sataniza a sus simpatizantes y los empata con políticos y empresarios que optaron hace más de 30 años por la apertura del mercado y las fronteras (del norte) en aras de una globalización discutible, sí, pero también inevitable, como bien saben los actuales gobernantes aunque lo disimulen.

Los grandes proyectos en curso en el sureste, buque insignia del gobierno, prácticamente calcan las intenciones plasmadas en planes imperialistas previos como el Puebla-Panamá y sus extensiones, a principios del siglo XXI. También actualizó, un poco a la fuerza, el tratado de libre comercio establecido con América del Norte.

Más allá de los discursos y la propaganda, el Tren “Maya”, el megaproyecto transístmico, y en general la minería salvaje en curso, el saqueo del agua y la gentrificación de barrios y comunidades originarias siguen haciendo de la “patria” un argumento autoritario para la conquista interna de territorios y culturas que sí, son parte de México, pero reclaman en justicia la especificidad, el reconocimiento a la diferencia, el cuidado de sus riquezas naturales y el gobierno en términos propios.

Si la “patria” mexicana ha de fortalecerse en serio, deben abandonarse los recursos autoritarios (hasta militares) para doblegar organizaciones y regiones indígenas a los designios de un poder que, por mexicano que sea, sigue sosteniendo una “patria” mezquina y ajena.