¿Por qué somos tan obedientes?

José Ovejero escribe sobre Bertrand de Jouvenel, autor de ’Sobre el poder’, donde explica la razón de nuestra obediencia.



¿Por qué somos tan obedientes?

 
José Ovejero
Jueves.26 de mayo de 2022
 
 
José Ovejero escribe sobre Bertrand de Jouvenel, autor de ’Sobre el poder’, donde explica la razón de nuestra obediencia.
 
Mientras se encontraba en Suiza, a donde había huido en 1943 temiendo ser detenido por la Gestapo, Bertrand de Jouvenel terminó un libro en el que ya había estado trabajando en la Francia ocupada: Sobre el poder. Confieso haber descubierto a este autor hace poco y aún no sé si me fascina más su biografía o su pensamiento. A los diecisiete años inició una relación clandestina que duraría cinco años con la segunda esposa de su padre, la escritora Colette, treinta años mayor que él. A principios de los años 30 se casó con Martha Gellhorn, que luego se haría famosa como reportera de guerra, entre otras cosas por sus artículos sobre la guerra civil española; el matrimonio no duró mucho.

Pero si su vida privada fue interesante, también lo fue la evolución política de este hombre que comenzó su actividad entre los Jóvenes Turcos del Partido Radical -entonces de izquierdas y antiliberal-, pasa al filofascista Partido Popular Francés, entrevista a Hitler, se deja impresionar por la Alemania nazi, pero se aleja de las veleidades del culto al líder tras ver las orejas al superhombre en los Acuerdos de Munich, aquella carta blanca a Alemania para apoderarse de los Sudetes, con la que se pretendía saciar el hambre del líder nazi pero que sólo fue el aperitivo de la invasión de Checoslovaquia; más tarde participó en la fundación de la Sociedad de Mont-Pèlerin, que sería la locomotora del liberalismo en el mundo, pero la abandonaría pronto y acabaría dedicándose a pensar el ecologismo y su relación con la política. Un personaje y un pensador sobre el que sin duda investigaré más, pero por ahora ando embebido en el ensayo que mencioné al principio: Sobre el poder.

Entre los muchos temas que trata, uno que le preocupa particularmente es la razón de nuestra obediencia. ¿Por qué obedecemos al Estado? ¿Por qué nos sometemos a la ley? ¿Por qué nos rebelamos tan poco? Y podría añadir yo, ¿por qué se mira con tanta desconfianza a quienes se rebelan?, como hemos visto estos días durante la okupación del antiguo edificio de UGT en Hortaleza 88.

De Jouvenel descarta numerosas razones que se han aducido a lo largo de los siglos para justificar nuestra mansa aceptación de lo que se nos exige (y que podemos resumir con la palabra quizá más repetida en la obra póstuma de Nietzsche, La voluntad de poder, después de los dos sustantivos del título: rebaño). Para de Jouvenel, nuestra obediencia se basa en tres ideas combinadas: la legitimidad, la fuerza y el bien común. Resumiendo mucho el razonamiento, obedecemos en primer lugar porque consideramos legítimo el poder al que nos sometemos, ya sea porque su legitimidad viene de Dios, como en las monarquías medievales, o de la voluntad popular, como en las democracias parlamentarias; pero además ese poder tiene una fuerza superior a la de los individuos, que le permite obligar y castigar; y por último confiamos en que nuestra obediencia, aunque a veces nos lleve a renunciar a lo que desearíamos hacer, sea beneficiosa porque el poder es el único capaz de velar por el bien común y, por tanto, del nuestro.

¿Se dan esos tres factores en la España del siglo XXI? Desde luego no podemos decir que sea así de una manera constante. No creo, por ejemplo, que se puedan considerar legítimas las victorias electorales de partidos que concurren a los comicios dopados con dinero ilícito. No se trata de que tal o cual político haya delinquido, cosa inevitable en cualquier gremio, sino de que varios partidos nacionales y autonómicos crearon sistemas de financiación que iban del blanqueo de capitales a exigir comisiones ilegales concediendo contratos públicos a cambio (es decir, malversando el dinero público).

En cuanto al bien común, lo que hemos visto con frecuencia es la actividad política en favor de una clientela a la que poco le interesa el bien común y mucho el propio, llegando en los casos más graves al confinamiento obligatorio -hasta la muerte- de ancianos que han cotizado toda su vida a la seguridad social, mientras se permitía salir y hospitalizarse a los que tenían un seguro privado.

Queda entonces… la fuerza, que se aplica de diversas maneras: permitiendo la impunidad de la policía cuando comete infracciones y delitos; fomentando una judicatura partidista que parece pensar más en la defensa de intereses políticos que de la justicia; alimentando las cloacas del Estado y combatiendo a quienes investigan de verdad los delitos fomentados desde la política; creando un aparato de espionaje a los propios ciudadanos que poco tiene que ver con la defensa nacional. Que estas tendencias, muy marcadas en lo que va de siglo, se apunten bajo un sistema democrático no permite pensar que sean instrumentos para el bien común -poco bien ha salido de la ley mordaza-. Ya advertía de Jouvenel que es en los períodos democráticos cuando se crean los instrumentos que después serán utilizados en las tiranías.

De Jouvenel ya era consciente de fallas similares en la democracia de su tiempo, que hacían difícil entender la obediencia de los ciudadanos y las ciudadanas. Para explicársela, añadía un cuarto matiz: no es que constatemos la legitimidad y la búsqueda del bien común en nuestro sistema político. Es que le concedemos un crédito, mantenemos viva la esperanza de que un día sean un hecho, y entretanto aguantamos las injusticias, también los retrocesos en los derechos conquistados (pero ¿seguiremos obedeciendo si se prohíbe el aborto, si continúa privatizándose lo común, si se destruye lo público, si aumenta la impunidad con la que se enriquecen los allegados al poder?).

El crédito se está reduciendo de forma alarmante. Lo demuestra que un porcentaje elevadísimo de la población no se moleste en ir a votar o, peor, que favorezca el regreso a soluciones totalitarias, hoy idealizadas y añoradas por más gente de lo que hace poco nos parecía posible. El descrédito de la democracia no es solo un mal en sí mismo, es que nos augura la llegada de tiempos aún peores, pilotados precisamente por las personas y los clanes que hoy destruyen la democracia desde dentro. Porque al final, en las democracias y en los regímenes totalitarios, y eso es lo deprimente, los beneficiarios del mal común son siempre los mismos.