Gubernamentalidad de la técnica: capitalismo académico y precarización de la creatividad

En pleno repliegue del discurso crítico, bajo la agonía hermenéutica, las humanidades están cada vez más confinadas a la burocratización de los espacios, a la confiscación de las distancias, a ficcionar la «razón cínica» mediante adornos en las mallas curriculares. Las opciones monolíticas del actual discurso que prioriza lo técnico-operacional y «desprecia» la dimensión hermenéutico-reflexiva, la fricción imaginal, devastando el género literario, la cultura del libro, y las prácticas escriturales. La universidad chilena debería revisar el “templo colegiado” de cara al futuro abstracto que inauguró la revuelta nómade (2019), asumiendo una dimensión ciudadana (pueblos y multitudes) que le permita re/impulsar un rol incidental. Pero todo parece migrar en la dirección contraria.



Gubernamentalidad de la técnica: capitalismo académico y precarización de la creatividad

por Mauro Salazar J.
 
07 de junio 2022

Tras la crisis fiscal que afectó a los Estados europeos a fines de los años 70′, y en medio de una re-estructuración del capitalismo mundial hacia una nueva economía globalizada que desburocratizó de forma incremental las instituciones de educación superior –IES– es posible identificar los primeros procesos de «descentralización administrativa del Estado». Tales procesos de masificación y diversificación, incluso hicieron sentir sus efectos en las insignes gobernanzas – «autoridad de los scholars»- de Cambridge y Oxford. Todo ello migró en una perspectiva menos regulatoria, aunque aún cautelaba mixturas, frente a los turbulentos entornos culturales, sociales y políticos de la emergente globalización. 

Lo anterior impuso una reducción de la cobertura fiscal y facilitó la irrupción de agentes no estatales en la futura «Universidad glonacal» (global, nacional y local). Aquí resulta importante consignar las restricciones presupuestarias que enfrentaron el grueso de las IES (tradicionales-estatales/privadas, privadas-tradicionales) contra el ascenso masivo de universidades de semi-elite donde las decisiones académicas -pertinentes o no, escolásticas o no, referidas a Universidades burocráticas/estatales- comenzaron a resultar incompatibles desde los nuevos criterios de administración económica y revolución de la gestión referido al «new managerialism». De tal modo, la gobernanza universitaria -incluida la teoría de la agencia como una nueva economía institucional- representó un primer esfuerzo por cubrir esta brecha entre instrumentos de gestión y «formatos de investigación» regidos por la Universidad de Berlín, de raíz Humboldtiana. En suma, aquí tuvo lugar el paso gradual de los cuerpos colegiados a los órganos administrativos, consolidando una nueva cultura organizacional. 

En resumen, el declive de la «Universidad estadocéntrica» (1945-1980) correspondió a una nueva matriz de constitución de los sujetos sociales, como, asimismo, al nuevo dinamismo en el mercado del trabajo y las nuevas tecnologías de la comunicación. Tal transición paso de un ciclo donde las universidades modernas que hacían gala de una «pureza ética» que las eximía de la rendición de cuentas (accountability) se vieron gradualmente enfrentadas a una nueva economía de relaciones institucionales. Todo este tránsito ha sido retratado como el paso de la burocracia a la regulocracia: de la provisión del servicio a su regulación, de lo nacional a lo regional supranacional, del poder duro al poder soft, de la autoridad pública a la autoridad privada y cómo ello se plasmó en estudios que van desde una visión Público-estatal a los sistemas descentrados.

A la sazón la matriz chilena experimentó (años ‘80) una radical reconfiguración hacia un «schock terciario», masificación acelerada, al decir del mainstream, traducido en la consolidación intensificada de un rubro rentable para la iniciativa de agentes privados (stakeholders) que pavimentaron el camino de la «Universidad del incentivo», sin proveer mixturas ni transiciones. Aquí, lejos de todo principio preventivo, se erigió un sector neo-extractivista de servicios educacionales que se benefició (empresarialmente) de la dinámica de los mercados emergentes vinculados a la irrupción de la gobernanza promovida por el BID y el Banco Mundial. Todo ello bajo el dictum de la llamada Nueva Gestión Pública y la economía política del management. Bajo la intensificación del aceleracionismo (acumulación de capital humano) quedó sellada la suerte de la Universidad republicana -estatal/nacional- y sus piochas de bronce fueron confinadas a un relato modernista. En medio de los lúgubres procesos burocráticos impuestos por la dominante neoliberal, la irrupción del paper, devino en el dinero de la academia, y hemos visto la transformación del léxico universitario moderno en una “gramática managerial” donde la actual Universidad porta una melancolía insalvable. Hoy el mapa universitario no sabe cómo reorganizar la orfandad hermenéutica ante el despliegue de tecnólogos y métricas homogenizantes que buscan establecer «formatos cognoscitivos». 

Tal consolidación de la industria de educación terciaria ha sido el corolario del desmantelamiento de la Universidad de los «presupuestos nacionales» mediante la episteme gestional, sus mediciones algorítmicas y formatos de higienización (objetos profesionalizantes que abjuran de subjetividades, cuerpos y territorios) que han fomentado la soberanía gubernamental de la técnica. Tal proceso, de masificación populista de nuestras elites, obedece a la temporalidad tecnocrática del conocimiento, como así mismo, a la tecnocratización de las funciones de la “universidad-empresa” (college de la docencia) para asegurar el aumento de plusvalía del “capital humano” inscrito funcionalmente en las nuevas relaciones mercantiles de la modernización post-estatal (1976-1981). En nuestro presente se ha naturalizado la necesidad de establecer «mecanismos de aseguramiento de la calidad» (CNA) en los procesos reproductivos del capital, bajo las lógicas tecno-empresariales de la excelencia, la calidad del servicio y los desempeños de gestión –junto a otros indicadores de logro–.

Tales indicadores, propios de la depredación académica, dicen representar un avance importante en la consolidación de instituciones docentes y hacen connivencia con la producción de un conjunto de exigencias y sellos de accountability (agencias de certificación) para la validar la holgura estadística del conocimiento serial, el identitarismo disciplinario, la «axiomatización de los argumentos» y la acumulación de plusvalía consagrando la generación del experto indiferente. Bajo la jubilosa vía chilena de capitalismo académico la Universidad ocupa el lugar de la «renta infinita». De paso, la indexación se ha comportado como una especie de «limpieza étnica» de la intelectualidad crítica, agotando las tradiciones cognitivas, la potencia poética de la palabra, agravando la indigencia simbólica, por la vía de un lenguaje rentista-gerencial que habilitó a los rigoristas del método que abrazan la soberanía de las técnicas. En suma, se trata de una startup que se erige como un «capital emprendedor» donde el modelo de negocios es similar a las empresas que cuentan con un gran potencial de crecimiento y riesgo (Facebook, Twitter o Academia.edu) que surgen a partir de una idea “emprendedora”, merced al uso de tecnologías e innovación programática, aunque esencialmente gracias al crecimiento y trabajo de sus usuarios -los propios “académicos” bajo la ficción del trabajo inmaterial-, en uno de los esquemas empresariales de inaudita obsolescencia, en tanto servidumbre, proletarización y administración de miserias en el mundo público-privado.

Y así, entre alta tecnocracia y aristocracia cognitiva, ha obrado un movimiento depredador de la creatividad intempestiva del pensamiento –«experimentación», «hermenéutica», «imaginación» y despistes del ensayo respecto al oficialismo cultural– que ha difundido la monotonía escritural, la expulsión de la imaginación como «metáfora de la realidad» y no su negación (Freud, la tragedia griega, Edipo y Electra), validando un sinfín de certificaciones policiales para alivianar el «ejército de reserva» de Doctores que deben lidiar con un modelo que administra la crisis lecto-escritural, la ausencia de «narrativas», y devela el destino manifiesto de la deserción ocupacional. Y así, en pleno repliegue del discurso crítico, bajo la agonía hermenéutica, las humanidades están cada vez más confinadas a la burocratización de los espacios, a la confiscación de las distancias, a ficcionar la «razón cínica» mediante adornos en las mallas curriculares.

En alguna medida, y admitiendo la factualidad de la CNA, los procesos de acreditación de las IES irrumpieron para legitimar la venta de servicios educacionales de baja rentabilidad en los mercados del conocimiento –normar el crecimiento, evitar la politicidad, estigmatizar la ideología y clasificar el riesgo–, recurriendo a mecanismos de control y regulación que instalan la ficción de la “calidad del servicio” dirigida a un tipo de estudiante-consumidor. De tal suerte, se fue consolidando, estratégicamente, la «Universidad managerial» como “bien de consumo” (2006 y 2011) y ética del accountability, mediante la rúbrica gerencial contra la rentabilidad de los servicios donde «lo contiguo», «lo inmediato», «lo fáctico» y «pre-crítico» adquieren un protagonismo fundamental dentro de las tecnologías de intervención.

Pese a su racionalidad normalizadora, la ficción de la “calidad” debe ser imputada en todas sus definiciones, y diferenciada en sus usos y nichos de mercado (broker). Persistir sobre el trasfondo de lo que nombra tal palabra ayuda a detallar las opciones monolíticas del actual discurso que prioriza lo técnico-operacional y «desprecia» la dimensión hermenéutico-reflexiva, la fricción imaginal, devastando el género literario, la cultura del libro, y las prácticas escriturales. Los dispositivos securitarios de «excelencia y calidad» –afines a los sistemas de administración corporativa– son parte de una «racionalidad depredadora» que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia o rendimiento de procesos productivos mercantiles.

El carácter aparentemente aséptico, abstracto y general, tras el cual se encubre la noción de “calidad”, sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que encarna un nuevo «régimen de veridicción» (reglas y métricas uniformadoras), donde los juicios borran la particularidad histórica, social e imaginaria de los universos de referencia y sus «cualidades experimentales». Lo mismo pasa con las definiciones imperantes de qué entender sobre el dispositivo estandarizador que aquí está en juego. Uno de los significados naturalizados alude a la norma de fabricación fordista de un producto o servicio regulado por la competitividad de los agentes en un mercado. La lógica tecno-empresarial que hoy se impone en el campo de la educación («gobiernos corporativos») hace prevalecer lo simplificador de esta definición, bajo la cual estandarizar se vuelve sinónimo de serializar y homogeneizar.

Las nociones de «excelencia» y «calidad» deben ser rechazadas porque, en su «racionalidad abstracta», destruyen la particularidad de los proyectos universitarios y sus finalidades educativas sostenidas por la “misión-visión” de cada institución. Como ya lo sabemos, más allá de una estratificación obesa del laicado universitario o de la tradición eclesiástica, las comunidades no deben tener el mismo perfil ni cumplir con la homologación docente o los fines que se agotan en la función técnico-profesionalizante.

Según el paradigma concentrado en la rational choice, tanto los individuos como los grupos y las instituciones solo pueden cambiar mediante un esquema de estilo y recompensas al desarrollo. Ergo, hemos transitado desde la acreditación de programas educativos, estimulando la estandarización, donde aún subsiste una pequeña parte de investigadores que caminan por las «cornisas institucionales», pero cuyas prácticas, en muchos casos, favorecen la simulación y el ritualismo.

Por fin, los fondos están fatalmente condicionadas a negociar año por año y programa por programa, para resolver las condiciones materiales de vida. En nuestra parroquia, la incertidumbre de recursos genera una alta dosis de pauperización, automatización de la explotación, y hace del postdoctorado un amortiguador para no padecer las estéticas de las cesantías y los escarnios de la plusvalía cognitiva. El célebre trabajo inmaterial tiene lugar principalmente en emprendedores auto-explotados donde la pretendida independencia -trabajo abstracto- es una mera ficción. A raíz del outsourcing, reducción de personal, se hace evidente el trabajador “autónomo” -a boleta-, incluyendo aquí a los académicos contratados por horas (HP). En suma, el académico es un “micro-pyme”, presuntuosamente crítico, que gestiona su infinita precariedad -subsistencia- donde la precarización es la norma, dado que la crisis del trabajo afecta a los mercados educacionales.

En suma, ¿fin de la educación? De momento, la versión parroquial de capitalismo académico, y su colonialismo intensivo, augura una carrera excedentaria por las nuevas exigencias de la plusvalía, donde la masificación populista del doctorado -nivelador de las indigencias simbólicas- es insuficiente para el enrolamiento en el mercado académico. De tal suerte se abren brechas de sobreexigencia en el mapa universitario que obligan a analizar excedentes de productividad, asimetrías de información y posibles «fallas de mercado», según reza la jerga gestional de los teóricos de la educación. Lejos de replicar los modelos modernos de Humboldt o el régimen napoleónico, el momento improductivo (creativo) del pensamiento ha sido expulsado de la práctica universitaria y se impone la construcción organizacional de las disciplinas.  

Aquí, en nuestro mundanal tupido, no hay «pacto republicano» para una nueva ciudadanización del conocimiento. El ocaso del campus individual fue también el fin de una determinada figura intelectual, aquella que creía posible la «metáfora del exilio» (Said) o del «punto de vista» (Sarlo) donde ensayo y pensamiento litigaban sobre lo imprevisto (suspensión argumental). Los muros de la «ciudad letrada» fueron desbordados no solo por la expansión de sus conocimientos, sino también por una «oligarquía tecnocrática» que, ante la desregulación propia del laissez-faire, no hizo más que sellar un compromiso a perpetuidad con las «tecnologías manageriales» -un programa homogeneizador sin palabras, como diría Musil- que nos ha exiliado, cual extranjeros, del acontecimiento de la escritura y ha relevado la ilusión del emprendizaje y el capital humano. Y concitando a Raúl Rodríguez, Benjamin, especie de rockstar de la teoría crítica contemporánea, era un par-time de otros tiempos.

Por fin, dado el consenso managerial se ha consolidado una cultura institucionalista que rechaza la demanda popular -reificación de la técnica, política pública y focalización de la demanda- y abraza la gobernanza de indicadores (crecimiento, extractivismo, tasas de consumo, especulación financiera). La universidad chilena debería revisar el “templo colegiado” de cara al futuro abstracto que inauguró la revuelta nómade (2019), asumiendo una dimensión ciudadana (pueblos y multitudes) que le permita re/impulsar un rol incidental. Pero todo parece migrar en la dirección contraria. La educación terciaria chilena (neo-portaliana) no tiene horizontes de sentido, ni menos un retrato de comunidad. Nuestras oligarquías académicas, “(…) han creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos.  Pero sí, hay algo. Hay un pueblo” (Juan Rulfo, 1980: 11)