La autogestión según Abraham Guillén

Resulta paradójico que en una época de desencanto a consecuencia del hundimiento del “socialismo real” y del “fin de las utopías”, el advenimiento de un individualismo condicionado por el miedo social y la sed de consumir (y con ambas cosas reproduciéndose), la renuncia a superar la organización estatal de la sociedad y capitalista de la producción… los debates sobre la autogestión se limitan -al menos en Francia- a trabajos sociológicos e históricos, confinando esta práctica social a la categoría de objeto de estudio.



La autogestión según Abraham Guillén

Daniel

CNT

https://www.solidaridadobrera.org

Resulta paradójico que en una época de desencanto a consecuencia del hundimiento
del “socialismo real” y del “fin de las utopías”, el advenimiento de un individualismo
condicionado por el miedo social y la sed de consumir (y con ambas cosas
reproduciéndose), la renuncia a superar la organización estatal de la sociedad y
capitalista de la producción… los debates sobre la autogestión se limitan -al menos en
Francia- a trabajos sociológicos e históricos, confinando esta práctica social a la
categoría de objeto de estudio1.

Paradójico porque la autogestión ha supuesto
desde siempre un conjunto de respuestas contemporáneas y de experimentaciones sociales2
que siguen siendo un antídoto a la desesperación que nos ofrecen estos tiempos opresivos. Esta conclusión es aún más sorprendente
cuando afecta a los partidarios de la autogestión generalizada, que son los libertarios, y
que pusieron en marcha las colectivizaciones
de la España republicana. Para ellos esta aspiración es una reivindicación histórica3 y una
práctica actual.
Surge así la cuestión del ineludible esfuerzo por reactualizar la idea autogestionaria
anarquista y sus necesarios debates. Sin duda,
este renacer pasa por una primera reapropiación: la del trabajo realizado no hace tanto
tiempo y que no ha contado con un eco significativo. Entre quienes han intentado profundizar en la autogestión libertaria y no han
contado con nuestro suficiente reconocimiento –más que conociendo su nombre o sus ideas fuerza- hay que señalar al español Abraham
Guillén4.
La lectura de una de sus obras consagrada
a la economía –ha escrito unas cincuenta sobre temas muy diversos- es una forma de conocer sus concepciones de la autogestión. Sin
perder nunca de vista su sentido político (“Así
pues, sin autogestión no hay emancipación
del pueblo por el pueblo mismo. Éste es un
axioma político.”) hizo el esfuerzo de pensar
la construcción libertaria y sus consecuencias,
e incluso su enfrentamiento con el mercado
capitalista, aunque sea siguiendo a veces caminos poco frecuentes para un anarquista. La
última obra de este autor, que falleció en 1993,
fue publicada en 19905 y puede ser una primera divulgación de sus tesis, bastante desconocidas más allá del mundo hispanohablante.
Práctico y pluralista.
En este voluminoso trabajo, Abraham Guillén
desmenuza con cuidado los mecanismos y las
teorías económicas de su tiempo para mostrar
sus mentiras desde el punto de vista de la justicia social y la igualdad. Sus observaciones
no dejan nunca de señalar con el dedo a la
economía capitalista pero también a la economía de Estado, enfrentando cada tipo de organización con sus propios límites o
contradicciones, puesto que éstos se apoyan
siempre en las injusticias y la aparición, según
las distintas áreas económicas, de una clase
capitalista o tecnoburocrática que se apropia
de las plusvalías generadas por el mundo trabajador. Para liberarse de estos poderes y de la
alienación de los productores por la mercancía (dinero, objeto), hay que asociar con pragmatismo el pensamiento crítico con “la praxis”
autogestionaria: “En la “praxis” se revela la
realidad económica, el reparto desigual de la
riqueza según los grupos privilegiados, la división del trabajo entre dirigentes y dirigidos,
la servidumbre del obrero en su trabajo enajenado al capital privado o de Estado.” (pp. 340-
341). Pero no es cuestión de someterse a
teorías económicas rígidas: “Hay que conocer
las leyes objetivas de la ciencia económica sin
divinizarlas, sin alienarse en ellas, y tomarlas
como conceptos puros del entendimiento humano para justificar regímenes económicos
anacrónicos […].” (p. 152).
Con esta perspectiva abierta, afirma la necesidad de que la organización económica libertaria sea plural, como un medio y como
un fin: “Debe haber plena libertad de ensayo
económico (empresas mixtas, municipales, cooperativas, mutuales y autogestionarias) sin
estalinismo, monopolios ni elitismo.” (p. 201).
Como origen de desigualdades, Abraham Guillén insiste en la división del trabajo entre
trabajadores manuales e intelectuales. El socialismo autogestionario libertario debe remediarlo radicalmente: “La participación
creciente de los trabajadores en la gestión de
sus empresas, siendo todos capaces de hacer
todo, es la condición esencial del socialismo
autogestionario. Sólo así todos participarían
por igual en la gestión y la distribución del
excedente económico, producto de un trabajo común y en igualdad de condiciones para
todos […].” (p. 395). En este sentido, la empresa autogestionada debe ser un lugar de
formación permanente para, asociada a la gestión colectiva de los instrumentos de trabajo,
permitir un acceso igual a los saberes con el
fin de abolir la diferencia entre trabajadores
manuales e intelectuales e impedir la reproducción de una nueva clase gestora que se
apropie en el futuro del fruto del trabajo de
los demás. Y advertía: “Si el socialismo autogestionario no fuera capaz de superar la vieja división del trabajo entre ejecución de la
producción y dirección de la misma, no sería
entonces posible la emancipación de los trabajadores […].” (p. 395).
La trayectoria de este teórico de la autogestión le llevó a conocer, siendo muy joven,
las colectivizaciones españolas, y más tarde el
sector cooperativista de Perú, al tiempo que
trabajaba como experto para Naciones Unidas.
Sus estudios unidos a sus experiencias personales han alimentado su reflexión. Sin duda,
esto le ayudó a concebir modos originales de
organización autogestionaria. Por otra parte,
a diferencia de los anarcosindicalistas, para
quienes la organización sindical es la columna vertebral de la organización social o económica autogestionaria, hay que señalar que
Guillén no atribuye ningún papel preponderante a los sindicatos.
Parte de la idea de que la autogestión generalizada es también una investigación en la
acción: “En los primeros tiempos de un nuevo régimen de democracia libertaria, de economía autogestionaria, habrá que tener muy
en cuenta la prueba y el error, la experiencia
histórica, para no ideologizar el saber, para no
caer en dogmas más cerca de la metafísica que
de la realidad cotidiana. En este orden de ideas experimentales, de verificación de programas y de resultados de planes, los autogestores
tendrán que ser muy autocríticos, pensando
que lo que ayer era positivo mañana puede
ser negativo, ya que habría cambios cuantitativos, hacia delante o hacia atrás, lo cual determinaría cambios cualitativos.” (p. 285).
La organización social y local.
Guillén describe una organización social bastante completa e incluso presenta algunas
perspectivas: “En su calidad de autogestores,
los trabajadores liberados de la dictadura del
capital privado o de Estado, deben participar
en la gestión de sus empresas y en el reparto del excedente económico obtenido en ellas
por su trabajo asociado; participar en la toma
de decisiones de la actividad económica de
las empresas autogestionadas; definir la política económica de la empresa de propiedad
social, a fin de que sea asegurado su continuo
progreso económico, tecnológico, cultural, social, educativo e informativo; dirigirse los autogestores a los órganos del autogobierno
empresarial con justas peticiones a las cuales
éstos están obligados a responder practicando la democracia directa sin trámites burocráticos” (p. 390). “Los trabajadores de la
empresa de propiedad social autogestionada
deben tener acceso a sus decisiones fundamentales: cálculo de los gastos de producción;
precios; plan de cuentas; informes periódicos;
convenios y contratos de todo tipo; decidir
sobre la elección de candidatos al consejo autogestor; votar el reglamento de derechos y deberes de los trabajadores; informarse sobre
gastos y recursos; concertar créditos; vincularse con otras empresas y organismos; considerar el saldo de resultados económicos
mensual, trimestral y anualmente; apercibirse de los planes económicos a corto, mediano y largo plazo.” (p. 391).
El consejo obrero de la empresa autogestionada es “el Autopoder supremo de la empresa”, elegido democráticamente. Sus
miembros son revocables y se eligen por dos
años, no pudiéndoseles renovar hasta después
de otros dos años más (p. 391). “El consejo
autocrático de la sociedad anónima capitalista será sustituido por un Consejo Obrero Autogestor de Empresa; y la asamblea de
accionistas, por la asamblea de productores directos, eligiendo, por voto directo y secreto, a
sus consejeros autogestores rotatorios y renovables.” (p. 317)
Aunque no se pronuncia sobre la cuestión
del autogobierno municipal, Guillén defiende
concepciones interesantes respecto de un tema
actual, la “relocalización”: “Si los agricultores
estuvieran agrupados en combinados agro-industriales autogestionados, incluyendo en su
sistema la producción de elementos primarios, su transformación en productos industrializados y su distribución en el mercado,
asociando así el capital agrícola, el industrial
y el mercantil, sin falsos intermediarios, la
producción llegaría al mercado con la menor
diferencia posible entre el costo de producción
y el precio de venta, para beneficiar, con precios baratos, a toda la sociedad, como hicieron en su mercado socialista libertario las
colectividades anarquistas españolas durante
la revolución de 1936-1939.” (p. 235). Adquieren valor los recursos locales: “Por ejemplo, en comunidades autogestionarias locales,
integradas comarcalmente, de acuerdo con el
entorno económico, ecológico y demográfico, se
pueden crear complejos autogestionarios constituidos por la integración de la agricultura,
la industria agro-alimentaria y de transformación de materias primas (agrícolas, animales, forestales, pesqueras), utilizando para ello

fuentes de energía locales: biomasa, carbón
mineral, vegetal o turba, energía solar, eólica, metano y alcohol de la biomasa, a fin de
tener una empresa autosuficiente o, por lo
menos, no tan dependiente de sus materias
primas y fuentes de energía como la mercantilizada empresa capitalista, dependiente de
la mercancía.” (p. 121).
Autogestión y mercado.
Para este enemigo del fetichismo materialista mercantil, deben darse las leyes de cooperación entre colectividades al mismo tiempo
que se establece un sistema de valores de cambio. Se trataría del valor trabajo y del valor de
uso, por oposición al valor comercial que integra la plusvalía capitalista: “En el socialismo autogestionario (con democracia directa en
los escalones de la comuna, el auto-gobierno
regional y el co-gobierno federal) ningún grupo autogestor de trabajo cambiaría el trabajo
de un año por el de seis meses, sino un valor
de uso por otro valor de uso del mismo valortrabajo, de modo que el cambio no produzca
injusticia distributiva, creando así clases parasitarias, burocracias y Estado caro y malo.
[…] En cualquier producto del trabajo humano –independientemente del modo de producción histórico- hay un valor de cambio y
un valor de uso, pero una sociedad autogestionaria se identifica con el valor de uso, desbordando el valor de cambio. Pues, para que
cada uno aporte según su capacidad y reciba
según su necesidad, fórmula de la distribución comunista, debe haber al menos cierta
abundancia de bienes y servicios, una moral
de consumo y un reparto equitativo, independientemente de las capacidades y las cualidades del trabajo individual para que haya
igualdad económica entre los hombres, sin la
cual no hay libertad.” (p. 123).
La riqueza producida deberá ser superior a
las necesidades de las empresas, creando así un
capital social gestionado colectivamente con el
fin de aumentar la productividad y liberando
al trabajador de sus tareas, pero también permitiendo la investigación y el desarrollo, la
educación, el ocio, la cultura, etc. El objetivo
es, en definitiva, provocar un “decrecimiento
de los precios” –gracias a un valor de cambio
estable y no especulativo-, un “decrecimiento del tiempo de trabajo” –por la mejora técnica del rendimiento financiada por el aumento
del “capital social”-.
El autor anticapitalista evoca el mercado:
“Con socialismo de autogestión, la planificación nacional es programática, indicativa, pues
deja las decisiones básicas a las empresas autogestoras que saben lo que necesita el mercado socialista, en cantidad y calidad, en
precios competitivos […]. El socialismo libertario no tiene necesidad de planificación centralizada, sino de un socialismo de mercado, de
la competencia entre grupos colectivos de trabajo, de la democracia directa en las empresas
por medio de los consejos autogestores.” (p.
135). Este concepto del mercado se usa aquí
sin ambigüedades en cuanto a las intenciones: “[…] el único sistema socio-económico
que puede hacer cumplir la ley del valor-trabajo en los intercambios, dentro de un mercado
socialista (libre de mercachifles, de agiotistas
monetarios y bursátiles, de capitalistas que
consumen mucho y producen poco), es la economía autogestionaria (en las empresas, explotaciones agro-industriales, servicios, talleres
y fábricas) y la democracia directa (en la política).” (p. 201).
Las estrategias.
Y A. Guillén cambia el paso; considera y argumenta a favor de ¡una competencia entre la
economía autogestionaria y las economías capitalistas o de Estado! Y desarrolla su idea:
“Una economía autogestionaria debe ser competitiva, desafiante e imbatible en el mercado
mundial; pero no sólo porque sus protagonistas auto-organizados hagan sacrificios económicos en el sentido de consumir poco e invertir
mucho, sino más bien por ponerse a trabajar
todos útilmente; reducir la burocracia al mínimo; elevar la fuerza de trabajo productivo al máximo; abolir las clases parasitarias e invertir
inmediatamente sus rentas, que eran improductivas, en inversiones productivas; y no olvidar que la investigación científica y la
educación generalizada son grandes fuerzas
productivas para el desarrollo de la sociedad libertaria.” (p. 261). Rechaza la idea de que la
revolución será simultáneamente en todo el
mundo, pero muestra también que si este modelo de desarrollo no convence, tampoco habrá otras regiones del mundo que se unan a
esta idea de abolir el capitalismo: “En consecuencia, si el crecimiento económico y el progreso tecnológico y cultural no son mayores
con una economía autogestionaria que con
una economía burguesa o burocrática, se estará en el reino de las ideologías, pero no de
las realidades económicas. Pero si todo un pueblo autogestionario trabaja, investiga, consume prudentemente e invierte mucho para
progresar más, si desaburguesa y desburocratiza la economía, competirá con ventaja en el
mercado mundial y, a mediano plazo, se colocará a la vanguardia
del progreso internacional, encarnando así el
protagonismo de la historia universal.” (p.
261). Y el economista libertario no quiere mentir; afirma que el desarrollo autogestionado
sería cuestionado en su vocación misma si no
permitiera el acceso a un modo de vida envidiable en comparación con otras economías
de mercado: “Queramos o no hay que ser desarrollistas en el buen sentido; pero no aumentar la producción por la producción misma;
[…] pues la humanidad no quiere perder fuerzas productivas, nivel de vida y bienestar adquiridos, cambiando de régimen.” (p. 394).
Mientras, se plantean las cuestiones estratégicas con el fin de alcanzar una economía autogestionaria. El autor afirma la
complementariedad entre el pensamiento y la
acción: “Así pues, necesitamos una contracultura que saque al pueblo de su pasividad animal (doméstica) de consumo; unir el
pensamiento y la acción para interpretar y
transformar el mundo al mismo tiempo; pues
el pensamiento por sí [mismo] nunca produce ningún cambio. Por eso, en ciertos
momentos históricos, mejor que decir es
hacer, uniendo el pensamiento y el acto
en una “praxis” coherente; pues sólo así
podrán los trabajadores transformar el capitalismo en socialismo libertario.” (p.
134). Paralelamente preconiza la constitución de “comités”, liberados del control
de las élites de los partidos o sindicatos institucionalizados: “La estrategia básica consiste en romper el equilibrio del sistema
institucionalizado, tanto por las burguesías como por las burocracias, a fin de provocar la ruptura violenta, la lucha de clases
conducente a la Revolución.” (p. 340). Y en
esas estamos hoy día.
Si bien no escapa a ciertas imperfecciones
líricas, cientificistas o economicistas que conviene tomar con precaución, Abraham Guillén
nos ha legado, sobre todo, una serie de pensamientos y tomas de posición dignas de interés y capaces de enriquecer nuestras propias
reflexiones sobre el camino hacia la autogestión libertaria. Hay que lamentar que este pensador de la autogestión sea tan poco conocido,
y con él, su obra.
*Daniel es militante de la Federación Anarquista Francesa - Grupo Gard Vaucluse. Extraído del semanario Le Monde libertaire, n° 1447,
21-27 de septiembre de 2006. Traducido por
Luis B.
Notas:
[1] “Habríamos dejado atrás, pues, la autogestión. Pero ciertas cuestiones que la
autogestión ha planteado bien pudieran
afectarnos en el presente.” Autogestion,
la dernière utopie?, Éditions la Sorbonne,
2003, p. 9.
[2] Léase L’autogestion libertaire, Editions du
Monde Libertaire, 2006.
[3] “Los instrumentos de trabajo, así como la
tierra, serán propiedad de la comunidad,
no pudiendo ser utilizados más que por
los trabajadores, y éstos, agrupados en
asociaciones industriales y agrícolas, serán remunerados según su trabajo.” Miguel Bakunin, Programa de la Alianza
Internacional de la Democracia Socialista.
[4] Aunque Daniel Guérin permanece como
una referencia, citemos sin embargo a
Georges Gurvitch y Jean Bancal cuyos
escritos o investigaciones sobre la autogestión libertaria son bastante poco accesibles.
[5] Se trata de Economía autogestionaria.
Las bases del desarrollo económico de la
sociedad libertaria, 504 páginas, editado
por la Fundación Anselmo Lorenzo. No
se citan aquí más que las ideas más significativas del autor (especificando entre paréntesis la página de donde se
extraen y respetando las cursivas del
original); la lectura del libro resulta
pues imprescindible.