La maldición de las armas

Como suele suceder con las locuras colectivas, la obsesión nacional de los estadunidenses con las armas de fuego, su derecho a poseerlas y dispararlas, aparece para ellos como cordura, sentido común. Y ante todo se le considera un derecho sagrado (literalmente, con el permiso de Dios). La tragedia que esto significa para Estados Unidos no se circunscribe a sus fronteras, por lo demás siempre inconclusas y en expansión, desde la “conquista” de Oeste hasta el Medio Oriente y Ucrania, pasando por la anexión de Texas y centenares de episodios más.



La maldición de las armas
 
Hermann Bellinghausen
La Jornada
 
Como suele suceder con las locuras colectivas, la obsesión nacional de los estadunidenses con las armas de fuego, su derecho a poseerlas y dispararlas, aparece para ellos como cordura, sentido común. Y ante todo se le considera un derecho sagrado (literalmente, con el permiso de Dios). La tragedia que esto significa para Estados Unidos no se circunscribe a sus fronteras, por lo demás siempre inconclusas y en expansión, desde la conquista de Oeste hasta el Medio Oriente y Ucrania, pasando por la anexión de Texas y centenares de episodios más. Como ha documentado mejor que nadie la escritora e historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz, las armas de fuego son la raíz misma de esa nación.

Para México, el hecho nunca fue irrelevante, una vez que nuestras fronteras se tocaron hacia la primera mitad del siglo XIX. Al contrario, define muchos de los aspectos más brutales de nuestra propia historia. La dichosa Segunda Enmienda de la Constitución yanqui nos significa una maldición directa.

La imparable criminalidad en nuestro país, con sus efectos letales en lo que va del milenio, se alimenta de esa libertad de armarse estadunidense. El arsenal que asola nuestras ciudades, carreteras y comunidades proviene del vecino del norte. De sus supermercados y armerías, de las sobras de su ejército. Rifles, pistolas, metralletas, granadas y demás: el superávit de los fierros.

El origen está en la militarización profunda y sostenida de Estados Unidos, lo cual, a su vez, obedece directamente al exterminio de los pueblos indios para arrebatarles el mundo en que vivían (mucho más que sólo sus tierras). Lo ha señalado con claridad quirúrgica Dunbar-Ortiz en dos de sus obras más recientes, La historia indígena de Estados Unidos (2014), traducida por Nancy Viviana Piñeiro (editorial Capitán Swing, s/f), y Loaded: A Disarming History of the Second Amendment (City Lights, 2018).

En el primer libro escribe que la historia del Nuevo Mundo es una de horror y crimen. Contiene las raíces históricas del genocidio. Cualquier historia verdadera de Estados Unidos debe sustentarse en indagar qué sucedió a (y con) los pueblos originarios y aún ocurre. Debemos añadir que ese genocidio resulta incomparable a ningún otro en el Nuevo Mundo. Lo ocurrido en Norteamérica, particularmente luego de su independencia del imperio británico, es la más despiadada y deliberada de todas. No fue conquista, fue exterminio.

Comentando a la estudiosa Jodi Byrd, Dunbar-Ortiz apunta: “La actual misión de Estados Unidos de convertirse en el centro del iluminismo político que es necesario mostrar al resto del mundo comenzó con las guerras indias y se ha vuelto la peligrosa provocación del propósito histórico de esta nación. La conexión histórica entre el suceso de Little Bighorn y el ‘levantamiento’ en Bagdad debe ser parte del diálogo político de Estados Unidos, si la ficción de la descolonización ha de suceder y la esperada deconstrucción de la historia colonial ha de hacerse realidad”.

¿De quién es la culpa? ¿Hay culpa? ¿Quiénes son inocentes de la historia estadunidense?: “Lo que ocurre cuando los individuos suponen que no son cómplices en las estructuras de dominación y opresión es una ‘carrera hacia la inocencia’. Este concepto captura la suposición comprensible que hacen los nuevos inmigrantes o los hijos de los nuevos inmigrantes en cualquier país: que no pueden ser responsables de lo que sucedió durante el pasado en su país adoptivo. Tampoco son culpables los que ya son ciudadanos, aunque sean descendientes de dueños de esclavos, asesinos de indígenas o el mismísimo Andrew Jackson. Sin embargo, en una sociedad de colonos que no ha saldado cuentas con su pasado, cualquiera que sea el trauma histórico que entraña la ocupación de la tierra afecta las presunciones y los comportamientos de las generaciones en cada momento dado, incluyendo a los inmigrantes y los hijos de inmigrantes recientes”.

El legado del colonialismo de los peregrinos y demás invasores se prolonga en las interminables guerras de agresión y ocupaciones; en los billones destinados a la maquinaria de guerra, las bases militares y el personal; en las ganancias netas de las corporaciones, cada una de las cuales posee más recursos y fondos que más de la mitad de los países del mundo y, sin embargo, pagan impuestos mínimos y dan muy pocos empleos a los ciudadanos estadunidenses; en la represión de generaciones y generaciones de activistas que buscan cambiar el sistema; en la encarcelación de los pobres, sobre todo los descendientes de los africanos esclavizados.

Estos son síntomas, añade, de una sociedad profundamente perturbada. La mayoría estadunidense no está aún preparada para aceptar la raíz criminal de su país, expresada en el derecho a matar a los hostiles. La académica indígena Lorraine Le Camp llama a esta eliminación de los nativos terranulismo, aquella doctrina del descubrimiento de tierras supuestamente vacías (terra nullis).