El verde y el bosque (Posfacio de Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral)

Es muy distinto el verde de la naturaleza que el de las letras, así más o menos lo escribió Virginia Woolf en Orlando. Muy diferente es escribir sobre un paisaje de peste que nos rodea de muerte que vivir la muerte en primera persona. Entonces, las reflexiones pueden agotarse en el mismo instante, de la misma forma que se descubre que las ideas no son balas.



El verde y el bosque (Posfacio de Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral) 

Florencia Eva González

Lobo Suelto
 

Si cada época sueña la siguiente estamos en problemas. Después de más de un año de pandemia, las imágenes de lo antiguo no logran entrela- zarse con las nuevas y así el horizonte luce obturado, y el sueño oscuro, como si en los objetivos próximos no cupiera más que la intención de sobrevivir al presente. Ese impulso profesa una doctrina negra que ni siquiera es trágica –lo que supondría un desarrollo–, sino que es más bien plana, opaca, al punto de que ni nos animamos a las marañas de la especulación o la poesía; como lo hiciera Walter Benjamin frente a la desesperación de un mundo que se derrumbaba, identificado en la ar- quitectura de París del siglo XIX. Una sensación que también sobreviene ahora: la de una época que muere.

Hace exactamente un siglo, Benjamin descubre con Bertolt Brecht, unidos en una estrecha amistad, un programa literario que plantea el “problema de la actualidad en el presente”. Esa idea es la punta del ovillo que desenreda el supuesto del progreso lineal, una ética que recupera el dolor del pasado para lograr integrarlo en la acción del ahora. Se trata de un tipo de filosofía que deviene en una crítica radical, constante, diná- mica, que mantiene en vilo al pensamiento para que no se estacione, no duerma, no confíe. El problema de pensar la actualidad en el presente volverá en los apuntes de Filosofía de la Historia, relacionados antes y en- tonces con la tarea de la crítica literaria, para correr los límites hacia otros campos, relacionados con el lenguaje en general; su “espíritu crítico” se extiende sobre cada una de las expresiones a partir de las cuales nom- bramos al mundo y lo discutimos para pensar –¿“hacer”?– uno mejor.

Dilemas que delatan una anacronía tras otra. Se trata de una crítica a la sociedad basada en el lenguaje, lo que significa ir en búsqueda de una universalidad cuyo tinte metafísico contiene irrupciones de lo antiguo en el presente, como intención de vislumbrar el futuro. De esa progre- sión necesariamente discontinua de tiempos, como podría ser el Libro de los Pasajes, resultaría una historia sin narración en cuya lógica interna radica una perpetua inconclusión y un estatuto de infinitud imposible de comprobar que, sin embargo, guarda un secreto. De esta combina- ción de textos escogidos y reunidos resulta una exploración estética que posee la clave fundamental del siglo XX: el montaje. Un pasillo abierto por donde ver desfilar, como fantoches de la historia, unidades múltiples que luego se encarrilan hacia el sentido único de la mercancía. Desde un principio, Benjamin esboza la posibilidad de que haya distintas tempo- ralidades, como en la física cuántica, como describe Blanqui, o como en los sueños. De ahí la importancia de una imagen, pues en ella conviven los tiempos cruzados, condensados, desplazados: esa fugaz actualidad del pasado por venir.

Cada generación, dice Benjamin en la Tesis 2 de Filosofía de la Historia, tiene una débil “fuerza mesiánica” respecto del pasado, pues, en cierto modo, un presente “abre una ventana” hacia un pasado en par- ticular. Eso quiere decir que existen varios pasados, y que en esa oportu- nidad de apertura se pierde la multiplicidad una vez que esa configura- ción del presente surge como posible. Así, el pasado se torna tan efímero como el presente que lo actualiza. ¿A cuál de los “pasados” acudir para alumbrar el presente que queremos vivir?

Con Jimena Néspolo escribimos alentadas por un presente que no comprendíamos, arrollador como una locomotora, sobre aspectos de la pandemia COVID, en forma simultánea a lo que estábamos viviendo.

¿Escribir o vivir? Sin tener en claro si podían hacerse ambas cosas a la vez, las hicimos, en mi caso sabiendo que no me encuentro entre las personas que hallan su motivus vivendis en escribir lo que se vive, al calor de esa “contemporaneidad”, borrando los límites o escribiendo mientras haya vida.

 

En las páginas que anteceden a este texto, se alternaron los tiempos y las distancias, como en toda escritura, haciendo referencia a temas que expandía –y sigue expandiendo– la pandemia. Pero sabemos que es muy distinto el verde de la naturaleza que el de las letras, así más o menos lo escribió Virginia Woolf en Orlando. Muy diferente es escribir sobre un paisaje de peste que nos rodea de muerte que vivir la muerte en primera persona. Entonces, las reflexiones pueden agotarse en el mismo instante, de la misma forma que se descubre que las ideas no son balas. Tanto a la muerte como a la naturaleza, si les sacamos sus letras, si las despojamos de cualquier tamiz simbólico o literal, su estatuto adquiere algún carácter factible de ser alineado con lo vívido, algo lindante a lo concreto y “real”, y con ello, una nueva cercanía y distancia se tiende con el lenguaje, los hechos, las emociones y las prácticas.

 

Pino

Primero fue Fernando Solanas, que murió de Covid en París, cumplien- do funciones como Embajador de la Unesco, en noviembre del 2020. La noticia fue un balde de agua fría, ya que los últimos partes que venían de Francia habían sido alentadores. Luego, el silencio de su familia y un mensaje que llamaba a seguir “resistiendo”. Resistir. Soñar. Resistir. Primero hay que saber sufrir, después soñar y después, después hay que seguir resistiendo.

Pino tenía la capacidad de homologar el cine al sueño, como Felini, con un impulso sarcástico, grotesco, lírico, en búsqueda de excesos; tal como resulta de imaginar un futuro, especie de paraíso perdido, donde San Martín, Gardel y Perón toman mate mientras custodian el escudo argentino.

Solanas era un iconoclasta. Rompía tiempos y espacios para decir lo que quería decir. De esa manera lo hizo en La hora de los hornos y en Los Hijos de Fierro, pero nunca como en El exilio de Gardel o en Sur – también en La nube, pero allí el halo era más amargo–, construyendo escenas imponentes en lugares conocidos o ignotos. Así transformaba las mentes, modificando los paisajes internos con imágenes inquietante- mente nuevas.

Scalabrini Ortiz, Jauretche, Lugones, Walsh, Cooke… Pino Solanas recoge en el cine este diverso legado, que al cabo es en el que se reconoce la historia argentina contemporánea cuando tiene que pensarse de acuerdo a sus luchas. Escribir sobre su cine sería por demás extenso. Pero, para el caso, solo quiero decir que ver El Exilio de Gardel, en una función especial a la que me llevó mi padre, marcó mi vida, como qui- zá la de muchas otras personas que hasta entonces no creían que una historia pudiera contarse a través de trozos desencajados y exuberantes, y tan errantes que lograran extender los límites de lo político y lo sen- sible hacia otros horizontes; del mismo modo, decir que Memorias del saqueo, como documental –entre tantos que hizo–, sigue teniendo una vigencia imponente. Entonces, emerge otra historia: mientras Solanas estaba filmando El viaje, en 1992, a la salida del estudio de filmación Cinecolor, es baleado por sicarios que le disparan a las piernas, en una clara advertencia de tintes mafiosos, posiblemente por estar denuncian- do cuestiones referentes a YPF. En esa película, convierte a Menem en el “Doctor Rana” y desde entonces traza su itinerario vital entre el cine y su actividad política –“Plante un pino en el Congreso” fue su eslogan de campaña–, continuando en funciones como diputado y senador.

Con estas creaciones, Pino se convierte en síntesis del artista-intelectual orgánico que sueña una Latinoamérica emancipada, alentada por una épica colectiva. Tantas cosas se pierden con su muerte: una forma de filmar, de resistir, de aludir a estimables nombres del vía crucis argentino, pero, sobre todo, que con él no solo se va una época, sino una manera de soñar la que viene.

 

Alcira

Pasa el veranito y la amenaza es ahora una nueva cepa. Se modifican las disposiciones todos los días, pero el mundo sigue yendo para el mismo lado. Los negocios venden tapabocas y los clubes se convierten en vacunatorios. El frío se va acercando: en mayo fallece Alcira Argumedo. En este otoño, la ciudad guarda un silencio extraño. El movimiento de las calles se desarrolla tímido, a causa de la pandemia, pero también por la precariedad del servicio de transporte. El velatorio se produce en el Congreso y llueve. Un gran salón está dispuesto para despedirla. Afuera hay poca gente; los diarios no reflejan los temas importantes, como la noticia de la reprivatización de los puertos del río Paraná, otra oportunidad que parece será desperdiciada. En la última entrevista por radio, una semana antes, Argumedo analiza con la precisión de siempre la importancia estratégica de nacionalizar lo que en verdad ya era propio. Me dispongo a entrar al velorio. Parada frente a la puerta del Palacio Parlamentario, en medio de una luz tenue, miro a los guardias. Entro. Atravesar esta arquitectura me hace recordar sus años como legisladora y aquel discurso donde detalla, con envidiable énfasis y exactitud, cómo amasó su fortuna la familia Macri, estafando al Estado. Pienso en sus chistes, deslizados por lo bajo, y en su característica voz carraspeada, como cuando decía “el agua vale más que el oro”.

Traspasando otros salones, me viene otro recuerdo, una obra fun- damental que escribió en los años de fervor menemista, Los silencios y las voces en América Latina. Repaso mentalmente el tema y, cuando regreso a mi casa, ya entre las páginas del libro, asusta la vigencia que debería te- ner esa obra en las discusiones actuales, si hubiera espacio para hablar en términos político-estratégicos, como hacía ella, y no siempre de temas de la coyuntura. En esta obra, acaso la más conocida, expone la necesidad de realizar una matriz autónoma del pensamiento popular latinoameri- cano que se nutra de la visión de los vencidos, es decir, despojada de las visiones eurocéntricas y al abrigo de las memorias sociales que surgieron por fuera de aquellas. También decía que las manifestaciones acumulan la memoria en el cuerpo y que había que pensar nuevos caminos, pro- pios, sin los esquemas de los mismos que se beneficiaron y se benefician con ellos. Ideas pregonadas en el mismísimo templo donde se estudian casi todos pensadores europeos, por eso el libro luce original. Porque confronta las ideas rectoras de la filosofía occidental y diseña las formas de un pensamiento latinoamericano. ¿Y si ese sueño fuera posible?

En un apartado que parafrasea a Plutarco, traza “vidas paralelas”, como entre Hegel y Bolívar, contemporáneos ellos, donde el alemán piensa a los habitantes americanos como una “raza débil en extinción”, mientras que Bolívar escribe en Discursos de Angostura de 1819: “La sangre de nuestros ciudadanos es distinta, mezclémosla para unirla”. Enlaza a Rousseau y a Artigas, a Max Weber y a José Martí dicien- do: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”, mien- tras Kant alienta la misma fórmula que las clases dominantes utilizan para desvalorizar las potencialidades propias. Asusta y da rabia el po- tencial latinoamericano desoído o ninguneado que, no obstante, Alcira Argumedo supo escuchar.

Como si fuéramos metales de los que se trata de extraer una materia desconocida, somos parte de un largo experimento de agotamiento total. No hay organismo ni organización que pueda sustraerse a este proceso. Ni los dueños en las empresas ni los empleados de la nada; tampoco las oficinas en los edificios, ni los muebles en las viviendas, todo se reagru- pa, se traslada y se corre de aquí para allá, moviéndose intensamente, pero sin saber adónde. Si sobrevivimos –parece prudente, no pesimista, ponerlo en esos términos–, tendremos que seguir proyectando. ¿Cómo pensarnos en el futuro sin la lucidez de Alcira? ¿Cómo cuestionar el conocimiento desde el conocimiento mismo? El vértigo de las transfor- maciones en la arena mundial, la profundización de la desigualdad y la crisis, que afecta tanto en la coyuntura como en la estructura de nuestros países, coloca al concepto de conocimiento en el centro de la escena. Esa noción central era el núcleo de cualquier disquisición que realizara Alcira Argumedo como profesora o militante. Recuerdo una charla de pocas personas que dio una vez en un local del barrio de Flores; dijo que entre los siglos V y XVI la mayor parte de Europa estaba sumida en el oscurantismo y la ignorancia, mientras que en China, India, el mundo islámico, África y, por supuesto, América, se desplegaban deslumbrantes civilizaciones. Me deslumbró a su vez esa perspectiva; habría que repetirla cada vez que se pueda, para luego redondear que a partir del siglo XV comienza el saqueo y la construcción de la subjetividad positivista que elabora la hegemonía occidental, justificando su propio dominio a través de la violencia; y así desbaratar, de cuajo, la idea de atraso, salvajismo y barbarie que justifica la depredación, el racismo y los genocidios por goteo.

¿Quién, como ella, podrá alzar la voz con gracia e inteligencia, dándole un suelo humanista a las intervenciones teóricas y denuncian- do a la corrupción que desfila en la carroza desfachatada del capital financiero internacional?

 

 

HG

Entonces transcurrió un poco más de tiempo y como resultado de una sombría seguidilla, dos días después del Día del Padre, moría por Covid el mío. Horacio González. Con él queda huérfano el pen- samiento crítico, las explicaciones largas y la generosidad intelectual, palabras tan fuera de época como leer a Gramsci, hablar de la Comuna de París o citar a Martínez Estrada.

Escribir durante un año sobre la pandemia y la muerte que con ella nos rodea ahora se convierte en la “muerte de mi padre”. Esta situación modifica las distancias. Pienso en el epitafio de Marcel Duchamp que dice: “Por otro lado, los que mueren son siempre los demás”, y un padre puede ser también “los demás”, pues estoy aquí escribiendo, pero sin dudas es un “demás” distinto, un muerto propio con refucilos inesperados. Y así vuelvo a pensar en escribir sobre la naturaleza cuando, en verdad, el verde no permite ver ni el árbol ni el bosque.

Llueven los homenajes a Horacio González, a su impronta y a su obra, multiplicando las palabras dedicadas a quien se dedicó a la pala- bra, en gran medida por ser un profesor, de palabra vivaz, y a escribir con la misma fluidez con la que encarnaba esa voz en cualquier situa- ción pública. Entonces, a falta de palabras mías tan locuaces como las que inspira, escribo algo general sobre las de él, para corroborar en este mismo acto algo de lo que su ausencia significa.

HG era una máquina de escribir. Escribía para cualquiera que se lo solicitara, sin medir repercusiones: lo mismo se prodigaba para un diario barrial que para un medio de gran alcance. Igual sucedía en sus charlas y mesas, a las que asistía sin medir esfuerzos. Escribía sobre personas, eventos, cualquier manifestación o lectura de libro, obra o película, y también, claro, escribía libros… envueltos en un torbellino intelectual, frenético y frondoso, vinculando distintos niveles de ritmo, acompañado de grandes y pequeños gestos literarios. Gestos también corporales, algo musicales, componiendo un concierto de varios movimientos, contra- puntos, hiatos, estructuras abiertas, piezas inconclusas pero fluidas entre juego y enigma. Al dejarse llevar por sus escritos, sobrevienen distintos momentos de atención, una tesis sin definición, un espacio inhallable, un sitio oculto donde el “naufragio es el navío”.

Un faldón poético sustenta y resuena en su escritura. Entonces puede unirse en el mismo golpe –como aquel que abolirá el azar– a Rimbaud con Echeverría, en un mismo párrafo o incluso en un renglón. Leerlo en ocasiones se parece a entrar en un sueño, como en aquellos donde ahora él me visita. Entonces surge Walter Benjamin, con el que comienza este escrito, lo poético y el montaje, como en esos cuadros ba- rrocos que mantienen un punto trágico. HG escribe sobre el drama, un drama sostenido en el filo de sus palabras, en un desarmado que elude los lugares comunes extrayendo con imperceptibilidad la figura del fon- do. Un umbral donde el lenguaje no oculta el artificio de sus máscaras. “¿Qué quiso decir, González?”. “La elocuencia del rizo”. “¿Por qué no escribe más fácil?”. “Porque el corsi e ricorsi de un bordado vegetal no lo permite”. “¿Y si escribe más corto, maestro?”. “En la oscilación está el contenido”. Preguntas ciertas, respuestas apócrifas.

Esta vez, el “ejercicio de la tautología” del que hablaba Didi- Huberman se ofrece para una reflexividad de lo escrito y no de la ima- gen. Una acción en reposo que expone la memoria inconclusa, lo pre- sente relativo a lo ausente y donde lo invisible retorna breve, en forma de algunas frases. Al tratar de entender, la ausencia se transforma en una forma de búsqueda. El silencio escucha al silencio y la sombra se torna lentamente en sombra, como en una biblioteca inhóspita. En ella, con Gracián, se descubre la fugacidad de la existencia, la inestabilidad del mundo, la sorprendente y extraña concordancia de los contrarios, y tam- bién: los límites de la razón, el enigma y la paradoja por todas partes, la pasión encendida por lo nuevo, lo extraño, lo inconmensurable. ¿Quién nos pensará ahora? Nos toca “organizar el pesimismo”.

Una corriente política de pensamiento, de objetivos y de amistad –con discontinuidades– unía a Pino, Alcira y HG. Una corriente que seguirá fluyendo en el nosotros-nosotras nuestro, en mí, aquí y allá, en los temperamentos volcados al estudio en tiempos de conmoción e in- certidumbre. Más allá de la melancolía, sus obras esperan en el futuro.

Con todo, la historia continúa.