Sobre la Comuna
Guy Debord, Raoul Vaneigem, Attila Kotànyi
Comunizar
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El 18 de marzo de 1962, hace ya más de medio siglo, los autores escribieron estas notas tituladas “Sur la Commune” (Sobre la Comuna). El texto que se reproduce fue publicado en francés en el número 12 de la revista Internationale Situationniste, de septiembre de 1969, páginas 109-111.
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“Hay que retomar el estudio del movimiento obrero clásico de una manera desengañada, y ante todo desengañada en cuanto a sus diversas clases de herederos políticos o pseudo-teóricos, pues éstos sólo poseen la herencia de su fracaso. Los éxitos aparentes de ese movimiento son sus fracasos fundamentales (el reformismo o la instalación en el poder de una burocracia estatal) y sus fracasos (la Comuna o la revuelta de Asturias) son hasta ahora sus éxitos más prometedores, para nosotros y para el futuro.” (Notas editoriales de I.S. 7)
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La Comuna ha sido la mayor fiesta del siglo XIX. En ella encontramos, en su base, la impresión de que los insurrectos se convirtieron en dueños de su propia historia, no tanto a nivel de la decisión política “gubernamental”, sino a nivel de la vida cotidiana en esa primavera de 1871 (ver el juego de todos con las armas; lo cual quiere decir: jugar con el poder). Es también en este sentido como hay que comprender a Marx: “La mayor medida social de la Comuna fue su propia existencia social en acto”.
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La frase de Engels: “Miren la Comuna de París. ¡He ahí la dictadura del proletariado!” debe ser tomada seriamente como base para hacer ver aquello que no es la dictadura del proletariado en cuanto régimen político (las diversas modalidades de dictaduras sobre el proletariado, a su nombre).
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Todo el mundo ha sabido hacer críticas precisas de las incoherencias de la Comuna, de la falta manifiesta de un aparato. Pero como pensamos hoy que el problema de los aparatos políticos es mucho más complejo de lo que pretenden los herederos abusivos del aparato de tipo bolchevique, es hora de considerar a la Comuna no solamente como un primitivismo revolucionario obsoleto del que se han superado todos sus errores, sino como una experiencia positiva de la que todavía no se ha recobrado ni cumplido toda su verdad.
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La Comuna no tuvo jefes. Esto fue así durante un período histórico en el que la idea de que hacia falta tenerlos dominaba absolutamente al movimiento obrero. Es así en primer lugar que se explican sus fracasos y éxitos paradójicos. Los guías oficiales de la Comuna fueron incompetentes (si se toma como referencia el nivel de Marx o el de Lenin, e incluso el de Blanqui). Pero en cambio, los actos “irresponsables” de ese momento existen precisamente para reivindicar a continuación el movimiento revolucionario de nuestro tiempo (aun si las circunstancias los hubieran limitado casi por completo a un estadio destructivo — el ejemplo más conocido es el insurrecto diciendo al sospechoso burgués que afirma nunca haber hecho política: “Es justamente por eso que te mato”).
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La importancia vital del armamento general del pueblo quedó manifestada, práctica y simbólicamente, a lo largo de todo el movimiento. En su conjunto, no se ha abdicado a favor de destacamentos especializados el derecho a imponer por la fuerza una voluntad común. El valor ejemplar de esta autonomía de los grupos armados tiene su contrapartida en la falta de coordinación: el hecho de no haber llevado en ningún momento —ofensivo o defensivo— de la lucha contra Versalles la fuerza popular a un grado de eficacia militar; aunque no hay que olvidar que la revolución española se perdió, y finalmente la propia guerra, en nombre de una tal transformación de ésta en “ejército republicano”. Se puede pensar que la contradicción entre autonomía y coordinación dependía mayormente del nivel tecnológico de la época.
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La Comuna representa hasta nosotros la única realización de un urbanismo revolucionario, al atacar sobre su terreno a los signos petrificados de la organización dominante de la vida, al reconocer el espacio social en términos políticos, al no creer que un monumento puede ser inocente. Quienes reducen esto a un nihilismo del lumpenproletariado, a la irresponsabilidad de las pétroleuses, deben confesar en contrapartida todo aquello que consideren como positivo, por conservar, en la sociedad dominante (se verá que es casi todo). “Todo el espacio está ya ocupado por el enemigo… El momento de aparición del urbanismo auténtico sucederá al crear, dentro de ciertas zonas, el desalojo de esta ocupación. Lo que nosotros llamamos construcción comienza allí. Ésta puede comprenderse con la ayuda del concepto de agujero positivo forjado por la física moderna.” (Programa elemental de urbanismo unitario, I.S. 6)
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La Comuna de París fue vencida menos por la fuerza de las armas que por la fuerza de los hábitos. El ejemplo práctico más escandaloso es el rechazo a recurrir al cañón para adueñarse del Banco de Francia cuando tanto faltaba el dinero. Durante todo el poder de la Comuna, el Banco permaneció como un enclave versallesco en París, defendido por algunos fusiles y el mito de la propiedad y el robo. Los restantes hábitos ideológicos resultaron desastrosos para todo propósito (la resurrección del jacobinismo, la estrategia derrotista de las barricadas en recuerdo del 48, etcétera).
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La Comuna muestra cómo los defensores del viejo mundo se benefician siempre, de uno u otro modo, con la complicidad de los revolucionarios; y sobre todo, de aquellos que simplemente piensan la revolución. Esto es, sobre el punto en que los revolucionarios piensan como ellos. El viejo mundo conserva así algunas bases (la ideología, el lenguaje, las costumbres, los gustos) dentro del desarrollo de sus enemigos, y se sirve de ellas para reconquistar el terreno perdido. (Sólo el pensamiento en actos natural al proletariado revolucionario escapa de él: el Tribunal de Cuentas ardió en llamas). La verdadera “quinta columna” se encuentra en el espíritu mismo de los revolucionarios.
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La anécdota de los incendiarios que acabaron por destruir Notre-Dame en los últimos días, y que tropiezan allí con el batallón armado de los artistas de la Comuna, está repleta de sentido: se trata de un buen ejemplo de democracia directa. Además, muestra también los problemas todavía por resolver en la perspectiva del poder de los consejos. ¿Es que estos artistas tenían razón al defender una catedral en nombre de valores estéticos permanentes, y al final de cuentas que forman parte del espíritu de los museos, mientras que otros hombres precisamente pretendieron acceder a la expresión aquel día, traduciendo mediante esa demolición su desafío total a una sociedad que, en la derrota actual, arrojaba por completo su vida a la nada y al silencio? Los artistas partidarios de la Comuna, actuando como especialistas, se encontraban ya en conflicto con una manifestación extremista de la lucha contra la alienación. Hay que reprochar a los hombres de la Comuna el no haberse atrevido a responder al terror totalitario del poder por medio de la totalidad del empleo de sus armas. Todo lleva a creer que se han hecho desaparecer a los poetas que tradujeron en ese momento la poesía en suspenso al interior de la Comuna. El cúmulo de actos irrealizados de la Comuna permite que los actos esbozados se conviertan en “atrocidades”, y que los recuerdos sean censurados. La frase “aquellos que hacen revoluciones a medias no hacen más que cavar su propia tumba” explica también el silencio de Saint-Just.
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Los teóricos que restituyen la historia de este movimiento colocándose en el punto de vista omnisciente de dios, el cual caracterizaba al novelista clásico, muestran fácilmente que la Comuna estaba objetivamente condenada, que no tenía superación posible. No hay que olvidar que, para aquellos que vivieron el acontecimiento, la superación estaba allí.
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La audacia y la invención de la Comuna no se miden evidentemente en comparación con nuestra época, sino en comparación con las banalidades de ese momento en la vida política, intelectual, moral. En comparación con la solidaridad de todas las banalidades en medio de las cuales la Comuna surgió. Así, considerando la solidaridad de las banalidades actuales (de derecha y de izquierda), se mide la capacidad de invención que podemos esperar de una explosión semejante.
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La guerra social, de la que la Comuna es un momento, dura para siempre (por mucho que sus condiciones superficiales hayan cambiado). Sobre el trabajo de “hacer conscientes las tendencias inconscientes de la Comuna” (Engels) la última palabra no ha sido dicha.
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Desde hace casi veinte años, en Francia, los cristianos de izquierda y los estalinistas han acordado —en recuerdo de su frente nacional antialemán— poner énfasis sobre aquello que hubo en la Comuna de desasosiego nacional, de patriotismo herido y, en resumen, de “pueblo francés expresando su voluntad de ser bien gobernado” (de acuerdo a la “política” estalinista actual), siendo finalmente empujado a la desesperación por la incompetencia de la derecha burguesa apátrida. Para vomitar esta agua bendita bastaría con estudiar el papel de los extranjeros que vinieron a combatir a favor de la Comuna: ésta fue finalmente, ante todo, la inevitable prueba de fuerza a la que debía llevar toda la acción en Europa, desde 1841, de “nuestro partido”, como decía Marx.