Martín Kohan: “La patria se fundó en la guerra”
Escritor, ensayista y profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires, autor de novelas como Ciencias morales, Dos veces junio, Museo de la Revolución, Bahía Blanca y Confesión (algunas de las cuales han sido llevadas al cine), en su ensayo El país de la guerra (publicado por Eterna Cadencia) reconstruye el derrotero de Argentina a partir de la centralidad descollante que ha tenido la violencia política en los textos literarios y en documentos históricos clásicos.
En el principio fue la guerra
-En tu libro El país de la guerra, planteás algo que está presente en toda una tradición fuerte dentro del marxismo y el pensamiento crítico, que es la afirmación de que “en el principio fue la guerra”. ¿Cómo interpretás la relación entre guerra y momento fundacional al nivel de la nación, del Estado o incluso de la propia literatura, pensando por ejemplo en textos precursores como El matadero o el Martín Fierro en el caso de Argentina, pero también en otros libros emblemáticos de la literatura en Nuestra América, como Cien años de soledad, que se inicia con la imagen de un pelotón de fusilamiento en Colombia y destella una violencia radical?
-Por un lado, están los procesos de violencia ligados a todos los procesos de constitución de Estados nacionales. En el caso de los países de América, también como sabemos bien, históricamente no solo son las circunstancias de violencia de toda constitución de Estado, sino específicamente los Estados nacionales constituidos en procesos de guerras de independencia, en todo el continente. De manera que en efecto estas patrias nacen de guerras porque se constituyen en guerras de independencia. Eso en el orden histórico y de los hechos, le da a la guerra un protagonismo, incluso una centralidad, especialmente remarcada: las guerras de independencia como las escenas de fundación de los Estados nacionales. Pero también es cierto que, a la par o junto con la dimensión de los hechos históricos, están las configuraciones de mitos de origen. Ahí donde se hacen también mitos con la historia, o ahí donde la historia produce mitos. Y mito no es exactamente falsedad, no necesariamente equivale a algo falso; es un imaginario de origen, las maneras en que las identidades nacionales crean un mito de origen. Y sin bien hubo guerras en todas las constituciones de Estados nacionales en América, entiendo que, en el caso argentino, no conozco todos, pero comparando con algunos otros casos de países de América, en el momento de configurar una narración de la identidad nacional, y en el proceso de configuración de ese relato de la identidad nacional, el proceso de producción de un mito de origen, la guerra quedó especialmente en primer plano. Porque guerras hubo en todos los casos y en cada uno de los países, pero a la hora de elaborar esa historia nacional, a la hora de producir ese imaginario de fundación, qué lugar se le asignó a la guerra en cada caso, y comparando con otros casos, como el de Estados Unidos, por ejemplo, pero entiendo podría ser también el caso de México y el de Brasil, en la configuración de la identidad nacional argentina la dimensión de la guerra quedó en un lugar tan predominante, que cabría decir que el mito de origen es un mito de guerra, que la patria se fundó en la guerra. Uno de los indicios más significativos para apoyar esta hipótesis es de qué manera en un país como el nuestro se configuraron “padres de la patria”. Algo que en más de un sentido naturalizamos, pero hay ahí toda una decisión de imaginario político que una patria tenga “padres de la patria”, nos parece incluso un poco inverosímil, que le falta algo, y en realidad no le falta nada si no hay un “padre de la patria”. Porque acá, en el panteón de héroes nacionales, la figura de padres de la patria está particularmente subrayada en la figura de San Martín y de Belgrano, y entiendo que en esa operación -que es la operación de Bartolomé Mitre, por circunscribirlo a un nombre, aunque no se agota ahí, pero tiene en él un punto determinante- me parece que la configuración de estos héroes como “padres de la patria”, y ya llamarlos “padres de la patria” les asigna este carácter fundacional, están vinculados a la guerra. En otras configuraciones de identidad y en otros panteones de grandes hombres de la patria, hay hombres de guerra, aunque también los hay de la política, del derecho, etc. Entonces uno podría decir como análisis de un proceso ideológico cultural: puestos a tener padres de la patria, qué habría pasado con una patria que se hubiese pensado a sí misma con Juan Bautista Alberdi como padre fundador, o sea, la idea de que la patria se funda en la ley, en el inspirador de la Constitución; puestos a tener padres de la patria -se puede por supuesto no tenerlos- qué habría supuesto configurar un relato de identidad nacional, dándole ese carácter, histórico y mitológico a la vez, de padre de la patria a Mariano Moreno, es decir, la patria se funda con un periodista jacobino, un héroe de la palabra, ideológicamente radicalizado. Tomando esas alternativas, resalta la resolución de poner en el centro al hombre de guerra, al único soldado de formación, militar de profesión, como era San Martín, y a una figura como la de Belgrano, que como sabemos no era un militar, pero se corre a la función militar, hasta el punto de que predomina su dimensión militar. A veces dando clases digo, ejemplos posibles: existe la Compañía de la empresa de micros “Pullman Gral. Belgrano”, no pensamos en Pullman Doctor Belgrano, y sin embargo era abogado, no decimos el “Doctor” Belgrano. Me parece un parámetro o evidencia de que la dimensión militar es la que queda en un primer plano, entiendo que queda incluso desdibujada la pertenencia de Belgrano a la Primera Junta de Gobierno. Todo queda focalizado en la fundación de la bandera, que es una escena y jura militar de la bandera, y más allá de los resultados, su accionar militar queda en primer plano. Y en San Martín casi no hay otra cosa que su dimensión militar. Y algo que podría ser un déficit, que es su prescindencia en la intervención política, que es ni más ni menos que su prescindencia en el proceso de organización del Estado, es decir, un padre de la patria que no participa del proceso de organización del Estado.
Por supuesto que hay una resolución narrativa y eso se resignifica como renuncia y como sacrificio, pero lo cierto es que la condición de padre de la patria está asignada a alguien que prescinde de la intervención política en el territorio nacional, Perú es otra cosa, entonces la dimensión específicamente de guerra resalta todavía más. Incluso cuando San Martín libra un solo combate en territorio argentino, que tiene una marcha muy linda que es la de San Lorenzo, pero también lo cierto es que el combate no fue de envergadura, y, sin embargo, justamente, con esos materiales históricos, que no son tan nutridos, se constituye una fuertísima figura de padre de la patria de dimensión militar. Entonces la idea de una patria fundada en la guerra se va produciendo, sobre la base de los materiales históricos, por supuesto, en ningún momento he dicho ni jamás diría que son ficciones, claro que no son ficciones, pero que Alberdi inspiró la Constitución Nacional también es un hecho histórico, que Mariano Moreno agitó la revolución de mayo también lo es, y hay otros casos posibles… Sobre estos hechos históricos se recortan y resaltan las escenas de la guerra y las figuras de la guerra. Y ahí hay además una proyección al siglo XX: cuando Leopoldo Lugones escribe La hora de la espada, que es un texto claramente señalado como de llamado y validación al golpe militar que termina ocurriendo en 1930, no solo está anunciando algo, está volviendo sobre una tradición ya constituida. El que fundó la patria de algún modo es el dueño, le pertenece o está destinado a “preservar” lo que fundó. Entonces me parece que en ese mito de origen hay también una clave de interpretación entre ejército y política, por lo menos en el siglo XX.
El continuum de la violencia estatal como civilizada barbarie
-Hay un personaje cercano a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y por cierto central en la literatura argentina, que es David Viñas. Su novela Los dueños de la tierra narra la dinámica de despojo y violencia estatal en pleno siglo XX, pero también vale traer al presente otro ensayo de él, que es Indios, ejército y fronteras, donde llega a afirmar que los primeros desaparecidos fueron las y los indígenas. ¿Cómo lees esta hipótesis en un contexto como el actual, donde se vive un juicio histórico por la masacre de Napalpí, donde cientos de indígenas fueron asesinados en Chaco con total impunidad? ¿Cómo ves ese continuum de una violencia sistémica, estatal, fundadora de una nación homogénea, castellano-hablante, monocultural, que se reitera durante el siglo XX contra otras subalternidades consideradas “peligrosas?
-Marcás bien que estamos cerca de la Facultad, porque yo cursé con Viñas en la carrera de Letras. Un comentario al margen: ¿sabías que en Los dueños de la tierra hay un vínculo del propio Viñas con esos hechos, y es que el enviado de Yrigoyen a la Patagonia que aparece en la novela era el propio padre de Viñas? Yendo a la pregunta, sí, efectivamente, por un lado, decimos mito de fundación y nombramos: por lo pronto 1810, Mariano Moreno, San Martín ya lo tenés un poco más adelante, Alberdi, tenés la Constitución de 1853, pero como sabemos la consolidación del Estado nacional se logra en 1880; la estabilización de un orden político -hasta donde se pueda considerar que, en Argentina, se estabilizó un orden político- y lo que se reconoce como en definitiva el proceso de organización nacional, se da en ese año. Recordemos que la “reorganización” nacional de la dictadura era respecto de aquella organización primaria; tiene otra vez la marca de la guerra, pero con ese precedente. Claramente es esa secuencia, de las guerras de independencia como guerras fundacionales. No solo que haya habido guerra. Pensándolo desde la literatura, y pensando hechos históricos desde ella, existe siempre este mismo juego entre acontecimientos históricos, la dimensión fáctica de la historia y la carga de significación que se pone sobre esos hechos, que es no solo que haya habido guerras de independencia, porque en otros países también las hubo, sino haberle otorgado la dimensión fundacional que se le otorga. Cuando en 1880 se produce la consolidación del Estado nacional y la organización definitiva del Estado, sin duda es algo más que una coincidencia que apenas un año antes se produce la llamada Campaña del Desierto. Por un lado, como sabemos, tiene que ver con la finalmente federalización de la ciudad de Buenos Aires, un proyecto que ya venía intentándose previamente. Pero no es una simple coincidencia. La consolidación del Estado nacional moderno requiere, como todos sabemos con Max Weber, el monopolio de la violencia legítima y el control del territorio nacional. Entonces otra vez hay una escena de guerra, de otro orden, pero en la misma frecuencia, que implica la culminación de ese ciclo.
-Uno de los capítulos de El país de la guerra se titula “Animalada”, haciendo una analogía entre la animalidad y los actores que, desde el discurso hegemónico, se construyen y se ponen en juego a nivel narrativo en estas guerras de exterminio.
-Ahí hay un procedimiento muy trabajado, muy analizado, muy nítido, pero también muy fuerte y eficaz, que es la deshumanización, porque en el caso de la campaña de exterminio de indios, no era ni siquiera percibirlos o no como connacionales, sino ¡como humanos! Y algo que surge enseñando Borges para extranjeros -porque estoy dando unos cuentos- es la explicación de que “cristiano es humano”, porque el indio no cristianizado no era no cristianizado, era no humano. Entonces todo el imaginario de animalización, que en realidad se abre a todo un imaginario no solo de los indios, sino de la barbarie, que está en Facundo y en El matadero, efectivamente funciona así, y la deshumanización de los indios como condición de posibilidad también para la legitimación de la matanza que se hizo y que, de alguna manera, está ya cifrada en la designación siniestra de la Campaña del “desierto”, un desierto donde vive gente, lo cual es un contrasentido, y al mismo tiempo si esa gente no es gente, sí es un desierto. Hay un libro muy bueno de Fermín Rodríguez que se llama Un desierto para la nación, da vuelta la fórmula de Tulio Halperín Dongui, porque es una campaña para “producir” el desierto, le cambia el sentido del “del”. Pero también uno podría interrogar cómo es esa mirada que observa un territorio donde hay habitantes y no ve a nadie, cómo se produce esa anulación, el imaginario de los malones como “aluvión animal”, toda esa formulación de “animalización” que está obviamente en la asignación de los indios, pero también de los federales, de los caudillos. Ese despliegue es muy amplio y tiene al menos una voz disonante que se destaca: la de Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, y que también aparece en ciertas zonas del Martín Fierro, algo que se juega entre la primera parte del Martín Fierro y la segunda. Me parece extraordinario cómo queda planteado y formulado allí, porque no es un solo libro: lo que nosotros hoy llamamos Martin Fierro es algo que José Hernández nunca publicó. Publicó un libro que se llamaba El gaucho Martín Fierro y otro que se llamaba La vuelta.Los siete años que transcurren para el personaje Martín Fierro, son los siete años reales que transcurren entre un libro y el otro -que ahora están unidos y sabemos que son muy distintos entre sí-, pero es muy interesante que ese hueco, esa franja, esa ausencia, ese silencio que hay entre una parte y la otra, ese “afuera”, es un “afuera” en más de un nivel: es un afuera de los textos -termina la primera parte, Fierro y Cruz se van; empieza la segunda, Fierro vuelve- y en ese “afuera” del texto está el “afuera” de los indios que es, efectivamente, “un” afuera. Todo ese imaginario del afuera nos plantea un problema y es que “el afuera está dentro”, un afuera que está adentro. Algo que resalto mucho cuando doy clases para extranjeros –porque nosotros lo tenemos totalmente incorporado- es que cuando decimos “campaña de frontera”, “texto de frontera” no es la frontera nacional. Es raro, es significativo que no nos remita a la frontera territorial. Decimos “frontera” y es “frontera con los indios”. Entonces, ¿qué pasa en un proceso de constitución de Estado nacional que tiene una frontera adentro? No la frontera con el “afuera”; es una frontera con el “adentro”. En un punto, y trazando la secuencia que estamos trazando, no es sorprendente que la resolución sea por la vía militar. Es deplorable pero no sorprendente.
-Cuando mencionabas la dialéctica civilización-barbarie en el ejercicio del terror, pensaba en Los Sertones de Euclides Da Cunha, donde se plasma una narrativa que, al mismo tiempo, es militar y ensayística, de registro en caliente de los acontecimientos, donde quien escribe empieza a percibir lúcidamente que lo que se está imponiendo a esas poblaciones rebeldes de Brasil no es un progreso civilizatorio, sino lo peor en términos “bárbaros”. Preguntándote a nivel personal y literario, ¿cuál ha sido tu acercamiento a esa América Latina morena más allá de tu condición “bostera”? ¿Cómo aproximarse a esas otras realidades que distan de ser exclusivamente castellano hablantes, citadinas, blancas, europeístas? ¿Qué fuiste encontrando que tenga que ver con una América negra, indígena, hedionda, mestiza, popular, es decir, narrativas mucho más plurales y amplias de lo que suele imaginar la literatura hegemónica?
-Está bien que hayas mencionado a Boca, que es mi máxima aproximación a la barbarie; es lo más cerca que estoy de ser “bárbaro”, no ahora, en la cancha, y a pesar de todo es poco [risas]. Ese cotejo es más que interesante para hacer lo que hay que hacer con cualquier construcción ideológico cultural, que es desnaturalizarla.La eficacia de esos procesos de construcción ideológico cultural que se naturalizan, por ejemplo, el respingo que uno puede llegar a dar a determinada edad, cuando se entera que no siempre hay un “padre de la patria”. “¿El ‘padre de la Patria’ de ustedes cuál es?”, preguntamos; “No tenemos”, nos responden, y no perciben que les falta algo, sino que hay otros modos posibles de configurar identidades colectivas, visiones del pasado, narraciones de comunidad. Cotejar casos con América Latina es particularmente interesante por eso, y porque me parece que permite resaltar una formulación -no sé si decir exclusiva- pero quizás diferencial en el caso argentino. Me resisto a pensar que hay singularidades argentinas, quizás la única singularidad argentina es suponer que hay una singularidad argentina, que somos especiales en algo. Cuando uno piensa que hubo una vanguardia en Brasil -de la que se están cumpliendo ahora cien años- que formuló Tupi or not tupi, o sea, que logran conectar paródicamente, carnavalescamente y jocosamente el universal shakespeariano con lo indígena; o que existió una revista ligada a la modernidad literaria en Perú que se llamó Amauta. Argentina sale campeón mundial en el ‘86 en un estadio que se llamaba “Azteca”. No podemos concebir en Argentina un estadio que se llame “Diaguitas”, ni siquiera en el interior; no podríamos tener “Mapuche Kola” como hay “Inca Kola” en Perú. En parte puede tener que ver con la condición histórica de las respectivas culturas indígenas de los respectivos lugares, pero, como una y otra vez decimos, están las condiciones históricas y está el modo en que se les imprime una significación. Yo creo que hay allí un aspecto determinante: todos los Estados nacionales se constituyen con la hegemonía de la burguesía, la de los otros países de América Latina también. En todos los países esa hegemonía burguesa se constituye en la postergación y la explotación de los sectores populares, y en todos los casos se resuelve también, como contrapeso o redención simbólica del relegamiento y sometimiento social, una cierta mitificación de un mundo popular, como parte del dispositivo de la identidad nacional una cierta mitificación de “lo popular” que, como sabemos, no consiste en ninguna reivindicación genuina. En Perú existe la “Inca Kola”, en México el estadio se llama “Azteca”, pero los indios y sus descendientes no la pasan bien, siguen siendo los postergados, los relegados y los explotados de las respectivas burguesías. En cualquier caso, no deja de ser significativo cómo hay una resolución simbólica de esa postergación real para construir un mito de identidad, que incorpora un mito de “lo popular” a la identidad nacional. Entonces, efectivamente, hay presencia de “lo indígena” en Lima, hay presencia de “lo indígena” en México, junto con la postergación efectiva. Ese aspecto, esa zona de la resolución de la construcción de una mitología popular al interior del dispositivo de identidad nacional, en el caso argentino se resolvió con la tradición gauchesca:por eso también el trabajo sobre el Martín Fierro es un clásico nacional. El Martín Fierro es un gran poema, pero podría ser un gran poema y no ser un clásico nacional. Una excursión a los indios ranqueles es un gran libro, en un sentido es un clásico y en otro sentido es un libro siempre incómodo, porque no encaja con esta formulación; mientras que Martín Fierro se sostiene en una lectura en clave de guerra porque, en definitiva, es cómo se hace de una violencia asocial una violencia útil al Estado, o sea un soldado. El propósito no es neutralizar la violencia delictiva de Fierro, es volverla útil al Estado, que esa violencia sea regulada en el Ejército. Borges captaba muy bien estas cosas cuando decía: “qué raro que a los militares les guste tanto el Martín Fierro, cuando es la historia de un desertor”. En Fierro está todo: está la leva, está la deserción, está la vuelta. No solo en Martín Fierro, pero tomemos Martín Fierro. Al inscribir, con la gauchesca, ese proceso de la producción de una mitología de “lo popular” al interior de los dispositivos de la identidad nacional, en la misma operación ideológico cultural se excluye a los indios, porque se configura a la mitología del gaucho, pero el gaucho hace la guerra contra los indios. Está ese “afuera” que es un afuera del texto, pero la violencia que administra Martín Fierro en el poema -antes de volver sosegado- va dirigida a otros gauchos, a un negro o a la guerra contra los indios.La misma configuración que tiene todas las características de, digamos, una valorización y mejoras sociales para los gauchos -los cagaron como cagaron a los indígenas, y a los negros y a todos los sectores postergados en todos lados-, a la hora de dotar de esa dimensión de potenciación simbólica y construir el mito de lo nacional popular en el gaucho, va de suyo a la exclusión de los indios, porque se narra al mismo tiempo, porque no hay nunca una alianza gauchos-indios. Por eso, insisto, son muy interesantes esos siete años de Fierro “afuera”, pero está afuera, está afuera del texto, está evocado, no está narrado, porque queda efectivamente afuera. A la vez, el relato va a aportar a sostener la consagración de Martín Fierro, que es algo que funciona -como recién decíamos en los casos de Amauta o Tupi-, ya que la revista del grupo más moderno de la literatura argentina se llamaba Martín Fierro, el suplemento cultural del diario anarquista se llamaba Martín Fierro, y los premios que da la televisión argentina se llaman Martín Fierro. Allí está no solamente el momento de la validación del imaginario de “lo popular”, si no, junto con esa validación, las exclusiones: gauchos e indios quedan excluidos en la misma operación.
Violencia política y revolución
-Pensando en otro libro tuyo, 1917, vinculado a la Revolución Rusa, un interrogante que surge es en qué medida es posible volver a pensar en algo incómodo como es la violencia, al momento de apostar por un proyecto emancipatorio. Al cumplirse los cien años, vos abordaste la Revolución Rusa, que por cierto no es explicable sino a partir de una guerra. ¿Cómo repensar hoy un proyecto revolucionario revisitando el vínculo entre narrativa, violencia y política, algo que también trabajaste en el caso del Che? ¿Qué diálogo puede establecerse entre violencia y política al calor de esos imaginarios que, como fantasmas, espectralmente, nos siguen acechando en la clave de aquello que Enzo Traverso llama una “melancolía de izquierda”?
-Me temo que algo de eso hay. En 1917 yo había ensayado lecturas de escenas en las que se ponía en juego las relaciones, articulaciones, desarticulaciones, pasajes, desfasajes, escritura, lectura, pensamiento, prácticas intelectuales y acción revolucionaria. Ahora tengo que dar una clase sobre Sartre, o sea, la relación de los intelectuales con la acción política, y generalmente el movimiento que hacemos es ese: tomamos posiciones de distintos intelectuales -hoy me toca dar Sartre, pero podés dar Viñas-, los intelectuales respecto de la acción política. Pero los hombres de acción política fueron también intelectuales. Lenin era un intelectual, Trotsky era un intelectual. Si ese librolo estuviera escribiendo hoy, estaría Rosa Luxemburgo, quien entró más tarde a mis lecturas. Ya había leído a Rosa Luxemburgo, pero no los textos de la cárcel que estuve leyendo todo este tiempo porque me interesa ese caso, me interesó trazar una secuencia. 1917 no es un ensayo histórico sobre la Revolución Rusa; hubo alguien que lo leyó así y todo el libro le pareció que no funcionaba, claro, no funcionaba porque no era. Es como leer una novela erótica como si fuera un policial, decís “esta novela está mal” pero, claro, está mal porque no es policial, “falta un crimen, falta una investigación”, ¡es que no es un policial! El libro está armado como un mosaico de escenas donde coexiste la condición del hombre de acción o la practica revolucionaria y la práctica intelectual, entendida a la vez como práctica. Escenas donde eso se mueve o confluye, o una desplaza a la otra, o una interrumpe a la otra, como en el caso más nítido de Lenin: “tengo que parar de escribir: estalló la revolución”. Después, algo que como bien decís, puede ser considerado un síntoma de época, es el hecho de que haya quienes -gente muy retardataria- están denunciando la relación de Rodolfo Walsh con la violencia política. Esto es algo que uno diría, ¿qué es lo que hizo posible que esa cosa -que todos sabemos- sea enunciada como una develación cuando nadie la ocultó? Ni él ni nadie ocultó eso. No se conoce ningún proceso de transformación histórica en la historia de la humanidad, donde los sectores de poder -que van a perder el poder por esa transformación- se resignen dócilmente. Todos ofrecen resistencia por la violencia, es tan básico y tan sabido como este lugar común que estoy diciendo. No ha habido jamás ningún sector de poder que cediera ese poder con resignación; sabemos que oponen siempre violencia. Por lo tanto, a mí me interesa ese cotejo porque hoy en día, como síntoma, hay por un lado un espanto ante toda forma de violencia como motor de transformación social, un espanto sospechosamente subrayado; al mismo tiempo que es un país que se piensa a sí mismo fundado en la violencia revolucionaria, si volvemos a lo que decíamos en un comienzo. “Estaba ligado a la violencia”, nos dicen. ¡San Martín también! “El Che Guevara era un hombre ligado a la violencia” ¡claro! San Martín también, Belgrano también, Güemes también. ¡Todos tienen calle! Porque estaban efectivamente participando en un proyecto de transformación social y el rey de España opuso resistencia, es una obviedad. Durante mucho tiempo detectamos, marcamos y comentamos que había una desideologización del Che Guevara, se pusieron muy de moda los posters, las remeras. Marcamos mucho que ese era un Che Guevara desideologizado, pero también y de la misma manera, advertimos que era un Che Guevara desligado de las prácticas de la violencia y de la eventual legitimidad de las prácticas de la violencia. Lo he contado más de una vez, pero porque me parece muy indicativo: años noventa, yo daba clases en un colegio secundario, eran los años de la película Tango Feroz. Veo a un pibe que tenía dos colgantitos en el cuello: el símbolo de la paz y el Che Guevara. Yo decía: “entiendo los dos, no entiendo la combinación”. En Tango Feroz había personificado un Che un poco superpuesto con John Lennon en la cama con Yoko. No solamente se lo fue vaciando de la ideología comunista, sino que también se lo fue vaciando de la condición de hombre de lucha armada, de sujeto de lucha armada y de la pregunta por el recurso de la lucha armada. Entonces, se transforman por completo las lecturas que en una franja, en una zona más trivial, más simplificada, pero muy eficaz de los medios, se piensan los años setenta, donde se pretende invocar que haya habido violencia como algo a denunciar, como una novedad, como si no hubiese habido revisiones, críticas, autocríticas, como si hubiese sido algo que se escondió durante todo este tiempo y Ceferino Reato descubre que hubo violencia y lo denuncia, él descubre que hubo violencia y nos avisa, cuando la lucha armada es algo que se constituyó en ese momento, hubo disidencias fuertes en ese momento, hubo casos -el propio Rodolfo Walsh- de adhesiones y luego disidencias en ese momento, y sucesivas revisiones críticas en los cincuenta años que pasaron. Creo que hay algo respecto a lo que vos planteas, porque estamos ensayando variaciones de un cierto velo para que esta denuncia sea verosímil, que tiene que ver con cierto proceso de elaboración colectiva de los años sesenta, setenta, la dictadura, etc. Esto está muy analizado y no hacemos más que retomarlo: cuando termina la dictadura se hacía muy difícil una enunciación que no inscribiera solamente la posición de las víctimas de la represión, porque había sido y seguía siendo todavía tan eficaz la invocación del aparato represivo y del “algo habrán hecho”, había sido tan útil al aparato de la represión y no dejaba de serlo el “algo habrán hecho”, que solamente se podía enunciar desde la posición de las víctimas del terrorismo de Estado. Cualquier invocación o apelación a la militancia política activa, parecía funcional al “algo habrán hecho”. “Viste, no eran inocentes”, es una trampa obviamente, pero esa trampa funcionaba. Que algo sea tramposo no quiere decir que sea ineficaz y que uno lo vea como trampa no quiere decir que sea ineficaz, era eficaz. Colectivamente era difícil salirse de esa trampa porque cualquier invocación de una práctica militante activa, no ya la condición de la víctima, cualquier recuperación y aún reivindicación de la práctica política activa, parecía que no podía sino ser funcional al “algo habrán hecho”. Todo eso quedaba, efectivamente, entre paréntesis y la perspectiva se concentraba en la condición de víctima: el torturado, el secuestrado. Lo cual es real, todo es real, el asunto es qué de esa realidad entra en una disposición y en una elaboración, y qué no.A partir de los ’90, con la aparición de H.I.J.O.S. y el modo en que el discurso de H.I.J.O.S. afecta el discurso de las Madres, se empieza a poder recuperar y reivindicar la condición de revolucionario y la militancia revolucionaria. Creo que ese ciclo -que fue importantísimo- logró desactivar esa trampa, esa encerrona que era el “algo habrán hecho”, porque se fueron generando las condiciones de posibilidad para decir “sí, algo hicieron” y reivindicar por ejemplo el “soy zurdo”. Ampliar ese movimiento hacia la dimensión armada me parece que es algo que todavía está transcurriendo, lleva años. Yo creo que hay algo en el kirchnerismo que, por un lado, acompañó o consolidó esta recuperación de las prácticas militantes, pero desde una posición donde evidentemente la dimensión estrictamente revolucionaria no entraba del todo ahí. Entonces es una recuperación difusa, tan difusa como la militancia de Néstor y Cristina, que no sabe bien en qué consiste. Cuando uno ve la película sobre Kirchner aparece la militancia necesariamente difusa. Por un lado, hay una recuperación y una validación, se pone eso en escena frente a un cierto escamoteo previo, pero en alguna zona premeditadamente imprecisa, la dimensión de la lucha armada se omite. Se podría ver en dos escenas: una es en Los Rubios de Albertina Carri, es una película que me interesó mucho y sobre la que escribí un artículo. Hay algo que nunca dije, yo trabajé en la escena de los playmobil. Nunca la critiqué, nunca dije que estaba mal o que era banal, al contrario, me tomé muy en serio la escena de los playmobil, porque la película los pone en serio y yo me lo tomé en serio, nunca dije “cómo va a usar playmobil”, me pareció perfecto. En la escena de los playmobil hay un cochecito que viene con los muñequitos y un arma. En la escena siguiente es un plato volador y el arma ya no está en el cochecito. Yo leí en esa representación la borradura de la dimensión de la lucha armada, en el sentido de que para borrar algo primero tiene que estar. Más que borradura habría que decir la tachadura. Está, tachado. Estaba para no estar más, y para desplazar la lógica de la lucha armada hay una lógica extraordinaria, tipo novela de César Aira. Eso me parece sintomático. Creo que hay un quiebre también en Infancia clandestina, película que es muy significativa. Hay dos películas que habría que revisar de qué año es cada una: una es la que se llama Revolución,sobre San Martín, que dirige Leandro Ipiña, porque es la guerra. No está ni el héroe impoluto de El Santo de la espada –que es perfectito, de uniforme, no tiene ni un pliegue, no hay una gota de polvo-, ni es el héroe sacrificial de la enfermedad de El general y la fiebre, sino el hombre de guerra. Y además la película se llama Revolución. Me parece muy significativa esa película y la conectaría, en este arco que estamos haciendo entre el mito de fundación y la interrogación más histórica, con Infancia clandestina, donde sí aparece una cotidianeidad ligada a las armas y a la lucha armada.
-En películas más recientes, como La casa de los conejos (2020), la narrativa de la violencia revolucionaria y su contradictoria presencia en la vida cotidiana se asume también en esa clave explícita.
-Sí, leí la novela. Son ciclos históricos. No se podría haber escrito esa novela antes; de hecho, la autora, Laura Alcoba, ha contado cuándo y cómo pudo escribir esa historia. Esa es la dimensión de la discusión de la lucha armada. En los años ‘80 la trampa era “No eran inocentes, militaban”. Sí, militaban, reivindicamos la militancia. “No eran inocentes, recurrieron a la lucha armada”. ¡Pero claro que recurrieron a la lucha armada! Ya lo sabemos. La discusión es la que ellos mismos dieron en ese momento y a lo largo de estos 50 años: ¿Era el momento, era la manera, estaban dadas las condiciones, no estaban dadas las condiciones? Esa discusión tiene pilas de bibliografía, no solo no es algo no dicho, sino que es algo muy dicho, muy discutido, lo que no quiere decir que esté cerrado, nada está cerrado, nunca, pero no es exactamente silenciado. Partiendo de la base de lo que cualquiera de nosotros da por sentado, da por sabido: cualquier proyecto de transformación social tiene la alternativa de la violencia, como una necesidad impuesta no por la propia acción revolucionara, obviamente, sino por lo que llamamos el enemigo. Sino que traigan una revolución donde eso no ocurrió. Ya sabemos que no hay. Ahora, si en la Argentina en esos años estaban dadas las condiciones revolucionarias, si hacer lo que se hizo era indicado o no, efectivamente, esa es la discusión que se daba, se dio, se da y se va a seguir dando, pero es un plano completamente distinto, por fuera de un encuadre que uno encuentra, o con el que tropieza con cierta frecuencia en los medios, que es: “se levantaron en armas contra un gobierno democrático”, como si la lucha hubiese sido democracia/dictadura. Ahí hay una trampa retórica, burda en un sentido y eficaz al mismo tiempo. Hay trampas que son burdas y por eso las desarmás, que era suponer que se tomaban las armas para luchar contra la dictadura. Se tomaban las armas para luchar contra la explotación del capitalismo.
Ficciones verdaderas
-En este tiempo de colapso inminente, de crisis, pandemia y guerras, ¿hay que apelar a la ficción para poder pensar alternativas y utopías?
-Yo no sé si hay tanto colapso. Siempre parece que estamos al borde del colapso y después no hay colapso. Igual, como trabajo en la Facultad de Filosofía y Letras, la idea de que estamos al borde del colapso es recurrente. Yo entré a estudiar acá en el año ‘85 y siempre estamos al borde de la revolución. Es algo que tiene su atractivo también, vivís en un clima… aunque el capitalismo no pasa.
-Pero es cierto que la pandemia nos sacudió en un sentido más extremo, puso como nunca en evidencia la extrema fragilidad de la vida y se apeló a la ficción o a la literatura para poder procesar lo que resultó ser una experiencia abismal.
-Obvio, todavía no terminó del todo una experiencia colectiva de enorme impacto. Yo diría, en situaciones como estas, pero en todas, no solo en esos momentos en los que el mundo parece desrealizarse, sino también cuando el mundo se presenta en la crudeza de la realidad consabida, la ficción siempre tiene la posibilidad de plantear alternativas. En el caso de El país de la guerra yo puedo trabajar con textos históricos y con textos de ficción, no porque los homologue, no porque crea que la historia es ficción ni que la ficción es verdad, pero sí son ángulos de interrogación. Al tener una relación diferencial con la verdad y la mentira, la ficción no es ni verdad ni mentira, en el sentido de la inmediatez constatativa de lo fáctico. Siempre pongo el mismo ejemplo: Madame Bovary ¿Es verdad o mentira? Si vos preguntás si es verdad o mentira, es mentira. ¿Existió Madame Bovary? No. ¿Tuvo un amante? No. Todo eso, no es. Si lo interrogás como verdad o mentira, habría que contestar mentira y la respuesta es totalmente absurda para una novela. Al mismo tiempo, la ficción, al no estar sujeta a una consideración en primera instancia verdadero/falso, en términos de constatación empírica, traba otro tipo de relación mediatizada con la verdad, porque hay algo de la condición epocal de la burguesía que sí está plasmada en Madame Bovary. Hay una cierta verdad ideológico cultural del “tedio” burgués, esa verdad social está perfectamente captada en Madame Bovary. Entonces, efectivamente, la ficción, al suspender la relación inmediata con lo verdadero, traba una relación mediatizada con la verdad que, en más de un sentido, puede ser revelador. Hay muchísimos casos, pero para mí, el caso de las ficciones que se produjeron alrededor o a propósito de la guerra de Malvinas es un caso paradigmático. Liberados de una relación con la verdad tal como puede asumir un texto histórico o un texto testimonial -y por lo tanto narrando lo que no pasó, inventando lo que no pasó- se consiguió plasmar en varias de estas novelas, como Los Pichiciegos de Rodolfo Fogwill, caso paradigmático porque es la primera, otro tipo de verdad de ese hecho histórico.Cuando la realidad se altera y se enrarece, más todavía, cuando se dice convencionalmente: “con esto solo se puede escribir una novela”, porque si escribís una crónica realista te sale una novela. Yo diría que es una condición propia de la ficción esa posibilidad.
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*Entrevista publicada en el Boletín El Estado en debate N°1, Grupo de Trabajo de CLACSO Estados en disputa, Julio 2022.