Jean Améry. Entre la razón crítica y la desesperanza
Enzo Traverso y Marianela Santoveña
Comunizar
Este artículo indaga sobre la escritura de Jean Améry (Austria, 1912-1978), sobreviviente de Auschwitz, quien desde la ficción o el ensayo autorreferencial exploró la catástrofe del mundo contemporáneo. Los elementos autobiográficos constituyen la materia real que Améry convirtió en un “ensayo contemplativo”. Él no creía en las virtudes terapéuticas de la memoria, sino en la propia experiencia y el resentimiento —este último entendido a partir de Frantz Fanon— como puntos de quiebre y promontorios desde los que podía observar los más aciagos acontecimientos del pasado.
No cabe duda de que Jean Améry merece un lugar en un congreso sobre “la escritura como autocomprensión”, incluso si su obra no presenta la cara más amable del tema. Antes bien, corre el riesgo de envolverlo en una atmósfera oscura, melancólica. Excepto por los artículos periodísticos que escribió para su sustento entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de la década de 1960, antes de adquirir una reputación sólida como ensayista, todas las obras importantes de Améry son escritos autorreferenciales y componen un mosaico autobiográfico. Al final de su vida, en un ensayo radiofónico titulado “Cómo empecé” (Wie ich anfing), Améry destacaba “el hecho casi trivial de que cada fragmento de escritura, aun la teórica, tiene un trasfondo autobiográfico, un sustrato autobiográfico”, y esta afirmación proporciona una clave para entender su propia trayectoria: la de un escritor que transformó su “vida personal e intelectual” en un “ensayo contemplativo” unitario, pero multifacético (1984: 1). A continuación, Améry esbozaba su autobiografía en unas cuantas palabras, la reseña que había enviado durante años a sus editores:
Jean Améry, nacido en 1912, en Viena, donde estudió filosofía y literatura. Tras la anexión de Austria, en 1938, emigró a Bélgica. Durante la guerra participó en el movimiento de resistencia belga. Fue arrestado por la Gestapo en 1943 y deportado a varios campos de concentración, entre ellos Auschwitz, Buchenwald, Bergen-Belsen. Desde la liberación en 1945, ha sido escritor y periodista independiente.
Deberíamos agregar que en 1955 abandonó definitivamente su nombre de nacimiento, Hans Mayer, insoportablemente trivial ante sus ojos, para optar por el de Jean Améry, un anagrama de Mayer (Heidelberger-Leonard 2010).
Estos elementos autobiográficos constituyen la materia real —fáctica, cronológica, política, pero también existencial— que Améry convirtió en un “ensayo contemplativo”. Su postura no era ni particularmente narcisista —Améry no se agradaba a sí mismo—, ni estaba arraigada en una visión fetichista de su propio pasado. Lejos de la imagen tan difundida que se tiene de él como una figura canónica del testimonio sobre el Holocausto —hablaremos sobre esto más adelante—, no creía mucho en las virtudes terapéuticas de la memoria. La escritura autorreferencial era para él una necesidad, una manera de escribir el mundo, el cual sólo puede ser conocido y entendido en sus estratos más profundos a través de una experiencia vivida, tanto espiritual como física, y no a través de abstracciones teóricas. La escritura fue justamente esta experiencia a la vez física y espiritual que lo forjó como ensayista y novelista. Los libros, escribió en 1968 en su prefacio a Revuelta y resignación, “no sólo tienen su propio destino: también pueden ser un destino” (1994: XXIII).
La obra de Jean Améry es una constelación autobiográfica desde su primera novela, Die Schiffbrüchigen [Los náufragos] (Werke 1), escrita en Viena entre 1934 y 1935 y publicada póstumamente, en la que asumía el papel del héroe Eugen Alther, hasta su última novela-ensayo, Charles Bovary (1978), publicada el año de su suicidio y en la que, contra Flaubert y contra Sartre, desplazaba el foco de atención de Emma a su vilipendiado esposo, a quien intentaba rehabilitar ética y literariamente hasta proclamar que Monsieur Bovary c’est moi (Werke 4: 1). En medio de estas dos novelas escribió muchos otros textos autobiográficos, entre los que se cuentan su ensayo más famoso, Jenseits von Schuld und Sühne [Más allá de la culpa y la expiación], de 1966, su oscura meditación sobre Auschwitz (1980, Werke 2); Unmeisterliche Wanderjahre, de 1971, una colección de seis ensayos que presentó como simultáneamente “personales e históricos” (autobiographisch und zeitbiographisch) (Werke 2: 183); Über das Altern [Revuelta y resignación. Acerca del envejecer], en el cual, a sus 59 años, reclamaba su derecho a hablar sobre el declive del cuerpo y el alma humanos, inexorable y, no obstante, antinatural; y Hand an sich legen. Diskurs über den Freitod [Levantar la mano contra uno mismo], de 1976, en el que prácticamente anunciaba y justificaba su propio suicidio. En este último ensayo, Améry analiza lo que él mismo llamaba “muerte voluntaria”, mas no desde el exterior, como un observador ajeno, sino más bien desde el interior, como alguien calificado para hablar sobre este tema por “una vida bastante larga de trato íntimo con la muerte y, en particular, con la muerte voluntaria” (1999: 24). La muerte voluntaria, explicaba Améry, es un acto de humanidad y dignidad a través del cual un ser humano se afirma a sí mismo por la propia negación y, por ende, se rehúsa a sufrir pasivamente las heridas de la vida, el declive físico del cuerpo, la injusticia de la sociedad y la inhumanidad de la historia. Pero el suicidio significa también el reconocimiento lúcido de un fracaso personal que Améry prefería definir utilizando una palabra francesa, échec, antes que sus equivalentes en alemán, Scheitern o Misserfolg, dos palabras mucho menos bruscas y desgarradoras. Es con la intención de responder por el fracaso que, en la muerte voluntaria, al levantar la mano contra uno mismo, “la instancia espiritual […] se ordena a sí misma su autoextinción” (1999: 88).
De acuerdo con Améry, su fracaso personal era existencial —el fracaso de su intento por superar la experiencia de un trauma— pero también, insinuaba, literario: el fracaso de un escritor que había creado su obra desde “un dominio perdido del lenguaje”, la lengua alemana, que se había convertido en su Heimat en el exilio. El exilio había significado la interrupción súbita y violenta de su carrera literaria. Al abandonar Viena, subrayaba, su identidad como escritor “se había esfumado”. Se convirtió entonces en un ensayista y un crítico, pero esto era sólo un sucedáneo, y cuando trató de retomar el hilo de la auténtica escritura literaria, particularmente con Lefeu (1974) y Charles Bovary (1978), ya era demasiado tarde. Sus novelas parecían las excursiones de un ensayista respetado y no las creaciones de un auténtico escritor. Algunos críticos sugirieron que, más que revelar a un escritor logrado en su apogeo creativo, estas obras lo empujaron lejos de su verdadera vocación. Para él, esta apreciación sólo podía ser el reconocimiento de un fracaso. En tanto que el lenguaje era aún su identidad exclusiva, la autoextinción era la única respuesta humana y digna. Así, si la escritura autobiográfica fue la consumación indudable de la vida entera de Jean Améry, para él se convirtió en el largo viaje de una autocomprensión negativa.
A decir verdad, Lefeu oder der Abbruch, de 1974 [Lefeu o la demolición], la novela-ensayo que desconcertó a muchos de sus admiradores y lectores, no es otra cosa que un fracaso literario. Su personaje principal, el pintor judeoaustríaco exiliado en París, Lefeu —un mote francés para Feuermann—, está basado en su viejo amigo Erich Schmid, quien vivía en efecto como un artista marginal y exiliado en París. Pero, tal como admitió explícitamente Améry, el “elemento autobiográfico” se impuso de manera inevitable. En cuanto creación ficticia, Lefeu fusionaba a distintas personas reales detrás de las cuales resultaba fácil reconocer la personalidad y las ideas del propio autor. La novela se convirtió en una prueba de su propia capacidad para escribir sobre sí mismo, evitando al mismo tiempo las trampas del narcisismo y el exhibicionismo. El proyecto de Lefeu era muy viejo. Améry lo concibió justo después de su primera novela, Los náufragos, y su propósito último era la satisfacción de su “deseo de buscarme a mí mismo, de descubrirme a mí mismo” (Werke 1: 482). La historia de Lefeu tiene lugar en París a principios de la década de 1970, la época en que Georges Pompidou desfiguró el paisaje urbano demoliendo los viejos barrios y remplazándolos por nuevos locales todos de vidrio. El pintor Lefeu habita un antiguo edificio del Distrito V. En cuanto último e irreductible inquilino, se ha quedado literalmente incrustado dentro de los muros ruinosos y nada saludables de su departamento, donde las corrientes de aire atraviesan las viejas ventanas de una cocina ancestral, equipada con un lavabo amarillento manchado de aceite y en el que ahora orina.
Lefeu sencillamente no puede vivir en otra parte, ha echado sus raíces en ese lugar apestoso e incómodo que se ha convertido en su nueva Heimat, sucedáneo de una patria que ha perdido para siempre o que quizá nunca poseyó. Pero su negativa a abandonar el lugar, a diferencia de muchos artistas que se han asentado en estudios agradables y modernos, es un acto de resistencia. Al defender su refugio desvencijado, Lefeu quiere oponerse a la “decadencia reluciente” (Glanz-Verfall) (Werke 1: 401) de su tiempo, tan repugnante como destellante, que celebra el triunfo global de la mercancía. Así, la cuestión radica en sobrevivir a la fealdad espectacular de su mundo desencantado. Lefeu se refugia en el erotismo, que practica apasionadamente con Aline, una extraña poeta mucho más joven que él. Ella compone versos sin sentido y adora el lenguaje escatológico cuando hace el amor, lo cual le parece una sana transgresión de su educación y vocabulario, que son burgueses pese a la vida marginal que ahora lleva. Sin embargo, la fuente de vida más honda y poderosa para Lefeu es su pintura, está ahí en su lienzo manchado de rojo por el que nadie se interesa, mucho menos los marchantes del arte de Düsseldorf, negociantes despreciables cuyas miradas revelan su miseria espiritual: “parecen anuncios de autos o cigarrillos”. Sus exigencias son conformistas, y él nunca se rendirá al estilo de “vanguardia” tan altamente valorado en el mercado. Lefeu reclama estoicamente su espíritu “positivista”, el espíritu de alguien que cree en la experiencia, que “se aferra a la realidad y su enunciación” (Werke 1: 426). Sus pinturas no podrían estar más alejadas de la última vanguardia o de las tendencias de mercado; extraen su inspiración de un tema diferente y más sustancial: “la inmundicia de la historia” (Geschichtsdreck). La “inmundicia de la historia”, explica Lefeu, “la escupo, pero la transformo y la sublimo al restituirla. No, no expondré la piel ensangrentada de un animal bajo el título Iluminación metafísica. Eso lo hacen aquellos que nunca vieron correr sangre humana” (Werke 1: 407).
Lefeu sabe muy bien lo que es “la inmundicia de la historia”: se encontró con ella en Auschwitz, donde sus padres fueron asesinados en una cámara de gas, donde su propia vida recibió la herida más profunda. No sabemos, empero, cómo es que las pinturas de Lefeu muestran o expresan “la inmundicia de la historia” (sólo podemos referirnos al lienzo real de Erich Schmid, particularmente a El pájaro del infortunio (L’oiseau du Malheur; Unglücksvogel) (Zisselberger: 164-173). Améry no responde a esta pregunta, sino que se limita a señalar lo que no es el arte de Lefeu, desplazándose súbitamente de la estética a la literatura y traduciendo las imágenes a palabras. Por una parte, “las palabras desdibujan y desvanecen el acontecimiento”: el abismo entre las palabras y la experiencia es tan profundo que él no puede decir cómo fueron asesinados sus padres sin trivializar este simple hecho. Ninguna catarsis estética cubrirá jamás este abismo. Por otra parte, este hiato tampoco puede superarse a través de metáforas poéticas: para quien haya visto el humo de Birkenau, escribe en alusión a Paul Celan, la tumba cavada en el aire “no significa nada”. Y agrega que “no significa nada incluso para el pobre diablo que encontró su propia muerte en el agua, l’inconnu de la Seine” (Werke 1: 427). Dicho brevemente, las palabras nunca serán iguales a la herida que retratan, ni como un recuento realista ni como una transfiguración lírica. Sería vano buscar una salida consoladora.
Lefeu está obsesionado con el recuerdo de su padre, quien, al momento de recibir a los policías que lo arrestaron, blandió su Cruz de Honor austríaca, la condecoración que habían recibido los soldados de la Gran Guerra. Cuando imagina esta escena traducida a un lienzo se convierte en algo irrisorio, algo que le recuerda una pintura que vio en el pabellón soviético de la Exposición Universal de Bruselas en 1958. Aquel lienzo imaginario vendría bien en un álbum de Zhdanov. Así pues, las creaciones de Lefeu no son ni realistas ni abstractas. Probablemente se verían como los ensayos y novelas de Améry: como expresión de la rabia y el resentimiento de un rebelde que nunca aceptó reconciliarse con una realidad insoportable, ya fuera bajo su forma de barbarie (Auschwitz) o bajo la apariencia pulcra y confortable de una “decadencia reluciente”. Las fachadas destellantes de los edificios de vidrio, sugería en su novela, no hacían sino ocultar los bombardeos masivos de Hanoi y Hai Phong.
Lefeu era un Neinsager, un objetor que tenazmente decía “no”. Dijo no a la demolición de su departamento, al arte comercial y a la industria cultural, a la modernidad decadente y, en última instancia, a la historia que había sido tan cruel con él. Su negativa a cualquier forma de transigencia, empero, se convirtió en una forma de autodestrucción. La novela-ensayo termina con la muerte de Lefeu, que ocurre cuando éste intenta prenderse fuego junto con su departamento. Lo intenta, pero fracasa; muere de un ataque cardíaco. A diferencia de la conclusión del Auto de fe de Elias Canetti, aquí tenemos un fracaso incluso en la muerte.
En otras palabras, la pintura de Lefeu —es decir, la escritura de Améry— es un acto individual de resistencia. Lefeu no abandonará su departamento. No podría vivir en un edificio con aire acondicionado, ni pintar en un estudio confortable, ni siquiera acostumbrarse a una cocina moderna con un lavabo limpio sin manchas de aceite o de orina. Fuera de su departamento que se cae a pedazos, Lefeu sería tan inconcebible como Proust curado de su asma y libre, después de un exitoso proceso de psicoanálisis, de la rememoración que lo acecha; tan inconcebible como un Leverkühn de Thomas Mann curado de su sífilis con antibióticos; o como un Joseph Roth desintoxicado, que ya no bebe en el Café Tournon, sino que sale a correr cada mañana en el jardín Luxemburgo.
Decidí comenzar por Lefeu antes que por Más allá de la culpa y la expiación, el ensayo más conocido de Améry, porque el primero es una expresión importante de su concepción autobiográfica de la literatura. Pero tal estimación no alcanza a asir por completo su estilo de pensamiento, es decir, su escritura, que resultó de una simbiosis entre vida e historia. El hilo principal que atraviesa su ensayo sobre Auschwitz es la visión de la violencia como una experiencia vivida, íntima y por lo tanto irreductiblemente singular, de la que no obstante emerge al final un retrato universal de la humanidad. Si ha de ser comprendida en profundidad, la historia debe inscribirse en los cuerpos humanos que, por definición, pertenecen a vidas individuales. Las habitaciones que exhiben esas pilas de cabellos, de ropas, maletas, cucharas y otros objetos que pertenecieron a los prisioneros de Auschwitz y que los visitantes pueden ver en el museo, exponen evidencia material, pero no pueden sino transformar la violencia en algo extrañamente general, tan impactante como abstracto. Podríamos definir Auschwitz como un icono metonímico del siglo XX, como una metáfora de la historia, pero la historia, según Améry, no era ni un concepto abstracto ni una categoría filosófica: la historia era violencia inscrita en los cuerpos humanos. En otras palabras, escribir Auschwitz era escribirse a sí mismo. Ésta es la premisa implícita de Más allá de la culpa y la expiación, un ensayo terriblemente oscuro construido sobre la visión de la historia como sufrimiento, de la memoria como resentimiento y de la vida como exilio.
Ahora bien, esta postura ponía directamente en cuestión su estatus de intelectual público que, durante más de veinte años, escribiera extensamente sobre la historia, la política y la sociedad, dedicando cientos de artículos a la Segunda Guerra Mundial —incluida una biografía de Churchill—, las guerras de Argelia y Vietnam, las bombas atómicas, la sociedad de la prosperidad, la industria cultural, el jazz, la música popular y las estrellas de Hollywood como un fenómeno social. Améry no rechazó la definición sartreana de la “situación intelectual”, del intelectual engagé, comprometido y por ende, escribía, de izquierdas (1971: 233). Améry reclamó para sí el legado de la Ilustración, a la que definió como una suerte de philosophia perennis; nunca negó tener raíces intelectuales en la tradición del positivismo lógico austriaco; y no dudó en defender el humanismo sartreano contra la ofensiva del estructuralismo francés, al que percibía como una traición. Interpretar la historia como “un proceso sin un sujeto” era un sinsentido, y la postura epistemológica de Foucault, quien pasmosamente había proclamado la “muerte” del sujeto, le parecía una provocación venida “del enemigo más peligroso de la Ilustración” (der gefährlichste Gegenaufklärer) (Werke 6: 219-231).
Así, Améry defendía al intelectual humanista de izquierdas, una categoría en la que se incluía a sí mismo, pero de la que también reconocía lúcidamente sus límites. El Espíritu (Geist) podía fallar y verse avasallado por la historia. Auschwitz era el locus de este fallo, este fracaso del Espíritu. Al presentar a los deportados políticos como “creyentes”, Améry enfatizaba los recursos inagotables que encontraron en su “fe” para poder resistir: los marxistas, los testigos de Jehová sectarios, los católicos y, por supuesto, los judíos ortodoxos “sobrevivieron mejor o murieron con más dignidad que sus camaradas intelectuales no religiosos o apolíticos, quienes a menudo estaban infinitamente mejor educados y tenían más práctica en el pensamiento intelectual” (Améry 1980: 13). Era en vano, explicaba Améry, que “nosotros, intelectuales escépticos y humanistas recurríamos a ídolos literarios, filosóficos y artísticos”. A diferencia de los marxistas y de los creyentes religiosos, quienes “se trascendían a sí mismos y se proyectaban hacia el futuro”, los “intelectuales escéptico-humanistas” estaban privados de cualquier defensa espiritual y percibían los campos nazis como violencia pura. Ellos vivían la confrontación entre la violencia y el Geist en su forma más esencial, más cristalina, y estaban solos en esa confrontación.
En cuanto acérrimo Aufklärer, Améry no apoyaba ninguna forma de irracionalismo o misticismo y definitivamente no habría suscrito la famosa sentencia de Elie Wiesel que definía el Holocausto como un acontecimiento “que trasciende la historia”, pero aun así había una distancia entre explicar (erklären) y comprender (verstehen). La razón crítica podría explicar la violencia nazi y llegar a sus raíces, describir su trasfondo histórico y deconstruir su contexto, distinguir sus pasos y señalar a sus actores, analizar su lógica interna e indicar su peculiar combinación de mitología arcaica y racionalidad moderna, una espiral que resultó en una destrucción total, pero eso aún no es comprender. Después de todo, Auschwitz permanecía, ante sus ojos, como “una oscura adivinanza” (einem finsteren Rätsel) (1980: VIII; Werke 2: 13). Los intentos por explicar el Holocausto a través de un Sonderweg en el que, desde Lutero hasta el nacionalsocialismo, Alemania se habría desviado del camino de un supuesto paradigma occidental de la Modernidad, eran salidas ingeniosas, lo mismo que los esfuerzos marxistas por descubrir en los crímenes nazis a veces una racionalidad económica y a veces el síntoma de un “eclipse de la razón” del capitalismo tardío. Para un testigo directo, ninguna de estas explicaciones resultaba satisfactoria, ninguna era capaz de resolver esta “oscura adivinanza”. Tales explicaciones le decían “tan poco como las sofisticadas especulaciones sobre la dialéctica de la Ilustración” (1980: VIII).
Esta postura, compartida por Primo Levi, otro sobreviviente del Holocausto igualmente apegado a la herencia de la Ilustración (Levi 1997, II: 1921-1924), no debería confundirse con la que posteriormente formuló Claude Lanzmann, el director de Shoah, quien a menudo se inclinaba por un sesgo místico, casi oscurantista. Ni Améry ni Levi planteaban la imposibilidad de comprender el Holocausto —“Hier ist kein warum”, “aquí no hay un por qué”— como un principio epistemológico, como un dogma que automáticamente estigmatizaba como “obsceno” cualquier intento de comprensión histórica. Améry no consideraba el Holocausto como un “no-lugar de la memoria” (non-lieu de mémoire), como un trauma que sólo podía ser absolutizado, sacralizado, resucitado por el testimonio, pero no transmitido ni historizado (LaCapra: 95-138). Él nunca pensó en celebrar una derrota del Espíritu, ni en ser considerado como el profeta del fracaso de la razón crítica. No sólo una postura mística de tal índole no correspondía con su habitus mental, sino que probablemente la habría rechazado como ética y políticamente inaceptable.
Su testimonio era en verdad político. Tal como lo subrayó en el prefacio a la segunda edición de Más allá de la culpa y la expiación (1977), no pretendía desarrollar una explicación histórica, sino más bien “dar testimonio” (Améry 1980: VIII). Historizar un acontecimiento significa inscribirlo en el pasado, otorgarle un lugar en una secuencia temporal, dentro del flujo ininterrumpido de la vida humana, en el pasaje de una generación a la siguiente, y esto inevitablemente “normaliza” las experiencias más traumáticas. Al salvaguardar el carácter de experiencia vivida del pasado, la memoria confronta los efectos normalizadores de la escritura de la historia. Améry no deseaba reconciliarse con el pasado, inscribiéndolo en “los archivos de la historia”. Su libro, señalaba, fue escrito precisamente contra esta tendencia a anestesiar el pasado:
Pues nada queda resuelto, ningún conflicto queda cerrado, ninguna rememoración (erinnern) se ha vuelto un mero recuerdo (blossen Erinnerung). Lo que sucedió, sucedió. Pero que sucediera no puede ser aceptado con tanta facilidad. Me rebelo: contra mi pasado, contra la historia y contra un presente que coloca lo incomprensible en el frío almacén de la historia y, así, lo falsifica de una manera repugnante (1980: 11; Werke 2: 18-19).
A mediados de la década de los sesenta, justo después de los juicios de Frankfurt, historizar el nacionalsocialismo significaba, antes que nada, pasar la página o, según la fórmula convencional, Bewältigung der Vergangenheit, “la superación del pasado”. Améry evocaba sarcásticamente esta fórmula en el subtítulo de su ensayo, Bewältigungsversuche eines Überwältigen (tentativa de superación de alguien avasallado). Veinte años después del final de la guerra, dar testimonio del Holocausto significaba reconocer la culpa (Shuld) y prescribir la expiación (Sühne), dos categorías explícitamente mencionadas en el título de este ensayo. Améry no rechazaba el concepto controvertido de la “culpa colectiva” (Kollektivschuld), la cual definía, contra todos los abanderados de la reconciliación, como “la suma objetivamente manifiesta de la conducta culpable individual” (1980: 72-73; Werke 2: 134-135). Por supuesto, reconocía que una minoría había luchado contra el nacionalsocialismo, pero la gran mayoría de los alemanes, incluso si no habían participado directamente en los crímenes, no se habían opuesto a ellos, sino que los habían aceptado y, por ende, se habían vuelto cómplices. Este apoyo masivo al régimen nazi no era “una afirmación estadística vaga”, era un hecho que transformaba “la culpa de los individuos alemanes” en “la culpa total de un pueblo” (1980: 72-73; Werke 2: 134-135). Así, la reconciliación era una palabra vacía si no significaba el “resentimiento” de las víctimas, por una parte, y la “sospecha para consigo mismos” (Selbstmisstrauen) de los perpetradores, por la otra (1980: 77; Werke 2: 142). Tal reconocimiento de la responsabilidad histórica, ineludible incluso para la generación que vino después de la guerra, era la única premisa para rehacer la historia —lo cual, metafóricamente, significaba regresar en el tiempo— y “moralizarla” (Moralisierung der Geschichte) (1980: 78; Werke 2: 143). Una postura similar inspiró a Jürgen Habermas en la década de 1980 durante el Historikerstreit, cuando contra Ernst Nolte y las tendencias “apologéticas” de la historiografía sostuvo la inscripción del Holocausto en la conciencia histórica alemana (Baldwin 1990). También inspiró, en términos incluso más radicales, a Günter Grass, quien, tras la caída del Muro de Berlín, se opuso a la reunificación del país esgrimiendo como argumento la inacabada expiación de los crímenes nazis (Grass 1990).
No cabe duda que en los años de posguerra muchos sobrevivientes y exiliados compartían el resentimiento de Améry, pero pocos entre ellos se atrevían a transformarlo en una declaración ética y políticamente fundada. Distanciándose de una larga tradición filosófica que, desde Nietzsche hasta Scheler, mostraba el resentimiento sobre todo como un ánimo de venganza, Améry lo definía como una “verdad moral” y una necesidad. Probablemente podríamos reconocer en sus palabras la influencia del filósofo Vladimir Jankélévitch, para quien la legitimidad del resentimiento justificaba el carácter imprescriptible de los crímenes nazis. En la medida en que éstos no habían sido expiados, anunciar la amnistía política significaba solamente favorecer una “amnesia vergonzosa” y aceptar una “amnesia moral”. Ésta es también la razón por la cual Améry retrataba a Primo Levi en una carta a su amigo mutuo Hety Schmitt-Haas como “un hombre que perdona” (Verzeiher) (Werke 8: 246).(1)
Pero la demolición del espíritu es lo que no podía ser perdonado. A diferencia de Levi, quien aún percibía “una remota posibilidad del bien” entre las figuras espectrales de los prisioneros de Auschwitz e intentaba encontrar consuelo espiritual recordando un pasaje de la Divina comedia de Dante, Améry subrayaba que, tras repetir a todo volumen uno de los poemas de Hölderlin, se dio cuenta con pasmo de que se había convertido en una simple sucesión de palabras vacías: “El poema ya no trascendía la realidad” (Améry 1980: 7). El hambre y la poesía son incompatibles, concluía con un acento brechtiano. El perdón era inmoral: “Me abruma la culpa colectiva […]. El mundo, que perdona y olvida, me ha sentenciado a mí y no a aquellos que asesinaron o permitieron que ocurriera el asesinato” (1980: 75).
Escribir la historia significaba excavar en una vida fracturada por la violencia y avasallada por el resentimiento, con su cortejo de amargura y de melancolía inagotable. Esto resultaba en una existencia sobrellevada como condición de pérdida y exilio, lo cual resumía la judeidad de Améry. Excepto por su juventud en Austria, él nunca fue un “judío no judío” en el sentido de Isaac Deutscher, es decir, un judío hereje que participara de la tradición judía trascendiendo los estrechos límites entre el propio judaísmo y una visión más amplia y universalista. A decir verdad, no podía trascender nada:
Con los judíos en cuanto judíos no comparto prácticamente nada: ningún lenguaje, ninguna tradición cultural, ninguna infancia, ningún recuerdo de infancia. […] No importa de qué manera intente encontrar en la historia judía mi propio pasado, en la cultura judía mi propio legado, en el folclor judío mis remembranzas personales, el resultado será nulo (97).
Su cosmopolitismo adquirió entonces una forma negativa: primero había sido excluido de su hogar natal y después, durante el tiempo de su deportación, fue excluido del mundo mismo. Dicho sucintamente, el cosmopolitismo significaba la ausencia de palabras sin poseer la riqueza humana del paria de Hannah Arendt (Arendt 2007: 275-297). Para Améry, la judeidad no era una identidad ni religiosa ni nacional, sino más bien una condición negativa engendrada por la exclusión, la persecución y el genocidio. “Ser un judío”, escribió, “significa sentir la tragedia de ayer como una opresión interna. En mi antebrazo izquierdo porto el número de Auschwitz; se lee más brevemente que el Pentateuco y el Talmud y, sin embargo, brinda información más exhaustiva” (1980: 94). La judeidad, explicaba, era para él lo mismo una “imposibilidad” (Unmöglichkeit) que una “necesidad” o una “coacción” (Zwang): una imposibilidad porque significaba una tradición religiosa y cultural que él no poseía, y una “necesidad” en la medida en que no podía escapar de ella. Tan sólo encapsulaba su existencia negativa.
Améry no era un judío sartreano, es decir, “un hombre a quien los demás hombres consideran judío”, el espejo de una proyección antisemita (Sartre: 69). Esta definición clásica retrata la situación del joven Hans Mayer, quien, mientras lee un periódico en un café de Viena en 1935, se da cuenta de que era un judío según las leyes de Nuremberg (1984: 11-15). Tras la guerra, su judeidad fue un legado del nacionalsocialismo, siempre negativa, pero en la medida en que se había convertido en una identidad inscrita en su propio cuerpo, ya no venía dirigida a él desde los otros. Jean Améry no habría podido escribir nunca un libro esperanzador como La tregua de Primo Levi, ese recuento de una redención, un renacimiento, un regreso a la vida. Después de su deportación, no pudo volver a ninguna patria: Auschwitz fue la pérdida final, irreversible de cualquier posible Heimat. Para él, la vida sólo continuaría como un exilio definitivo, sin posibilidad de retorno. Améry solía decir que había “aprendido a ser un vagabundo”. En 1946 rechazó la propuesta de Hans Kühn de trabajar para la radio alemana en Colonia y nunca consideró regresar a Austria. Ésta no era una actitud de desprecio por un país provinciano; era el resentimiento: fue a Salzburgo a suicidarse.
Psicológicamente, escribía, “el hogar es seguridad”, la seguridad de estar protegido, rodeado por un paisaje familiar, por objetos íntimos y rostros amistosos, pero tal seguridad, pensaba, ya no existía ni en Alemania ni en Austria. Sólo quedaba la desgarradora melancolía de un hogar perdido. Durante su estancia en Bruselas, con su francés fluido, alimentado por la literatura y la filosofía francesas, quizá podría haberse convertido en un escritor francés, pero decidió seguir una carrera como crítico alemán y, así, su exilio fue una decisión intelectual y existencial. Como para muchos otros exiliados —notablemente Paul Celan— la lengua alemana se convirtió en su único hogar. Su declaración aparece en muchos textos autobiográficos como una suerte de recordatorio útil o inevitable: “El hogar, la patria, para mí siguen siendo palabras sin significado. Yo no estaba en casa en ningún sitio”. Además, menciona el “exilio-en-permanencia” como “la única autenticidad que puedo conseguir para mí mismo” (1984: 18-19). Por ende, resultaba perfectamente inútil distinguir entre una Heimat cultural y una Vaterland nacionalista. Para aquellos que, como él, habían participado en la resistencia antifascista en el exilio, la pérdida de la patria vino seguida de una lucha contra ella: “la verdadera nostalgia”, escribió, “no era la autoconmiseración, sino más bien la autodestrucción” (1980: 51). En la medida en que el odio hacia la patria (la Alemania nazi) entrañaba la lucha contra una parte de sí mismos, se convirtió en odio hacia sí mismos y transformó el exilio en una condición neurótica. El regreso de los exiliados al final de la guerra no fue “sino una vergüenza” para ellos mismos y su país natal.
Ha llegado el momento de analizar el tema sobre el cual escribió Améry sus páginas más controvertidas: la tortura, porque no sólo es el capítulo central de Más allá de la culpa y la expiación, sino que también es una clave importante para entender su identidad de escritor. En cuanto elemento unificador de su visión de la historia como sufrimiento, de la vida como exilio y de la memoria como resentimiento, la violencia nunca aparece en su obra como un concepto abstracto. La violencia siempre es una experiencia concreta, vivida, corporal: la violencia es tortura. A diferencia del “genocidio”, una palabra que conceptualiza la violencia, que la separa de su fenomenología y, en última instancia, la transforma en pura abstracción, la tortura se refiere a la experiencia de cuerpos humanos singulares. Mientras que el genocidio es una esfera de investigación académica, la tortura podría convertirse en una fuente de escritura autobiográfica. Al leer o releer hoy en día, cincuenta años después, estas oscuras meditaciones de un judío deportado a Auschwitz, nos asombra la falta de cualquier referencia a las cámaras de gas. Por supuesto que Améry escribió Más allá de la culpa y la expiación antes de la polémica del negacionismo, antes del Historikerstreit y de la inscripción del Holocausto en el corazón de la conciencia histórica europea. Contemporáneo exacto del premiado ensayo de Alexander y Margarete Mitscherlich sobre “la incapacidad para el duelo alemana” (Mitscherlich y Mitscherlich 1975), el libro de Améry no pertenece a nuestra era de memoria sacralizada, en la que la remembranza del Holocausto se ha convertido en una suerte de religión civil de las democracias occidentales. Al describirse como víctima y como un “ser humano avasallado” (überwähltigten), Améry afirmaba su resentimiento. No reclamaba para sí ningún aura en cuanto víctima. Más que aparecer como un mártir, le asustaba aparecer como un Beruf-Auschwitzer (un testigo “de oficio” de Auschwitz) (Werke 7: 548).
Me gustaría proponer que la atención de Améry sobre la tortura, en lugar de la cámara de gas, no revela ninguna ceguera o incomprensión: constituye una decisión epistemológica. Fue resultado de una concepción del conocimiento histórico en cuanto experiencia vivida —fuente única de auténtica comprensión— y se correspondía con una visión y una práctica de la crítica como escritura autobiográfica. El conocimiento de Améry sobre el Holocausto no era ni ideológico ni teórico, sino que se basaba en una percepción corporal: “experimenté sobre mi existencia y ejemplifico a través de ella una realidad histórica de mi época”; por eso podía “echar más luz sobre ella” (Améry 1980: 99). No era una cuestión de sabiduría o de clarividencia ni un conocimiento abstracto: era una cuestión de experiencia vivida.
Este capítulo abre con una sentencia apodíctica —“la tortura es el acontecimiento más terrible que un ser humano puede retener dentro de sí”— y desarrolla su tesis más controvertida: “la tortura fue la esencia del nacionalsocialismo” en la medida en que “fue precisamente en la tortura que el Tercer Reich se materializó en toda la densidad de su ser” (1980: 99). A diferencia del mecanismo impersonal de la muerte industrial, como el de las cámaras de gas, la tortura es una violencia infligida por seres humanos sobre otros seres humanos sin la mediación de ningún aparato que la torne anónima. Esto subraya su carácter humano y hace desaparecer cualquier idea de “banalidad del mal”. Quienes sufrieron la tortura no vieron al “enemigo de la humanidad” solamente a través de “la caja de vidrio” de una corte en Jerusalén, escribió Améry aludiendo a Hannah Arendt (1980: 25; Arendt 1999). Y la tortura constituyó la fuente de un sentimiento de alienación del mundo, de la vida reducida al exilio.
Quienquiera que haya sucumbido a la tortura ya no se puede sentir en casa en el mundo. La vergüenza de la destrucción ya no puede ser borrada. La confianza en el mundo, que ya había colapsado en parte al primer golpe, finalmente, bajo la tortura, cae por completo, y jamás será recuperada (1980: 25).
Este capítulo sobre la tortura posiblemente haya tenido un efecto catártico que le permitiera lidiar con el trauma vivido en 1943, en la fortaleza de Breendonck, en Bélgica, antes de ser deportado a Auschwitz. Tal como señala su biógrafa Irene Heidelberger-Leonard, Améry escribió un primer ensayo sobre la tortura en 1945, justo después de su liberación, que no fue publicado (Heidelberger-Leonard 2010: 150-153). Aquel ensayo, mucho más detallado en su descripción de las técnicas, las modalidades y las percepciones físicas de la tortura, participó del espíritu de la Resistencia. En ese texto, Améry confundía a sus torturadores dándoles información falsa; ellos lastimaban su cuerpo, pero no lo vencían. Veinte años más tarde, esta conclusión se invirtió completamente: ahora, el cuerpo sufriente avasallaba al espíritu. Alejándose de El ser y la nada de Sartre (1943), que probablemente dio forma a su primer borrador, Améry escribió que la tortura significaba la completa aniquilación del cuerpo y que el espíritu no podía impedirla ni sobrevivir: “yo era mi cuerpo y nada más; en el hambre, en el golpe que sufría, en el golpe que yo daba. Mi cuerpo, debilitado y cubierto de suciedad, era mi calamidad” (Améry 1980: 91).
Una compresión cabal de este capítulo, sin embargo, necesita trascender su textualidad desnuda. Escrito en la estela de la guerra de Argelia, revela una tensión entre la razón crítica y la desesperanza, entre el intelectual público de izquierdas y el escritor autobiográfico, una tensión que conforma la obra de Améry en su totalidad. Aun cuando ha sido descuidada por la mayor parte de sus críticos y biógrafos, la conexión de este capítulo con la época de la descolonización no puede ser sobrestimada. Al analizar la tortura como “la esencia del nacionalsocialismo”, Améry vinculaba el legado del antifascismo con la lucha contra el colonialismo, sugiriendo claramente una continuidad histórica entre ambos. Su telón de fondo era la guerra de Argelia, que en Francia suscitó violentas polémicas sobre la tortura mediante dos famosos panfletos: el primero de Henri Alleg, La Question, y el segundo de Pierre Vidal-Naquet, L’Affaire Audin. Améry publicó su ensayo el mismo año en el que La Batalla de Argel de Gillo Pontecorvo fue premiada en el Festival de Cine de Venecia y justo un año antes de la marcha contra la guerra de Vietnam en Washington (Alleg 2006; Diner 2014: 73-78; Vidal-Naquet 1989). En la década de 1960, los lectores no podían pasar por alto la resonancia de este ensayo con algunos textos icónicos como el Discurso sobre el colonialismo (1950), de Aimé Césaire y Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (1961), que hacían una conexión explícita entre el nacionalsocialismo y el colonialismo (Césaire 2006; Fanon 1983).
Fanon, a quien Améry admiraba enormemente, demostraba que no era imposible resquebrajar el oscuro universo construido por la historia ininterrumpida de la violencia colonial. Piel negra, máscaras blancas (1952) le había revelado algunas afinidades significativas entre la condición de los judíos perseguidos y la de los pueblos colonizados. Diez años más tarde, Los condenados de la tierra indicaba una salida a esta espiral de opresión por la vía de la violencia revolucionaria. En 1969 Améry escribió una crítica entusiasta a este ensayo, una vez más, llena de referencias autobiográficas. La violencia teorizada por Fanon era redentora en cuanto que presentaba “aspectos mesiánicos y quiliásticos” (Améry 2005: 15). Su propósito no era la reconciliación, sino más bien la destrucción absoluta, la premisa única para transformar a los colonizados en sujetos históricos, acallando la alienación y humanizando la historia, suprimiendo dialécticamente al mismo tiempo a los colonizadores y a los colonizados. Existencial y a la vez histórica, esta violencia revolucionaria no sólo cambiaría la historia, sino que también crearía nuevos seres humanos. Sobre todo, señalaba Améry, Fanon “ya no estaba en el circuito cerrado del odio, el desprecio y el resentimiento” (2005: 14; Gilroy: 16-32). Esta visión de la violencia era política y no tenía nada en común con las glorificaciones míticas, nihilistas o místicas de la violencia tal como podían encontrarse en los escritos de Georges Sorel, el joven Walter Benjamin (la “violencia divina”) o Georges Bataille (el sufrimiento como un acceso sensualista a lo sagrado). La violencia y la opresión no constituían un destino ineludible; su cadena inmemorial podía romperse (Steiner-Sherwood: 135-150).
Fanon mostraba la posibilidad de una respuesta colectiva, política, al resentimiento de los cuerpos humillados y oprimidos. En Más allá de la culpa y la expiación, Améry escribe que entendía la concepción de la violencia descrita en Los condenados de la tierra porque, cuando fue torturado en su calidad de resistente, deseaba ser capaz de conferir “una forma social concreta a su dignidad dándole un puñetazo a un rostro humano” (Améry 1980: 91). En Lefeu, esta contraviolencia se concibe como un momento liberador: el “contragolpe” (Gegenschlag) con el que el cuerpo golpeado responde “al impacto corporal o espiritual” venido de manos del perpetrador. Esto no tiene que ver con la “mitología revolucionaria”, explica, sino que es “la última opción que encuentra el ser humano avasallado” (Werke 1: 438). Esto podría constituir una solución al resentimiento y una acción colectiva podría transformarlo en emancipación humana, pero necesitaría consumarse à chaud, ahí mismo, al calor del momento, durante una revolución; de otra manera la ofensa no se limpia y la violencia simplemente se repite; en este caso, la venganza se convierte en un nuevo crimen (“à froid”, ist sie nicht mehr Tat-Untat, sondern Untat-Untat) (Werke 1: 448).
La revolución colonial, empero, abrió una brecha de liberación que los judíos no habían experimentado durante la guerra. La única opción de estos últimos, señalaba Améry con amargura, era la autodestrucción, como en la insurrección del Gueto de Varsovia, que opuso la redención humana de la “muerte voluntaria” (die Freiheit des Zum-Tod-Seins) a la aniquilación nazi (Werke 7: 461). En los años de posguerra, la razón crítica de Fanon, el intelectual anticolonialista, parecía capaz de rescatar de la desesperanza a Améry, el judío sobreviviente. No obstante, esta opción revolucionaria llegó a ser sólo un tenue destello de luz en una obra construida sobre la desesperanza. Era una posibilidad del mundo en el que vivía, el mundo de la descolonización, pero no una posibilidad que se hubiera ofrecido a su generación judía durante la Segunda Guerra Mundial. La violencia revolucionaria de Fanon no podría convertirse en su identidad política. La escritura, en lugar de la emancipación política, continuó siendo su única forma de autocomprensión, aunque fuera negativa.
Primo Levi, quien estableció un diálogo distante, indirecto, con Améry —no está claro si se conocieron en el campo de Buna-Monowitz, Auschwitz—, escribió algunos pasajes en El oficio ajeno que parecían cuestionarlo. Al interrogar las razones de la escritura, Levi respondía a Améry, entre otros argumentos, que aquélla lo libera a uno de la angustia. Esta motivación también había sido la suya cuando escribió su primer testimonio, Si esto es un hombre, un recuento autobiográfico que resultó una terapia catártica, una suerte de liberación interior, como “el equivalente del diván de Freud”. A continuación, hablaba sobre el escritor impulsado por su sufrimiento, una figura que identificaba con Améry, y le pedía “hacer un esfuerzo por filtrar su angustia, por no arrojarla tal cual, áspera y cruda, al rostro del lector” (Levi 1997, II: 661). El riesgo, explicaba, era contaminar al lector sin liberar al escritor. Probablemente Améry no deseara liberarse de su penar opresivo. Su verdad era “áspera y cruda” (ruvida e grezza), no podía decirla de otra manera. Fueron su angustia y su resentimiento los que constituyeron la fuerza de su escritura.
Nota:
Véase Levi 1998: 136. Parece que entre Améry y Levi hubo correspondencia (al menos una carta) que ha desaparecido: vénse las notas de Gerhard Scheit en Werke 8: 803-804. A Améry no le gustaban los judíos que “temblaban con el pathos del perdón y la reconciliación” (1980: 81; Werke 2: 65). Sobre Levi y Améry, véase también Heidelberger-Leonard 2010: 65-72 y Sebald: 115-123.
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Acta poética, 2019