¿Cuándo entenderán el mensaje aquellos que ocupan los espacios de “poder”? Mientras el mundo atraviesa una crisis alimentaria cada vez más grave (según los expertos es la tercera en 15 años), se podría pensar que una reunión de representantes de gobierno, como la celebrada el pasado junio en Berlín con ocasión de la conferencia “Unidos por la seguridad alimentaria mundial”, podría haber tenido como resultado un poderoso e inteligente paquete de medidas. Pero no. En su lugar, tenemos un par de nuevas coaliciones, un poco más de dinero sobre la mesa y, como siempre, muchos negocios. Ni rastros de lo verdaderamente necesario para revertir la crisis.
Durante las últimas semanas han aparecido nuevos datos y análisis que nos permiten comprender mejor lo que estamos atravesando y cómo podemos enfrentarlo. A continuación algunos puntos clave que hemos aprendido.
Enfrentamos una crisis de precios, no una escasez de alimentos: Junto con los costos de la energía y en parte debido a ello, los precios de los alimentos han estado subiendo en el mundo entero, afectando sobre todo a los sectores más pobres y vulnerables. Pero no hay escasez de alimentos. Algunos países, como China o India, tienen grandes reservas de alimentos como estrategia de seguridad alimentaria, lo que está muy bien, a pesar del actual debate al interior de la Organización Mundial del Comercio sobre si las reservas de alimentos y las prohibiciones a la exportación distorsionan o no el comercio y cómo lo hacen. El efecto general de nuestros cada vez más industrializados sistemas alimentarios es la especialización, la sobreproducción y una enorme generación de desperdicios. Cerca de 60% de la producción europea de trigo se destina a la alimentación animal, mientras que 40% del maíz cultivado en EUA se convierte en combustible para automóviles. A nivel global, 80% de la cosecha mundial de soya se transforma en comida para animales, mientras que 23 % del aceite de palma mundial se convierte en diésel. Países como Vietnam, Perú, Costa de Marfil y Kenia dedican una gran cantidad de sus recursos a cultivar y exportar productos agrícolas no esenciales, como café, espárragos, cacao y flores. Mientras tanto, inmensas superficies en todo el mundo son empleadas para cultivar los ingredientes necesarios para la producción de comida chatarra, es decir, alimentos procesados sin nutriente alguno. Globalmente hablando, no falta producción. Los precios son altos, además de que existen problemas de mano de obra y distribución.
Desafortunadamente, grupos de presión han instrumentado la crisis y, con el argumento de que es necesario producir más alimentos, buscan dar marcha atrás a determinadas reformas políticas en materia alimentaria, como también a algunos objetivos relacionados con el cambio climático. En esta línea, la nueva estrategia “Farm to Fork” [“de la granja al tenedor”] de la Unión Europea, cuyo objetivo consiste en ajustar las prácticas agrícolas a los imperativos de la sostenibilidad, ha sido el blanco de cuestionamientos y presiones. En numerosos países surgen debates respecto a si es necesario eliminar las metas de producción de biocombustibles, destinadas a reducir las emisiones climáticas, con el fin de destinar dichos cultivos a alimentación. (Al mismo tiempo, en lugares como Brasil, los altos precios en las gasolineras están impulsando a los inversionistas a reactivar la producción de biocombustibles).
Las causas son estructurales y van más allá de la guerra en Ucrania: con fines ideológicos, muchos líderes políticos culpan a Rusia del aumento del hambre. Es cierto que Rusia está bloqueando las exportaciones ucranianas de cereales, semillas oleaginosas y fertilizantes, como también sus propias exportaciones. (Los gobiernos occidentales han sido claros en manifestar que estos bienes están excluidos de sus sanciones). A pesar de esto, el trigo y el aceite de girasol ruso y ucraniano pueden ser sustituidos mediante otras fuentes de abastecimiento y reemplazados por otros tipos de granos y aceites. El problema más profundo es que países como Egipto, Senegal o Líbano son altamente dependientes de las exportaciones de estas dos naciones. En el largo plazo, son estos países quienes necesitan encontrar soluciones alternativas, de preferencia apoyando a su propia oblación campesina para construir diversos sistemas agrícolas locales y fortalecer los mercados regionales.
Unos 20 países obtienen más de la mitad de su trigo de Ucrania y Rusia. Y sólo siete países más la Unión Europea representan 90% de las exportaciones mundiales de trigo. No extraña, entonces, que tan sólo cuatro empresas (Archer Daniels Midland, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus) concentren la mayor parte de este sector comercial. Si bien es cierto que parte de este sector se ha visto afectado por la guerra, es en países con conflictos internos propios, como Afganistán, Yemen, Siria, Eritrea, Somalia y la República Democrática del Congo, donde se concentra el mayor aumento del hambre. Esto no tiene ninguna relación con la situación en Ucrania. “Dejen de difundir noticias falsas, África no necesita el trigo de Ucrania”, exclamó recientemente el líder campesino maliense Ibrahima Coulibaly. Dicha reacción por parte de Coulibaly, se debe a la utilización de la guerra como excusa para impulsar el imperialismo agrícola occidental, culpable de la destrucción de bosques, tierras de cultivo y la diversidad alimentaria en todo el Sur global.
La especulación, gran parte del problema: los datos ahora disponibles muestran que la actual crisis de precios de los alimentos no comenzó con la guerra en Ucrania sino que es el resultado de un conjunto más amplio de problemas. Entre ellos, la pandemia del Covid-19 (con su consecuente —y aún persistente— interrupción en las cadenas de suministro a nivel internacional), la crisis climática y la especulación en los mercados financieros. La gráfica 1 muestra con bastante claridad que la subida de los precios de los alimentos está desvinculada tanto su producción como de su abastecimiento, que se han mantenido estables. ¿Por qué ocurre esto? En parte porque quienes invierten, sean bancos, fondos de pensiones o simplemente particulares, están comprando participaciones en fondos, lo que les permite apostar a precios futuros de determinadas materias primas, pero con efectos reales sobre su precio mundial actual. Esto está bien documentado y los gobiernos son conscientes de ello. De hecho, es algo similar a lo que ocurrió en la crisis alimentaria y financiera de 2007-2008. El problema está en que los esfuerzos por regular dichos fondos son saboteados por la propia industria financiera en mercados tan influyentes como el de Estados Unidos y el de Europa. En la actualidad, esta forma de especulación con mercancías básicas de exportación se está comenzando a detectar en las bolsas de valor chinas.
Partidos políticos y coaliciones de la sociedad civil están pidiendo que se limite la cantidad de contratos sobre estas mercancías de exportación que un inversionista financiero pueda tener. Esto parece ser lo mínimo que se puede hacer. Actualmente, se dice que aquellos inversionistas que huyen de los bitcoins, una importante criptomoneda que durante los últimos meses ha perdido más de la mitad de su valor, se están cambiando a las inversiones en mercancías agrícolas de exportación. Algunos plantean que se podría gravar este tipo de transacciones financieras o exigir que el retiro voluntario de los mercados de productos básicos sea un criterio para la adquisición de credenciales de buen inversionista. Sin embargo, el gran problema es la ausencia fundamental de transparencia sobre la que se construyen estos mercados.
Podría generarse escasez: como puede observarse en la gráfica 2, la gente metida en la agricultura de todo el mundo se enfrenta a que los precios de los insumos, especialmente los fertilizantes químicos, se han duplicado o triplicado. Esto se ve agravado por el aumento de las tasas de interés en los créditos que los agricultores adquieren para comprar sus insumos, y también por el alto costo de los combustibles. Muchas campesinas, muchos campesinos no tienen más remedio que reducir los insumos, lo que se traduce en una disminución de la cosecha. A su vez, quienes consumen tampoco pueden asumir el aumento en los costos de la producción de alimentos. El resultado podría ser un colapso catastrófico en ambos extremos del sistema alimentario.
En el corto plazo, los gobiernos deben subsidiar la canasta básica de alimentos. Si no lo hacen, como vimos recientemente en Ecuador, la gente de a poco se irá tomando las calles. Sin embargo, para muchos gobiernos el problema es que se encuentran ahogados por las deudas, por lo que les será difícil y costoso entregar dichos subsidios sin ser asediados por sus acreedores, ya sean prestamistas públicos como el Fondo Monetario Internacional o empresas de inversión privadas como Black Rock.
Más allá del problema de los insumos, y como resultado del cambio climático, las cambiantes y extremas tendencias climáticas ya están complicando y dificultando la producción de alimentos. En la India, las olas de calor están reduciendo la producción de cereales y elevando los precios de los alimentos. En Kenia y EUA., el ganado se está muriendo debido al stress provocado por el clima, mientras que a nivel mundial los suelos están siendo destruidos, creando aún más peligros para el suministro de alimentos. Por lo tanto, junto con la urgente lucha por los subsidios, también se deben tomar medidas para transformar la manera en que se producen alimentos, alejándola lo más rápido posible de la dependencia de los insumos químicos. De todos modos, esto es algo necesario y urgente para lidiar con la crisis climática.
Esto es algo que podemos corregir
Entonces ¿cómo seguimos? Numerosos gobiernos y bancos centrales están intentando controlar la inflación general mediante la política monetaria, al mismo tiempo que amortiguan el impacto sobre las personas a través de mecanismos de seguridad social. Los que a finales de junio pasado se reunieron en Berlín, acordaron destinar algo más de dinero para ayudar y proteger a los sectores más vulnerables. Pero necesitamos algo más profundo y radical.
► Entender la vulnerabilidad de nuestros sistemas alimentarios a la especulación financiera debe ser una prioridad. Existen muchas medidas a ser consideradas, no sólo para corregir ciertos vacíos, sino para prohibir totalmente a determinados actores e instrumentos financieros comerciar con alimentos y especular con sus precios. Esto debería ir de la mano con medidas exigidas desde hace ya mucho tiempo, como aplicar de manera efectiva legislaciones antimonopolio, eliminar la corrupción (manipulación de precios incluida) y permitir el control público sobre los precios de los alimentos.
► Construir soberanía alimentaria es la siguiente tarea crucial. No en el sentido de nacionalismos, fronteras, arsenales celosamente guardados y aislamiento. Las grietas en nuestros sistemas alimentarios provienen del sector industrial, con su foco puesto en unos pocos productos básicos, su producción a gran escala, su uniformidad y su despojo de trabajadoras, trabajadores y comunidades locales con el fin de producir y mantener alimentos supuestamente baratos. Es éste el sistema de producción que no puede soportar los impactos climáticos, mientras continúa generando enormes daños sociales y ecológicos. La mejor defensa contra la especulación financiera y el control corporativo de nuestros sistemas alimentarios es la soberanía alimentaria, que descansa en métodos de producción sostenibles y prácticas solidarias.
► Movimientos sociales como La Vía Campesina y redes de mujeres como el Foro de Asia y el Pacífico sobre la Mujer, el Derecho y el Desarrollo también están desarrollando propuestas innovadoras sobre cómo rediseñar las reglas y las instituciones del comercio internacional para que realmente sirvan a los sistemas alimentarios que pueden alimentarnos —apoyando a quienes producen y quienes venden alimentos a pequeña escala— y no al revés. Esto requiere alejarse del régimen actual de acuerdos de libre comercio y tratados de inversión. Pero repensar cómo organizamos el comercio, subordinándolo a las necesidades de los sistemas alimentarios locales, significa también implementar medidas de carácter urgente, con el fin de garantizar el acceso a la tierra, especialmente para la gente joven y las mujeres.
► Teniendo en cuenta los debates actuales en torno a las crisis, no sólo la alimentaria, resulta indudable que el bien común y los objetivos sociales deben ser prioritarios. Esto significa que hay que acabar con el papel dominante que actualmente desempeñan las corporaciones. A pesar de todo lo que se habla sobre responsabilidad corporativa y rendición de cuentas, lo único que obtenemos son soluciones falsas, maquillaje verde y una destrucción galopante, todo mientras sus ganancias continúan creciendo. Dado que son las corporaciones quienes impulsan los insumos químicos y la dependencia de los combustibles fósiles, es hora de cambiar de estrategia.
Existe abundancia de buenas ideas sobre cómo remodelar/reconstruir nuestros sistemas alimentarios, y hay un cúmulo de movimientos sociales ansiosos por tomar las riendas y ponerlas en práctica. Tal vez esta crisis alimentaria pueda servir para unir movimientos y poner en marcha acciones importantes.