Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea. Primera parte

1. Nosotras, hoy | 25 / En el laberinto de la dominación masculina | 26 / Buscando hilos | 45
2. La dimensión material de la dominación masculina contemporánea | 85 / La familia como unidad productiva y reproductiva subsumida al capital y el matrimonio como institución regulatoria de los intercambios emocionales | 86
3. La dimensión simbólica de la dominación masculina | 149 / El espacio simbólico: comprender objetivamente la realidad de una manera subjetiva | 150



 

Desandar el laberinto
Introspección en la feminidad contemporánea

Raquel Gutiérrez Aguilar

 

1. Nosotras, hoy

26
En el laberinto de la dominación masculina
He dudado mucho cómo empezar y tal vez la forma
que elegí resulte desconcertante, pero necesito pre-
sentarles toda una serie de razonamientos lógicos
para que podamos comprender la manera en que ope-
ra ese detestable mecanismo que nos construye como
segundo sexo”, que nos define en relación con los va-
rones, por alteridad. Pero al mismo tiempo, necesito
ir hablando de mi propio conocimiento práctico o de
experiencias cercanas, pues no será fácil entender de
qué estamos hablando hasta que no logremos preci-
sar esa difusa manera de vernos envueltas en una red
de costumbres, sentidos comunes, deseos inconscien-
tes, expectativas truncas, insolencias y agresiones que
muchas veces sentimos y no entendemos, que con
frecuencia padecemos y no logramos terminar de elu-
cidar. Esto sucede, considero, porque ese cúmulo de
prácticas sociales en las que tantas veces sentimos no
encajar, se nos presenta como una especie de denso y
turbio espacio de interacciones que, al mismo tiempo
que está frente a nosotros, nos precede; que simultá-
neamente nos empuja a trascenderlo y nos encierra en
sus laberintos prácticos. Para entender lo que pasa,
tenemos que ir desmontando cada uno de los resortes
de su funcionamiento. Pero esos múltiples resortes
reaparecen cuando una cree que ya los ha terminado
de desarmar, en las situaciones más inverosímiles y
bajo formas inéditas. Por eso creo que conviene ir ha-
ciendo una mezcla de razonamientos y experiencias,
de desmenuzamiento analítico de eventos vividos y
de paralela teorización acerca de lo que registramos

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como existencia. Estamos pues, en medio de un apa-
rente dilema: hemos de poder descubrir los principios
generadores de la dominación masculina en el mun-
do, o lo que es lo mismo, los principios de la subor-
dinación y opresión de las mujeres, únicamente cuan-
do los comenzamos a desmontar. Y solo podremos
desmontarlos desde lo que somos. Y somos libertad y
posibilidad pero también somos productos y agentes
activos de esos dispositivos generadores de opresión.
Comencemos pues con el asunto. La opresión de
las mujeres se sostiene en una serie de rígidas estruc-
turas normativas, de dispositivos sociales, costum-
bres, creencias interiorizadas, temores inconscientes
y armazones simbólicos que, fundamentalmente,
coartan la posibilidad de disponer de nosotras mismas.
Todo este arrogante y elástico dispositivo social que
prescribe una serie de maneras válidas de ejercitar la
disposición de sí –y por tanto enuncia otras como im-
posibilidades– es al mismo tiempo tan intenso y tan
exhaustivo que las más de las veces no lo vemos. Y se
vuelve invisible porque, más allá de los impedimentos
rígidos y explícitos que no pierden su nitidez, este dis-
positivo de inhibición se conforma prescribiendo con-
ductas, gestos, emociones y sentidos que a la larga se
incorporan en nuestro propio cuerpo.
La opresión de las mujeres, como cualquier otra
opresión, como cualquier otro ejercicio de poder,
no está, ni principal ni básicamente, en la fuerza del
NO. No está sostenida de manera esencial por una
serie de limitaciones, de prohibiciones perversas,
de exclusiones rígidas, sino por una múltiple, difu-
sa, continua e intangible serie de prescripciones de

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aquello que socialmente es una mujer –y por tanto,
de lo que es un varón 1 .
La posibilidad de disponer de nosotras mismas,
que es a fin de cuentas un problema de libertad2 ha
sido, históricamente, limitada desde muy distintos
flancos. Podemos pensar en las épocas3 en las que las
mujeres eran entregadas en matrimonios convenidos
por decisión y voluntad de sus padres, o en los tiem-
pos en los que las mujeres no podían, legalmente, ni
manejar sus asuntos económicos, ni heredar, ni con-
trolar su propio dinero ni representarse a sí mismas en
1 Para analizar las relaciones de poder entre los varones y las
mujeres he de utilizar elementos del pensamiento de Foucault.
Una idea central de esta posición es la siguiente: “Hay que librarse
de la imagen del poder ley si se quiere realizar un análisis del
poder según el juego concreto e histórico de sus procedimientos”,
Michel Foucault, Historia de la sexualidad, tomo i, Siglo xxi, México,
13ª ed., 1986, pág. 110. Véase también, del mismo autor, Tecnolo-
gías del yo, Paidós -Universidad Autónoma de Barcelona, Barce-
lona, 1990; Hermenéutica del sujeto, La Piqueta, Madrid, 1994;
Genealogía del racismo, Editorial Altamira, Buenos Aires, 1996; La
vida de los hombres infames, Editorial Altamira, Buenos Aires, 1996.
2 El concepto de libertad acarrea un problema que, si bien iremos
discutiendo a lo largo del texto es importante destacar desde
un inicio: a partir de la modernidad la libertad se entiende, por
un lado, como ausencia de lazos de sujeción que a su vez, por
otra parte, parecieran situar a cada persona frente a un universo
infinito de posibilidades. Esta segunda noción de libertad, como
posibilidad de optar en un casi inagotable espectro de posibili-
dades no es, considero, más que una más de las ilusiones de la
modernidad. Las mujeres nos enfrentamos al problema de la li-
bertad de una doble manera: tanto en el terreno de la lucha contra
los lazos explícitos de sujeción, como al quedar atrapadas en la
realidad de la imposibilidad de elecciones permanentes. Todo esto
lo discutiremos en detalle más adelante.
3 Utilizamos el tiempo pasado pues este extremo ya casi no lo
vemos en nuestro medio. Sin embargo, existen sociedades en las
que los matrimonios, es decir, la entrega de la mujer a un varón
de otra familia para que disponga de su fuerza de trabajo y de sus
capacidades reproductivas, siguen siendo vigentes. Ésta es una
limitación radical de la posibilidad de disponer sobre una misma.

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los espacios públicos. Estos tiempos y estas circuns-
tancias no son tan lejanos ni tan imprecisos como
para que los hayamos olvidado.
Sin embargo, hemos de intentar centrarnos en los
tiempos que corren.
Si bien las estructuras sociales son diversas y
múltiples, existe un sustrato general, una serie de
convenciones prácticas que permiten que más o me-
nos compartamos ciertos esquemas o estereotipos
generalizables y generalizantes. Por eso tengo que si-
tuar quién soy yo y a quiénes hablo. Lo primero lo iré
desgranando poco a poco a lo largo del texto; a quié-
nes me dirijo quiero precisarlo ahora: básicamente a
ustedes, mujeres jóvenes, urbanas, pertenecientes a
eso que con mucha frecuencia suele clasificarse con
la imprecisión cobijada en la noción de “clase me-
dia”. Mujeres jóvenes, urbanas, de clase media, que
además, y esto es importantísimo, decisivo quizá,
están insatisfechas con lo que les rodea y se desespe-
ran en esfuerzos por transformarlo.
Voy a intentar hablar desde esa situación que hace
muchos años también fue la mía, y que en parte sigue
siendo, porque estoy convencida de que en la medi-
da que una sabe entender el modo como le suceden
las cosas, en la medida en la que una se percata de
sus propios límites y de los esfuerzos que hace para
sobreponerse a ellos, aprende más acerca de la eman-
cipación que en cualquier texto teórico. Pero además,
sabiendo cómo una se ha venido construyendo a sí
misma, sabiendo dónde se ha detenido, enfrentándo-
se con las más íntimas imposibilidades, una aprende
también a situarse en los zapatos de otras y otros,

 

 

30
y puede elaborar hipótesis y confrontarse con los es-
fuerzos emancipativos de los demás seres humanos,
sean estos quienes sean.
Algunas nociones que confunden
En fin, si nos centramos en el tiempo presente, tengo la
impresión de que la más peligrosa de nuestras conven-
ciones, la que más dificulta la comprensión de los proble-
mas que acarrea, es la noción de igualdad entre los sexos4
.
Tras la Revolución Francesa se consignó como
principio de organización social la igualdad formal
ante la ley de todos los varones franceses mayores de
edad, a partir de entonces convertidos en ciudadanos
con derechos civiles y políticos indistintos; principio
que Marx 5 se obstinó en criticar y desmontar en su
perverso significado de disfraz de las diferencias so-
ciales reales, pero más aún en tanto mecanismo que
engendra una conciencia ilusoria de las soluciones
posibles, al proponer el aburguesamiento ideal como
salida a la desigualdad material.
En la actualidad, el principio de la igualdad entre los
sexos –o su formulación equivalente de “diferencia con
derechos iguales”–, juega el mismo papel de velo de
una situación de preeminencia masculina, de jerarqui-
4 Para una más extensa discusión crítica sobre este punto convie-
ne revisar las reflexiones de las feministas europeas de los años
70; en especial, el clásico de Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel,
La Pléyade, Buenos Aires, 1978. El argumento decisivo del plantea-
miento de Lonzi es que “el varón no es el modelo al que la mujer
debe adecuar el proceso de descubrirse a sí misma”.
5 Karl Marx, “Crítica de la filosofía del derecho del Estado de He-
gel”, Marx-Engels. Obras fundamentales, tomo i, fce, México, 1981.

31
zación genérica, en la que a las mujeres se nos asigna
la posición subordinada. Simone de Beauvoir presenta
una crítica insuperable a la igualdad como divisa:
(Los varones) cuando tienen una actitud de colaboración
y benevolencia para con la mujer traen en primer término el
tema del principio de la igualdad abstracta y no (se) plantean
la desigualdad concreta que comprueban. Pero cuando entran
en conflicto con ella, la situación se invierte: entonces traerán
en primer término el tema de la desigualdad concreta y aún se
autorizan para negar la igualdad abtracta6
.
Después de 1789 la consigna de la igualdad entre
ciudadanos comenzó a organizar el mundo preten-
diendo que el sujeto por excelencia era el respetable
señor burgués, propietario de bienes y respetuoso de
la ley, modelo en el que todos los demás debían reco-
nocerse, y lo mismo sucede en medio de un ambiente
social en el que se proclama la igualdad entre mujeres
y varones pero donde, simultáneamente, es el varón
dominante7 con sus peculiaridades y limitaciones, con
6 Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Siglo xx, Buenos Aires,
tomo i. pág. 22.
7 Propongo que hablemos de varones dominantes porque, así
como el saber qué es una mujer continúa pendiente y el sig-
nificado lo vamos construyendo a partir de la crítica de lo que
históricamente se nos ha hecho ser (recordemos la célebre frase
de De Beauvoir acerca de que una no nace mujer sino que llega a
serlo), tampoco sabemos en verdad qué es un varón. Conocemos
a los varones actualmente y podemos hacer de ellos una tipo-
logía; habrá los que encarnen más crudamente los estereotipos
dominantes y aquellos otros que se animen a cuestionarlos y tal
vez dudar de ellos, habrá algunos desertores de la masculinidad
tradicional que se verán cercados desde todos los flancos, pero
en términos generales, sucede lo mismo que con las mujeres:
podemos analizarlos y estudiarlos en tanto así han sido construi-

32
sus capacidades y defectos, quien se propone como
prototipo de humanidad, como molde en el que to-
dos, es decir, ellos y nosotras, debemos encajar.
Nos resulta muy difícil a nosotras derrumbar la
ilusión de universalidad construida a partir de una ra-
zón masculina. Es decir, nos resulta muy difícil acep-
tar que no nos estamos sintiendo bien moviéndonos
en unos espacios en los cuales, si bien hemos sido
convocadas en tanto iguales, nos damos cuenta una
y otra vez que no lo somos. Esto pasa por la expe-
riencia muy directa, casi imperceptible, y tal vez muy
insignificante desde el punto de vista masculino, de
ser consideradas las compañeras de algún varón que
está presente y no una subjetividad independiente
con opiniones bien diferenciadas; o por la experien-
cia de no ver atendidos nuestros puntos de vista de
manera recíproca, cuando nosotras sí estamos dis-
puestas a esforzarnos por asumir las opiniones o
propuestas de algún varón cercano.
La dificultad se incrementa cuando persevera-
mos en la afirmación de una elección vital, en la se-
guridad de una intuición íntima, en la defensa de
una opinión, pues a partir de ahí, siendo nuestra in-
tención ser escuchadas y atendidas en términos de
igualdad, ser entendidas en tanto subjetividad que
convoca porque está dispuesta a hacer en común,
nos resultarán cada vez más dolorosas las incom-
prensiones, malentendidos, conflictos y desplantes.
dos y no sabemos si hay otras cosas dentro de ellos, otros deseos,
otros modos de sentir, otras ilusiones acerca de sí mismos. Por
eso, de momento y hasta que no logremos investigar más allá de
estas representaciones inmediatas, tenemos que hablar de varón
dominante porque eso es lo que son.

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Nosotras con mucha frecuencia estamos dispues-
tas a hacer cosas con ellos; ellos no siempre están
dispuestos a ensayar una idea propuesta por noso-
tras. Esta ausencia de reciprocidad nos conmociona
cada vez que la experimentamos pues niega radical
y abruptamente el estereotipo de igualdad que nos
animaba a participar en común.
Se derrumba para nosotros la ilusión de universali-
dad construida a partir de una razón masculina, pero
en tanto se derrumba como carencia, como frustra-
ción, muy frecuentemente nuestra mirada se queda
prendida del árbol sin lograr ver el bosque. Es decir,
nos “complicamos” con todo tipo de detalles, nos afec-
tamos profundamente con aquello que, casi siempre,
los varones en general, y más aún los varones cerca-
nos, considerarán una nimiedad, y al sentir este nuevo
acto de violencia simbólica con gran facilidad nos em-
pecinamos en ello, insisto, sin ver el significado global
de lo que está pasando. Sin entender que nos estamos
rebelando prácticamente contra la razón masculina y
que, en este momento de la interrelación, lo mejor que
puede hacerse es desistir de “convencer” a los otros de
la validez del punto de vista propio y, más bien, senci-
llamente disponerse una misma a ponerlo en marcha.
Lo curioso es que en ese momento existe la posibi-
lidad de tener una recaída porque fácilmente empeza-
mos a dudar de lo que queremos hacer. Empezamos
a dudar no por pusilanimidad o cobardía, sino porque
objetivamente nos duele la separación y nos afecta el
rechazo a discutir y asumir con tenacidad lo que una
siente, lo que una propone. Caemos con frecuencia,
con mayor o menor grado de dolor, en el abandono de

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lo que sosteníamos y hacemos los mayores esfuerzos
por plegarnos a sus convocatorias. Seguimos sintien-
do un enorme vacío, “nos seguimos sintiendo rotas”
como decía una compañera– y no es extraño que el
siguiente paso sea atrincherarnos en una apatía vital
si destinamos más de la mitad de nuestra energía a
encajar” en el molde de las razones masculinas.
Es muy difícil entender lo que pasa, sobre todo
cuando una está en medio de estos eventos sintiendo
intensamente. Resulta muy complicado entender que
hasta ahora, en lo privado y en lo público, no somos,
pues, iguales y que aun en los espacios más igualita-
rios, de cierto tipo de convivencia militante, de la sim-
patía estudiantil o de la pareja heterosexual abierta y
respetuosa, sentimos íntimamente tal igualdad como
una estafa, pero nos cuesta mucho atrevernos a cues-
tionarla radicalmente porque no es fácil poner en duda
el sentido común, no es sencillo objetar, desmentir
aquellas certezas tan interiormente inscritas en nues-
tros cuerpos que de manera absolutamente irreflexiva
suponemos que “así son”.
El punto grueso está en que efectivamente no so-
mos iguales porque hemos sido construidos histórica y
socialmente de manera distinta, se han inculcado en no-
sotros nociones diferentes de lo que es una/o mismo,
se nos ha acostumbrado a atribuir a las cosas, a los
sucesos, a los sentimientos, valoraciones diferentes, a
construirnos significados y representaciones distintas
para orientarnos en el mundo.
Sucede entonces que si bien de ninguna manera
somos mero producto de nuestras circunstancias ex-
teriores, si bien no somos pura determinación de las

35
estructuras sociales que nos preceden, tampoco so-
mos simple subjetividad actuante, no somos libertad y
trascendencia etérea e inmaterial que puede prescindir
de sus circunstancias.
Lo que en realidad y con facilidad suele sucedernos
es que hacemos abstracción del modo en que hemos
sido construidas y asimismo, “a través de la ilusión de
la libertad con respecto a las determinaciones sociales”
(ilusión específica de los varones “igualitarios” y de mu-
chas mujeres que no llevan la reflexión hasta su límite),
damos “libertad a tales determinaciones sociales”8 para
reproducirse a través de nosotros mismos, reforzando
así todo el sistema que nos envolverá en un confuso
círculo de ansiedad cada vez más inmanejable.
Esto es, a partir de los sistemas clasificatorios que
se nos han inculcado desde la infancia, de los esque-
mas de percepción con los cuales hemos aprendido a
colocarnos en el mundo, de las disposiciones corpora-
les y las escalas de valores que tenemos incorporadas,
somos absoluta y radicalmente distintos. Los mismos
hechos pueden significar cosas completamente diferen-
tes para unas y para otros, tanto en lo público como en
lo estrictamente íntimo. Las nociones comunes, social e
históricamente construidas –pero además permanente-
mente reconstruidas con los actos de cada una/o–, nos
demandan actitudes distintas, logros diversos, asignan
sentidos diferentes a las mismas acciones, a los mis-
mos pensamientos, según sean producto de un varón
o de una mujer. Lo que solemos denominar “presión
social” una y otra vez nos exige cuadrar en estereotipos
8 Pierre Bourdieu, Cosas dichas, Gedisa, Barcelona, 1996, pág. 27.

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imposibles que, por lo general, se limitan a llenarnos
de inquietud. Es la puesta en escena, una y otra vez, de
todas estas cargas de sentido para homogeneizar y a la
larga disciplinar los cuerpos de varones y mujeres a fin
de que refuercen los dispositivos existentes, dando así
cohesión y solidez al orden establecido.
No obstante todo esto, se pretende que somos
convocadas a los espacios sociales en tanto iguales, se
asume que “no existen diferencias”; mas aún, a esta
noción se la valora como la más progresista de todas
y así, una y otra vez, nos vemos compelidas a incor-
porarnos, escindida y frustrantemente, a un universo
de racionalidad masculina. Y en esas circunstancias
comenzamos a sentir que algo no cuadra y, por lo ge-
neral, no nos quedan sino dos caminos: o bien nos es-
forzamos todo lo que podemos para “encajar” en ese
esquema, traicionando una gran y significativa parte
de nosotras mismas, experimentando un persistente
sentimiento de “estar en falta”, de exigirnos a nosotras
mismas la prueba de nuestra propia “igualdad”; o bien
nos apartamos de ese mundo cayendo en una especie
de letargo vital, de sentimiento de impotencia abruma-
dora que nos impide poner en marcha nuestras capaci-
dades. Ambos extremos conducen a reforzar la noción
de igualdad ilusoria y engendran diferencias que senci-
lla y paradójicamente la refuerzan aún más.
Lo que sucede, intuyo, es que sí somos muy capaces
de trascender nuestras circunstancias, de construirnos
en libertad pero no de manera absoluta, sino estricta-
mente a partir de lo que somos, de lo que nos han he-
cho ser y, en este caso, es evidente que es distinto, muy
distinto, “haber llegado a ser” –socialmente– una mujer

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o un varón. Conviene, pues, entretenernos en buscar y
someter a crítica, a través de una larga reflexión personal
que es al mismo tiempo un profundo acto de escudri-
ñamiento crítico a las estructuras sociales, todas aque-
llas acciones vividas como afrentas, todas las veces que
hemos visto cercenada nuestra posibilidad de disponer
de nosotras mismas, todas las ocasiones que hemos ex-
perimentado una sensación de radical exclusión al mo-
vernos en un universo ajeno. Lo más importante de este
ejercicio vital no es encontrar todas las respuestas de
una vez y para siempre, lo principal está en saber per-
severar desmontando los niveles cada vez más sutiles
de los mecanismos de opresión, lo decisivo está en co-
menzar a “liberarnos liberándonos de la ilusión de liber-
tad”, o más exactamente, en la tenacidad para demoler
externa e íntimamente –que es lo más difícil– la creencia
mal ubicada en las libertades ilusorias. Y esto es absolu-
tamente similar para las mujeres y para los varones, aún
para los más “igualitarios”. Claro que somos las muje-
res quienes somos construidas como “segundo sexo”,
por lo que es a nosotras a las que en realidad, más nos
afecta, nos asfixia y nos pesa la situación.
Lo que estoy tratando de mostrarles, entonces, es
que frente a esta problemática de intangible malestar
puede existir otro camino que es el del encuentro de
nosotras mismas, del reconocimiento de nuestras
fuerzas y límites, del conocimiento de estos últimos
para decidir si los trascendemos o no, de la reflexión
sobre lo que sentimos, sobre las trampas que nos ha-
cemos y que permitimos, y que solo desde ahí podre-
mos contestar si somos tan iguales o tan distintas.
(Aunque habiendo atravesado el camino anterior es

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muy probable que esa ya no sea la pregunta decisiva
desde la cual movernos).
De todos modos, solo será posible llegar a nuevas
preguntas y conocimientos sobre nosotras mismas
si asumimos, ahora y profundamente, que no somos
iguales y vamos precisando donde están no solo las
desigualdades sino los principios generadores de la
jerarquización que nos coloca en desventaja, de esa
modalidad de comprensión que nos exige definirnos
en moldes que no nos corresponden y que nos llenan
de difusa insatisfacción, demasiado imprecisa para
poder ubicar sus causas y demasiado notoria como
para ignorarla.
La disposición de sí
¿Por qué la existente es una igualdad falaz y cómo
afirmarnos en la “disposición de nosotras mismas”?
Empecemos a bosquejar la respuesta a estas pregun-
tas pues entender los orígenes y la lógica de la domi-
nación nos ayuda a explicarnos el intangible malestar
que suele aprisionarnos, contribuyendo sobre todo a
desarmar los dispositivos de la opresión.
Intentaremos ir desde lo inmediato hacia lo más
abstracto. ¿Qué convenciones, qué prácticas, qué
estructuras sociales, cuáles nociones del sentido co-
mún limitan la posibilidad de “disponer de nosotras
mismas”?
Para cada mujer, la confrontación con estos arma-
zones de inhibición y reclusión, es una experiencia
singular. Experiencia singular y muchas veces aislada
que, además, se suele vivir con la enorme vergüenza

que se levanta sobre la irracionalidad, sobre la impo-
tencia hacia situaciones que no se entienden ni se
controlan sino que se padecen
9 .
Yo puedo recordar todavía muy vívidamente la ho-
rrible impotencia que sentía cuando cumplí 12 o 13
años y se desencadenó contra mi ese furibundo ven-
daval de control de mi tiempo, de mis acciones, de
mis relaciones y de mis pensamientos. Puedo revivir
como me sentía de abrumada cuando me comencé a
sentir objeto de cuidado, pero de un cuidado distinto
al infantil. Ya no era ese cálido sentimiento de protec-
ción del que gozosamente disfruté en la niñez el que
me transmitía mi madre; era la fiera mirada de un vi-
gilante que cuidaba algo que había en mi –y que yo ni
siquiera sabía qué era– la que me causaba una confu-
sión que aún ahora, a mis 36 años, puedo recordar.
Puedo reconstruir el mecanismo que seguía cual-
quier obtención de un “permiso” para hacer alguna
actividad. La angustia inmensa hasta encontrar un
momento en el cual plantear mi petición, la helada
mirada de mi madre, el interrogatorio subsiguien-
te: ¿Con quién? ¿A dónde? ¿De qué hora a qué hora?
¿Para qué? La necesidad de componer una apariencia
de serenidad y responder. La alegría exultante cuando
por fin terminaba el trámite y había un resultado favo-

 

40
rable. La insoportable impotencia, que emergía de mi
como torrente incontenible de lágrimas cuando lo so-
licitado era respondido con una rotunda e indiscutible
negativa. Y en este último caso, para mi, venía todavía
un momento más doloroso aún: cuando tenía que en-
frentar a mis iguales –mujeres o varones– y decirles
que “no me habían dejado”. Esa era quizá la parte más
difícil, sentía vergüenza de no poder ir o hacer aquello
que mi madre no había autorizado y que otras/os si
podrían disfrutar. Sentía vergüenza de no atreverme
a insistir, me sentía tonta, débil, impotente y así, con
esos sentimientos bullendo, tenía que enfrentar al res-
to. Esa era sin duda la parte más difícil.
Como en mi casa las reglas del juego estaban
perfectamente claras, a los 15 yo ya podía saber per-
fectamente qué era aquello que si podía hacer y qué
cosas estaban indiscutiblemente vedadas. Existía para
mi una clarísima tabulación de los permisos, una níti-
da economía de mis posibilidades de disponer de mi
tiempo y mi energía: podía ir a una fiesta durante el fin
de semana –no a dos–, podía ir yo sola a tomar café
con algún amigo, pero solo podía ir al cine si había
alguien más. Era preferible que no me subiera sola al
auto de algún chico –aunque esto último no era tan
tajante, sobre todo si era de día– y solo podía invitar
amigos a visitarme –en especial si era uno solo y va-
rón– cuando había alguien más en la casa.
Aceptar frente a los otros, frente a mis amigas y fren-
te a mis chicos, todo este cúmulo de posibilidades e im-
posibilidades era algo que me resultaba absolutamente
vergonzoso, minaba mi seguridad porque exhibía públi-
camente que yo no disponía de mí. Eso era lo que más

41
detestaba, ese sentimiento de vergüenza que intentaba
evitar recluyéndome en mi casa bajo la apariencia de
que era mi elección. Mil veces prefería decir que no te-
nía ganas de ir a determinado sitio, antes de afrontar
que “no me daban permiso”. Mil veces prefería decir a
un chico, así me gustara muchísimo, que no viniera a
verme determinado día porque tenía demasiadas cosas
que hacer, antes que confiarle que mi mamá me recla-
maría si lo citaba cuando ella no estaba en casa.
Este horrible círculo de impotencia, vergüenza por
no ser capaz de trascender la impotencia y confusión
entre las mil salidas falsas para enfrentar esa impo-
tencia que sencillamente la reforzaban haciendo que
interiorizara los comportamientos que se me deman-
daban, es algo de lo que tengo todavía un recuerdo
sumamente doloroso.
Lo peor era que, sobre todo en la adolescencia
temprana, sencillamente no comprendía por qué me
vigilaban. Habiendo sido casi siempre una niña estu-
diosa, con buenas notas en la escuela, con un com-
portamiento bastante mejor que regular en la casa,
etc., que durante la infancia no había sentido nunca
otra cosa que no fuera aceptación y estímulo, no en-
tendía por qué de repente mis acciones y deseos se
habían convertido en objeto de sospecha y vigilancia.
¿Qué era lo que se cuidaba? ¿Qué había hecho yo para
volverme sospechosa? ¿En qué actos se basaba la des-
confianza que yo percibía permanentemente hacia mí
sobre todo por parte de mi madre?
Estas preguntas me atormentaron durante años,
hasta que un día, en una pelea doméstica salieron a la
luz. Yo tenía que ser una chica decente. Y la decencia

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se componía de una serie de inhibiciones, de apego a
reglamentos, de actitudes corporales y vigilancias ex-
ternas. Esa tarde decidí que yo no quería ser una chica
decente, que no lo sería y, por suerte para mí, tenía
dos hermanas mayores que yo para preguntarles si me
volvería mala en caso de no ser decente.
Las preguntas que hacía, por supuesto, tomaban
otra forma: ¿Está mal que sienta lo que hacen mis pa-
pás como enorme injusticia? ¿Está mal que conside-
re que mi mamá no tiene ninguna razón? ¿Está mal
sentir que no encajo en ese laberinto de convenciones
que percibo como castrantes, que no deseo cumplir?
Mis hermanas, en esto, me dieron una seguridad y
una fuerza que me dura hasta ahora. Me mostraron
que lo importante, lo realmente importante, era que yo
decidiera aquello que haría. Me permitieron ver que,
por sobre todo, lo importante era que me atreviera a
elegir. Y me marcaron con una seguridad que ahora,
teóricamente, entiendo como aliento a la posibilidad
de disponer de mi misma; en aquel momento, lo sentí
sencillamente como alivio.
Si bien ese fue mi comienzo, ahora se que es su-
mamente complicado desmontar las múltiples mo-
dalidades de inhibición de la autonomía porque se
suelen ir soportando de manera diversa según la his-
toria concreta de cada una, el patrón familiar, la edad
de cada mujer singular que las vive. Es decir, en cada
época de la vida son diferentes las maneras de poner
cercos a la disposición de sí que, por lo mismo, se
perciben como cosas distintas cuando en realidad,
son convenciones y estructuras sociales dispuestas
de la misma manera y con finalidad similar: determi-

43
nar cuáles han de ser las posibilidades válidas de las
mujeres inhibiendo otras tantas opciones.
Además, lo más difícil es que cuando una cree que
ya ha llegado al fondo, que ha desarmado uno a uno
los dispositivos sociales de constricción, que será
posible colocarse por encima de ellos, es cuando se
da cuenta, sobre todo si esta es una experiencia me-
ramente individual, que está inmersa en un universo
de relaciones opresivas que continuamente recrean
trampas, confusiones y dudas. Por eso es necesario,
imprescindible, urgente, que lo hablemos así, públi-
camente, que nos dediquemos a escudriñar las mil
afrentas soportadas, las explicaciones y consuelos que
nos hemos labrado, la similitud de nuestras impoten-
cias y que, en conjunto, con ánimo, de manera común,
las enfrentemos, las desmenucemos, las analicemos y
las desarmemos. En fin, es un reto vital construirnos
como mujeres libres.
Los mecanismos sociales de inhibición de la dispo-
sición de una misma están en todas partes, tienen mil
rostros y son terriblemente evasivos pues han perdi-
do, en el blando amorfismo de la “igualdad” su condi-
ción de restricción abierta.
La antigua ley que impedía a las mujeres manejar
sus propios recursos económicos o que prohibía que
heredaran, tiene el mismo objetivo que la actual con-
vención, ilegal pero existente, acerca de que el trabajo
de la mujer es “complementario” al desplegado por el
varón –auténtico encargado de mantener a la familia–
y que por lo mismo, puede ser peor retribuido.
La vieja costumbre de los matrimonios asignados
en los cuales la joven era entregada a un esposo ele-

44
gido por sus padres, que a partir de la boda se haría
cargo de su manutención teniendo derecho a contro-
lar desde ese momento su cuerpo, su trabajo, su vida
y a poner nombre a sus hijos, tiene el mismo signifi-
cado que la manía persecutoria que despliega toda la
familia hacia la medición e inspección del tiempo que
la joven pasa fuera de casa que, en última instancia, es
un delirio por controlar su sexualidad.
La opresiva regulación legal que hasta hace no más
de 50 años mantenía a las mujeres, insisto, por ley, en
condición de permanentes menores de edad a lo largo
de sus vidas exigiéndoles para existir públicamente la
mediación de algún varón, se prolonga hasta hoy en la
asignación de las funciones domésticas y maternales
como profesión vital de las mujeres inculcada desde la
infancia y en la abrumadora situación de las “amas de
casa”, definidas por la absoluta falta de trascendencia
de sus interminables ocupaciones que ni siquiera al-
canzan a ser consideradas trabajo.
Podríamos continuar elaborando un rosario de ex-
clusiones, persecuciones, discriminaciones y encierros,
sin embargo, como de lo que se trata no es ni de quejar-
se ni de victimizarse sino de comprender y romper cer-
cos, resulta más útil intentar descifrar la lógica interna
de todas estas disposiciones y convenciones sociales.

45
Buscando hilos
Es importante tener una explicación acerca del origen
de toda esta situación de opresión. Una explicación
que nos sea lógicamente convincente 10 y que con-
tribuya a que tengamos en la mente una especie de
conjunto de principios a partir de los cuales podamos
situarnos en cada evento particular que nos disguste o
nos confunda, para someterlo a crítica.
El primer punto en todo esto, para mi, es la com-
prensión de que detrás de todas las prácticas opresi-
vas contra las mujeres está una intención social por
controlar nuestra capacidad reproductiva. Notemos
que estamos hablando de controlar en un sentido
amplio, no se trata solamente de instituir prohibi-
ciones, se trata de prescribir positivamente todo
un modo de ser, unas aspiraciones, un sentido de
lo válido, una matriz de posibilidades materiales, un
contenido de verdad para los actos y los discursos,
etc., es decir, es mucho más que la fuerza del NO,
es todo el peso de la práctica social organizando las
relaciones y las convenciones hacia la producción y
reproducción de la vida social.
Comencemos estudiando someramente cómo estos
asuntos de la reproducción humana han sido gestiona-
dos socialmente en distintas épocas históricas; pues
10 Considero que en la construcción de esta explicación sobre
los orígenes de la opresión de las mujeres, lo más importante,
incluso antes que la precisión histórica, es la coherencia lógica de
unos argumentos que nos resulten satisfactorios y que además,
nos brinden la posibilidad de entender críticamente los sucesos,
tanto individuales como sociales, que nos conmueven. Es decir,
considero que lo más importante es tener argumentos que nos
permitan orientarnos en la problemática.

46
está en el centro de muchas de las incomprensiones de
las relaciones de poder que atraviesan y marcan la dife-
rencia y jerarquización sexual contemporánea, el pensar
que las sociedades siempre se han organizado en torno
a relaciones familiares con padre y madre enlazados a
través de la institución matrimonial.
La sociedad como red autopoiética de conversaciones
Para entender cómo se va organizando históricamente
la compleja red de relaciones de poder en la que, a
la larga, quedamos atrapadas las mujeres, es necesa-
rio asumir un punto de vista sobre cómo se inicia la
sociedad humana a fin de dar cuenta de su compleji-
zación. Esto no es un mero ejercicio de especulación,
es la búsqueda de un punto de partida que nos brin-
de una matriz de intelección con la cual ordenar los
distintos elementos que encontremos, datos históri-
cos, fragmentos de información 11 , etc., trascendiendo
cualquier tipo de esencialismo transhistórico que nos
pudiera llevar a pensar que la situación de opresión de
las mujeres es algo “natural”.
11 Asumo aquí elementos de la teoría de la cognición desarrollada
por Varela y Maturana quienes afirman que: “El mundo que todos
vemos no es el mundo sino un mundo alumbrado por nosotros
mismos”. Varela y Maturana, El árbol del conocimiento, Editorial
Universitaria, Santiago de Chile, 1984. Por su parte, Fritjof Capra
brinda una metáfora muy clara al discutir las propuestas de Varela y
Maturana: “No hay estructuras objetivamente existentes, no existe
un territorio predeterminado del que podamos levantar un mapa, es
el propio acto de cartografiar el mundo quien lo crea”. Es claro que
esto concuerda con la noción de que “no es la información la base
del pensamiento sino que, en realidad, la mente humana piensa con
ideas, no con información y que, ésta no crea ideas sino que las ideas
crean información”, Fritjof Capra, La trama de la vida, Anagrama,
Barcelona, 1998, Pág. 88.

47
La pregunta en torno a la capacidad humana para
la cooperación ha sido decisiva en la construcción de
explicaciones desde la antropología y, la respuesta ele-
gida, ha marcado significativamente el desarrollo de los
posteriores razonamientos. ¿Prevalecen en los seres
humanos las tendencias hacia la cooperación o hacia la
competencia? De acuerdo a la respuesta por la que se
opte se hilvanarán distintas cadenas argumentales para
explicar los sucesos sociales y sobre todo, se elaborará
una interpretación diferenciada sobre el origen de la hu-
manidad12
. Considero, sin embargo, que esa manera de
interrogarse no hace sino obscurecer lo que quiere ser
develado, pues al plantearse tal disyuntiva, se asume la
existencia de una “esencia” humana que habría que, fi-
nalmente, “descubrir” en la objetividad del ser para, por
fin, ajustarse a ella. Por lo general, a partir de la postura
que se tome en torno a tal pregunta, lo que se levantará
será un discurso sobre la humanidad.
A fin de salir de tal razonamiento cerrado, bosque-
jaré brevemente algunos elementos de las teorías con-
temporáneas sobre la evolución de la vida, que me pa-
recen no solo pertinentes sino sumamente útiles para
12 Sucede aquí un caso típico de lo que Bachelard llama
subjetividad actuante a la hora de construir el razonamiento
objetivo: cuando se afianzaron las grandes explicaciones antro-
pológicas en el siglo xix quienes hablaban, estudiosos europeos
nacidos en medio de relaciones mercantiles, tenían como
primera inquietud explicarse cómo se superaban las fuerzas
de la competencia social que permanentemente tenían que ser
reducidas en su propia sociedad. Así, muchas de las explicacio-
nes antropológicas del siglo xix , nos dicen más acerca de quien
estudia sociedades antiguas que de lo que realmente sucede en
ellas. Gaston Bachelard, La construcción del espíritu científico, Si-
glo xxi (20ª edición), México, 1994. En esta misma dirección se
inscriben las críticas hechas por Kay Martin y Bárbara Voorhies,
La mujer: Un enfoque antropológico, Anagrama, Barcelona, 1978.

48
evitar, hasta donde sea posible, quedar atrapados en
uno u otro circuito discursivo.
Sostengo, entonces, que es necesaria una mane-
ra distinta de entender la relación entre “naturaleza”
y “sociedad”, integrando al razonamiento la hipótesis
de que ambos son momentos del movimiento auto-
organizativo de la vida (en sentido amplio), en su ten-
dencia hacia la complejización creciente dentro de
un sentido acumulativo del tiempo (teleonómico no
teleológico)13.
¿Cómo entender, pues, a la sociedad como sistema
vivo?
Un primer elemento que hay que precisar es que
el salto evolutivo que da lugar a la configuración de
la especie humana como tal (homo sapiens sapiens)
está constituido por la capacidad de autoconciencia.
Vayamos paso a paso.
En diversas sociedades animales –que tienen com-
portamiento social– existe capacidad de comunicar.
Entenderemos esta capacidad de comunicación en su
sentido más profundo de escudriñamiento integral de
los procesos que ocurren en el organismo del indivi-
13 Jacques Monod propone denominar teleonomía a “una de
las propiedades fundamentales de los seres vivos (que es la) de
ser objetos dotados de un proyecto que a la vez representan en
sus estructuras y cumplen con sus funciones”. Ese “proyecto”
quedaría definido al interior del ser vivo a partir de su estructura,
pero conteniendo la posibilidad de cambio. Monod propone a la
teleonomía como una condición necesaria aunque no suficiente
para distinguir a un ser vivo. Tal noción resulta pertinente pues
permite pensar la autonomía y la libertad aunque limitándolas,
acotándolas, anclándolas a la historia singular del ser vivo e
incorporando en ella un sentido acumulativo del tiempo. Jacques
Monod, El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la
biología moderna, Barral Editores, Barcelona, 1972.

49
duo de una especie determinada (su sistema nervioso
incluido, por supuesto, pero no solo él), no meramen-
te como capacidad de transmisión de información,
sino básicamente como capacidad de coordinación de
comportamientos entre organismos vivos a través del
acoplamiento estructural mutuo14 . Es decir, la comuni-
cación, que es una capacidad que compartimos con
otras especies vivas es, ante todo, la habilidad de coor-
dinación del comportamiento de los individuos de una
red y, la propia acción social comunicativa queda de-
terminada no por el significado sino por la dinámica
del acoplamiento estructural.
Entonces, la capacidad de autorreflexión humana no
surge de la nada. Se presenta, más bien, como comple-
jización distintiva a partir de lo que otras especies ya
vienen haciendo: aparece sobre la capacidad de coor-
dinación del comportamiento que compartimos con
otras especies vivas, a través de la comunicación como
acción colectiva de seres individuales que se acoplan
mutuamente mediante innumerables sucesiones diná-
micas de modificaciones estructurales de cada indivi-
duo sobre la base de sus interacciones corporales15
. Las
sucesivas cadenas de modificaciones en los estados
corporales individuales son “gatilladas” por las distin-
tas configuraciones posibles del conjunto social16
.
14 Maturana y Varela, op. cit., págs. 113, 129 y ss.
15 Interacciones corporales que entrelazan el funcionamiento
dinámico y constante de los sistemas nervioso, endocrino e inmu-
nológico del individuo, además de su habilidad para moverse en
múltiples y distintos estados psicomotrices.
16 “Las interacciones del ser vivo con su medio –incluido su
medio socialno son «instructivas», porque estas no determinan
cuáles van a ser sus efectos. Por eso usamos la expresión gatillar

50
Sobre esta habilidad biológica de comunicación ya
construida evolutivamente que, reiteramos, es básica-
mente la aptitud para la “coordinación del comporta-
miento mediante el acoplamiento estructural mutuo”
se abre, para los seres humanos, un nuevo nivel: el del
re-conocimiento mutuo que solo es posible por la capaci-
dad de autoconciencia, es decir, en la producción de sig-
nificado que es la comunicación sobre la comunicación17
.
Los seres humanos tendríamos así, frente a todas
las otras especies vivas, la capacidad de conocernos
a nosotros mismos, esto es, la posibilidad de auto-
rreflexión sobre cada uno y sobre nuestra sociedad,
entendida como red de acoplamientos estructurales
múltiples.
Es importante precisar que la posibilidad de la
coordinación del comportamiento mediante el aco-
plamiento estructural mutuo que está en la base de
la formación de lo social, al ser la condición ma-
terial para la comunicación tal como hemos pro-
puesto comprenderla, surge de la habilidad para la
emoción. “La presencia de sistema nervioso –y su
complejización humana– introduce en el organismo
mayores dimensiones de plasticidad estructural”, es
decir, el sistema nervioso participa ampliando el do-
minio de estados posibles y permitiendo construir
un efecto, con lo que hacemos referencia a que los cambios que
resultan de la interacción entre ser vivo y medio son desencadena-
dos por el agente perturbante y determinados por la estructura de
lo perturbado”, Maturana y Varela, Op.citp., pág. 64 y ss.
17 Francisco Varela, Conocer. Las ciencias cognitivas: Tendencias y
perspectivas, Gedisa, Barcelona, 1988; sobre todo el capítulo 5, don-
de se discute lo relativo a la manera cómo el sentido de los eventos
sociales “emerge” en reiterados ciclos de acción /interpretación.

 

 

 

51
una multiplicidad de historias particulares de trans-
formación de la estructura inicial.
Así, Maturana y Verden-Zöller refiriéndose a la
emoción, afirman:
Lo que distinguimos en nuestra vida cotidiana al distinguir
las distintas emociones que distinguimos en nosotros mismos
o en otros animales, son las distintas clases de conductas, los
distintos dominios de acciones en que estamos y nos move-
mos, ellos y nosotros en distintos momentos. En otras pala-
bras, lo que distinguimos biológicamente al distinguir distintas
emociones, son distintas dinámicas corporales (sistema ner-
vioso incluido) que especifican en cada instante las acciones
como tipos de conducta, miedo, agresión, ternura, indiferen-
cia… que un animal puede realizar en ese instante. Puesto de
otra manera, es la emoción (dominio de acciones) desde donde
se realiza o se recibe un hacer, lo que da a ese hacer su carácter
como una acción (agresión, caricia, huida) u otra. Por esto no-
sotros decimos; si quieres conocer la emoción mira la acción, y
si quieres conocer la acción mira la emoción18
.
Entonces, la emoción sería la habilidad, amplia-
mente desarrollada en los seres humanos, para dis-
tinguir entre los distintos estados corporales producto
del acoplamiento estructural de la vida en sociedad y,
justamente, en base a tal capacidad de distinguir lo
que se siente individualmente (el estado estructural
singular) 19 , abrir la posibilidad del autoconocimiento
18 Maturana y Verden-Zöller, Amor y juego. Fundamentos olvidados
de lo humano, Instituto de Terapia Cognitiva, Santiago de Chile,
1994, pág. 165.
19 Modificaciones no solo en el estado del sistema nervioso del

52
mutuo. Son pues, las habilidades corporales (neuroló-
gicas y corporales en su conjunto) relativas a las emo-
ciones como autopercepción del “estado” en que nos
encontramos en un momento determinado, la clave
para percibir con precisión nuestro propio “estado de
ánimo” y, en base a ello, conocer el temperamento de
los demás siendo capaces de interpretar sus señales,
orientándonos así ya no solo para la comunicación
(acoplamiento estructural) sino para proceder a la co-
municación sobre la comunicación20 .
Maturana entonces, propone distinguir claramen-
te entre la comunicación y la comunicación sobre la
comunicación. Define al lenguaje como el vehículo de
cualquier capacidad de comunicar:
Lo que hacemos cuando operamos en el lenguaje, es mo-
vernos en nuestras interacciones recurrentes con otros, en un
fluir en coordinaciones de coordinaciones conductuales consen-
suales. Es decir, el lenguaje ocurre en un espacio relacional, y
individuo sino de su cuerpo todo. Es bien sabido que emociones
distintas se levantan sobre disposiciones físicas distintas: mayor
tensión arterial, mayor o menor secreción de tal o cual hormona,
relajamiento o tensamiento de determinados músculos, etc.
20 Según los especialistas en neurofisiología y neurobiología, son
justamente las capacidades emocionales del ser, las relativas a las
emociones, aquellas a través de las cuales percibimos y preci-
samos nuestro estado de ánimo, conocemos el temperamento
de los demás e interpretamos sus señales, nos orientamos para
manejar situaciones de conflicto en base a la percepción adecuada
de la amplia gama de comunicación no verbal que recibimos del
exterior, es decir, el conjunto de habilidades emocionales, las que
configuran el soporte sobre el cual podrán desarrollarse no solo
los conocimientos y razonamientos lógicos, sino incluso los que
permitirán un adecuado manejo de la atención requerida por ellos.
Daniel Goleman, La inteligencia emocional, Javier Vergara Editor,
Buenos Aires, 1996.

53
consiste en el fluir en la convivencia en coordinaciones de coordi-
naciones conductuales consensuales, no en un cierto operar del
sistema nervioso ni en la manipulación de símbolos21
.
Y, a partir de ahí, introduce la palabra “lenguajear”
(languaging) para referirse al rizo reflexivo que es la ha-
bilidad específicamente humana de comunicarnos so-
bre la comunicación. “lenguajear” sería específicamente
el modo de “fluir en coordinaciones de coordinaciones
conductuales consensuales” y estaría relacionado con
el “emocionar” que, a su vez, sería el “fluir en un domi-
nio de acciones a otro en la dinámica del vivir”.
Con estas herramientas, el hecho humano-social
de la cultura puede entenderse como el “compartir
una conversación” (conversare: dar vueltas juntos),
que no es otra cosa que el entrelazamiento del “len-
guajear” y del emocionar en el que tienen lugar todas
las actividades humanas. Según Maturana, “los seres
humanos existimos en el conversar, y todo lo que ha-
cemos como tales tiene lugar en conversaciones y re-
des de conversaciones”.
Los seres humanos surgimos en la historia de la familia de
primates bípedos a que pertenecemos, cuando el lenguajear
como una manera de convivir en coordinación de coordinacio-
nes conductuales consensuales, dejó de ser un fenómeno oca-
sional, y al conservarse generación tras generación en un grupo
de ellos, se hizo parte central de la manera de vivir que definió
de allí en adelante a nuestro linaje. Esto es, y dicho más preci-
samente, pienso que el linaje al que pertenecemos como seres
21 Maturana y Verden-Zöller, op. cit., pág. 166.

54
humanos, surgió cuando la práctica de la convivencia en cor-
dinaciones de coordinaciones conductuales consensuales que
constituye el lenguajear comenzó a ser conservada de manera
transgeneracional… Más aún, pienso que al surgir el lenguajear
como un modo de operar en el convivir, surgió necesariamente
entrelazado con el emocionar, constituyendo de hecho al vivir
en el lenguaje, en un convivir en coordinaciones de coordina-
ciones de acciones y emociones que yo llamo conversar…
Mantengo que aquello que connotamos en la vida coti-
diana cuando hablamos de cultura o de asuntos culturales,
es una red cerrada de conversaciones que constituye y define
una manera de convivir humano como una red de coordi-
naciones de emociones y acciones que se realiza como una
configuración particular de entrelazamiento del actuar y el
emocionar de la gente que vive esa cultura. Como tal, una
cultura es constitutivamente un sistema conservador cerra-
do, que genera a sus miembros en la medida en que estos
la realizan a través de su participación en las conversaciones
que la constituyen y la definen 22 .
Viendo las cosas así, ya no necesitamos preocupar-
nos por discutir acerca de una “naturaleza humana”
como tal, buscando los atributos más íntimos, esencia-
les, al ser humano. Más bien, se vuelve relevante estudiar
el tipo de configuración de los entrelazamientos entre el
lenguajear” y el emocionar, es decir, lo decisivo es en-
tender las distintas culturas viéndolas como diferentes
modos del vivir humano que no son más que maneras
distintas de configuración del actuar y del emocionar.
Si, como creemos, indagar acerca de la esencia hu-
22 Ibid., pág. 20 y ss.

55
mana individual es un camino erróneo, es igualmente
estéril investigar la naturaleza de la mujer o del varón,
o buscar la esencia íntima de cada sexo. Será, como he-
mos venido afirmando, a partir de la construcción social
que se haga de lo que es un varón o una mujer, como
se constituirán históricamente tales tipos de sujetos.
Lo decisivo, entonces, para entender cómo se han
constituido las distintas configuraciones sociales y ahí
dentro estudiar lo que es una mujer y lo que es un va-
rón, es inquirir en las diversas maneras de “estar en re-
lación” entre mujeres, varones, niños, niñas, ancianos,
etc., en medio de un fluir de coordinación conductual
dinámico basado en el actuar y en el emocionar.
Las preguntas sobre la historia del género humano
no parten ya de elegir si lo decisivo en él es la habili-
dad para la cooperación o para la competencia, sino
de pensar el tipo de configuración social que posibi-
lita la preeminencia de una u otra capacidad huma-
na. Igualmente, para el estudio de las relaciones entre
varones y mujeres pierde importancia la indagación
acerca de una hipotética esencia sexualmente diferen-
ciada, para privilegiar el estudio del tipo de relaciones
entabladas en la red de acciones y emociones que
constituye una cultura, sin olvidar la distinción sexual.
Hacia una explicación del origen de la
opresión de las mujeres
Volvamos al problema abordado en este capítulo acer-
ca de las relaciones entre mujeres y varones y de cómo
construirnos una explicación satisfactoria para enten-
der el origen de la situación de opresión que vivimos,

56
contemporáneamente, las mujeres.
Si bien el conjunto más amplio de elementos para
entender la condición femenina actual será discutido
más adelante, es importante repasar someramente los
posibles orígenes del estado de opresión femenina en
cuanto tal.
Postulamos que la base de la captura del cuerpo fe-
menino está en que es justamente en el cuerpo de la
hembra humana donde se asientan las mayores capa-
cidades para la reproducción, ya no solo de la especie,
sino de la cultura específica en la que nos situemos.
Necesitamos estudiar entonces, cómo es que esta ca-
pacidad procreativa anidada en el cuerpo de la mujer
pasó de ser gestionada socialmente por las propias
mujeres, a ser controlada por los varones.
Partamos del hecho de que si bien existen dos con-
currentes a la procreación de los individuos humanos,
su participación es asimétrica. De ahí que las distintas
configuraciones del sistema social entendido como
red de acciones y emociones no ha de poder elaborar-
se desde la “igualdad” entre los sexos.
Si bien para procrear son necesarios un varón y una
mujer, la importancia en el proceso de la generación de
la vida de una y otro es, insistimos, completamente asi-
métrica. Podemos hablar entonces, de inicio, más que
de una complementariedad asimétrica, de una asimetría
complementaria que está en el centro de la organización
social de la reproducción y del conjunto de “conversacio-
nes” (siguiendo a Maturana: de configuraciones en el fluir
del actuar y el emocionar) que se hacen en torno a ella.
Veámoslo más en detalle. En la medida en que
somos las portadoras exclusivas de las capacidades

naturales decisivas para la procreación –somos no-
sotras las que tenemos útero para gestar, capacidad
de parir y amamantar, etc.–, la primera consideración
necesaria para entender la opresión femenina es la
de nuestra decisiva importancia biológica para la re-
producción, mucho más allá del fugaz momento de
la fecundación. Insistimos, no es que queramos fun-
dar la opresión de la mujer en la biología o en alguna
otra supuesta naturalidad, pero nos parece conve-
niente comenzar desde el momento en que las dis-
tinciones sexuales biológicas entre hembra y macho
humanos, que compartimos con todos los demás
mamíferos vivientes, comienzan a ser comprendidas,
representadas y gestionadas socialmente en medio
de distintas configuraciones de coordinaciones de
acciones y emociones.
Dos afirmaciones de principio para construir, a
partir de ahí, los argumentos:
Los seres humanos no solamente somos gregarios
sino que, para que sea posible tal agregación, necesita-
mos organizar formas de convivencia. Los seres humanos
no convivimos caóticamente sino en medio de pautas
estructuradas de acciones y emociones que constituyen
redes cerradas o culturas, en las que fluye la existencia
singular de los individuos, sean estos varones o mujeres.
Los seres humanos no solo estamos entre los
mamíferos con procesos de gestación más prolonga-
dos sino que, las crías humanas, continúan necesi-
tando protección y cuidado durante un período rela-
tivamente largo de su vida al que llamamos infancia.

58
De ahí que, sostenemos, las formas de convivencia
iniciales más inmediatas y duraderas son las que una
hembra establece con su prole o las que se configuran
entre los descendientes provenientes de un mismo
útero, en base a la acción colectiva de compartir el ali-
mento 23 . Esto no quiere decir, sin embargo, que esta
sea la única forma de convivencia posible. Elisabeth
Badinter 24 ha discutido profusamente las pautas de
comportamiento maternal y familiar en la Europa de
los siglos xvii al xx, mostrando cómo durante casi dos-
cientos años la crianza de los niños de horas o días de
nacidos se encomendaba a nodrizas asalariadas que
los conservaban con ellas. En estas circunstancias, las
madres se separaban inmediatamente de su descen-
dencia y solo volvían a ver a sus hijos tres o cuatro
años más tarde.
Ahora bien, salvo en excepciones como la mencio-
nada, por lo general el patrón de crianza en culturas
23 Meillassoux nos habla de una posible época prehistórica, la de
la horda, en la cual las relaciones sociales se hubieran basado en
lo que llama la adhesión presente. Según él, puede haber existido
un período en el cual los grupos humanos nómadas de cazadores
y recolectores, “que combinaban el tiempo de trabajo con el tiem-
po de ocio sin ningún orden”, se desplazaban pacífica e indistinta-
mente entre varones y mujeres, perteneciendo los hijos, es decir,
las crías humanas a la horda, sin entablarse ninguna relación de
parentesco. Las relaciones de adhesión a la horda, diferentes a las
de parentesco, habrían sido voluntarias, precarias y reversibles.
Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales, Siglo xxi, México,
1987, 8ª edición, pág. 32 y ss. De acuerdo a las ideas expuestas
más atrás, recuperando a Maturana, Varela y Verden-Zöller esto
sería imposible pues, de entrada, la existencia humana requeriría
de algún tipo de pauta social –es decir, algún tipo de patrón de or-
den en el sentido matemático del término-, donde se desplieguen
los flujos de conversaciones y emociones que nos constituyen
como seres humanos.
24 Elisabeth Badinter, ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor
maternal. Siglos xvii al xx, Paidós, Barcelona, 1991.

59
sumamente distintas privilegia el vínculo del recién
nacido y de los infantes de corta edad con la madre. Y
la relación establecida entre ellos suele ser sólida.
Entonces, lazos mucho más importantes que aque-
llos generados por la efímera acción de la fecundación
o del intercambio sexual, son los vínculos consolidados
en la larga convivencia de una hembra con su prole y
entre los hermanos que comparten una misma madre.
Diversas autoras y autores proponen que entre los
seres humanos primitivos hubo una configuración
de las relaciones sociales que podríamos denominar
matricéntrica” o “matrística”, al estar organizadas
tanto las actividades sociales como las líneas de suce-
sión, en torno a los vínculos entablados con la madre.
Evelyn Reed propone un esquema para entender la
evolución de la humanidad, dividiendo la historia de
las relaciones sociales entre mujeres y varones en tres
momentos diferenciados y sucesivos25 :
1. Una primera época, la de la comunidad matricéntri-
ca, en la que las colectividades humanas se organizaron
en torno a linajes femeninos.
Según Reed, en tal época, la regulación de la vida so-
cial se llevó a cabo sobre la base de clanes con dos
normas básicas: la prohibición del incesto y la distin-
ción sexual en el consumo de alimentos. Su interpre-
tación sobre la prohibición del incesto es totalmente
diferente a la que estamos acostumbradas a escuchar.
Ella descarta la noción mítica de un padre original aca-
25 Evelyn Reed, La evolución de la mujer. Del clan matriarcal a la
familia patriarcal, Fontamara, México, 1994 (1975).

60
parador de todas las hembras –su o sus mujeres y sus
hijas– y a quien, por tanto, sus hijos, hermanos entre
sí, asesinaron en una empresa colectiva dirigida a ob-
tener el acceso carnal a sus hermanas negado por ese
hipotético padre original; para posteriormente, tras el
crimen, arrepentirse de su acción y acordar en común,
la renuncia a los objetos anteriormente deseados, la
madre y la hermana 26 . Esta construcción suena, cuan-
do menos, poco convincente: podemos entender por
qué el padre habría de querer conservar para sí el ac-
ceso sexual con todas las hembras, pero lo que resulta
completamente incomprensible en la lógica interna
del argumento, es por qué los hermanos se arrepien-
ten y acuerdan no llevar a cabo aquello por lo cual,
inicialmente, dieron muerte al padre. Es más bien la
necesidad de entender una institución humana tan
fuerte como la prohibición del incesto como producto
de la actividad y del acuerdo masculino, lo que lleva a
una elaboración mítica tan complicada.
Mucho más sencillo es pensar, como afirma Reed,
que fueron las mujeres descendientes de una misma
línea de sangre quienes impusieron a los varones de
ese mismo linaje, sus hermanos, la prohibición del ac-
ceso sexual con ellas a fin de regular la convivencia
del grupo. Y sobre todo, resulta mucho más sugestivo
todo el hilo argumental cuando se relaciona también
con la prohibición del canibalismo. El inicial tabú del
incesto no habría sido tanto una prohibición sobre el
acceso sexual sino sobre la agresión, la muerte y el ca-
———————————–

26 Véase Freud, Moisés y el monoteísmo, Alfred A. Knoff, Nueva York,
1949. También, para una discusión más amplia sobre esto, Herbert
Marcuse, Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona, 1972.

——————————-

nibalismo entre miembros del mismo matrilinaje. Las
mujeres habrían impuesto una norma fundamental, a
los varones y a sí mismas, para delimitar aquellos se-
res humanos susceptibles de agresión, muerte y even-
tualmente de ser comidos ritualmente, distinguiéndo-
los claramente de los que no podían ser agredidos ni
asesinados ni comidos: aquellos provenientes de una
misma línea de sangre, es decir, quienes compartieron
algún útero ancestralmente27 .
Esta comunidad matrilineal se habría organizado,
pues, en torno a los vínculos entre madres e hijos, y
entre hermanos de la misma madre. En ella no habría
existido matrimonio y más bien, la relación más fuerte
entre varón y mujer habría sido la relación hermana/
hermano. De ahí la influyente posición del hermano
de la madre y sus obligaciones en el cuidado de los
hijos de su hermana en muchas culturas antiguas de
las cuales se conservan registros escritos.
Estando prohibido el intercambio sexual entre her-
manos que compartían una vida y un destino común,
la pregunta es: ¿Cómo puede haberse organizado el
acceso sexual entre mujeres y varones de distintos
clanes matrilineales? Reed, a modo de respuesta, nos
propone que fueron labrándose acuerdos entre cla-
nes distintos, por lo general entre dos de ellos, para
intercambiar parejas sexuales entre sí. En un primer
momento, es más probable pensar en una circulación
de varones jóvenes y maduros de un clan matrilineal
que podrían moverse en ocasiones rituales hacia otro
clan para tener relaciones sexuales con las mujeres de

 

62
tal linaje. Simultáneamente, los varones del segundo
clan se aparearían con las mujeres fértiles del primero.
Esto es, no habría existido relación matrimonial como
relación permanente sino, simplemente, una forma ri-
tual de organizar los encuentros sexuales.
Estos acuerdos se habrían ido consolidando, empu-
jando a los varones a pasar cada vez más tiempo fuera
de su propio clan, habitando más bien en el clan de las
mujeres sexualmente permitidas, con lo que, a la larga
aparecería el vínculo matrimonial como regulación ri-
tualizada de la cohabitación. El esposo de una mujer
seguiría siendo un forastero en el clan de ella, no sería
el “padre” de sus hijos (en el sentido en que lo enten-
demos actualmente), sino solamente el “esposo de la
madre” y la descendencia continuaría perteneciendo al
clan de la mujer. El “padre” o, con más precisión, la
madre-varón”, sería la figura masculina cercana con
autoridad, es decir, el hermanos de la madre.
2. A partir de ahí, las relaciones se habrían complejizado
dando lugar a lo que Reed denomina, familia dividida.
Esto es, a un tipo específico de relación social en la
que los varones oscilaban entre su posición de her-
manos/padres de una prole en su propio clan a otra
posición de maridos/forasteros en el clan de la espo-
sa. Las mujeres, mientras tanto, habrían conservado la
posición de mujer/madre durante toda su vida en su
propio clan matrilineal.
La posición de los varones en este ordenamiento
debe haber sido, sin duda, contradictoria: teniendo
una amplia y decisiva importancia en su propio clan,

63
un lugar ritual, unas obligaciones, no era en ese sitio
donde pasaban la mayor parte de su vida. Y donde
sí lo hacían, en el clan de la mujer, podían continuar
siendo forasteros durante toda su vida y, sobre todo,
objetos de desconfianza.
De ahí habrían comenzado a establecerse nuevos
vínculos entre varones, inicialmente los pactos de san-
gre y posteriormente los pactos de paz, como manera
de organizar relaciones sociales extendidas, más allá
del vínculo de nacimiento28 .
La familia dividida, pues, es solamente el nombre
que damos a un esquema básico que nos permite en-
tender ciertos aspectos de los múltiples tipos de re-
laciones familiares y matrimoniales surgidos histórica
y mundialmente. La novedad sería, en esta etapa, la
existencia de relación matrimonial, es decir, de algún
tipo de vínculo más o menos estable entre un varón y
una mujer provenientes de distintos clanes matrilinea-
les que contribuiría a la elaboración de nuevos víncu-
los sociales, ahora, básicamente, entre varones.
Si bien el lazo humano primordial continuó sien-
do durante mucho tiempo el adquirido a través de la
madre por nacimiento, al existir el matrimonio como
institución que organiza nuevas formas de conviven-
cia surge, paralelamente, la necesidad de elaboración
de nuevos vínculos entre todos los involucrados: entre
28 Reed propone el término de “hermano/hermana paralelo” para
referirse a los varones y mujeres pertenecientes a distintos clanes li-
gados entre sí a través de relaciones de alianza. Entre estos parientes
paralelos existirían inicialmente las mismas prohibiciones y reglas
que entre los hermanos/hermanas de madre. Este vínculo sería, sin
embargo, básicamente un pacto de ayuda mutua entre varones que
posteriormente habría devenido en la alianza que organiza el llama-
do “matrimonio entre primos cruzados”. Reed, op. cit., pág. 178 y ss.

64
quienes contraen matrimonio proviniendo de clanes
matrilineales distintos y entre sus diferentes parente-
las. Según Reed, es justamente el matrimonio lo que
siembra una semilla de conflicto en el arreglo matri-
lineal” al colocar a los varones en la posición doble
descrita anteriormente: preeminente en el linaje ma-
terno como guardianes de los hijos de sus hermanas
y secundario ante la parentela de la esposa, frente a
quienes nunca dejan de ser forasteros.
Con la institución del matrimonio, la composición
del matriclan comienza a cambiar: “la coexistencia
antagónica de hermano-hermana y de marido-esposa
puede verse como la precursora de los cambios funda-
mentales que tienen lugar en la estructura matriarcal.
La comunidad de las hermanas y de los hermanos se
estaba transformando en una comunidad de parejas
individuales con intereses opuestos” 29
. Aunque aquí ya
ha hecho su aparición la categoría “marido”, todavía no
está claramente definida la noción de “padre” pues la
sucesión, los derechos, las jerarquías y la posición, se
transmiten, junto con la vida, a través de la madre.
Ahora bien, Reed menciona la existencia, una vez
que está consolidada la institución matrimonial, de
parejas “migratorias” que pasan una parte del tiem-
po en el clan del marido y otra en el lugar de origen
de la mujer, sobre todo al momento de los partos
pues la progenie continua perteneciendo al linaje de
la mujer. Así:
29 Ibid., pág. 231.

65
En la primera parte de su desarrollo, el matrimonio repre-
sentó, tanto la dislocación del hermano y de la hermana como
la reubicación del marido y de la esposa. Porque así como la
mujer tenía sus intereses y sus lazos más próximos con sus
propios parientes maternos, el primer lugar del marido estaba
con su hermana y los hijos de su hermana, no con su esposa y
los hijos de ella. Una de las descripciones más gráficas de esta
vida dividida la provee el relato de Fortune de una ceremonia de
matrimonio dobuan:
«Los parientes por vía materna del novio o de la novia que
son los visitantes que traen regalos, se sientan al final de la
aldea cerca de su propia aldea. Un espacio amplio separa a las
dos partes. No existe el entrevero casual de las dos partes. Cada
mujer presente está con su hermano. Cada hombre presente
está con su hermana y con los hijos de su hermana. Ningún
grupo de hombres, de esposas o de niños puede ser visto en
ninguna de las partes intercambiantes. Los suegros quedan
afuera, así como aquellos parientes que resultan del matrimo-
nio en cada aldea. Para un europeo es extraño observar una
ceremonia de matrimonio que se celebra con la total ausencia
del grupo familiar del matrimonio»30
.
La cantidad de variantes en las relaciones sociales
de parentesco una vez asentada la institución matri-
monial es enorme. Lo cierto es que la noción de ma-
rido/esposa, como vínculo entre una mujer y un va-
rón provenientes de distintos linajes maternos, fue
paulatinamente dando lugar a la idea de “padre”, es
decir, al establecimiento de un vínculo entre el esposo
de una mujer y su progenie que, si bien inicialmente
30 Ibid., pág. 237.

66
era una relación “a ser producida” (Mead), paulati-
namente fue consolidándose como relación legítima,
erosionando o complejizando todavía más el sistema
de comunidad matrilineal.
Así, si bien podemos más o menos seguir el hilo
de la posible evolución del clan materno a la fami-
lia dividida organizada en torno al matrimonio que
detona su erosión, lo que no es muy claro es cómo
comienza a prevalecer el tipo de relaciones sociales
que nos resultan mucho más conocidas, donde los
varones son los pilares visibles en la red de los víncu-
los sociales y las mujeres circulan en esa red a través
de cadenas de intercambios que fundan vínculos de
alianza entre padres.
Es evidente que esta línea evolutiva de los vínculos
sociales no es necesaria pese a ser predominante. Esto
es, si bien las contradicciones que engendra el vínculo
matrimonial encuentran una solución estable a través
de la consolidación de patrilinajes que intercambian
hijas, no es esta la necesaria conclusión de la erosión
de los clanes matrilineales, como lo muestra la pervi-
vencia de tipos de relaciones sociales muy distintos
a los organizados en torno al modelo denominado
patriarcal31, aunque asediados por la peculiar imbrica-
ción que este modo de organización de las relaciones
sociales tuvo en Europa, muchos siglos después, con
el régimen del capital.
31 Para una discusión mucho más detallada de la manera cómo
se han desenvuelto y complejizado las relaciones de parentesco en
los Andes véase Denise Y. Arnold (comp.), Gente de carne y hueso.
Las tramas de parentesco en los Andes, ciase/ilca, La Paz, 1998.

67
3. La familia patriarcal
El surgimiento de familias patriarcales, cuyo sentido
más profundo, a mi entender, está en diluir completa-
mente la importancia de la descendencia por la línea
materna, introduce una distinción anteriormente im-
pensable: aquella que separa la procreación como tal,
de la procreación legítima, la descendencia es legítima
en tanto los vástagos sean “hijos de un padre”. A par-
tir de ahí, los varones se consolidan como portadores
absolutos de la potestad de dar sentido legítimo a la
acción procreativa de cualquier mujer quedando como
organizadores del mundo social en tanto propietarios
de esta potestad. El tipo de redes y vínculos sociales
que se construirán desde estas premisas será de muy
distinta especie, pasando las mujeres a ser objeto de
cuidado –por parte de los miembros de sus familias–,
de transacción para la alianza entre varones y de de-
seo por parte de los hombres que no sean sus parien-
tes. Es en esas circunstancias donde, efectivamente, el
cuerpo femenino, con sus capacidades reproductivas
prioritarias se vuelve objeto de control y la cohesión
social, la densidad de los vínculos sociales pasa a fun-
darse no en la relación inmediata que una mujer es-
tablece con su prole, sino en el reconocimiento de la
progenie por parte de los varones.
Las estrategias de parentesco como mecanismo de
afianzamiento de la cohesión social van poco a poco
dejando de ser vínculos de sangre para organizarse en
torno al reconocimiento recíproco, entre varones, de
la paternidad de los hijos de cada mujer. A partir de
ahí, exigencia de disponer socialmente de las poten-

68
cialidades reproductivas, que de manera casi directa,
modifica el significado de tal capacidad procreativa al
volverla objeto de gestión social mayoritariamente en
manos masculinas.
Podemos señalar pues, que a partir de esta escisión
entre la procreación y la procreación legítima apareci-
da en medio del avance de las contradicciones entre el
matrimonio y el clan matrilineal, se vuelve indispensa-
ble organizar socialmente la gestión de los cuerpos de
las mujeres a fin de asegurar la continuidad del grupo,
bajo específicas pautas de acuerdo entre varones.
Como es el propio cuerpo de las mujeres –ahora
entendido como riqueza social– donde se concentran
las capacidades procreativas primordiales, la gestión y
control social de estas capacidades es simultáneamen-
te una gestión y control sobre el cuerpo de las mujeres,
sobre su sexualidad. De ahí que en todas las sociedades
comiencen a aparecer normas que reglamentan la con-
vivencia sexual, el tipo de sexualidad considerada líci-
ta –sobre todo para las mujeres–, las posibilidades de
procreación legítima, las modalidades y expectativas so-
ciales acerca de la “fertilidad” de la mujer32
, etc. Aparece
pues, un conjunto de exigencias, prescripciones, regula-
ciones, imposiciones, prohibiciones y acuerdos sociales
a fin de organizar el curso práctico de esta valoración
positiva no solo de la maternidad sino del cuerpo fe-
menino. La primera y, por tanto, el segundo, ya no son
gestionados por las mismas mujeres sino que, en tanto
función social, pasan a ser actividades controladas pre-
eminentemente por varones.
32 Para una ilustrativa exposición de la diversidad de este tipo de
convenciones y prácticas sociales véase Martin y Voorhies, op. cit.

69
Vayamos entonces más profundamente hacia la
comprensión de estas estrategias reproductivas guia-
das por el deseo social de preservación del grupo en
el tiempo, pero ya organizado en torno a la distinción
entre la procreación y la procreación legítima. Para
que pueda asegurarse la sexualidad productiva y la
maternidad, garantías sociales de continuidad del
grupo, es necesario que concurran varios elementos.
Enumeremos algunos de manera abstracta para dis-
tinguirlos claramente:
Para la continuidad de un grupo organizado ya no
en torno a la relación hermano/hermana sino al vín-
culo esposo/esposa es necesario que exista una con-
vención social que fomente y valore la formación de
parejas mixtas –el matrimonio– y que organice la vida
en torno a la cohabitación prolongada entre personas
provenientes de distintos linajes.
Es necesaria, entonces, la valoración positiva de
la heterosexualidad, de las relaciones sexuales produc-
tivas y tiene que organizarse socialmente una estra-
tegia para ordenar la separación de cada persona de
su núcleo familiar a fin de pasar a conformar nuevas
unidades domésticas.
Es en la comprensión de todo esto donde resul-
ta muy pertinente el concepto de “sistema sexo/
género” 33 propuesto por Gayle Rubin, que sería “el
33 Gayle Rubin, “El tráfico de mujeres: Notas sobre la «economía
política del sexo»” (1975), Nueva Antropología núm. 30, México, 1986.
Coincido con la crítica que Rubin hace a la categoría “patriarcado”
utilizada ampliamente por el movimiento feminista: “El patriarcado

70
conjunto de disposiciones por el que una sociedad
transforma la sexualidad biológica en productos de la
actividad humana, y en el cual se satisfacen esas ne-
cesidades humanas transformadas”34 . Esto es, Rubin
nos convoca a prestar atención a la manera cómo,
social e históricamente, en cada sociedad específica
se organizan una serie de convenciones arbitrarias,
prácticas sociales, regulaciones normativas, estrate-
gias productivas y reproductivas y representaciones
de todo lo anterior que están en la base de la cons-
trucción social de aquello que ha de ser socialmente
entendido como un varón y como una mujer.
Comprender los sistemas sexo/género es, en primer
lugar, analizar los distintos elementos –productivos, de
división social y sexual del trabajo, culturales, políticos,
simbólicos, etc.– de diferenciación y constitución social
de lo que son un varón y una mujer en un momento de-
terminado. Pero además, la intención es que ese conjun-
to de conocimientos pueda ser ordenado lógicamente
para que afloren, en sus múltiples, sutiles y distintas mo-
dalidades de existencia, las relaciones de poder condensa-
das en tales relaciones sociales de sexo/género que, en
un primer momento se nos presentan cargadas de la le-
gitimidad que les otorga su aparente “naturalidad”. Todo
esto, en lo que se refiere a la sociedad contemporánea, lo
discutiremos con más detalle en los próximos capítulos.
se convierte más en una adjetivación que en una categoría explicativa
pues no da cuenta de las distintas variantes y modalidades históricas
de la opresión femenina”. El estudio de los sistemas sexo/género,
permite estudiar los juegos de las relaciones sociales de poder entre
varones y mujeres, de una manera mucho más precisa.
34 Rubin, op. cit., pág. 97.

71
De momento, revisaremos brevemente cómo en me-
dio de relaciones sociales estructuradas en torno a fami-
lias patrilineales surge una específica “economía política
del sexo”, organizada en torno a la circulación de mujeres.
Al surgir la escisión entre la procreación y la pro-
creación legítima, perteneciendo la prole de una mujer
a la familia del padre que la legitima, se engendra el
fenómeno de la circulación de mujeres que, tras nacer
en casa de un padre pasan, después de un rito ma-
trimonial a vivir en casa de su marido 35 . Resulta en-
tonces que entre los grupos humanos así organizados
tuvieron que establecerse convenciones para regular
este tráfico dando lugar, como dice Rubin, a una “eco-
nomía política del sexo”. Si los objetos primordiales
de intercambio entre comunidades humanas distintas
eran, hablando con precisión, los cuerpos de las muje-
res –en base a estrategias matrimoniales, políticas de
alianza, etc.–, entonces, sencillamente tenían que ser
los varones los verdaderos agentes de estas estrate-
gias, los sujetos de las alianzas en las que las mujeres
circulaban en calidad de objetos 36 .
———————–

35 Insisto en que todo lo que en este acápite está siendo expuesto
no es sino una esquemática panorámica de las relaciones sociales
de parentesco, imaginando una especie de “modelo ideal” a fin
de volverlo inteligible. La cantidad de variantes, complejidades,
superposiciones de prácticas aparentemente contradictorias,
duplicaciones de sentido, etc., que se encuentran en la realidad
exige un estudio minucioso del conjunto de estrategias y prácticas
sociales desplegadas en cada caso. Véase Denise Y. Arnold, op.
cit. También, Denise Y. Arnold (comp.), Más allá del silencio. Las
fronteras de género en los Andes, ciase/ilca, La Paz, 1997.
36 Margaret Mead registra aspectos importantes de la producción
de las relaciones sociales con base en el intercambio de mujeres
entre varones, cuando investiga el tabú del incesto entre los
Arapesh: “¿Qué dirían los ancianos al joven que quisiera casarse con
su hermana? No lo sabían. Los ancianos nunca habían discutido el

—————–

El resultado esperado de entregar una mujer a otra
familia o comunidad, que a partir de ahí tendría el con-
trol sobre su cuerpo, su trabajo y su descendencia era,
simultáneamente o de manera diferida en el tiempo,
recuperar otra mujer de aquel colectivo para usufruc-
tuar internamente de sus capacidades productivas y
reproductivas. Esta manera de organizar el entramado
social, necesariamente cimentó el control y la gestión
por los varones de los cuerpos femeninos, aparecien-
do ellos entonces con el atributo de ser los amos ab-
solutos de la socialidad.
Las relaciones sociales definidas en base a la filia-
ción patrilineal erosionan y reelaboran los vínculos
generados en el clan matrilineal. El parentesco patrili-
neal se va convirtiendo poco a poco en un mecanismo
rígido de cohesión social y alianza entre comunidades
que condensa simbólicamente las mejores estrategias
para asegurar su propia reproducción y perpetua-
ción 37
. Al ser obligatoria y rígida –en el sentido de que

 

 

 

 

73
precede a cada individuo en particular y se le impone–,
la filiación patrilineal expresa, refuerza y sanciona de
manera contundente un tipo de relaciones sociales, de
relaciones de poder dentro del colectivo y en especial,
de jerarquizaciones entre los sexos, que completa el
cautiverio” del cuerpo femenino como objeto de con-
trol social. Al ser convertidas las mujeres en objetos
de intercambio, su propio cuerpo se volverá objeto de
control, vigilancia y cuidado. Se lleva a cabo entonces,
dentro del argumento lógico que venimos desarro-
llando, un primer momento de la “captura del cuerpo
femenino” como base de la radical imposibilidad de
disposición de nosotras mismas que ha pesado sobre
el sexo femenino a lo largo de la historia.
Las relaciones sociales estructuradas a partir de
estos cimientos evidentemente no serán paritarias ni
equivalentes. Se organiza socialmente la preeminencia
del sexo masculino como dominante y se consolida la
opresión histórica y social de las mujeres. Incluso algo
tan importante como la permanencia de una familia o
comunidad en el tiempo es expropiado de los cuerpos
femeninos, pese a ser ellas quienes a fin de cuentas
lo garantizan. En la medida en que las mujeres ya no
procrean para expandir su propio linaje sino el de su
marido que recoge la descendencia, el sistema ya no
se afirma principalmente sobre la fertilidad femenina
sino sobre la capacidad política de los grupos para ne-
gociar en cada momento un número adecuado de mu-
jeres fértiles en sus propias unidades reproductivas.

74
Cómo ordenar la intelección de la problemática
Es evidente que todo lo anterior no es más que un gro-
sero bosquejo de los posibles cursos que puede haber
tenido el sentido social de la procreación y, por tanto,
la posición e importancia de las mujeres así como el
significado de lo que ellas son en medio de distintas
configuraciones sociales. La organización de relacio-
nes sociales en base a la circulación de mujeres, que
a la larga se convirtió en una modalidad predominan-
te en Occidente, nos permite, también, entender los
múltiples esfuerzos de mujeres en toda la historia por
ampliar la posibilidad de disposición de sí.
En cada sociedad concreta el cautiverio femenino
se verifica de una manera distinta, aunque si algo en
común existe en todas ellas es que una preocupación
colectiva y gestionada socialmente es asegurar la con-
tinuidad y expansión de la colectividad que se susten-
ta en las capacidades reproductivas de sus mujeres, y
que tal extremo implica una normatividad práctica tan-
to de la sexualidad femenina como de la posibilidad de
disposición de sí38
.
38 A este tipo de predominio masculino en las relaciones sociales,
algunas veces se le llama dominio patriarcal pues la posibilidad
de decisión sobre el destino de los individuos que conforman una
sociedad dada, es decir, el poder, si bien está difusamente repartido
en todos los varones sobre todas las mujeres, está simultáneamente
condensando en algunos varones del grupo, sea en los más viejos o
en los adultos maduros más capaces de acuerdo a los parámetros
concretos de evaluación en cada comunidad, etc. De aquí que una
específica capacidad de disponer de los cuerpos de las personas
principalmente del de las mujeres pero también, en ocasiones,
de los varones jóvenes–, esto es, un específico poder sobre otros
segmentos de la comunidad, se va constituyendo. De este modo,
se consolidan y generalizan estrategias de control social que, en
forma de ritos, de normas, de prescripciones o instituciones,

75
De ahí la importancia de estudiar en detalle los lla-
mados “sistemas sexo/género”. Estos sistemas sexo/
género, reiteramos, serían las formas en que cada
sociedad, históricamente, organiza la elaboración
material, social y simbólica de lo que son un varón y
una mujer y de las relaciones que se entablarán entre
ambos. Estudiar, en particular, el sistema sexo/géne-
ro en el que estamos inmersas hoy, en países predo-
minantemente capitalistas de tradición colonial y con
ciertas tradiciones comunitarias subordinadas, nos
puede permitir indagar en las modalidades concretas
de opresión de las mujeres en base a las limitaciones,
prescripciones, exigencias, prohibiciones, etc., que
limitan la capacidad de disposición de nosotras mis-
mas. Esto es todavía más urgente si lo que nos mueve
es la comprensión crítica de nuestra propia condición
social en tanto mujeres.
Abordemos entonces, aunque sea de manera pa-
norámica, los elementos abstractos que tienen que ser
tomados en cuenta a la hora de entender un sistema
sexo/género.
En la medida en que estamos hablando de las dis-
tintas y variadas formas en las que se construyen his-
tórica y socialmente los varones y las mujeres en una
sociedad dada, y de las relaciones entabladas entre
ambos en los distintos niveles de la producción y la
vida, necesariamente tenemos que abordar el estudio
concreto de la manera como se produce y se repro-
duce la vida material, social, cultural y simbólica en
determinan cómo ha de ser el comportamiento válido y esperado
de cada miembro del grupo.

76
dicha sociedad, en medio de un específico entramado
de relaciones políticas -entendidas estas en el sentido
amplio de síntesis de relaciones de poder. Tenemos
pues que dar cuenta de las estructuras prácticas que
organizan, fijan, regulan y mantienen la vida social;
estructuras prácticas que, por un lado son creaciones
y convenciones humanas previas que se han institu-
cionalizado autonomizándose de sus creadores y, por
otro, delimitan el modo como serán los seres huma-
nos nacidos y construidos como personas sociales en
determinadas circunstancias.
Entonces, no estamos hablando ni de determina-
ción mecánica de las personas por las estructuras,
pero tampoco de subjetividades libres que pueden
moverse etéreamente haciendo abstracción de sus cir-
cunstancias. Estamos considerando a seres humanos
que se organizan produciendo ciertos tipos de estruc-
turas sociales que simultáneamente y, sobre todo a la
larga, en los recurrentes y sucesivos ciclos vitales de
las generaciones, dibujarán los campos de posibilidad
para la acción práctica de superación y transformación
de las propias estructuras existentes.
¿Cuáles son los elementos principales dentro de
estas “estructuras estructuradas y estructurantes”
(Bourdieu) que nos van a permitir desmenuzar los sis-
temas sexo/género?
En primer lugar debemos estudiar los modos
específicos en los que se organiza la división sexual
del trabajo y la división social del trabajo por sexo, en
cada sociedad específica. Es decir, es importante pri-
vilegiar la comprensión de como se está organizando

77
la producción de la vida material así como la propia
producción de la vida ajena en la procreación en cada
sociedad histórica.
Para entender todo esto es necesario precisar,
asimismo, el sistema social de necesidades al que se
le busca dar satisfacción social a través de las distintas
formas organizativas del trabajo social y doméstico; y
en particular, al modo cómo se organiza la distinción
entre los sexos dentro de ello y su jerarquización.
Por otro lado, Rubin propone la importancia de
estudiar la división sexual del trabajo en tanto que
esta distinción opera como dispositivo social ten-
diente a construir un estado de dependencia recípro-
ca entre los sexos. De ahí que sea importante preci-
sar los modos como cada sociedad construye estas
nociones de dependencia recíproca entre los sexos
que, entre otras cosas, va a estar sostenida en las
distintas estrategias de constitución de socialidad,
empujando a los individuos de ambos sexos al ma-
trimonio y promoviendo ritos de iniciación, sistemas
de valores, disposiciones corporales, etc. Es decir, se
trata de comprender críticamente qué es una mujer y
qué es un varón en cada sociedad específica y cómo
se organiza su relación genérica.
Finalmente, sugiere que a partir de estas diferen-
cias genéricas levantadas sobre la distinción sexual,
se estudie el modo como cada nuevo individuo social,
sea este un niño o una niña, se construye como ser al
que se le asigna un género específico en el contexto
del grupo al que pertenece. Esto es, las maneras como
se constituyen los sujetos sexualmente diferenciados
como individuos sexuados genéricamente distingui-

78
dos en una sociedad particular: a través de qué con-
ductas familiares y sociales específicas se construye lo
que han de ser los varones y las mujeres en ese con-
texto histórico o, lo que es lo mismo, los dispositivos
a través de los cuáles “lo social se hace cuerpo” 39 , los
rasgos distintivos se inscriben en el cuerpo y la psique
de cada nuevo sujeto sexualmente diferenciado.
Entonces, tres son las vertientes que tenemos que
estudiar para entender las relaciones de poder sexo/
genéricas actualmente vigentes y, de esa manera,
comprendernos en tanto que mujeres:
1. Cómo se lleva a cabo la producción material de
la vida social y qué juegos de poder operan en este es-
pacio en términos de constitución de los sujetos como
sujetos sexuados.
2. Cómo se organizan socialmente las relaciones
familiares, cómo atravesamos los distintos momentos
de afirmación y separación con los “nuestros”, qué
tipo de derechos y deberes entraña nuestra pertenen-
cia a una familia, que estrategias familiares se elabo-
ran para asegurar la permanencia de un linaje, etc., es
decir, cómo se produce la vida ajena en la procreación
socialmente organizada.
3. Cómo llegamos a ser lo que somos, como se nos
enseñó desde que nacimos nuestra condición de mu-
jeres –y cómo se les enseñó a los varones lo que son–,
qué se nos presentó como exigencia social a partir de
tal condición, cómo vivimos la adecuación de noso-
tras mismas a tales exigencias sociales, y sobre todo,
39 Alicia Gutiérrez, Pierre Bourdieu. Las prácticas sociales, Cátedra,
Buenos Aires, 1997.

79
y esto es quizá lo más difícil, como quedó inculcado
en nuestro propio cuerpo el conjunto de disposicio-
nes sociales prescritas socialmente acerca de lo que
somos y de lo que debemos ser.
Existe un gran número de trabajos que han abor-
dado el escudriñamiento crítico de lo bosquejado en
los dos primeros incisos. A partir de ellos se puede
comprender exhaustivamente la constitución de la
familia nuclear burguesa, su funcionamiento y lógica
interna, la aparición histórica de la figura del “ama de
casa” y el tipo de relaciones que entabla con la socie-
dad capitalista dominantes, los trastocamientos en las
relaciones familiares que han tenido lugar a partir del
desarrollo del capital 40 , etc. Igualmente existen abun-
dantes trabajos que permiten conocer las luchas de
las mujeres que están en la base de la ampliación de la
posibilidad de disposición de sí41 .
Todo este material, teórico y práctico nos brinda una
gran cantidad de elementos para orientarnos a la hora
de precisar el problema que queremos abordar. Sin
embargo, considero que por lo general, ha sucedido en
40 Véase Celia Amorós, “Notas sobre al ideología de la división se-
xual del trabajo”, En Teoría núm. 2, julio-septiembre 1979, Madrid;
Heidi Hartmann, “Un matrimonio mal avenido: Hacia una unión
más progresiva entre marxismo y feminismo”, Zona Abierta núm.
24, marzo-abril 1980; Zillah Eisenstein, “El Estado, la familia pa-
triarcal y las madres que trabajan”, En Teoría núm. 1, 1979; Mario
Álvarez, “Contribución a la crítica de la familia”, Feminismo Prole-
tario núm. 8, 1990. También, un buen tratamiento de la erosión de
la familia burguesa puede encontrarse en Castells Manuel, La era
de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. 2, El problema
de la identidad, Alianza Editorial, Madrid, 1998. Especialmente el
capítulo “El fin del patriarcado: Movimientos sociales, familia y
sexualidad en la era de la información”, págs. 159 y ss.
41 Sheila Rowbotham, Resistance and Revolution, Nueva York,
Random House, 1972.

80
este terreno algo similar a lo que Marx señala al criticar
a Feuerbach y a “todo el materialismo anterior”:
El defecto fundamental de todo el materialismo anterior
incluido el de Feuerbach– es que solo concibe las cosas, la
realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contempla-
ción, pero no como actividad sensorial humana, no como prácti-
ca, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese
desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo,
pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo, natural-
mente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal…42
En la siguiente parte de este trabajo, guiándome por
lo señalado por Marx, intentaré dar elementos que tie-
nen que ver con la manera como se produce una de-
terminada actividad sensorial humana, es decir, intentaré
escudriñar de un modo subjetivo, práctico, la manera
como somos producidas las mujeres urbanas de clase
media en países capitalistas de tradición colonial, lo que
a su vez, nos conducirá tanto a pensar pautas acerca de
cómo son producidos socialmente los varones, como a
distinguir la manera en que operan los dispositivos de
inhibición de la disposición de nosotras mismas.
Aunque tocaré los tres hilos sugeridos, me centraré
en el tercer inciso esbozado arriba, pues justamente
es ahí donde considero que están las partes más com-
plicadas del problema, para nosotras, actualmente. De
alguna manera a las mujeres urbanas de clase media
nacidas en la segunda mitad del siglo xx , que más o
menos vamos a poder disponer de nuestros propios
42 Karl Marx, “Tesis sobre Feuerbach”, en Obras escogidas, tomo i,
Progreso, Moscú, 1974, pág. 7.

81
recursos, que más o menos hemos de poder decidir
cuando y con quien vamos a mantener relaciones se-
xuales y si hemos o no de casarnos y tener hijos, etc.,
lo que sí nos suele ocasionar todo tipo de problemas
es la inscripción practicada en nuestros cuerpos de
una serie de esquemas generadores de sentido, prác-
ticas sociales y estereotipos que, por lo general, nos
acecharán confundiéndonos permanentemente.
O, explicando el problema de otra manera, si bien
coincidimos con Marx en que:
Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes
en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el
poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo,
su poder espiritual dominante (…). Las ideas dominantes no
son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materia-
les dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes
concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de
una determinada clase la clase dominante, o sea, las ideas de
su dominación. Los individuos que forman la clase dominante
tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y pien-
san a tono con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y
en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica,
se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión y,
por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como
productores de ideas que regulan la producción y distribución
de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo,
las ideas dominantes de la época 43
.
Y si bien, al mismo tiempo es evidente que a lo lar-
43 Marx-Engels, “La ideología alemana”, capítulo Feuerbach,
oposición entre las concepciones materialista e idealista, en Obras
escogidas, loc. cit., pág. 45.

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go de este siglo las estructuras materiales fundamen-
tales de la dominación masculina en las sociedades
capitalistas occidentales han ido perdiendo terreno
año con año: masiva incorporación de las mujeres
al mercado de trabajo que ha desestabilizado –si no
anulado– la posición del varón como proveedor de
los recursos materiales, ampliación de los derechos
políticos y civiles de las mujeres que nos ha colocado
en condiciones de “igualdad”, erosión lenta y perma-
nente de la estructura familiar nuclear burguesa con
sus roles, jerarquías y reglamentaciones, posibilidad
del control de la fecundidad y por tanto, capacidad de
decisión sobre la reproducción, etc., es muy claro que
la “evaporación” del dominio masculino no se ha pro-
ducido de manera automática.
Otra formulación de Marx en La ideología alemana,
nos permite situarnos mejor en el problema:
Toda esta apariencia de que la dominación de una determi-
nada clase no es más que la dominación de ciertas ideas, se es-
fuma naturalmente, de por sí, tan pronto como la dominación
de clases en general deja de ser la forma de organización de la
sociedad; tan pronto como, por consiguiente, ya no es necesario
presentar un interés particular como general o hacer ver que es
lo general”, lo dominante44
.
En la medida en que la dominación masculina de
ninguna manera se ha “esfumado naturalmente” pese
a todo el avance de las mujeres para conseguir la libre
disposición sobre nosotras mismas, es claro que, en
44 Ibid., pág. 47

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primer lugar, tal dominación no ha dejado de ser la
forma general de organización de la sociedad.
Si bien nuestra sociedad no se organiza ya mate-
rialmente como exhaustivo dispositivo económico,
político, cultural, sexual, etc., de cautiverio femenino,
en los mismos niveles que podemos constatar para
otras épocas o para otras culturas, existe una serie de
distinciones sociales, mecanismos de control y pres-
cripción de las actitudes adecuadas, jerarquizaciones
económicas y políticas, patrones de socialización, etc.,
que están perfectamente vigentes y que operan de ma-
nera difusa y polimorfa, legitimándose en su recurren-
cia y coherencia para adquirir, de ese modo, la fuerza
de ser calificadas como atributos “naturales”; y refor-
zando con ello, todo el ciclo de la construcción social.
En segundo lugar, la forma en que operan las ideas
o, si se quiere, “la parte ideal de lo material”, resulta
con frecuencia sumamente elusiva y contradictoria, por
lo que la “evaporación” de ciertas ideas resulta mucho
más compleja de lo que podríamos suponer.
En las siguientes líneas abordaré de manera doble
tanto algunos aspectos de la manera como material-
mente se mantiene la dominación masculina en espa-
cios en los que, aparentemente, ha sido desarmada,
como la discusión de algunos de los efectos que los
dispositivos de inhibición en la disposición de nosotras
mismas adquieren en términos sensibles, inmediatos,
subjetivos. Con esto, intento permanecer en el terreno
de un materialismo que concibe la realidad de modo
subjetivo, incluyendo al sujeto que la piensa y la trans-
forma.