Las guerras civiles peronistas
Infobae
30 de Julio de 2022
Cerviño es el fumigador del pueblo de Colonia Vela. Acaba de aterrizar de un vuelo, solo que ahora fumigó con desechos fecales. Dos hombres portando armas largas se aproximan. Conversan de manera poco amistosa acerca del conflicto entre el alcalde del pueblo y un funcionario. El enfrentamiento es entre sectores peronistas “ortodoxos” y los “infiltrados” que debían ser depurados.
El incidente deriva en violencia. Unos y otros mueren y matan profiriendo el mismo grito y al unísono: “¡Viva Perón!”. Es la escena final de “No habrá más pena ni olvido”, película basada en la novela de Osvaldo Soriano, un gran cronista de aquellos fatídicos años setenta. Buena parte de la trama es una comedia del absurdo que concluye en tragedia, también absurda.
El título de la versión en inglés del libro y de la película lo retrata cabalmente: “Funny Dirty Little War”. Aquellos años setenta expresaron el faccionalismo en estado puro; una cultura política que, debe subrayarse, lleva el ADN del peronismo.
Constituido en mayoría en la segunda mitad de los cuarenta, el peronismo desplegó lo que James Madison llamó la “tiranía de la mayoría”. Es decir, cuando una facción se hace del poder, aún por medio del voto, pero una vez allí avasalla los derechos de las minorías vulnerando la letra y el espíritu de la democracia constitucional.
Derrocado en 1955, en los sesenta se instaló el faccionalismo sindical, los “leales a Perón” contra los “neoperonistas” proclives a negociar con los militares. Con el fundador del Justicialismo en el exilio, la disputa entre facciones buscaba su reconocimiento—las memorables fotos en Puerta de Hierro—al mismo tiempo que la legitimidad de interlocución con el gobierno militar de turno. Allí también hubo una guerra civil, pero Perón arbitraba entre ellos.
En los setenta la confrontación ocurrió entre el aparato sindical y el peronismo juvenil y universitario. Perón también intentó arbitrar, pero fracasó. Para cuando regresó de su exilio los Montoneros ya habían capturado dicha estructura. Permeada ahora por una organización armada de métodos terroristas, Perón perdió el control de lo que entonces se llamaba “rama juvenil”.
Con la muerte del caudillo en julio de 1974, el faccionalismo a plomo desembarcó en el aparato del Estado. La triple A dejó instalado el terrorismo de Estado que luego adoptarían los grupos de tareas de Videla. Esta parte de la historia no siempre se recuerda, pero los crímenes de lesa humanidad comenzaron bastante antes del golpe de marzo de 1976. Fue la más trágica de todas las guerras civiles peronistas.
La democracia puso dicho faccionalismo entre paréntesis. El peronismo de Cafiero, de Menem y de Duhalde fue capaz de entender que la democracia es un método para llegar al poder, pero también un método para ejercerlo una vez allí. Fue la época de los grandes acuerdos políticos y constitucionales. Eso hasta la llegada de los Kirchner, herederos de un “que se vayan todos” que, debe subrayarse, no exceptuó al peronismo.
El kirchnerismo adquirió entidad política propia gracias al boom de precios internacionales de comienzo de siglo. Ello le otorgó recursos sin precedentes para ejercer el poder, aceitar y engordar la máquina clientelar y reescribir la historia a voluntad, hábito que no cesa ni siquiera en la penuria de hoy. La buena noticia es que no transcurre a los tiros como entonces. Con las excepciones conocidas, el asesinato de Nisman entre otros, la nueva guerra civil del peronismo ha sido mayormente una guerra de relatos.
Un fenómeno que regresó con el gobierno de Fernández-Fernández de Kirchner, una supuesta coalición que no es tal. La fórmula misma es una suerte de “Alberto al gobierno, Cristina al poder”, un ensayo que recrea aquel “Cámpora al gobierno, Perón al poder” de 1973. No solo el nostálgico romanticismo montonero—que, en realidad, nunca tuvo nada de romántico—persiste en el faccionalismo peronista incrustado en el Ejecutivo.
Y ahora en una crisis terminal, ese poder bicéfalo de origen se convierte en tricéfalo. A un presidente sin autoridad y una vicepresidente acosada por juicios de corrupción se le agrega un “superministro” sin la formación académica necesaria y con dudosa capacidad para generar confianza en el país tanto como en el exterior, ese intangible imprescindible.
Es que se trata de un gobierno cuya efectividad solo se ve en su capacidad para la destrucción de la riqueza y la licuación del poder. Un país rico en el que la mitad de la población es pobre; una democracia con una degradación institucional desconocida desde 1983. Pero el kirchnerismo bien puede sobrevivir como la Hidra de Lerna, creando tantas cabezas como necesite para llegar a mañana, para seguir destruyendo todo a su paso.
Sobre todo en la austeridad, el faccionalismo inevitablemente deriva en fragmentación, en eso el kirchnerismo tiene la experiencia de dos décadas. Es eximio en imponer bloqueos, en desarticular, en desplegar poder negativo. Arrasa pero no sabe construir; no entiende la política como un juego cooperativo.
En este escenario ni Fernández ni Massa, solo Cristina Kirchner posee un gramo de poder territorial, que solo usará como estrategia disruptiva. Ninguno de los tres tiene poder real, el que se deriva del reconocimiento social. El poder en serio que no se basa en la coerción, no se grita ni se sobreactúa, mucho menos se sostiene sobre aprietes e intimidaciones. Se usa de acuerdo a derecho.
Y será otra guerra civil peronista, guerra de vetos, parálisis y mutuas desconfianzas. En esta carrera por eliminarse entre sí, las tres cabezas de esta Hidra irán con el grito de guerra alto y sonoro. Como Cerviño y sus atacantes, los tres gritarán “¡Viva Perón!”.
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Massa vs Cristina, la batalla por el poder sobre los restos de Alberto
Infobae
30 de Julio de 2022
Un chiste es una de las mejores herramientas para analizar situaciones dramáticas. Por eso, cuando le preguntan como ve el escenario político, el funcionario recuerda a aquel padre judío, con esposa y ocho hijos hacinados, que va desesperado a ver al rabino para preguntarle qué hacer. El religioso le sugiere que agarre un chivo del corral y lo meta en el hogar a vivir con la familia. El padre, azorado, igual obedece. Y a la semana siguiente le cuenta al rabino que la casa, además de vacía de alimentos, esta llena de suciedades del chivo. El rabino le dice que meta otro chivo más, y a los pocos días otro chivo, y así hasta completar una decena de animales mugrientos junto a su familia.
Cuando el hambre y el olor son insostenibles, el rabino le dice que saque todos los chivos y limpie la casa. El padre obedece y vuelve presuroso a contarle. “¿Cómo están las cosas ahora?”, pregunta el religioso. “Mucho mejor, mucho mejor”, contesta el rabino.
“Así está la Argentina en estos días; es tan mala la situación que cualquier mejora parecerá un avance”, resume el funcionario, de familia judía y director de un banco del Estado al que acaban de avisarle que debe dejar el cargo. Es parte del éxodo de dirigentes cercanos a Alberto Fernández que se van para abrirle paso al tropel de ministros, secretarios y directores estatales que responden a Cristina Kirchner y al empoderado Sergio Massa.
Es la última batalla interna del Frente de Todos para quedarse con las trincheras del poder. Se disputa sobre los restos de lo que fue la presidencia de Alberto Fernández. Es a matar o a morir, y a nadie le importa el destino de los que quedan en el camino ni la sangre derramada. Las trincheras son las cajas del Estado, los ministerios, los despachos oficiales. El dinero, nada, eso, el poder.
Hay ministros que hacen diagramas en la Casa Rosada. No gráficas de Excel porque el Excel es un símbolo del macrismo. Y, en esos diagramas, anotan uno por uno a los ministros y a su pertenencia. Los que reportan a Cristina, y los que están alineados con Massa. Los dos grupos sumados ya conforman la mayoría, pero el de la Vice sigue siendo el más numeroso. ¿Y Alberto Fernández? Los funcionarios leales al Presidente ocupan el espacio más pequeño, que todavía podría reducirse un poco más durante el fin de semana. “La fragilidad de Alberto se volvió dramática”, acepta uno de sus ministros. Y encoge los hombros.
Cristina Kirchner controla políticamente el ministerio del Interior (Wado de Pedro), el de Justicia (Martín Soria), el de Defensa (Jorge Taiana) y el de Cultura (Tristán Bauer). Maneja la estratégica secretaría de Energía (Darío Martínez), las cajas de la Anses (Fernanda Raverta), el PAMI (Luana Volnovich), la sociedad estatal YPF (Pablo Gonzalez) y ahora la AFIP, de donde desalojó a Mercedes Marcó del Pont y la reemplazó por Carlos Castagnetto.
La llegada de Castagnetto a la AFIP no es un dato menor. Es un hombre de confianza de la Vicepresidenta que había logrado una pequeña notoriedad como arquero en el fútbol profesional. Debutó en Gimnasia y Esgrima de La Plata (el club del que es hincha Cristina), y llegó a atajar en equipos de Chile y Paraguay para cerrar su carrera en el Sporting Cristal de Lima, Perú.
Después se recibió de contador e inició su carrera en la política. Le fue estupendamente. Creció hasta ser nombrado Secretario de Coordinación en el ministerio de Desarrollo Social, cuando la ministra era Alicia Kirchner. Y luego logró meterse en las listas bonaerenses para ser elegido diputado nacional en dos oportunidades. La segunda fue en 2019, pero pidió licencia como legislador para ir al lugar que le había reservado Cristina: la Dirección General de Recursos de la Seguridad Social de la AFIP.
Desde allí tenía acceso a los expedientes de todos los contribuyentes de la Argentina. Y se convirtió en un dolor de cabeza para la titular del organismo, Mercedes Marcó del Pont, porque era un secreto a gritos en la AFIP que el ex arquero proveía de datos impositivos estratégicos al kirchnerismo cada que había una batalla contra algún dirigente político o empresario que se resistiera a la música de estos tiempos.
Por eso, Massa insistió tanto en ubicar en AFIP a un funcionario que le respondiera. Desde hacía un mes, bregaba por ubicar allí a Guillermo Michel, quien había recalado durante el revuelo Batakis en la oficina cercana de la Aduana. No pudo ser. Cristina le cerró la puerta en la cara y aprovechó la somnolencia final de Alberto para sacarse de encima a Marcó del Pont y ubicar al frente del organismo a Castagnetto. La información con resguardo judicial de todos los contribuyentes de la Argentina, ahora está completamente a disposición de la Vicepresidenta.
El Banco Central, con el dólar como variable inmanejable para la etapa de Alberto Fernández, es otro de los espacios clave que Massa pretende controlar pero que Cristina resiste desde el principio. Como resultado provisorio, la situación favorece hasta ahora la continuidad de su presidente, Miguel Pesce, a quien el papel de ideólogo de la llegada de Silvina Batakis a Economía no le ha resultado el mejor de los salvavidas en este naufragio.
En el otro sector del campo de batalla, Massa será ministro de Economía, cartera a la que intenta fortalecer sumando los ministerios de Agricultura y el de Producción. Su gran obsesión es que se lo considere un super ministerio, ya que no pudo ser aquel super jefe de gabinete del 2 de julio pasado. De Agricultura sacó al peronista Julián Domínguez y busca reemplazarlo con el economista Gabriel Delgado, quien resistía el pedido del nuevo ministro desde Brasil donde trabaja. Delgado tuvo una mala experiencia cuando asumió en junio de 2020 como interventor de la alimenticia Vicentín en plena crisis. La otra opción es Jorge Solmi, el último secretario de Agro que estaba con Domínguez y estuvo antes con Luis Basterra, aquel exótico ministro del pelo largo que duró diez meses en la cartera.
En el caso de Producción, Massa todavía no encontraba en estas horas un nombre ideal para reemplazar a Daniel Scioli. Los dos tuvieron un momento extraño en la Casa Rosada cuando, el viernes por la tarde, Massa presentó a Scioli como el ministro que dejaba su cargo cuando en realidad fue desplazado directamente. Luego de 40 segundos de incomodidad que quedarán en la historia del peronismo, se dieron un abrazo que nada tuvo que envidiarle a aquel abrazo frío entre el flamante Papa Francisco y el emérito Benedicto XVI en Castel Gandolfo.
Massa hubiera querido a Miguel Peirano en reemplazo de Scioli en Producción, pero el economista (uno de sus preferidos junto a Martín Redrado) también mantenía sus dudas sobre las oportunidades de frenar con éxito la crisis argentina luego de haber demorado tanto los cambios. Entre los candidatos, esperan el eterno José de Mendiguren, quien no pudo llegar a la presidencia del Banco Nación (quedó como premio consuelo para la efímera Batakis) y quien podría terminar presidiendo un organismo especial para atender necesidades de las Pymes.
Ya se sabe que AYSA (la sociedad estatal a cargo del agua) está bajo el poder massista con la presidencia de Malena Galmarini, y aquella idea fundacional de Massa de reducir la cantidad de ministerios a solo doce para dar una señal de racionalidad burocrática será muy complicada de llevar a cabo en este reparto desigual que favorece a Cristina. El objetivo es al menos tener un modelo de reestructuración ministerial que se parezca de lejos a un intento de achicar el gasto público. La única verdad es la realidad dijo alguien. Cosas del peronismo.
El modelo massista sería la fusión de los ministerios de Obras Públicas, en manos hoy de Gabriel Katopodis, y el de Transporte, que maneja Alexis Guerrera. El ex intendente de San Martín quedaría a cargo y Guerrera pasaría a ser un secretario de Estado. El vínculo político entre Massa y Katopodis es bueno, aunque también mantiene aceitados sus contactos con Cristina y con Máximo Kirchner. Hay que reconocerle a Kato que, pese a una relación cálida con el Presidente, enseguida tomó prudente distancia de aquel unicornio azul conocido como albertismo.
Otro de los escenarios de batalla entre Massa y Cristina es, previsiblemente, la presidencia de la Cámara de Diputados, el cargo que el ministro plenipotenciario de Economía intenta dejar en manos de una de sus personas de confianza. Cristina habría dado el visto bueno para que sea Massa el que elija a su heredero, el que ocupará el tercer lugar en la línea de sucesión presidencial detrás de Cristina y la santiagueña Claudia Ledesma Abdala, senadora y esposa del gobernador de Santiago del Estero, Gerardo Zamora. Es lo que se dice un cargo sensible.
La elegida de Massa es la diputada Cecilia Moreau, de apellido y militancia radical (hija del también diputado Leopoldo Moreau, quien se alejó de la UCR luego de haber obtenido el 2% de los votos como candidato presidencial), que adhirió luego al Frente Renovador massista y al Frente de Todos con el kirchnerismo en 2019. Nacida en San Isidro y compañera de colegio de Malena Galmarini, Cecilia enhebró en la Cámara Baja una intensa relación con Máximo Kirchner, vínculo que la convirtió en la candidata perfecta para atravesar el filtro implacable de Cristina.
Así quedarían tres mujeres en la línea de sucesión presidencial detrás de Alberto. Moreau tiene, sin embargo, una objeción de los diputados opositores. Es a quien le adjudican la redacción del artículo 4 de la ley de compras de vacunas contra el Covid, el instrumento parlamentario que bloqueó en los primeros de la pandemia la adquisición de vacunas del laboratorio estadounidense Pfizer.
Esa demora con esas vacunas, cuya responsabilidad ideológica es de Cristina y cuya responsabilidad institucional es de Alberto Fernández, llevó a la muerte a cientos de argentinos que no pudieron contar a tiempo con el remedio estadounidense que les hubiera salvado la vida. La habilitación a Pfizer llegó varios meses después cuando, para una cantidad desafortunada argentinos, ya era tarde.
De todos modos, es al oficialismo a quien corresponde designar al nuevo jefe de la Cámara de Diputados. Y será seguramente Cecilia Moreau porque la decisiva bancada de Juntos por el Cambio aceptará su candidatura o se abstendrá en la votación.
La evolución del comportamiento de Máximo Kirchner y de Cristina en el Congreso será la variable a la que habrá que prestar la mayor de las atenciones. El hijo de la Vicepresidenta ha conformado un bloque separado del Frente de Todos y su oposición al acuerdo con el FMI fue el huevo de la serpiente que le puso el combustible necesario a esta crisis que termina con el salto ornamental de Sergio Massa. El nuevo ministro de Economía tendrá un respaldo silencioso que, como le sucedió al ahora decorativo Alberto Fernández, pasará a ser una soga de oposición sangrienta apenas asomen las primeras dificultades.