Argentina: Santa Evita

Ayer vi Santa Evita. Comparto algunas ideas sobre la serie:Eva Perón es la irrupción misma, en cuanto se eterniza en la memoria. Y quizás por eso, también, un modo de entrarle a la historia argentina por el lado que interesa, el de sus irresoluciones ostensibles. Eva Perón es lo más próximo que hemos visto a una encarnación de las tensiones sociales de un país en un cuerpo joven, en una voz de radio teatro, en una mujer engalanada, hecha desde abajo, en las cumbres del estado. Su vertiginosidad brilla y es ese brillo es también valor de cambio para la industria cultural.



Santa Evita

Diego Sztulwark

Lobo Suelto

Ayer vi Santa Evita. Comparto algunas ideas sobre la serie:Eva Perón es la irrupción misma, en cuanto se eterniza en la memoria. Y quizás por eso, también, un modo de entrarle a la historia argentina por el lado que interesa, el de sus irresoluciones ostensibles. Eva Perón es lo más próximo que hemos visto a una encarnación de las tensiones sociales de un país en un cuerpo joven, en una voz de radio teatro, en una mujer engalanada, hecha desde abajo, en las cumbres del estado. Su vertiginosidad brilla y es ese brillo es también valor de cambio para la industria cultural. De allí el efecto perturbador -que investiga al detalle Abel Gilbert- de la Opera Evita, de la Evita de Madona o de la más reciente serie Santa Evita, de Disney. Esta última, la más argentina -no solo por la marca del “realismo mágico” de la novela de Tomas Eloy Martínez-, está constituida por tres premisas y una idea. Las premisas: el delirio paranoico de las Fuerzas Armadas, el fantasma del cuerpo y el periodismo de investigación. Cada premisa es encarnada un personaje a cargo de Héctor Alterio, Natalia Oreiro y Diego Velázquez. Premia 1. Los militares argentinos, luego de la tarea liberacionista San Martín, se constituyeron en la base organizativa del estado y en un instrumento político de control del bloque histórico en el poder, que le encomendaron una función de represión del desborde popular, función que desempeñaron -y en la que se consumieron- de modo ininterrumpido -aún si con excepciones notables- entre la campaña del desierto a la Esma; premisa 2. El fantasma de un cuerpo es su potencia, y el fantasma de un cuerpo que encanta un mito es enloquecedor. Eva fue la Fundación, la CGT, el rostro de la Argentina potencia en Europa, el voto femenino el renunciamiento. El fantasma en el gesto, que es siempre otra cosa que tejido orgánico (Horacio González escribe una notable reflexión sobre el último hálito de Eva en su novela “Besar a la muerta”). Perón deja en el edificio de la CGT un problema de difícil solución: el cuerpo que encarna el mito plebeyo ha sido convertido -gracias a las artes inmunizantes del doctor Ara- en una muñeca. Premisa 3. El periodista de investigación como figura que atraviesa el peligro -no se trata directamente de Walsh- y no como aquel que habla la lengua del poder de una época: atrapado en una historia que lo arrastra por el piso, lo introduce en las habitaciones prohibidas y lo hace formular a quien corresponde las preguntas que una multitud se hace en silencio. El periodista como aquel que asume los riesgos de enfrentar las estructuras mentales de la represión para averiguar el misterio que contiene todos los misterios: ¿Qué hicieron, donde escondieron a Evita?. A través de esas premisas, se alcanza la idea tortuosa en torno a quién tiene derecho a decidir sobre el tratamiento sobre del mito encarnado en un cuerpo imperecedero. Santa Evita descarta uno a uno el derecho de cada uno de los pretendientes. No pueden aspirar al cuidado del cuerpo su madre y hermanxs, puesto que Eva ya ha trascendido la instancia de la legalidad familiar. No puede tampoco Perón, puesto que al renunciar a la presidencia y resignarse a un exilio sin lucha ni victoria carece de los medios para imponerle condiciones al bando fusilador en el poder. Tampoco a la CGT, que se desintegra sin un jefe en el poder, por lo que entrega a Eva sin la menor resistencia. Menos aún puede hacer sus derechos el médico embalsamador, el mago transmutador (el doctor Ara, del cual López Rega será un doble macabro), que fracasa apelando a las razones de la ciencia de los cuerpos ante el libidinoso coronel Moori Koenig. Pero tampoco las Fuerzas Armadas conquistan ese derecho por la fuerza de las armas, porque lo hacen en el erróneo supuesto de que basta con hundir el cuerpo sin vida de esa mujer en escondites clandestinos
para deshacer el investimento mítico y por la consiguiente custodia que el ojo del pueblo ejerce sobre cada uno de sus movimientos (por supuesto: las velas que acompañan al cadáver de Eva y enloquecen al coronel Moori Koenig, que se convierten en flores cuando el cuerpo es finalmente enterrado en el cementerio de La recoleta). El partido de las FFAA ha resultado completamente enloquecido por el trato de gendarme asesino que ha mantenido con la materia incandescente de lo popular. Eva Perón es inseparable de una esperanza en la acción fantasmal, que tiene entre sus haberes la feliz derrota de aquel partido. Dan ganas de seguir mirando la serie, tan breve, de llevar más a fondo ese modo de interrogación de la argentina desde sus enigmas.