La enormidad en su laberinto

Desde los sesenta, en su obra de gran crítica a la era moderna, La convivencialidad, Iván Illich estaba consciente de que la producción desmedida de un bien o servicio, en esa lógica industrial, tiene efectos catastróficos y destructores, que provocan una contra-productividad, es decir una pérdida en la eficacia del “conjunto” pero sobre todo una contra-finalidad: el surgimiento de una serie de condiciones que contradecían los fines expresos para los que se emprendían acciones, proyectos, políticas públicas, convenios, leyes.



Desde los fuegos del tiempo

La enormidad en su laberinto

 

Ramón Vera-Herrera

 

Hablamos de nuevo de Iván Illich y de toda la obra colectiva que tendemos a identificar como sólo suya. Tras muchos años de investigación concienzuda y “hecha consciente”, por surgir de conversaciones con diversas personas, colectivos, comunidades y grupos campesinos, barriales, obreros, de mujeres, eclesiales, monacales, intelectuales y sobre todo de amistades cercanísimas que han acompañado su quehacer de reflexión profunda, hoy esa gente que siguió su “hilo” (y lo sigue) conversa mucho sobre el sentido de su obra última. Y la gran pregunta que asalta a muchos de estos círculos de amistades, seguidores y seguidoras, es si esos últimos años de trabajo profundo buscando en las entretelas de la Edad Media los gérmenes de la modernidad contradicen su periodo más abiertamente contestatario o crítico, el de los años sesenta y setenta donde abiertamente cuestionaba los axiomas de la modernidad y se oponía con lucidez radical a las instituciones más establecidas en la modernidad de entonces.

Como afirma Jean Robert en un maravilloso libro de aparición reciente (La edad de los sistemas en el pensamiento del Illich tardío), “Si algo ha cambiado, Illich mismo parece pensar que se trata de la legibilidad, a sus propios ojos, de sus primeros libros. Cuando los escribió estaba implicado en luchas específicas de la América Latina de esos años lejanos. Dicho esto, la autocrítica de Illich no debe ser una invitación a hacer prevalecer sobre aquellos escritos lo que la interpretación pueda encontrar en ellos: lo que Illich dijo y escribió sigue prevaleciendo, a mis ojos, sobre lo que puedan decir los comentaristas modernos o posmodernos”.

En ese panorama de largo aliento, resaltan hoy hilos tendidos desde la aparición de sus primeros libros hasta el momento de su muerte que incluyen la crítica a los axiomas de la modernidad, la crítica a la “supuesta civilización” capitalista, la historiografía y arqueología de los saberes y valores de uso, del ámbito de la subsistencia (tan diferente del ámbito de la economía) y de sus valores “vernáculos”, aquellos implícitos en la cotidianidad de las relaciones directas, que no buscan mediaciones para ejercerse, sino que se coengendran (como tan atinadamente ha clarificado Márgara Millán). También continuó siendo parte de su obra, con más detalle, su investigación sobre la enormidad, sobre la contra-productividad o contra-finalidad, el des-enraizamiento del mundo (siguiendo a Polanyi) y los usos perversos de la ciencia y la tecnología. Siempre en el centro está la idea de la autonomía como ejercicio de la plenitud humana y de sus capacidades y medios propios para resolver lo que más les importa a ellas, a ellos, y se le contrapone la “forma urbana industrial”, omnipresente y avasalladora que, en el afán loco de la reproducción infinita del capital, provoca la producción excesiva de un bien, la proliferación y encadenamiento, la complejización de procesos ligados a otros procesos y mediaciones en aras siempre de una “razón instrumental”, como ya lo han señalado Humberto Beck, en su libro Otra modernidad es posible, y Rosa Margarita Sánchez Pacheco y Márgara Millán, en sus intervenciones en el espacio virtual de comentarios a Los ríos al norte del futuro, que da cuenta de las últimas conversaciones entre Iván Illich y David Cayley.

Podemos resumir la propuesta de este texto que aquí escribo con la siguiente cita de Jean: “Beck propone entender la modernidad en términos de una tensión entre autonomía e instrumentalidad”.

Desde los sesenta, en su obra de gran crítica a la era moderna, La convivencialidad, Illich estaba consciente de que la producción desmedida de un bien o servicio, en esa lógica industrial, tiene efectos catastróficos y destructores, que provocan una contra-productividad, es decir una pérdida en la eficacia del “conjunto” pero sobre todo una contra-finalidad: el surgimiento de una serie de condiciones que contradecían los fines expresos para los que se emprendían acciones, proyectos, políticas públicas, convenios, leyes.

Mucho de la obra del Cidoc se volcó a documentar lo que ocurría en el caso de la educación, la atención a la salud y la medicina, la justicia, el transporte, la energía, para dar cuenta de que los procesos implicados creaban una némesis de lo que decían crear: la educación producía sometimiento, negación de tus propias capacidades y la entrega de la legitimidad de tu existencia a una superioridad difusa aceptando obedecer y ser juzgados por otros que ya sufrieron esos mismos ritos de paso; la atención a la salud y la medicina administraban tu enfermedad y le robaban a la gente la posibilidad y la creatividad de atender a su propio cuerpo y ejercer su propio re-equilibrio, dificultan que la comunidad participe o te someten a una mirada ajena a ti que te impide entender lo que te ocurre. Los transportes en su velocidad crearon el entorpecimiento del tránsito y el aglomeración de las ciudades y así sucesivamente podríamos invocar ejemplos de otros tantos derroteros.

A partir de ahí Illich abrió la caja de Pandora de la era industrial y profundizó en lo que llamó “el monopolio radical” de lo industrial que impide que nos imaginemos soluciones alternas que no impliquen estas falsas soluciones que resultan en némesis, a tal punto normalizadas que es casi imposible ejercerles la crítica.

Como Marx, Hannah Arendt y el propio Polanyi antes que él, Illich entendió que esta contra-finalidad ocurría cuando se transgredían ciertos umbrales en esa enormidad que se iba produciendo mediación tras mediación.

En su crítica de la era de esta “razón instrumental” que lo dispone todo para que algo o alguien medie tu condición individual o colectiva, Illich decía: “El monopolio del modo de producción industrial convierte a los humanos en materia prima elaboradora de herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración de los humanos nunca podrán servir al pueblo”.

En ese momento Illich comenzaba a interesarse por entender entonces la configuración de ese edificio de procesos, esa institucionalización de las relaciones, por eso decía: “al aplicar los descubrimientos a la especialización de labores, a la institucionalización de los valores, a la centralización del poder, los humanos se convierten en accesorios de la mega-máquina y en engranaje del poder. Pasado un cierto umbral”, decía Illich, “la sociedad se convierte en escuela, hospital o prisión”.

En las voces que hoy buscan discernir que cambió o que prevaleció de lo dicho entonces, hay quien olvida lo que Illich dijo y que Jean Robert en su recuento último reitera y reivindica: que al hablar de “herramientas”, de “instrumentos”, la referencia es a tramados de relaciones, a procesos, a “medios usados para un fin”, no a cosas. Dice Iván: “Claramente yo empleo el término herramienta en el sentido más amplio posible, como instrumento o como medio, independientemente de ser producto de la actividad fabricadora, organizadora o racionalizante: todo lo puesto al servicio de una intencionalidad […] Entre la persona y el mundo la herramienta es un conductor de sentido, un traductor de intencionalidad”.

Eso es lo que Humberto Beck, con toda claridad resalta cuando dice: “la modernidad es un conjunto de nociones operacionales sobre objetos y sobre sujetos considerados como objetos”.

Para esta era donde la mirada es instrumental, donde todo es tomado como objeto para un fin, cosificando tramados de relaciones complejas, no había la posibilidad de que esto tuviera un final, sí fines pero no finales. Es decir, en su reproducción infinita el capital se desboca produciendo mediación tras mediación en ese proceso que Polanyi entendió como “la gran transformación” y que fue el inicio de la gran dislocación, la distalidad creciente, donde lo desbocado se va diluyendo hasta hacer irreconocible los sentidos originales.

Iván fue muy claro entonces en señalar la importancia crucial de la lógica de las herramientas a las que hacía referencia: para él sólo si la herramienta te regresaba al cuerpo social podía ser una herramienta que nos permitiera mantenernos al cuidado de nuestros entornos de subsistencia, y de nuestra autonomía. A estas herramientas él las caracterizó como “convivenciales”, más allá o más acá de su historia, que siempre hay que emprender. Si la herramienta no tenía este carácter, en realidad, como toda mediación y dislocación, se volvía en un vehículo del torbellino de la enormidad resultante.

Sin embargo, el capitalismo es ciego a estas críticas. Como Jean señala en el epílogo de Los cronófagos, el capitalismo necesita del derruimiento continuo de los núcleos precapitalistas o que se han mantenido cual cursos alternos al capitalista. La reproducción infinita, al hincharse de “pasos” y complejizar sus entreveros, acaba por hacer surgir lo contrario de sus intenciones originales.

Esta destrucción de los ámbitos de comunidad y la instauración paulatina o súbita de una enajenación de tu propia condición, como individuo, pero sobre todo como comunidad, abre procesos mediante los cuales se desfiguran los aspectos cruciales de la comunidad y de los saberes y prácticas pertinentes para la subsistencia, entendida ésta como todo aquello que subyace a la existencia y contribuye a cuidarla expandiendo sus habilidades autónomas.

Esta destrucción y este despojo, una “incapacitación progresiva de los pueblos” operan en tres vertientes principales. La más fundamental es arrancar a la gente de su entorno de subsistencia, escindir el vínculo que las comunidades mantienen y cultivan con la Naturaleza, con su tierra, con la significación mutua que permite que la gente resuelva por sus propios medios lo que más le importa: el caso más concreto es el acaparamiento de la tierra, de los territorios, el confinamiento de ámbitos que antes eran comunes, la “expulsión del paraíso” [los millones de migrantes atestiguan este arrancamiento].

Igualmente grave es la erosión, menosprecio, marginación, prohibición o escisión de habilidades, saberes y estrategias que le permitían a la gente resolver con labores creativas su propia producción de alimentos, su salud, su educación, su justicia, su sentido de lo sagrado, sus vínculos de amor y erotismo, su lenguaje y su sentido de ser en el mundo.

Un tercer modo es la intermediación (la institucionalización) que termina siendo imparable, porque a la par de que merma la posibilidad de solución propia de nuestras necesidades y pertinencias, nos entrega a la clase “profesional”, desarrolla nuevas dependencias, y provoca el edificio interminable de mediaciones y enormidades que nos hacen piezas en este sistema entronizado como estructura inescapable (o supuestamente inescapable).

La obra emprendida por Iván Illich desde los ochenta, se centra en entender dónde surge y cómo se desenvuelve este edificio de procesos en la historia de los saberes, en la materialidad de las relaciones. A partir de sus indagaciones con la Edad Media, ideas desarrolladas en El trabajo fantasma1 y en El viñedo del texto,2 entre otros, Iván logra develarnos la enajenación, la homologación que se produjo cuando se corrompió el sentido original del cristianismo. Para él el advenimiento de la Iglesia Católica, es el paso fundacional del Estado moderno.

Así, el cristianismo, con su subversiva insistencia en relacionarnos de tú a tú con el otro, cualquier otro, aunque sea un enemigo, como en la tan invocada parábola del buen samaritano, es traicionado en su naturalidad y su generosidad, por el empeño del poder que comienza a exigir que las personas atravesemos un rito de paso normado y ritualizado por otros, para tener pruebas de nuestra autenticidad y ser aceptados como personas. (O seres puros, sin pecado) La Iglesia comenzó esto mediante el catecismo y las escuelas secularizaron las nuevas reglas: el catecismo y la instrucción son claramente la “certificación originaria”. Se homologan los lenguajes de la casa, y regla a regla se construye la institución (y la idea de las instituciones). Se comienzan a proponer certificaciones sucesivas y, normativas, previsiones, y la gestión continua y jerarquizada mediante burocracias de diverso tipo. Ese edificio, que configuró la Iglesia y traicionó el sentido original del cristianismo, hizo surgir lo que para Illich es el sentido de la modernidad. La mediación imparable que desemboca en eso que hoy es la edad de los sistemas.

En la oleada intensa de largo plazo, la Iglesia católica (como institución), es fundacional del Estado moderno al construir ese tramado de procesos de “gobernanza” normados (un tejido de sumisiones, justificaciones, disposiciones, homologaciones, deshabilitaciones, corrupciones y legitimaciones permanentes) que adquieren su lógica del monopolio radical del industrialismo.

Conjuntamente con su ramificación en las denominaciones cristianas, y en paralelo con el judaísmo estatal y ciertos islamismos, este tejido va construyendo y justificando la llegada de los expertos, que nos alejan más y más de lo que más nos importa, rompiendo miradas intersubjetivas y estableciendo incluso modos positivistas de ejercer la ciencia. Y el mundo se llenó de instituciones. De lógica institucional.

En su tecnologización extrema, que refuerza los términos de la acumulación capitalista, arribamos a una compleja maraña de sistemas que expresan un sistema último que busca expresarse sobre todo desde el ámbito digital, en donde, para Illich, y por supuesto para Jean Robert, ya no tenemos los hilos de la intencionalidad, sino que, como temía Iván desde los años 70, nos hemos tornado parte, somos piezas en el engranaje de la miríada de procesos. Esto no es un crecimiento hacia una mega-máquina que nos engloba a todos, sino el aparente triunfo de la “mirada instrumental”, que media hasta lo que mira, como dijera Rosa Margarita Sánchez Pacheco, en el seminario de lectura de Los ríos al norte del futuro. En esa sumisión de lo humano, en esa subsunción total provocada por el capitalismo como ha documentado en numerosos escritos Jorge Veraza, todos estos procesos van arribando a sus umbrales críticos y han llegado a un punto en que con diferentes ritmos y en contrapunto, van cayendo en sus respectivas némesis.

Esto nos hace resaltar una reflexión que luego se pierde: el decrecimiento que luego se pregona como solución a los males de la modernidad nunca será suficiente. No se trata de limitar los “excesos” de la industria, sino de transformar su mirada instrumental, hacia relaciones diferentes entre los humanos y con el entorno, con la imaginación, la producción, la organización y la proporcionalidad y la mutualidad.

Cuando decimos que la cauda de procesos que trasponen un umbral provoca la contra-finalidad de ese racimo o constelación de mediaciones, esta contra-finalidad no puede resolverse. En esa su enormidad que se reproduce imparable no hay retorno.

Es la autonomía la que debe proponer otros términos y emprender la cancelación de esos racimos. Los instrumentos industriales tienen una tendencia automatizadora que propugna que tú ya no sólo seas un objeto deshabilitado para cumplir los fines del capital sino una parte integral del sistema de sistemas. Ese sistema con su intrincadísimo tramado de relaciones te incorpora a su mecanicidad, a su electronicidad, su digitalidad, y este umbral que se traspone parece inentendible y oscuro, como han comentado muchas personas hablando del tránsito de la era de las herramientas a la era de los sistemas, porque es un umbral multidimensional. No es sólo una frontera. La normalización de ese paso por imposibilidad de percibir lo que ocurre es esto que se reporta como ser parte, pieza del sistema funcionando sin ti pero contigo. Y esa supuesta automatización extrema requiere siempre de trabajo humano precario para existir. Y hasta busca seducirte diciendo que vas a tener todo el tiempo libre del mundo o que accederás a tu propio sueño de vida en el metaverso.

En todos estos años, Illich, dice Jean Robert, “tuvo el valor de mantener su racionalidad crítica [que constata que más allá de cierto umbral hay una inversión que transforma fines en medios que se volvieron manifiestamente destructores], a contracorriente de la actitud de los contemporáneos fascinados por las proezas de la herramienta moderna… la herramienta fuera de escala deteriora la naturaleza, degrada las relaciones sociales e instaura una tiranía de los expertos”.

Entonces, esta detonación multidimensional que ocurre cuando se van transgrediendo los umbrales soportables, es el advenimiento de una conjunción creciente de cada una de las némesis que no vimos venir. Eso configura una crisis de crisis, y eso también es la era de los sistemas de la que habla Illich.

No obstante, aunque la globalidad dice ser total, si así fuera no podríamos ni imaginarla. Ni imaginar posibilidades de resistencia ni tener ese anhelo de autonomía que hoy cunde en el planeta. Como dijeran Márgara Millán y Rosa Margarita Sánchez Pacheco, la edad llamada “instrumental” y la edad de los sistemas “conviven en nosotros”. Y en cierto sentido seguirán conviviendo siempre, alcanzándose y entreverándose mientras los sistemas no nos traguen. Pero no nos tragarán, porque los valores vernáculos, los entornos de subsistencia, los conglomerados humanos, comenzando por los pueblos campesinos que en su relación con la tierra siguen manteniendo una contención para su lógica instrumental, están proponiendo no que todos nos vayamos al campo a mantener ese mismo tipo de relaciones, sino poder ejercer nuestras relaciones en nuestros propios términos, acercarnos y encontrarnos sin que medien los ritos de paso, sin construir mediaciones ni dependencias que nos hetero-normen y nos impongan la voluntad ajena y nos sometan o nos subsuman a sus propios términos.

Dejar de juzgarnos con los criterios de quienes nos oprimen siempre será un antídoto contra la cancelación o normalización totales que nos borronean y nos niegan. Infinidad de comunidades en todo el mundo demuestran que otra “modernidad” es posible. Ese antídoto nos permitirá abrir espacios de diálogo, y resistencia, para entender el horizonte y seguir discutiendo o reivindicando las verdaderas relaciones que nos hagan humanos.

1 Obras reunidas, II, Fondo de Cultura Económica, 2013

2 Fondo de Cultura Económica, 2002