Sobre éxitos y fracasos
Luis Mattini afirmó en su libro “La política como subversión, una mirada sobre la teoría y práctica del Poder Popular”: “Hemos cometido un solo pecado imperdonable: no haber sido ni ser suficientemente subversivos”. Una frase como esta, sostiene el politólogo Diego Sztulwark, válida tanto para su generación como para la nuestra, contiene una clase de verdad más útil que las que encontramos en cierto relato heroico congelado, que despoja las hazañas armadas del pasado de su carácter dramático y situado.
A mis 18 años, leí Hombres y mujeres del PRT-ERP (La pasión militante), de Arnol Kremer. A comienzos del año 1990, nos lo trajo recién salido de la imprenta Eduardo Luis Duhalde, director de la editorial Contrapunto. Llegó una noche con unos cuantos ejemplares y elogios a la calidad moral de aquellos militantes guevaristas de los que apenas había oído hablar. Del autor, me informé por la contratapa: “Nace en Zárate en 1941. Obrero metalúrgico con participación sindical en los gremios navales, ATE y UOM”, miembro del PRT desde el 67, partido del que llega a ser secretario general luego del asesinato de Santucho. Devoré sus más de quinientas páginas -repletas de documentos partidarios- y admiré ciegamente cada nombre, cada gesto fechado y cada palabra de ese libro. No es que no conociera las críticas que le dirigían otros viejos militantes, pero la narración de una historia tan admirable de la formación de un partido revolucionario, marxista y no peronista, con capacidad de inserción obrera y popular, me dejaba perplejo. El PRT en sí mismo era un acto de desmitificación.
Años después, en la prehistoria de las Cátedras Libres Che Guevara (organizadas por primera vez en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en 1997), conocimos, junto a un puñado de militantes de la agrupación El Mate, a Kremer, alias Luis Mattini. Su casa era un taller de carpintería, sobre la avenida Scalabrini Ortiz. Lo visitamos una vez y otra, sábado tras sábado durante muchos meses, quizás años. Sebastián “El Ruso” Scolnik ha narrado esos encuentros en su bellísimo libro Nada que esperar, historia de una amistad política. Eran largas conversaciones entre militantes de distintas generaciones con obsesiones aparentemente compartidas. Tiempo después -hablamos siempre de la era prekirchnerista, incluso pre 2001-, la aparición de un libro absolutamente contrastante con el de Kremer nos hizo entrever que había relatos no menos seductores, pero escritos en un tono completamente antagónico sobre los años setenta. El vértigo de Galimberti, de Perón a Susana, de Montoneros a la CIA (publicado en el año 2002 por Roberto Caballero y Marcelo Larraqui) se hacía presente desde el título mismo. Sobre el final, los autores introducen un epílogo, un monólogo ofuscado del propio Galimberti, que echaba una mirada agresiva sobre la atmósfera de aquella carpintería. Cuenta allí que, durante una noche de insomnio frente a la televisión, se le aparece en la pantalla “un anormal, un tipo del ERP, que se dice Mattini”, que “se sienta con Perdía”. Ambos son presentados por el animador televisivo como “comandantes guerrilleros”. Galimberti siente vergüenza de lo que ve y se dice a sí mismo: “¿Cómo? ¿Este tipo fue jefe mío?”. Al volver la atención a la transmisión, aparece “el otro, Vaca, Vaca Narvaja, que aparece en la gomería”. La reprobación del insomne es total: “No está bien. O renuncian a la política y se exilian en Turquía, o demuestran que en esta sociedad nosotros somos capaces de ser exitosos. Yo soy capaz de generar medios, de dar trabajo a otros, de tener ideas creativas. ¿Por qué repudiar el éxito?”. No se puede negar que esa clase de preguntas no pertenezca de pleno derecho a la conciencia de nuestro tiempo. El monólogo frente a la pantalla concluye con la siguiente confesión: “Me siento humillado por esa actitud. Me gustaría que estuvieran al frente de una empresa”. Ese mismo año, Luis Mattini publicaba un libro importante, un ensayo político titulado La política como subversión, una mirada sobre la teoría y práctica del Poder Popular, que en sus primeras páginas afirmaba: “Hemos cometido un solo pecado imperdonable: no haber sido ni ser suficientemente subversivos”. Una frase como esta, válida tanto para su generación como para la nuestra, contiene más verdad -o, en todo caso, una clase de verdad más útil- que las que encontramos en cierto relato heroico congelado, que despoja las hazañas armadas del pasado de su carácter dramático y situado. Relatos vueltos tristes por el tono con que se los narra, pura defensa de sí mismos. Capaces de producir fascinación (o rechazo), pero no de transmitir experiencia. ¿Qué hace Mattini al introducir la expresión “suficientemente subversivo”? Traslada la violencia desde el relato de los hechos a la conciencia que los piensa. Disuelve la fascinación, nos cuestiona, nos fuerza a pensar. Porque, para Mattini, ser “suficientemente subversivo” no era cuestión de extremar el enfrentamiento, sino más bien eludir la cristalización del sentido (cuestión particularmente importante y delicada cuando esos sentidos se enlazan a la guerra y sus justificaciones).
No hace tantos años, me sorprendí también una noche de insomnio al ver en una señal de televisión por cable a Mattini afirmando que sus compañeros combatientes de la guerrilla bien podían ser comparados con quienes participaron de la gesta del general José de San Martín. Un recuerdo perdido que aparece ahora, inesperado y oportuno (por la fecha, mañana es 17 de agosto), que no deja de volver sobre la noción galimbertiana de “éxito”. Puesto que nadie reprocha a San Martín el haber empuñado las armas para “hacer política” -expresión periodística que bien cabe imaginar en un set televisivo-, porque aquel triunfo fue la base sobre la cual se constituyó un país que ya nunca más volvió a revisarse tan radical y “exitosamente” a sí mismo (el propio silencio del general exiliado dice bastante al respecto). No es solo que en nombre del San Martín libertador un ejército nacional se dedicó a apuntar sus cañones hacia la población, sino que ya no hubo resquicios para pensar tesis como las que Luis Mattini defendió en interesantísimos artículos y entrevistas en torno a la lucha armada de la segunda mitad del siglo como producto de una intensificación de la lucha de clases. Es esa imposibilidad de pensar lo que suele llamarse “derrota”. No es solo el saldo de un conflicto armado, sino la lapidación mental que acarrea. Nunca funcionó aquello de que, acallados los fusiles, comenzaban los argumentos. Los argumentos proliferaron, sí, pero siempre sobre la base de declarar que la derrota de las organizaciones populares y revolucionarias ocluía –como condición misma del diálogo democrático propuesto– todo deseo de transformación o de cuestionamiento político al Estado y al ámbito liberal de la política. Y ya no hablo de los setenta o de la dictadura, sino de los cuarenta años de democracia que celebraremos en algo más de doce meses. Para mensurar lo que una época es capaz de pensar sobre sus propios fracasos, es suficiente con preguntar qué se entiende por “éxito”. Del mismo, y a la inversa, en aquello que no para de triunfar se esconde lo que no hemos sabido, hasta el momento, transformar.
Buenos Aires, 16 de agosto de 2022
*Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política.
Fuente: La Tinta