La memoria comunitaria guaraní en el Reglamento de Tierras, de Artigas

Así como en una casa lucen las paredes, la mampostería, pero el edificio está sostenido por las columnas, las vigas, los fierros, el hormigón, si hacemos un paralelo con la sociedad veremos las paredes, lo que luce, lo que se muestra, que serían las corporaciones, los medios masivos, las estructuras de poder, los estados, pero las columnas y las vigas son las comunidades. Las culturas, los conocimientos (tradiciones, símbolos, espiritualidades), los vínculos, los símbolos, las lenguas que expresan estas cosmovisiones de las comunidades, son los cimientos y las columnas.



La memoria comunitaria guaraní en el Reglamento de Tierras, de Artigas

Daniel Tirso Fiorotto
Miembro del centro de estudios Junta Abya yala por los Pueblos Libres. Paraná, Entre Ríos, Argentina.

 

Frente a los apuros por la fragmentación de nuestras sociedades, la destrucción del
ambiente y la violencia con amenazas nucleares, aflora la vigencia del Reglamento de
Tierras, que un 10 de setiembre de 1815 devolvió estancias a los "nadie" y abonó la
tradición comunitaria guaraní en la Liga de los Pueblos Libres, cuyo lema fundamental
fue la “soberanía particular de los pueblos” unidos en confederación.
Fruto de la revolución federal liderada por José Artigas, el Reglamento que dio
estancias a las familias marginadas estuvo enmarcado en una serie de documentos
liminares y luchas, donde la sangre indígena y gaucha se puso al servicio de la
“soberanía particular de los pueblos”, es decir, no del verticalismo militar,
corporativo, estatal, sino de las comunidades autónomas, y de la unidad en la
diversidad, hacia una confederación. Todo muy lejos del federalismo lavado y vertical,
ese contrasentido prendido con alfileres en la Constitución argentina, burlada por el
colonialismo actual.
El 10 de setiembre se cumplen 207 años de la firma del Reglamento. Corría 1815. Se
imponía entonces la monarquía y la concentración del poder, pero esta reforma agraria
en cambio cuajaba en otro patrón que se entiende mejor en la rama artiguista
encabezada por Andrés Guacurarí en el norte de la Mesopotamia argentina. Era la
democracia llamada inorgánica que, como dice Oscar Bruschera, “no desciende de las
normas de un derecho nacional y abstracto, sino que brota, casi como una fuerza de la
naturaleza”.
Tierra para los pueblos ancestrales, los afroamericanos, los gauchos pobres, las viudas
con hijos. ¿De dónde sacar esas superficies? De “los malos europeos y peores
americanos”, es decir, los privilegiados que se resistían a la revolución.
Familias con acceso al suelo que les daría alimentos y posibilidades de intercambios.
Pueblos emancipados, con sus propias leyes, sus propios puertos. Confederación de
pueblos con una capital cualquiera pero que no fuera la heredera de la colonia, es decir
Buenos Aires (hoy el AMBA, la capital y sus alrededores dentro de la provincia de
Buenos Aires). La revolución federal trunca está en las antípodas del sistema actual y
por eso continúa interrogándonos, si las crisis crónicas de la Argentina exhiben las
fallas del sistema triunfante.
Andrés Guacurarí
Era el mismo año 1815 en que el litoral argentino oriental, la Liga de los Pueblos
Libres, había izado la bandera tricolor (banda roja) en homenaje a la sangre derramada
por la independencia y la república. Un año y pico antes, 1813, los pueblos guaraníes
luchaban en Mandisoví, en cercanías de la actual ciudad de Federación, convencidos
algunos de que el camino era la soberanía particular de los pueblos, objetivo central de
las luchas artiguistas, y otros enrolados con el poder unitario porteño. Y también los
orientales (uruguayos) y entrerrianos resistían en la vecindad de los arroyos Espinillo y
Sauce, a poco de Paraná, una invasión colonial porteña (1814) destinada a destruir la
revolución federal y matar a José Artigas, para implantar el sistema vertical, es decir,
una cierta continuidad del sistema colonial con distintos nombres.

La amistad entrerriano-oriental, la hermandad de estos pueblos, cargaba con una
tradición milenaria desde las culturas comunitarias que tenían a los ríos como plazas, no
como fronteras, desde hacía por lo menos dos mil años.
Con las derrotas de las resistencias indígenas y de la revolución federal, seguidas de las
derrotas de otras gestiones federales e indígenas (en Paysandú con Leandro Gómez y
Lucas Píriz, en el noroeste con Pañaloza y Varela, en Entre Ríos con López Jordán, en
Neuquén con Sayhueque, en Paraguay con Francisco Solano López, por dar algunos
ejemplos diversos), al país le pusieron un traje del sistema vertical, despótico, racista,
uniformador, colonizado, anticomunitario, con sectores de privilegio que viven
parasitando lo poco que queda de la vida comunitaria. Y donde el estado se maquilla de
padre benefactor para desplazar los lazos comunitarios, desvirtuando las relaciones
horizontales.
Hubo criollos de lanza en mano que defendieron cada artículo del Reglamento, para
hacerlo cumplir, como el “Pardo” Encarnación Benítez en la banda oriental. Sus luchas
cruzaban las fronteras. Siempre los pueblos nuestros se vieron impregnados por los
vecinos. Si en las primeras luchas independentistas, por caso, lideradas en la región por
Bartolomé Zapata, participaba por caso un pequeño grupo de gauchos entre quienes se
recuerda a Juan “el Chileno”, junto al “Negro” Juan, a “Pata de Bola”, o a Juan Pedro
Gutiérrez, el “Cordobés”. Y si sabemos que en sus últimos días, preso en Brasil y antes
de su desaparición forzada, Guacurarí había pedido embarcarse a Arroyo de la China, en
Entre Ríos.
Cabildos guaraníes
Decíamos que en las Misiones lideradas por Guacurarí se nota quizá con mayor
transparencia la revolución federal comunitaria porque allí se comprendió la doctrina de
la “soberanía particular de los pueblos” unidos en confederación.
“Los cabildos misioneros tuvieron mayor representatividad y mucho más importancia
política que los de Corrientes o Buenos Aires”, dice el estudioso Salvador Cabral. En
ese mundo ancestral, que incorpora algunas experiencias de Europa, el federalismo y la
independencia fluyen con las convicciones autonómicas y con el acceso a parcelas para
el trabajo colectivo. Si para toda la Liga de los Pueblos Libres el Reglamento de Tierras
es una de las bisagras fundamentales de la revolución, para las comunidades indígenas
de antigua base grupal, y comprometidas en esa revolución, significa una reivindicación
extraordinaria.
Veamos esa participación horizontal en una de las instituciones, según la voz de
Salvador Cabral. “Los cabildos de la provincia misionera gobernada por Andresito
Artigas (Guacurarí) eran todo lo contrario (a los demás cabildos sometidos a los
monarcas). Traídos por los jesuitas al seno de sus comunidades, como órganos de
deliberación y resolución, y teniendo en cuenta el carácter democrático de la
organización de los guaraníes precolombinos, con sus asambleas capacitadas para
destituir caciques, el cabildo llegó a ser una verdadera síntesis de la democracia
elemental de los indígenas, y de la institución traída por los castellanos. Si bien en las
organizaciones misioneras los cabildos tenían una gran importancia, cuando el
gobierno de Andresito, ausentes los sacerdotes de paternalismo influyente, e
integrados a la Confederación artiguista, intransigente éste (Artigas) en su posición
de la ‘soberanía particular de los pueblos’, los cabildos guaraníes misioneros
vuelven a tomar una dimensión, quizá mayor aún que la que tenían cuando las
viejas misiones. Toda la economía de la zona estaba bajo la administración de los
mismos”.

Mirarse el ombligo
Dice el estudioso Juan González: “Andresito, criado por su madre india guaraní e
instruido por el cura párroco de Santo Tomé, Martín Céspedes, fue aprendiendo a leer y
escribir español, como ampliar sus conocimientos, y con él seguramente las ideas
republicanas y democráticas que le harían entender cómo la cultura de su pueblo
histórico es superadora en su sentido humanista, en convivencia solidaria, comunitaria.
Entender la importancia de su relación con la naturaleza tan profundamente incorporada
en su lengua originaria”.
Guacurarí, uno de nuestros próceres principales y por eso ninguneado por la historia
colonial, combatió como otros contra la opresión portuguesa y por la vida comunitaria.
Pero invadidos por esa historia “oficial” porteña hemos sacado de la educación formal
la conciencia comunitaria y nuestras luchas por la independencia enfrentando a
Portugal, para concentrarnos en lo que hizo, claro, Buenos Aires, si es sabido que el
colonizador vive mirándose el ombligo. Del mismo modo, influidos por la cultura
militar guerrera, solemos destacar a los pueblos de espada o con pirámides y
menospreciar la lengua impregnada de biodiversidad y la economía de reciprocidad,
tesoros ancestrales inconmensurables de nuestro litoral.
Al volver la mirada a la relación espiritual de las comunidades con el territorio y con los
alimentos, en ocasión del Reglamento que recordamos en este mes; y volverla cuando el
país sufre el desarraigo, el destierro y el hacinamiento de millones (flagelos que cruzan
diversas gestiones de gobierno por décadas y que están vigentes hoy), nos preguntamos
por las respuestas ancestrales a problemas actuales. Respuestas tan claras y a la vez tan
menospreciadas por el poder vertical expresado en las corporaciones y los estados
nacional, provinciales, municipales, y sus partidos gobernantes. Tierra, saberes,
biodiversidad, alimentos, comunidad, autonomía, van de la mano, se potencian
mutuamente. Territorio en suma.
Ninguneo de la vecindad
Si consideramos la interpretación de Silvia Rivera Cusicanqui acerca de la diferencia
entre la esfera del “tejido” en el género femenino y la esfera del “mapa” en el
masculino, podemos decir que el estado y las corporaciones, con sus fuerzas militares,
sus fronteras, sus leyes, sus bajadas de línea, su control de las finanzas, sus medios
hegemónicos, constituyen el mapa; en cambio las comunidades, las relaciones barriales,
campesinas, familiares ampliadas, los vínculos con el paisaje, la artes, por encima de las
fronteras incluso, pertenecen a la esfera del tejido.
Así como en una casa lucen las paredes, la mampostería, pero el edificio está sostenido
por las columnas, las vigas, los fierros, el hormigón, si hacemos un paralelo con la
sociedad veremos las paredes, lo que luce, lo que se muestra, que serían las
corporaciones, los medios masivos, las estructuras de poder, los estados, pero las
columnas y las vigas son las comunidades. Las culturas, los conocimientos (tradiciones,
símbolos, espiritualidades), los vínculos, los símbolos, las lenguas que expresan estas
cosmovisiones de las comunidades, son los cimientos y las columnas. Pero los sectores
de poder efímero toman preeminencia y pisan esa vida comunal, de modo que las
mismas comunidades llegan a confundirse y delegar todas las funciones en sistemas
verticales.
El tejido que sostiene las naciones está compuesto por comunidades. El poder es
efímero. Como la pared, se puede cambiar, se puede pintar, se puede abrir para colocar

una ventana. Lo que da solidez al edificio, las columnas, las vigas, en la nación son las
comunidades. Claro que de un modo distinto: en la casa el sostén es rígido, en la
sociedad el sostén es elástico; las rigideces son fuentes de conflicto y destrucción. Y en
esa rigidez encajan no sólo las estructuras verticales militares sino también las
estructuras verticales políticas. Ocurre hasta en pequeños poblados que un intendente,
por caso, antes que escuchar a su vecindad obedece los mandatos de Buenos Aires.
Hablamos de comunidades diversas que han tenido base cultural en la armonía y la
reciprocidad, y sabemos que la mayoría de ellas ha sufrido el deterioro del tejido social
por la conquista y la colonización, y aquellas sobrevivientes incluso en muchos casos se
ven obligadas a absorber valores y sistemas extraños que las desnaturalizan.
El municipio, la provincia, la nación, los jueces, los legisladores, los periodistas, los
sindicalistas, los intelectuales, los empresarios, los colegios profesionales, nos
presentamos con tanta fuerza y tanta propaganda que en ese barullo se pierde el día a día
del barrio, la familia, los grupos más o menos extendidos. Se pierde, es cierto, para
quien no esté abierto a los mensajes del silencio.
Tierra y comunidad
La comunidad está menospreciada e invadida, tapada por el ruido de las estructuras
pasajeras de poder. Se expresa por ahí en asambleas, cooperadoras, vecindad, reclamos
por la licencia social, y en tramas diversas, además de los caseríos de culturas
ancestrales. Si las comunidades advirtieran que no son mampostería sino columnas, que
son las vigas, actuarían en consecuencia. Como dice la protagonista de un cuento de la
escritora Ana María Martínez en referencia al barrio Humito de Paraná: “El día que esta
gente se dé cuenta que con los caballos y los carros pueden tomar la plaza de Mayo,
nadie los va a parar nunca jamás”.
Pero la función del estado y las corporaciones y las instituciones dadoras de prestigios y
estatus dentro del sistema occidental moderno, impuesto como receta colonial, consiste
en ocultarles a las comunidades su importancia superior, intervenir esa trama,
reemplazar la vida comunitaria por acciones verticales a través de varias vías, una de
ellas el soborno, con sus mil y una caras bonitas.
La trama, insistimos, es fuerte y flexible, capaz de soportar acciones invasivas. La
comunidad tiene el atributo de simular inexistencia, de formar fila en apariencia, pero
cuando las recetas importadas muestran sus resultados devastadores, allí está la trama, la
comunidad, reverdeciendo. Y es lo que se espera cuando el mundo se apega a sistemas
destructivos del ambiente o naturaliza los arsenales nucleares, esas espadas de
Damocles sobre las especies.
Desde la visión occidental moderna racionalista, individualista, se suele acusar a la
comunidad de reaccionaria, de entorpecer cambios. Pero encerrados en esos casilleros
somos incapaces de comprender las condiciones extraordinarias del ser humano en
comunidad hospitalaria, del trabajo colectivo y festivo (la minga); de la armonía con el
resto de la naturaleza, de las personas inclinadas ante la Pachamama. Por miles de años
se han desplegado comunidades bajo el principio del vivir bien y buen convivir, es
decir, sin escindir la especie humana de la biodiversidad. Cuando nos estamos topando
con los límites del supuesto crecimiento advertimos que aquellos saberes recuperan su
verdor. El Reglamento de Tierras se dictó, pues, en un marco comunitario que se
muestra mejor en el norte de la mesopotamia pero nos expresa a todos. No se trata sólo
de dividir parcelas y repartirlas para continuar con normas verticales, sin participación
auténtica de la vecindad. Al Reglamento hay que mirarlo en su contexto, y ese contexto
se comprende en los saberes guaraníes que dicen comunidad, territorio, reciprocidad,

horizontalidad, armonía de nuestra especie con el resto de la biodiversidad, bajo el lema
“que los más infelices sean los privilegiados”, donde “nadie es más que nadie”. Por
donde se lo mire, el Reglamento de Tierras interpretado en su ambiente es un reproche
al sistema vertical despótico vigente hoy que, por distintas vías, ningunea y parasita la
vida comunitaria.