Resignarse e insurgir, la lección chilena

Vivir en condiciones de subyugación y competencia provoca depresión, pero rebelarse colectivamente, detener la vida regular de la ciudad, experimentar formas creativas de vida urbana y de consumo colectivo tiene una función terapéutica, y también puede tener (siempre que nos resignemos a la imposibilidad de totalización dialéctica) la función de inventar modelos de vida social frugal y feliz. La deserción del territorio simbólico del orden establecido actúa como creación de una dimensión simbólica autónoma que puede darse reglas, puede defenderse, puede proliferar – siempre que no pretenda derrocar lo irreversible.



Resignarse e insurgir, la lección chilena

 

Nazi-liberismo

El ciclo neoliberal comenzó en 1973, cuando los economistas norteamericanos de la escuela neoliberal utilizaron a un asesino llamado Pinochet para destruir el experimento democrático de Salvador Allende en favor de la acumulación de capital.

La insurrección chilena del otoño de 2019 obligó al gobierno de Piñera a aceptar el proceso electoral que condujo a la afirmación de Boric y al inicio del proceso constituyente. Entonces dijimos: donde todo comenzó allí puede terminar.

Podría. Era la última ilusión. Ahora sabemos que no fue así, y quizás debamos abandonar la ilusión de que una iniciativa política (una acción voluntaria) pueda detener el apocalipsis que cinco siglos de capitalismo imperialista han preparado y que ahora se desarrolla de forma imparable, no detenible al menos por la acción voluntaria de los humanos.

Esto debería llevarnos a elegir una estrategia de deserción de las comunidades insurreccionales autónomas del destino de la humanidad planetaria.

Durante mucho tiempo creímos que los movimientos sociales tenían la posibilidad de transformar toda la sociedad. En este sentido interpretamos las insurrecciones como el desencadenante de las revoluciones, es decir, interpretamos el acto de la revuelta y la deserción como el desencadenante de un proceso de derrocamiento de los equilibrios sociales y de transformación radical de la sociedad en su conjunto.

Ese modelo, que funcionó (siempre de forma imperfecta) en el siglo XX, ya no funciona. Ya no hay ninguna posibilidad de detener e invertir tendencias que son irreversibles por naturaleza y que ya no dependen de la voluntad política, ni siquiera de la de los grandes poderes políticos que pretenden estar en el poder y que no pueden hacer nada (salvo añadir destrucción a la destrucción en curso).

Abandonar las ilusiones, entonces. Resignarse al fin de la ilusión moderna (democracia, prosperidad, progreso), prepararse para multiplicar las insurrecciones, es decir los momentos de autonomía colectiva que pueden desembocar en acciones colectivas de deserción, y de autoconstitución secesionista.

En el maremágnum mundial de levantamientos sin proyecto común del otoño de 2019, Chile parecía ser el lugar donde, más que en ningún otro sitio, se manifestaba la conciencia del contexto histórico a largo plazo, y de las opciones a tomar en el futuro inmediato: reescribir la constitución desde abajo como una carta de derechos sociales y, sobre todo, como una afirmación de la primacía de la sociedad sobre la empresa. Chile parecía ser el lugar donde la dictadura nazi-liberal podía terminar. No lo hizo.

El liberalismo globalitario se estableció en el 73 mediante la dictadura militar y la violencia. En los años de Thatcher y Reagan, la contrarrevolución vivida en Chile y Argentina se generalizó a todo Occidente como violencia económica contra cualquier intento de defensa de la sociedad.

Además, no hay que olvidar que la filosofía del neoliberalismo se basa en los mismos principios que el nazismo de Hitler: selección natural, imposición de la ley del más fuerte en el ámbito social, eliminación de cualquier diferencia entre la sociedad y la selva.

El proyecto nazi-liberal se ha impuesto en el mundo a través de la eliminación de las vanguardias obreras, la reestructuración técnica de la producción, la privatización de las escuelas, del sistema sanitario, del transporte público y a través de la ocupación privada de los medios de comunicación.

Los actores de la historia del siglo veinte

La historia oficial del siglo XX nos habla de un conflicto en el que intervinieron tres actores principales: el movimiento obrero comunista que (desgraciadamente) se materializó en el experimento soviético, el nazifascismo de origen europeo que arraigó con virulencia en América Latina tras la Segunda Guerra Mundial, y el liberalismo, forma extrema de dominio capitalista del beneficio privado.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la democracia se impuso gracias a la alianza (puramente militar) entre los angloamericanos y los soviéticos, y el nazifascismo desapareció de la historia.

Esta narración es falsa, y hoy es importante entenderlo no por razones puramente historiográficas, sino porque esa narración confunde nuestra comprensión. Es falso porque en verdad los actores eran y son dos: la sociedad, capaz a veces de autonomía (insurrección) y el liberalismo nazi.

Nunca ha habido una oposición radical entre el capitalismo angloamericano y el nazifascismo. Primero en 1914 y luego en 1939 un conflicto interimperialista enfrentó a dos bloques, el de las potencias colonialistas establecidas y el de las potencias colonialistas emergentes, pero como cualquier otra guerra interimperialista ese conflicto no implicó una alternativa sistémica. Del mismo modo, hoy asistimos a una guerra entre la OTAN y la Rusia neo-zarista, entre las democracias liberales y el nacional-soberanismo en la que no se cuestiona el carácter capitalista y extractivista del modelo económico dominante.

El fascismo y el nazismo no son sólo muestras de violencia delirante, sino también y sobre todo el último recurso del supremacismo blanco y del imperialismo capitalista. Cuando el supremacismo se ve amenazado por la aparición de nacionalismos conflictivos o el surgimiento de civilizaciones irreconciliablemente hostiles, abandona la forma democrática-liberal y se pone la camisa marrón.

La relación entre el supremacismo blanco y el nazismo es clara para los marxistas africanos y afroamericanos, como Cedric Robinson, que en Race and Capitalism (Pluto Press, 2019) sostiene que la esclavitud y el racismo sistémico son totalmente comparables al nazismo de Hitler.

Si quisiéramos practicar la macabra enumeración de cifras, descubriríamos que el colonialismo británico o español es responsable de masacres y genocidios similares en número y atrocidad al concebido por Hitler, y que el surgimiento de los Estados Unidos de América es inseparable del genocidio de los pueblos indígenas y de la deportación y esclavización de al menos diez millones de africanos.

A partir de 2016, vivimos una época que parece caracterizarse por una lucha a muerte entre democracias liberales autoritarismo soberanismo con tintes abiertamente racistas y fascistas. Esta descripción es completamente falsa.

De hecho, los nacionalistas autoritarios son los más celosos a la hora de aplicar políticas neoliberales de recortes fiscales para los ricos, privatización forzosa de los servicios sociales, inseguridad laboral y recortes salariales.

Y los demócratas liberales son los más celosos a la hora de llevar a cabo políticas supremacistas y racistas, como demuestra el caso italiano en el que el asesinato por el agua de los migrantes fue legalmente sancionado por un demócrata llamado Marco Minniti que entregó a los torturadores libios un número incalculable de mujeres, hombres y niños que huían de las guerras y la miseria sembradas por Occidente.

En la historia de Chile, esta unidad indisoluble del nazismo y el liberalismo se hizo evidente ya en los años 70.

Las dos cabezas del dragón

No predigo que el Bien o el Mal prevalecerán en la guerra entre la democracia liberal y el soberanismo autoritario, porque no creo en absoluto que la democracia liberal sea el Bien, ni creo que el fascismo que crece en todas partes sea el Mal. Creo que son las dos cabezas del dragón producido por el capitalismo global en su fase agónica, y predigo que la guerra entre estas dos cabezas preparará el fin de la civilización humana.

Nada menos, nada más.

Así que tomémoslo con calma y tratemos de entenderlo.

Los conformistas democrático-liberales eliminan el hecho de que la mayoría les odia tanto que votan a quien los odiados bienpensantes demuestran que odian, aborrecen y sobre todo temen.

En resumen: cuando Trump comenzó su ascenso nos tranquilizamos diciendo: es tan repugnante, es tan poco sincero, que seguramente la mayoría de los estadounidenses, que por naturaleza son buenos y democráticos, lo desdeñarán totalmente.

Ocurrió lo contrario: la mayoría de los estadounidenses, que son racistas y vengativos por naturaleza, desdeñaron a Hillary Clinton.

Los demócratas italianos advirtieron al electorado: cuidado, los de allí son fascistas, es decir, villanos. Vota por nosotros que somos liberales y demócratas, es decir, buenos.

Perderán, porque la mayoría de los italianos, empobrecidos y amargados por cuarenta años de reformas liberales, pretenden hacer daño a esos presuntuosos explotadores que creen representar el bien.

Por enésima vez creímos en la democracia

En el otoño de 2019, pensamos que el levantamiento marcaba el inicio de una fase en la que el dominio nazi-liberal era finalmente cuestionado, y por lo tanto atribuimos valor universal al proceso chileno.

Después del estallido vino la sindemia, luego vinieron las elecciones, después el plebiscito que decretó por amplísima mayoría la derogación de la Constitución de 1980, y luego el inicio del proceso constituyente que llevó a la propuesta de una Constitución moderadamente post-liberal. No es mi intención discutir los detalles del proceso constituyente, los errores, las debilidades que lo caracterizaron. Me limito a señalar que el referéndum del 4 de septiembre sancionó la derrota de la nueva constitución feminista, ecologista y plurinacional.

Por enésima vez, creímos en la democracia.

Por enésima vez, la sociedad fue derrotada.

Por enésima vez, el capitalismo ha afirmado su insuperabilidad.

La razón principal de la derrota que sufrió el movimiento obrero en el siglo XX, la razón de la afirmación del modelo neoliberal que sometió al organismo humano y al medio ambiente de la tierra a una explotación devastadora de la que ahora empezamos a medir la profundidad, radica, en mi opinión, en la incapacidad de crear formas de autonomía económica para la sociedad, y en la fe que el movimiento obrero ha tenido, desde sus inicios, en la fuerza de la ley y, en particular, en un modelo de gestión de la vida social que lleva el nombre de democracia.

La experiencia ha demostrado que la democracia liberal no corresponde en absoluto a una condición de libertad de decisión ni a una forma eficaz de gobierno de la máquina socioeconómica. La democracia, tal como la hemos conocido en el siglo XX en algunas partes del mundo occidental, es una máquina de disipación sistemática de la energía política de la sociedad, y de reafirmación sistemática del dominio de los automatismos.

Las dos condiciones que harían de la democracia un modelo eficaz de gestión de la sociedad (la libre formación de la voluntad colectiva y la eficacia de las decisiones políticas) no existen en absoluto en ninguno de los países que se proclaman orgullosamente democráticos.

La voluntad colectiva (opinión y decisión) está de hecho dominada y guiada por máquinas mediáticas omnipresentes cuyo control está en manos de la clase propietaria.

Y cuando incluso la dinámica democrática entrega el poder político al movimiento obrero, como ha ocurrido en algunas ocasiones en la historia reciente (pensemos en Grecia en 2015) el poder de los automatismos financieros, técnicos y militares no puede ser ni siquiera arañado por los gobiernos democráticamente elegidos.

Creer en la democracia, creer en la fuerza de la ley, fue un error letal que llevó al movimiento obrero a sucumbir, dejando a la sociedad en las garras de la violencia económica.

El predominio del modelo neoliberal, contemporáneo a la derrota de los movimientos autónomos en todo Occidente en las décadas de 1960 y 1970, se basó en la afirmación filosóficamente engañosa de que la democracia permite afirmar efectivamente el libre albedrío de la sociedad.

No hay libertad en la formación de la voluntad colectiva, y en todo caso no hay eficacia de la voluntad política, una vez que se ha formado.Por lo tanto, la ley no cuenta para nada, sin la fuerza para imponerla, como lo demuestra la historia de un país, Italia, que a pesar de tener una Constitución muy avanzada en términos de principios, nunca ha aplicado coherentemente los principios afirmados en la Carta.

Desertar y rebelarse

La objeción que puede hacerse a mi razonamiento es fácil de imaginar: ¿existe una vía alternativa a la democracia?

Sabemos que el derrocamiento violento del poder del Estado ha llevado a la creación de estados autoritarios que no han creado las condiciones para una sociedad libre de explotación.

Pero lo que he aprendido de la experiencia chilena de los últimos años es lo siguiente: la insurrección es posible, puede crear las condiciones para el florecimiento de una sociedad autónoma, provisional en el tiempo y limitada en el espacio, pero no puede transformar de forma duradera el conjunto de las relaciones sociales ni mediante el método democrático ni mediante el metodo revolucionario.

La promesa de la modernidad, de igualdad, prosperidad y paz, se ha desvanecido y hay que resignarse.  La palabra resignación no tiene buena reputación, a menos que uno crea que debe plegarse a la voluntad de Dios.

No creo que la voluntad de Dios gobierne el curso de los asuntos humanos, pero sí creo que resignarse al fin de las ilusiones no es en sí mismo algo malo.

La resignación y la insurrección pueden ir juntas, siempre y cuando renunciemos a la idea de que la insurrección puede ganar.

En los muros de las ciudades chilenas alguien ha escrito

“No era depresión era capitalismo”.

La activación de los cuerpos deseantes y la movilización de la inteligencia colectiva actúan como una cura para el síndrome depresivo, esto es bien conocido.

En los meses de otoño de 2019, el capitalismo no había sido abolido, sino que seguía dominando el trabajo y la vida social. Así que esa frase escrita en las paredes no significa que la depresión termine (o se detenga) cuando el capitalismo ya no existe. Por el contrario, significaba que vivir en condiciones de subyugación y competencia provoca depresión, pero rebelarse colectivamente, detener la vida regular de la ciudad, experimentar formas creativas de vida urbana y de consumo colectivo tiene una función terapéutica, y también puede tener (siempre que nos resignemos a la imposibilidad de totalización dialéctica) la función de inventar modelos de vida social frugal y feliz. La deserción del territorio simbólico del orden establecido actúa como creación de una dimensión simbólica autónoma que puede darse reglas, puede defenderse, puede proliferar – siempre que no pretenda derrocar lo irreversible.

Esta es la lección que aprendí de la experiencia chilena: nadie puede detener el apocalipsis que han producido cinco siglos de devastación imperialista. Pero es posible crear islas, aunque limitadas en el tiempo y en el espacio, en las que se suspenda la depresión y sea posible la vida feliz, sin pretender la eternidad.