Economía antipatriarcal. Tierra: ¿medio de producción o de vida?
Como ocurre con la mayoría de las palabras, cuando decimos “tierra”, cada cual convoca imágenes diferentes. Eso, porque las palabras guardan en sus pliegues memoria de distintas experiencias históricas y biográficas. Cada vez más, la tierra se convierte en mercadería y/o en medio de producción de excedente para obtener lucro.
Durante la gran crisis capitalista de 1929, la mayor parte de la población del mundo aún vivía en el área rural, lo que le permitió sobrevivir. Hoy, 56% de la población mundial vive en ciudades. En América Latina, 80% de la población vive en ciudades de 20 mil habitantes o más. Lo que no significa que el otro 20% tenga acceso a la tierra para su alimentación. Muchos dispositivos integran la tierra de pequeños agricultores a las cadenas de acumulación del capital. Sea por arriendo o contratos semejantes, sea por la producción de insumos para otros eslabones de las cadenas. En todo caso, parte importante de esa población rural compra lo que precisa para vivir en los mercados y, para eso, precisa de renta. Cada vez menos las grandes operadoras e inclusive otros segmentos, locales, de la exportación de commodities están interesados en inmovilizar capital en la compra de tierras. No pretenden el título de propiedad, sino el control de su uso. Inclusive porque saben que la explotación exhaustiva de la tierra, con gran utilización de paquetes tecnológicos, le hará perder su productividad.
Las comunidades tradicionales (indígenas, quilombolas, campesinas) resisten más a la integración a las cadenas del capital. Las presiones sobre sus territorios, sin embargo, encuentran aún más rechazo entre las mujeres. Para ellas, la tierra no es un medio de producción de excedente, para obtener renta, sino el lugar de reproducción de la vida. Preservar los territorios de abundancia, plenos de energía vital, lo que las incluye, y a sus hijos y demás parientes, es prioridad para las mujeres. No tenemos hijos para que su fuerza vital se reduzca a fuerza de trabajo. Así tampoco queremos que la tierra, los ríos, el mar, las montañas, los bosques, la lluvia estén a disposición para el saqueo.
En Brasil, las presiones sobre las comunidades indígenas para que den en arriendo tierras para el agronegocio son siempre precedidas y acompañadas por la seducción de los varones de las familias y de una campaña difamadora y de violencia contra las mujeres. En especial contra aquellas que son autoridad espiritual de sus comunidades. Es el caso de las nhandesy, las rezadoras guaraní y kaiowá, blanco de acusaciones de hechicería por pastores neopentecostales dentro de las aldeas. Los patrones civilizatorios son más fácilmente incorporados por los varones, con la promesa de obtención de renta.
Durante la pandemia, las mujeres campesinas e indígenas de América Latina vienen fortaleciendo redes de donaciones de alimentos y circuitos cortos de comercio a precio justo. Es decir, aun cuando la venta está mediada por moneda, el precio no está determinado por la lógica de la oferta y la demanda, sino de las necesidades de compradoras y vendedoras. Lo que predomina es la comprensión de que todos precisamos vivir. Es el espíritu presente en el trafkintun del pueblo mapuche.
No es sorprendente que las mujeres estén en la línea de frente de las asambleas de defensa de los territorios contra el saqueo, que se multiplican en el continente. Las obras de infraestructura logística y energética para extraer riquezas tornan disponibles nuevas áreas, antes preservadas, para la expoliación. Con argumentos de la necesidad de exportar commodities para tener recursos para políticas de distribución de renta, los Estados allanan el camino de las cadenas de acumulación. El chantaje es descarado y claudicar ante él encadenaría nuestro futuro.