¿Memoria y utopía o recuerdo sin tiempo rebelde?
La memoria como campo de disputa en la historia reciente de Guatemala
Sergio Tischler
Comunizar
Impulso utópico y subjetividad revolucionaria
La historia reciente de Guatemala ha sido marcada por luchas sociales y procesos de insubordinación contra el orden del poder nacional condensados en tiempos específicos. Los podemos nombrar tiempos de ruptura y discontinuidad con la historia dominante. Estos tiempos han sido expresiones abiertas del rechazo colectivo a la vida cotidiana, dominada por las formas particulares del dominio del capital local y de las élites oligárquicas en el espacio más amplio del poder norteamericano. Más específicamente, han sido tiempos de condensación y explosión de los antagonismos sociales en formas particulares de la lucha de clases y de constelaciones histórico-políticas, los cuales se caracterizan, entre otras cosas, por un proceso de subjetivación colectiva radical cuyo núcleo ha sido una determinada idea de revolución y de cambio social. Tanto la revolución democrática-antioligárquica de 1944-1954 como la lucha armada que, con altibajos e intensidades diferentes, abarca desde los años sesentas a los noventas, son parte de esos tiempos.
Ninguna revolución puede ser pensada sin el componente utópicoi del que es parte y genera. La utopía de las revoluciones es la transformación del tiempo. Su punto de partida más profundo es la esperanza de cortar con las condiciones que han hecho y hacen de la historia tiempo de la dominación. Es un punto de partida negativo; parte del impulso de negar lo que afirma el tiempo como negación de la libertad y autodeterminación humanas. En otras palabras, la utopía surgida de los antagonismo y contradicciones de la sociedad capitalista apunta a eliminar el tiempo enajenado y abstracto que se nutre de la vida y que la corroeii. Ciertamente, el punto de partida negativo, históricamente se ha expresado en determinadas dimensiones afirmativas y fórmulas políticas que fracasaron en tanto experiencias de emancipación, aunque hayan generado opciones de poder, como es el caso de la revolución bolchevique en Rusia. A contrapelo de un proceso de auto-emancipación, generó una estructura de poder orientada al control burocrático del tiempo, identificándolo ideológicamente con la idea fetichista de una historia emancipada. La utopía se transformó en un mito reaccionario estado-céntrico que, por su propia lógica, terminó cerrando el tiempo y la historia. En esa identidad del mito estado-céntrico de la historia fue capturada la idea de revolución.
¿El impulso utópico revolucionario inevitablemente nos conduce al autoritarismo en sus diversas expresiones políticas? ¿Debemos renunciar a él, así como a la transformación radical del mundo, es decir, a la revolución? Nuestra posición es que no. Creemos que hay que transformar ese impulso en actualización conceptual del cambio social; en una idea nueva que reivindique las luchas del pasado, sus logros, así como que establezca sus límites, deficiencias y errores que dieron lugar a una determinada praxis. Este es un asunto que no podemos tratar sistemáticamente en el presente texto. Lo enunciamos, sin embargo, porque lo consideramos de fundamental importancia, ya que establece una perspectiva en el tratamiento del tema de la memoria de las luchas sociales en general, y en el caso particular, de Guatemala.
La memoria no es nada más un recuerdo del pasado, sino un recuerdo dentro de un campo de disputa en el presente, por el presente y el pasado. En este campo, el poder juega con los dados cargados. Intenta borrar por diversos medios la rebeldía que viene desde el pasado como potencia de cambio. Intenta domesticar el tiempo; cerrar la historia en términos de continuum de la dominación. En la lucha por la memoria, debemos encender la chispa de la esperanza en el pasado (Benjamin: 2007) como parte de nuestra acción para abrir el presente. La conciencia de que los dados están cargados nos prepara para un posible manotazo al tablero del poder, que exprese la rabia y la decisión de no querer seguir jugando ese juego sino inventar el nuestro.
En los primeros apartados del presente artículo, intentaremos exponer algunos aspectos de la experiencia guerrillera en Guatemala, y dar cuenta de la dimensión de la subjetividad que hemos denominado impulso utópico como parte de un tiempo específico de insubordinación. En el apartado final, se abordará el tema de la lucha por de domesticar la imagen de ese tiempo como parte de un proceso de estabilización de las relaciones de dominación por parte del poder. Para tal objetivo, nos hemos enfocado especialmente en el análisis de testimonios de militantes y ex-militantes de la que fue una de las organizaciones más importantes de la lucha armada en Guatemala, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP).
La guerrilla como sueño organizado
El surgimiento del movimiento guerrillero guatemalteco en los años sesentas, tuvo por trasfondo histórico la crisis social y política derivada del derrocamiento del gobierno revolucionario en junio de 1954. El golpe de Estado del ejército asestado a Jacobo Árbenz, combinado con la invasión mercenaria promovida por el gobierno norteamericano como parte de la operación encubierta del la CIA PBSUCCESS en el marco de la guerra fría, fue incapaz de generar un orden político coherente a su interior, y un soporte de legitimidad suficientemente amplio dentro de la población políticamente activa y organizada. Desde su inicio, la lucha entre facciones fue una de sus características. A los tres años de su gobierno, el presidente impuesto, el militar Carlos Castillo Armas, entrenado en Fort Leavenworth, Kansas, y líder del anticomunista Movimiento de Liberación Nacional, fue asesinado en el interior de la casa presidencial como resultado de pugnas internas en el gobierno. Este hecho, se puede tomar como un indicador de que la ideología del anticomunismo de la élite no era cemento ideológico suficiente para dar cohesión estatal a la lógica de dominación oligárquica, que había recuperado su agencia política protagónica.
Como consecuencia del golpe contrarrevolucionario en 1954, la mayor parte de las políticas de Estado que apuntaban a un cambio estructural del país, como la reforma agraria promovida por el gobierno de Árbenz, fueron derogadas, y la violencia institucional reprimió y destruyó a gran parte de las organizaciones existentes de los trabajadores, la mayoría de las cuales tuvieron auge en el periodo democrático de 1944-1954. En los hechos, la violencia institucional redujo la vida política a un cerco represivo que garantizaba los intereses del reducido núcleo oligárquico y sus prolongaciones sociales, en el marco más amplio del dominio norteamericano.
A inicios de los años sesentas, la crisis de hegemonía se transformó en manifiesta crisis política nacional. Sus expresiones más visibles fueron el levantamiento militar en contra del entonces presidente Ydígoras Fuentes el 13 de noviembre de 1960, encabezado por jóvenes oficiales (Luis Turcios Lima, Marco Antonio Yon Sosa y Luis Trejo); así como las intensas luchas callejeras de los estudiantes contra del gobierno en marzo y abril de 1962. Esas luchas no solamente respondían a los antagonismos de la configuración política nacional, sino que eran parte de los nuevos aires que se habían abierto paso en el continente con la revolución cubana. Su presencia simbólica fue un factor que, no solamente estuvo presente en el proceso político de aquellos años, sino que iluminó la crisis nacional con una nueva perspectiva de cambio. En ese momento, brindó a los rebeldes una idea seductora de revolución que cambiaría los modos de organización y de lucha en el país. Cosas similares pasaron en otros países. La irradiación simbólico-política de la revolución cubana fue continental. Con ella, se abrió paso una nueva constelación de luchas revolucionarias que, por un largo periodo histórico, expresó rasgos y formas particulares de la lucha de clases en América Latina.
En el contexto señalado, y como parte de la constelación revolucionaria emergente, surgió la guerrilla en Guatemala. Ésta tenía el objetivo de construir una opción revolucionaria en aquellas circunstancias, para lo cual debería transformarse en un núcleo de irradiación ético y político que permitiera influir en la crisis política nacional y darle a ésta una salida revolucionaria. El grupo que encabezó el levantamiento militar del 13 de noviembre de 1960, junto con dirigentes del clandestino partido comunista Partido Guatemalteco de los Trabajadores (PGT), y del Movimiento 12 de Abril, organizaron las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), en diciembre de 1962. Meses antes, en marzo, el primer grupo guerrillero “20 de Octubre”, cuya consigna era la lucha por la revolución “democrático-socialista”, había sido aniquilado por el ejército en la localidad de Concuá. Las FAR deberían corregir los errores de ese primer intento de instalación del foco guerrillero.
Ahora bien, lo que nos interesa no es la recreación del relato histórico sobre el movimiento guerrillero en Guatemalaiii, sino señalar que la subjetividad que lo constituyó fue parte del sueño colectivo o impulso utópico de transformar la realidad del país, utilizando una clave cuyo código lo había proporcionado la experiencia cubana. Ese impulso, que con la guerrilla adquiere la dimensión de sueño colectivo organizado, era parte de una realidad objetiva desgarrada por contradicciones sociales abiertamente manifiestas, y antagonismos políticos que desbordaban al gobierno en turno y al Estado guatemalteco en general; surgido éste, como hemos visto, de una contrarrevolución y sin capacidad política de organizar el poder en términos de consenso y hegemonía, por lo que la forma de reproducción de la dominación era la de la violencia institucional y la represión política. Ese impulso era algo más profundo. Venía de lejos. No se trataba de una suerte de delirio patriótico de jóvenes militares enfurecidos por la ofensa que les causaba el hecho de que el gobierno permitiera el uso del territorio nacional para entrenar elementos anticastristas con vistas a la invasión a Cuba. Ni de la espontaneidad subversiva de algunos dirigentes estudiantiles en aquella coyuntura, o de la súbita radicalización del PGT.
Había algo de eso, ciertamente. Si nos limitamos a la inmediatez, probablemente solo podamos apreciar ese tipo de manifestaciones de la subjetividad constitutiva de los hechos. Pero si vamos más allá, es decir, a los procesos, entonces encontraremos que éstos son expresiones de una temporalidad antagónica al tiempo de la dominación, y que el sueño colectivo del que hablamos es subjetividad constitutiva de esa temporalidad a contrapelo, propia de los sujetos rebeldes protagonistas de la crisis política nacional en los sesentas, la cual es parte de un flujo de luchas que viene de lejos.
Lo que estaba sucediendo en esos años, era la manifestación en el presente de la coyuntura política del tiempo negado por la contrarrevolución en junio de 1954. Esta suerte de actualización del tiempo, tuvo actores nuevos y características específicas, que no se pueden derivar linealmente del periodo del 44-54. Es importante decirlo, aunque no podamos detenernos en un análisis puntual del tema. Más bien, queremos señalar que el punto de unión entre pasado y presente fue la crisis como manifestación de la agudización de las contradicciones sociales y los antagonismos políticos que la restitución del dominio oligárquico-burgués trajo consigo. Y que la idea de redención de la revolución derrotada años antes, entró en el tiempo del sujeto revolucionario emergente como actualización conceptual, y no como reproducción lineal y mecánica. Entró en clave socialista. Desde la perspectiva de los protagonistas de las formas armadas de lucha, el horizonte democrático-burgués de aquella revolución se había transformado en antecedente histórico superado. Dicho giro en el código de la revolución, simbólicamente se encuentra en el hecho de que el primer destacamento guerrillero se llamó “20 de Octubre”, en homenaje a la revolución de 1944-1954, y en que su proclamación fue la de una revolución “democrática-socialista”.
Uno de los aspectos más importantes de ese giro, fue el cambio del eje espacial del proceso revolucionario; su desplazamiento hacia la montaña como lugar desde el cual la utopía habría de desplegarse, con la vanguardia guerrillera como su forma política y militar organizada. Las urbes y los trabajadores urbanos no dejarían de desempeñar un papel importante en el modelo guerrillero, pero el centro neurálgico del proceso estaba en la montaña, y en el campesinado como sujeto revolucionario. En 1967, en un balance del proceso, Ricardo Ramírez, uno de los protagonistas de la experiencia guerrillera en la Sierra de las Minas y posteriormente líder del Ejercito Guerrillero de los Pobres (EGP), planteó:
En el campo no sólo se encuentran las condiciones materiales propicias para la sobrevivencia y desarrollo de las fuerzas revolucionarias en armas, sino que la población campesina constituye la fuente inagotable para la revolución. Las masas determinantes para la producción nacional son precisamente campesinas. En el transcurso de la guerra, en la medida en que las fuerzas guerrilleras vayan derrotando al enemigo, la economía y las relaciones sociales del régimen se descalabran, las ciudades se conmueven hasta sus cimientos. Las masas de los trabajadores urbanos, al sufrir directamente las consecuencias, despiertan gradualmente de su sopor y se rebelan. Juegan entonces un papel activo en el desgaste y parálisis del aparato central del enemigo y en el asalto final a su más fuerte fortaleza, juntamente con los destacamentos guerrilleros que la estarán penetrando ya. El ciclo del proceso activo de acción armada que empezó en la ciudad, que se desplazó, se desarrolló y se hizo invencible en el campo, se cierra con el derrumbe final del baluarte central de las fuerzas opresoras, la ciudad.» (Citado en Payeras: 1987, 38).
Hoy sería imposible sostener un esquema así. No solamente reduce a una fórmula simple la complejidad social y política del país, sino que tiene por trasfondo una lectura lineal de la revolución cubana. Pero ese no es nuestro tema específico. Con variaciones y particularidades, dicho planteamiento reúne algunas de las ideas fuerza de las organizaciones que protagonizaron una nueva etapa de la lucha guerrillera, cuyo ciclo empezó a fines de los sesentas, principios de los setentas, y culminó con los llamados Acuerdos de Paz, firmados en diciembre de 1996. Cabe señalar que, a pesar de su esquematismo, el documento deja ver una experiencia que se tradujo, entre otras cosas, en intuiciones respecto a la disponibilidad del campesinado guatemalteco para incorporarse a un movimiento revolucionario, las cuales eran en parte acertadas, como se verá posteriormente.
Por el momento, lo que nos interesa subrayar es el cambio de interpretación al interior de los actores revolucionarios de lo que se podría nombrar tentativamente como geografía histórico-política del país. Se resalta en el documento, la afirmación de que desde una perspectiva revolucionaria, la ciudad, como conjunto de relaciones sociales y de poder, ya no es el espacio-sujeto principal de la transformación, sino el “baluarte central de las fuerzas opresoras”. Si las fuerzas de revolución democrática de 1944-1954 habían sido fundamentalmente urbanas, y la prolongación del proceso de cambio al campo con la reforma agraria fue una suerte de extensión de la dimensión urbano-céntrica de la historia política, ahora se planteaba un proceso inverso: el despliegue de las acciones revolucionarias desde el campo sería la condición necesaria para quebrar el baluarte urbano del poder. El eje de la historia revolucionaria se habría desplazado de la ciudad al campo, y con él el sueño colectivo de transformación social. Surgió de ese cambio una nueva geografía política, donde la montaña, lugar de asiento inicial del foco guerrillero desde el cual se desplegaría la revolución impulsada por los campesinos, se convertiría en el símbolo ideológico-político por excelencia en el imaginario de los rebeldes.
Cuando Ricardo Ramírez escribió el análisis referido a fines de 1967, eran momentos difíciles para la guerrilla en el terreno político-militar, y de crisis a su interior. Pero una cosa es la crisis, y otra es lo que hizo posible esa primera experiencia guerrillera. Fueron las luchas de inicios de los años sesentas, las que prepararon la disponibilidad subjetiva para que el impuso utópico del cambio de los actores involucrados se plasmara en esa praxis política. Para ellos, la guerrilla fue seducción, enamoramiento, libertad; la experiencia de un tiempo de transformación de sus propias vidas, inmerso en el esfuerzo por cambiar la historia. Este sueño colectivo fue cantado por jóvenes poetas, como Otto René Castilloiv, quien en el vértigo revolucionario se incorporó a la lucha armada y fue asesinado por el ejército en marzo de 1967. También ha sido relatado en las historias de mujeres combatientes, como las que narra Mirna Paiz Cárcamo en el libro Rosa María. Una mujer en la guerrilla. Relatos de la insurgencia guatemalteca en los años sesenta.
Paradójicamente, en ese momento el sueño de la revolución campesina era un desplazamiento del sueño de sectores urbanos radicalizados. Si bien, algunos representantes de la población campesina se unieron a la guerrilla en aquellos años, lo cierto es que ésta no era el resultado de un proceso de auto-organización campesina. De tal manera que, aunque cambió la imagen de la geografía política revolucionaria, el código de la revolución continuó siendo primordialmente la expresión de una acumulación de experiencia urbanas. En ese sentido, es importante señalar que la guerrilla de los setentas se reorganizó tomando en cuenta errores y limitaciones de la experiencia que le antecedió, pero en esencia no pudo cambiar radicalmente ese código, aunque incorporó nuevas formas de organización y la experiencia del campesinado, particularmente del indígena. De hecho, un cambio radical de código tiene lugar en la experiencia actual del zapatismo, donde la trama horizontal de las relaciones entre el grupo guerrillero inicial y las comunidades indígenas ha generado una forma nueva de cambio revolucionario, el cual guarda relación directa con la centralidad política de la experiencia comunitaria de lucha y la idea de autonomía. Aquí, el campesino-indígena ya no es una suerte de clase- soporte de la revolución, sino un sujeto colectivo que incorpora su propia experiencia de rebeldía como conocimiento que transforma epistémicamente las formas hegemónicas, particularmente urbano-céntricas de pensar el cambio. Ese es un punto fundamental que marca la diferencia entre una experiencia y las otras.
Cuando los ríos se juntan y la montaña se mueve
Como hemos planteado, la guerrilla en particular, y la lucha armada en general, entraron en abierta crisis a fines de los sesentas. El golpe de Estado del ejército en marzo de 1963, fue la respuesta reaccionaria a la convulsa situación política de esos años. Este hecho, daría lugar a un creciente proceso de militarización del poder estatal, y a que la represión fuera elevada al rango de guerra contrainsurgente. Las masacres fueron parte de la estrategia.
Después de cierto auge entre los años 1962-1966, la guerrilla tendría que replegarse de la montaña y reorganizarse. Surgirían de este proceso nuevas organizaciones guerrilleras como el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), Organización del Pueblo en Armas (ORPA); así como unas FAR reestructuradas, y un PGT que crearía sus propias FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias)v. Desde sus particularidades, todas contribuirían a la reactivación del movimiento revolucionario; sin embargo, serían las dos primeras las principales protagonistas del despliegue de la guerra de guerrillas, iniciado en los setentas como expresión de la constelación histórica más importante de la lucha de clases en el país, después de la derrota de 1954vi.
Uno de los rasgos sobresalientes de esa constelación revolucionaria fue el encuentro más profundo entre diferentes acumulaciones de luchas y resistencias, con sus propias memorias y sueños colectivos. Por un lado, la de los guerrilleros, reorganizados en diferentes núcleos y con sus respectivas experiencias; por otro, la de las comunidades indígenas, con sus propias historias de resistencia. A ese fenómeno, las comunidades ixiles que se incorporaron al movimiento guerrillero le llamaron “encuentro de dos ríos”vii.
En los hechos, la guerrilla detonó una masiva sublevación indígena y campesina contra el poder oligárquico y el Estado a fines de los setentas y principios de los ochentas. Esta experiencia generó una narrativaviii donde podemos encontrar las huellas de la subjetividad que le fue característica, tanto en los días de ascenso de las luchas como en los días sangrientos de la implementación por parte del Estado de la estrategia de Tierra Arrasada en los ochentas.
Una de las obras que mejor relata esa experiencia es la de Los días de la selva de Mario Payeras. El autor narra, cómo en enero de 1972 un pequeño grupo de individuos armados cruzó la frontera entre México y Guatemala, y se adentró en la selva del Ixcán. Su sueño inmediato era implantar el núcleo inicial de la guerrilla, abriéndose paso en la inmensidad vegetal de la selva. En el vientre de ese sueño también estaba el vértigo del riesgo abismal y de la incertidumbre radical. Si el experimento daba algunos buenos frutos, se dirigirían a las montañas de los Cuchumatanes, lugar de asiento de grandes conglomerados indígenas. De allí –pensaban– bajaría el torrente revolucionario hacia las urbes. La montaña despertaría, dando sus pasos iniciales, movida por la fuerza de los ríos rebeldes. El tiempo abría cambiado entonces.
Mientras tanto, los días primeros fueron de duros aprendizajes, y cargados de peligros que amenazaban la existencia de aquellos hombres harapientos, en medio del océano vegetal de la selva. “Con todo –escribe Payeras–, estábamos conscientes de vivir la más hermosa aventura de nuestras vidas.” (Payeras, 1980: 20). Ese puñado de hombres, unos quinceix, de diversas condiciones sociales y múltiples experiencias de lucha, eran la reunión en un sueño colectivo común. Representaban una de las posibles síntesis organizativas de la historia rebelde del país; una que, con el tiempo, devendría de las más importantes, si no la más.
Como si hubiera sido una profecía, o uno de esos milagros que de vez en vez se dan en la historia por las luchas de los de abajo contra el poder de los de arriba, la montaña comenzó a caminar. Para la primavera de 1975, la guerrilla se había extendido en un territorio de más de 2 mil kilómetros cuadrados. Los combatientes ya eran más de un centenar y la población presionaba para acciones más directas (Payeras, 1980: 107). Los ríos comenzaron a juntarse. Probablemente la dirección del núcleo guerrillero no era del todo consciente de las condiciones sociales y políticas particulares que estaban en el fondo de la creación de un clima de disponibilidad de campesinos y de comunidades indígenas para la lucha armada, cualitativamente diferente a las experiencias de resistencia a las que estaban habituados. Pero el hecho importante, es que esa disponibilidad existía; había surgido una voluntad de cambio que se traducían en militancia y apoyo a la guerrilla. Años después, Rigoberta Menchú, en un conocido relato nos entregará algunas de esas experiencias, y dará cuenta de condiciones particulares que permitieron generar el clima de encuentro entre mundos diferenciados, y hasta ese momento fragmentados.
Fue el anuncio del potencial surgimiento de un mundo nuevo. De la posibilidad de eliminar las relaciones de dominación y explotación vigentes en el país, y de la creación de nuevas relaciones sociales. Surcado de contradicciones, este proceso era parte de la experiencia vivida al interior de la guerrilla bases de apoyo. No sabemos con certeza hasta dónde llegó; de sus alcances y límitesx. Lo que es claro, es que fue parte del nuevo horizonte humano que estaba en el sueño colectivo. Sin este factor, la historia de la guerrilla y de la lucha de clases de los años de auge revolucionario, quedaría reducida a un plano abstractamente operativo e instrumental.
A inicios de 1981, la montaña ya era una hoguera revolucionaria que se había extendido en el país. Este momento es captado por Mario Payeras en la siguiente imagen:
Al iniciarse el año 81, la guerra duraba ya cinco años. Durante este nuevo intento de las fuerzas revolucionarias, los primeros disparos habían resonado en las montañas del Quiché, un día del mes de junio de 1975. Desde entonces, el trueno de la guerra retumbaba en el noroccidente y en las calles de la ciudad de Guatemala. Bajo las banderas de tres organizaciones revolucionarias se libraban combates guerrilleros en Los Cuchumatanes, en la Sierra Madre y en las selvas del norte, mientras en la capital, en la Costa Sur y otras partes del país las fuerzas insurgentes desplegaban distintas formas de guerra irregular. En 1974, tras años de repliegue y preparación clandestina, luego de la derrota del alzamiento de Luis Turcios y Marco Antonio Yon Sosa en las ierras del nororiente, las huestes guerrilleras se habían hecho fuertes el las selvas lluviosas de los ríos fronterizos del norte, en las áreas boscosas del sistema de los Cuchumatanes y en los contrafuertes nublados de la Sierra Madre occidental. En los años siguientes extendieron la guerra a las planicies del Pacífico, a las Verapaces y al altiplano central. En 1979, en Nicaragua, el Frente Sandinista había derrocado a la dictadura de Anastasio Somoza, instaurando el poder revolucionario. En El Salvador, al iniciarse al año 81, las guerrillas revolucionarias se aprestaban a lanzar la primera gran ofensiva militar contra el gobierno. El itsmo comenzaba a arder.» (Payeras: 1987, 15).
Lo que el autor plasmó en esa imagen fue el climax de la situación revolucionaria. Lejos de una evolución ascendente, como la imagen vislumbra, los días de la revolución comenzaron a hacerse cada vez más difíciles. Los sectores populares urbanos, que habían logrado organizarse en los años setentas, fueron cercados por el Estado siguiendo una lógica contrainsurgente que perseguía su exterminio. La muerte se respiraba en las calles; mientras la máquina de terror asestaba golpe tras golpe. Mario Payeras da cuenta de ese clima en El trueno en la ciudad. En las montañas y el campo, se aplicó la estrategia contrainsurgente de Tierra Arrasada. Las aldeas fueron quemadas y sus pobladores masacrados. El genocidio fue brutal; uno de los peores en la historia contemporánea de América Latina; si no el mayor, con más de 200 mil asesinados y desaparecidos.
A pesar de sus logros, las fuerzas revolucionarias no habían logrado un nivel organizativo y militar que permitiera neutralizar la ofensiva contrainsurgente y desplegar la propia. Su plan estratégico había sido duramente golpeado.xi Por su lado, el ejército, a pesar de haber ejecutado un brutal genocidio, no había podido aniquilar a las organizaciones guerrilleras y cortar de raíz la fuerza moral de la revolución indígena-campesina y su capacidad de organizaciónxii. En esas condiciones, se dio un proceso tortuoso y contradictorio hacia la firma de los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996, en el contexto de un clima regional propicio para la solución política de la confrontación armada.
La paz y el sueño rebelde
Un resultado de los Acuerdos de Paz fue la incorporación de las organizaciones guerrilleras, agrupadas a partir de 1982 en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), al entramado hegemónico de la institucionalidad liberal del Estado en la forma de partido político. Los Acuerdos garantizaban su libre juego, en la medida en que el pacto institucional se respetara. En ese marco, dio inicio un proceso complejo de reorganización de las estructuras políticas y organizativas de la URNG.
No es nuestro propósito detenernos en los avatares de ese proceso, así como en las enormes dificultades que ha tenido esa organización para mantenerse a flote en el sistema. Lo importante para nosotros, es señalar que, con la integración de la URNG al sistema, el sueño utópico de transformación radical que sostuvo y la sostuvo política y socialmente en los años de la guerra, se fue esfumando. Se convirtió en parte de una narrativa de identidad con el discurso hegemónico; ya que la legitimidad de aquel sueño terminó por codificarse en los términos liberales de la política. La nueva doxa parecía decir: Si no completamente, el sueño estaba de alguna manera realizado. La palabra revolución había sido sustituida por la de democracia.
Ya no había represión abierta, pero las condiciones para un cambio revolucionario se habían tornado más difíciles. En los años sesenta y setenta, la idea de revolución era clara. La experiencia cubana estaba allí, al alcance de la mano; era un faro que iluminaba las luchas. No era tanto asunto de pensar cómo hacer los cambios, sino de actuar. Entretanto, la URSS parecía consolidar sus logros económicos y sociales; factor considerado como condición objetiva para el cambio revolucionario en países como Guatemala, El Salvador o Nicaragua. Pero la situación cambió drásticamente en los noventa con la implosión de la URSS y el campo socialista. Una víctima de ese fenómeno fue el concepto de revolución. Si había significado para muchos la esperanza de la creación de un mundo emancipado, libre de la tiranía del capital y de toda dominación, su identificación con experiencia soviética trajo como consecuencia que esa palabra sufriera un desgaste ideológico de dimensión universal, en medio del torbellino triunfante del capitalismo que proclamaba el “fin de la historia”. Cosa similar pasó con la utopía. Esa guerra, que también se dio en el campo de los significados, había logrado reducir y condenar esas palabras.
Una salida política para buena parte de la izquierda fue su integración a la institucionalidad hegemónica, abogando por cambios dentro del sistema. La historia política de la izquierda guatemalteca no sería la excepción. En consecuencia, el horizonte de las luchas ya no sería el de la revolución y la utopía. La democracia, palabra central de la doxa del sistema, vendría a desplazar a aquellas en su vocabulario doctrinal.
¿Guarda alguna relación el fenómeno señalado con el tema de la memoria colectiva? Nos centraremos en una respuesta posible: el peligro que entraña la posibilidad de perder el filo rebelde de la historia y del sueño que, con su impulso utópico, hizo posible que importantes sectores de la población oprimida desafiaran al sistema en aquella constelación de la lucha de clases de los setenta y principios de los ochenta; y, a perder también, la capacidad colectiva de imaginar un cambio en las condiciones actuales dominantes. Walter Benjamin fue enfático en señalar ese tipo de peligro, el que en general acecha a las clases dominadas en situaciones de derrota. A contrapelo, el pensamiento crítico debía encender en el pasado “la chispa de la esperanza”, compenetrado con la idea de que “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (Benjamin: 2007, 26).
En el libro Te vamos a contar. De la guerra y la posguerra en Guatemala: relatos testimoniales y reflexiones, sus autores, Carlos Rubén Rodas y Ana Carolina Contreras Cáceres, habiendo tenido una rica experiencia personal y colectiva como integrantes de los servicios médicos del EGP, nos acercan al es tipo de peligro. Carolina, nos dice al respecto:
El conflicto ideológico expresado en una confrontación armada nos quitó seres amados y amistades muy queridas, pero también nos dotó de principios, valores y fortalezas incalculables e inagotables. La post guerra me ha quitado ilusiones y esperanzas, pero las ideas y razones que originaron el conflicto ideológico mantienen la creencia en la capacidad que tenemos los seres humanos de construir formas de vida en sociedad que nos permitan construir un mundo justo y solidario para los humanos y en equilibrio con todos los seres vivos que coexistimos en esta tierra y en el universo» (Rodas/Contreras: 2017,13).
Por su lado, Carlos relata situaciones como la siguiente:
Yo, Carlos, regresé a Guatemala en 1997, un año después de la firma de la paz. Me llamó poderosamente la atención que al encontrarme con ex compas, ellos y ellas negaron su participación, incluso en un caso, una persona me dijo que lo confundía con su hermano gemelo. Yo lo conocía cuando nos unimos ideológicamente antes de la guerra y sabía que era hijo único. Llegué a comprender el grave daño que logró la estrategia contra-insurgente, que es el negarse a sí mismo» (Rodas/Contreras: 2017,14).
A contrapelo de la desesperanza y de asumir la condición de “negarse a sí mismos”, los autores relatan sus experiencias en la guerrilla como historias no solamente dignas de ser contadas, sino también en su carácter de huellas del pasado, necesarias de retener en la memoria colectiva, ya que son parte constitutiva de las luchas en el presente. Sus relatos no están cargados de acciones militares, sino que se centran en aquellos aspectos y momentos sencillos de una cotidianeidad que se va construyendo con relaciones sociales solidarias entre los miembros de la guerrilla, y entre ésta y la población organizada, las Comunidades de Población en Resistencia (CPR)xiii, principalmente. Nos hablan también de ciertos límites de esa experiencia; expresados, entre otras cosas, en la rígida jerarquía, propia de la organización militar de la guerrilla, entre la vanguardia y bases; así, como de la existencia de relaciones de dominación de carácter patriarcal, entre otras prácticas cuestionables.
El relato no se propone dar alguna respuesta política o conceptual al tema de la revolución hoy. Su propósito es luchar contra el olvido, reteniendo momentos de una experiencia rica y contradictoria, donde la dignidad ocupa un lugar central. Sin atrapar la experiencia en un código mítico revolucionario, nos permite acercarnos a la utopía y al sueño colectivo de transformación social que jalonaron esa experiencia. También señala pistas para hurgar en las intimidades del mundo guerrillero, de verlas como parte de un campo de lucha entre procesos de carácter vertical y procesos horizontales.
Sabemos que, en la concepción vanguardista de la revolución, donde el horizonte de la acción está inscrito dentro la forma Estadoxiv, la dialéctica entre lo vertical y lo horizontal siempre ha favorecido a lo primero. En buena medida, el fracaso de las revoluciones guarda estrecha relación con esa historia. Sin embargo, si el sueño de la emancipación ha generado una historia hegemónica dominada por prácticas políticas verticales, eso no implica que la apuesta por una sociedad basada en relaciones solidarias y horizontales de “reconocimiento mutuo”xv, no haya estado presente en aquel sueño. Y que este sueño sea algo imposible. Es parte, por elcontrartio, del sueño que sueña la utopía actualxvi.
Si algo hemos aprendido en los últimos años, es que la revolución no puede pensarse como un proceso lineal y homogéneo, sino como un campo contradictorio de fuerzas. Tener conciencia de esa contradicción, es de fundamental importancia para desplegar lo que es necesario hacer y lo que se pueda hacer en cada momento de las luchas, y que el proceso no se cierre en una síntesis totalizante de poderxvii, como ha ocurrido en las experiencias revolucionarias del pasado.xviii
Cuando hablamos de memoria, particularmente de la constelación de luchas a la que nos hemos referido, tenemos en mente que el pasado no ha dejado de constituir nuestro hoy; o, para expresarlo en el lenguaje de Benjamin (2007): cuando el pasado no ha sido “redimido”, permanece como como continuum de dominación en la forma de presente. Es un hecho, que la revolución no logró hacer saltar ese continuum del dominio del capital en el plano nacional. Es un hecho también, que ese pasado de luchas está en peligro de ser domesticado, degradado, destruido por parte de la maquinaria de codificación hegemónica de la historia que representa el Estado.
¿Es importante “salvar” ese pasado? ¿Es importante salvar en la memoria colectiva los momentos más intensos de ruptura y discontinuidad con la historia como tiempo de dominación? Para los que creemos en la necesidad de un cambio radical del mundo, esas discontinuidades son parte de nuestra historia rebelde, generadora de un tiempo en-y-contraxix el dominio del capital. Sin embargo, no basta con reconocernos en ellas. Es importante que nos hagamos cargo de esa herencia, y esto no lo podemos hacer de manera dogmática, creando mitos de esas experiencias. Los mitos son parte del poder; cierran la historia en identidades complacientes, cuya función es la negación de la crítica como forma de conocimiento. Representan una falsa apropiación de la experiencia. Es necesario entonces abrir las historias, rompiendo las identidades que las cierran. Si queremos apropiarnos realmente, es decir, creativamente, de la herencia de esas luchas, y no quedar atrapados en la red de la identidad mítica del poder, es imposible soslayar este problema. De esa manera, estaremos mejor posicionados en el esfuerzo de “salvar” en nuestras luchas de hoy las del pasado.
En el caso particular, la elaboración crítica de la memoria va a contrapelo de la centralidad narrativa del guerrillero heroico como figura totalizante de la historia revolucionaria. No solamente porque eso nos lleva a la mitificación de la violencia revolucionaria, sino porque distorsiona la imagen de la compleja constelación revolucionaria que se vivió, al concentrar en una figura mítica el impulso utópico de la población insurrecta. Hay más temas, por supuesto. Temas como las de relaciones jerárquicas de poder, ligadas a la forma militar de organización y a la persistencia del patriarcado dentro de la guerrilla. ¿Hasta dónde la figura del guerrillero heroico es una figura patriarcal? ¿Hasta dónde la organización vertical de la guerrilla no era parte de una trama de dominación más profunda dominada por la forma Estado? ¿Hasta dónde esa trama anunciaba ya la negación de la autoderminación de la población en lucha? ¿Hasta dónde el impulso utópico devino ideología de poder? ¿Es posible hoy, desarrollar un movimiento anticapitalista no teniendo en cuenta preguntas como éstas?
Desde nuestra perspectiva, la memoria no solamente es recuerdo de lo que fue; es fundamentalmente recuerdo de lo que falta. Nuestro acercamiento al pasado revolucionario reciente no intenta reproducir una imagen mítica de él, es decir, muerta. Intenta, por el contrario, contribuir a una apropiación real del mismo, y a la emergencia de una nueva constelación revolucionaria. El sueño rebelde de la de utopía solamente podrá reconstruirse desde la crítica radical de nuestra propia historia.
Puebla, México, marzo de 2022. (*)
Notas:
i) Nos referimos a la utopía concreta de la que habla Bloch (2004), en contraposición a la utopía abstracta. La utopía concreta es real, en el sentido de que surge de las condiciones antagónicas de existencia y se propone cambios para los cuales existen posibilidades reales creadas por esas mismas condiciones de existencia.
ii) El tiempo como abstracción real es parte de una praxis dominada por el trabajo abstracto (núcleo del capital). Véase Holloway (2011), Tischler (2022).
iii) Una reconstrucción sintética, bien lograda, del llamado primer ciclo del la insurgencia revolucionaria se encuentra en Figueroa, Paz, Taracena (2013).
iv) Otto René Castillo escribió el poema Vamos Patria a Caminar, yo te acompaño, el cual se convirtió en un himno de la revolución, y dice: Vámonos patria a caminar, yo te acompaño. Yo bajaré los abismos que me digas. Yo beberé tus cálices amargos. Yo me quedaré ciego para que tengas ojos. Yo me quedaré sin voz para que tú cantes. Yo he de morir para que tu no mueras, para que emerja tur rostro flameando al horizonte de cada flor que nazca de mis huesos.
v) Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (frente del PGT) fueron creadas en 1968 y disueltas a principios de los setentas.
vi) Para una aproximación al fenómeno revolucionario de los setentas-ochentas, véase Thomas (2013), Bravo (2013), Valdez (2013).
vii) Javier Gurriarán me habló de esa experiencia y de la metáfora del “encuentro de dos ríos” en una conversación sobre el tema.
viii) Entre las obras icónicas de esas narrativas se encuentran Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, Mujeres en la alborada de Yolanda Colom, Los días de la selva y El trueno en la ciudad de Mario Payeras.
ix) El número es tomado de los datos que da Payeras (1980, 16-17).
x) Algunos aspectos de este proceso, como el contraste entre las relaciones de solidaridad y una rígida jerarquía entre vanguardia y base, así como la persistencia de códigos patriarcales en las relaciones sociales, se muestran en el libro de Rodas Ruiz y Contreras Cáceres (2017).
xi) Al respecto, véase Payeras (1991).
xii) Las Comunidades de Población en Resistencia (CPR) son un testimonio de esa voluntad de resistencia. Ante el genocidio, una parte de la población cruzó la frontera y se refugió del lado mexicano. Pero, otra parte lo hizo en las selvas del Ixcán y en las montañas del Quiché, conformando las CPR.
xiii) Sobre las CPR, véase nota 11.
xiv) Sobre el tema del Estado como forma de las relaciones sociales en el capitalismo, véase Pasukanis (1976), Holloway (2011), Bonefeld (2013).
xv) Respecto al “reconocimiento mutuo”, como relación alternativa a la capitalista, dominada esta última por el dinero y caracterizada por la negación del otro, véase Gunn (2015).
xvi) Entre las experiencias más significativas están la zapatista y la revolución kurda.
xvii) Al respecto, véase Tischler (2013).
xviii) La Comuna de París es un ejemplo de una revolución que cuestiona la forma Estado de la política y de la emancipación social. Véase Ross (2015).
xix) Usamos la formulación en-y-contra de Holloway (2011) porque permite entender la lucha como a) parte de la relación capitalista, b)como desbordamiento de dicha relación.
Bibliografía
–Benjamin, Walter. Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos. Editorial Piedras de Papel, Buenos Aires, 2007.
-Bloch, Ernest. El principio esperanza [1]. Editorial Trotta, España, 2004.
-Bonefeld, Werner. La razón corrosiva. Una crítica al Estado y al capital. Herramienta Ediciones, Argentina, 2013.
-Burgos, Elizabeth. Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia. Siglo XXI Editores, México, 1998.
-Colom, Yolanda. Mujeres en la alborada. Artemis y Edinter, Guatemala, 1998.
-Figueroa, Carlos /Paz C., Guillermo/Taracena A., Arturo. “El primer ciclo de la insurgencia revolucionaria en. Guatemala (1954-1972)”, en Álvares, Virgilio/Figueroa, Carlos, Taracena, Arturo/Tischler, Sergio/Urrutia, Edmundo (editores). Guatemala: historia reciente (1954-1996). Tomo II. La dimensión revolucionaria. Facultad Latinoamericana de Cincias Sociales (FLACSO-Guatemala), Guatemala, 2013.
-Gunn, Richard. Lo que usted siempre quiso saber sobre Hegel y no se atrevió a preguntar. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla/Herramienta Ediciones, Argentina, 2015.
-Holloway, John. Agrietar el capitalismo. El hacer contra el trabajo. Herramienta Ediciones, Argentina, 2011.
-Paiz Cárcamo, Mirna. Rosa María. Una mujer en la guerrilla. M. Gabriela Vázquez Olivera (editora), CIALC-UNAM, Juan Pablos Editor, México, 2015.
-Pasukanis, Evgeni B. Teoría general del derecho y marxismo. Editorial Labor, España, 1976.
-Payeras, Mario. Los días de la selva. Editado por el Bloque de Apoyo a la Revolución Guatemalteca, México, 1980.
-Payeras, Mario. El trueno en la ciudad. Juan Pablos Editor, México,1987.
-Payeras, Mario. Los fusiles de octubre. Juan Pablos Editor, México, 1991.
-Rodas Ruiz, Carlos Rubén/Contreras Cáceres, Ana Carolina. Te vamos a contar. De la guerra y la posguerra en Guatemala: relatos testimoniales y reflexiones. Escuelas de Ciencia Política/Centro de Estudios Latinoamericanos “Manuel Galich”, Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala, 2017.
-Ross, Kristin. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. Ediciones Akal, España, 2016.
-Tischler, Sergio. Revolución y destotalización. Grietas Editores, México, 2013.
-Tischler, Sergio. El nosotros zapatista y el tiempo como flor y rebeldía. Colección Al Faro Zapatista, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), Cátedra “Jorge Alonso”, México, 2022.
*Enviado por el autor para Comunizar. Publicado en Nuestra Historia, 13, 2022.