Reequilibrio territorial contra el discurso de la sostenibilidad
en los estudios y políticas territoriales
Muñoz Gaviria, Gustavo Adolfo; Muñoz Gaviria, Edwin Alberto
Revista Kavilando
Grupo de Investigación para la Transformación Social Kavilando, Colombia
Resumen:
Los efectos territoriales del sistema productor
de mercancías evidencian exterminio, exclusión, desigualdad,
desequilibrio territorial e insostenibilidad. Contra las propias
evidencias científicas de su imposibilidad práctica, algunos
sectores insisten en usar la noción de sostenibilidad. Por ser
un abordaje despolitizado de las cuestiones ambientales, es
pregonado por académicos y usado por mercados y esferas del
poder público para justificar prácticas que acaban garantizando
la distribución desigual de cargas y beneficios. Es importante
ratificar un llamado a la desidentificación con la noción de
sostenibilidad.
Introducción
El crecimiento económico mundial, desequilibrado e inequitativo en términos de distribución de riqueza
y perjuicios ambientales, viene generando consecuencias negativas para las dinámicas ecológicas y socio-
territoriales en todo el globo, pero con más intensidad para países periféricos.
A partir de la década de 1950 puede identificarse el surgimiento de preocupaciones y reivindicaciones
denominadas ambientales, que Acselrad (2008) identifica como procesos de ambientalización, es decir,
estrategias discursivas que dicen respecto a la visión que cada grupo o actor considera más adecuada, legítima
o moralmente correcta respecto a sus prácticas en relación con la naturaleza.
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Esas preocupaciones se concretaron en un movimiento ambientalista multisectorial (Montibeller-Filho,
2008), que habría comenzado con los científicos, preocupados con los equilibrios ecológicos. Posteriormente,
en los sesenta, organizaciones sociales en todo el mundo comenzaron a manifestarse, incluidas las
comunidades afrodescendientes que denunciaban el racismo ambiental de la industria estadounidense
(Bullard, 1993); fueron significativos también los movimientos ambientalistas en Latinoamérica, que
reivindicaban el derecho a la tierra y a la permanencia de los pueblos tradicionales. En la década de los setenta,
fueron los Estados los que se encargaron de institucionalizar el ambientalismo, mediante la creación de las
primeras instituciones para gestión ambiental, que derivarían posteriormente en modificaciones más amplias
de las burocracias estatales, con la creación de ministerios, agencias, autoridades ambientales, institutos de
investigación, entre otras.
Finalmente, en los años noventa, son los mercados los que incorporaron las cuestiones ambientales en sus
agendas, buscando ventajas competitivas y la aceptación de los consumidores. A esta última oleada se sumó
la creación de programas universitarios en ciencias y técnicas ambientales que se ocupaban de la formación
de profesionales para la gestión de los problemas ambientales en los ámbitos privados y públicos. Sobre
este último grupo, vale la pena resaltar la rápida ambientalización de los discursos corporativos y de las
estrategias comerciales y de mercadeo, donde lo ambiental adquiere relevancia formal y es usado para generar
legitimidad, rentabilidad y viabilidad al proceso de acumulación.
Paradójicamente, los sectores empresariales más contaminantes son los que se han apropiado más
rápidamente del discurso ambiental, movilizado nociones como “responsabilidad social y ambiental”,
“crecimiento verde”, “economía circular”, entre otros. Los niveles de cinismo de este tipo de apropiaciones
discursivas son tales que, por ejemplo, los llamados grandes proyectos de desarrollo llegan a ofrecer
“formación” a las poblaciones tradicionales (incluso las indígenas) para la adopción de prácticas denominadas
“sostenibles”.
Tomando en cuenta la importancia del proceso de categorización, clasificación o denominación de las
cosas, por los efectos que de ello se derivan para la acción; especial atención merece el embate de poder que
en la década de 1970 dio visibilidad a una concepción de la cuestión ambiental, al tiempo que oscurecía
otras. Ese embate es registrado por Naredo (2004), a propósito del veto impuesto por Estados Unidos al
uso del término ecodesarrollo, que, para la época, constituía la apuesta más cercana a las naciones periféricas
para promover la conservación, la reducción de los niveles de consumo de los países más ricos y el equilibrio
planetario. Tal visión, claramente politizadora y reivindicatoria de los derechos de las naciones más pobres,
fue vetada por Henry Kissinger, quien, como jefe de la diplomacia norteamericana, sugirió que el vocabulario
fuera “retocado” (Naredo, 2004, pág. 9). De esa forma, la noción de “desarrollo sustentable” vendría a gozar
de mejor aceptación por quienes habían rechazado el ecodesarrollo, pues era más identificable con la noción
de “desarrollo autosostenido” de los economistas. En un momento de tensiones por las reivindicaciones
ambientales multisectoriales, ese término sirvió para intentar tranquilizar tanto a los desarrollistas como a
los ambientalistas, dinámica que hasta el presente no ha cambiado sustancialmente y que ha llegado a niveles
más amplios y sofisticados de apropiación de la cuestión ambiental para fines diversos.
A continuación, presentamos una reflexión crítica de los discursos del desarrollo y la sostenibilidad,
contenidos en documentos de organismos multilaterales, en documentos de políticas de desarrollo territorial
en Colombia, así como en textos académicos que abordan el problema de la sostenibilidad, tanto a nivel local,
en la ciudad de Medellín, como a nivel nacional. Estos análisis documentales fueron desarrollados en el marco
de la cooperación para el estudio de grandes proyectos de desarrollo, adelantada entre la Escuela Superior
de Administración Pública, Territorial Antioquia-Chocó en Colombia, y el Instituto de Investigación y
Planeación Urbana y Regional (IPPUR) de la Universidad Federal de Rio de Janeiro-Brasil.
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La cuestión ambiental hoy
El capitalismo actual se concreta en los países del “sur” mediante un extractivismo intensivo en capital
(Harvey, 2014, p. 251), que genera grandes daños ambientales a cambio de una poca generación de empleo y
bienestar territorial. Cabe anotar que su expansión se acelera hacia esferas antes intocadas, con más intensidad
después de la liberación de los mercados y flujos financieros de la década de 1990.
Los efectos observables son múltiples y tienen consecuencias territoriales diversas. Las metrópolis y
en general las áreas urbanas continúan concentrando flujos de capital, materiales y energía. Una de las
consecuencias de esa concentración poblacional es el aumento de la presión sobre recursos como el agua, el
aire limpio, el suelo para la disposición de residuos sólidos, los alimentos, etc., efectos dañinos que afectan con
más intensidad a poblaciones de bajos recursos y minorías étnicas, que son objeto de dinámicas de despojo que
las presionan a salir de sus territorios y aceptar condiciones de vida, muchas veces indignas, en las periferias
urbanas. Gelacio, Martínez, y Wolf (2019, p. 534) hablan de un proceso de “marginalización dirigida” que
sistemáticamente concentra el “desarrollo” en las centralidades urbanas, mientras hace de las periferias lugares
de seguridad y control poblacional como estrategia para lidiar con la expansión urbana. Esa concentración
territorial genera una presión que se extiende a las regiones que las urbes impactan por la vía de la demanda
de recursos.
En las ciudades también se concentra una industria remanente y contaminante, pero, sobre todo,
actividades de consumo y producción de servicios, generando todo tipo de impactos socioambientales.
Sobresale el sector construcción, que se ha convertido en el nuevo motor del proceso de acumulación, luego
de la reestructuración internacional del trabajo. Procesos de renovación urbana están en el centro de la
acumulación financiera y son agentes de lo que Harvey (2014) denomina “destrucción creativa”, como una
característica del proceso actual de acumulación, que necesita constantes fuentes de extracción de valor,
implicando la desposesión para algunos grupos. Para el caso colombiano, el conflicto armado en las regiones
continúa siendo un factor que alimenta esa marginación, al tiempo que deja el camino libre para que en ellas
se consume el proceso de acumulación por desposesión.
En el ámbito regional, son los proyectos mineros, hidroeléctricos, de infraestructura, de agroindustria de
gran escala, de cultivos de uso ilícito o proyectos turísticos, los que cuentan con el respaldo de las políticas
hegemónicas de desarrollo territorial, generando no sólo impactos sociales y ambientales, muchas veces
irreversibles, sino también conflictos socioambientales por la apropiación de los atributos territoriales. Ese
tipo de políticas, alineadas con los intereses de grandes capitales nacionales e internacionales, actúan mediante
la desposesión de poblaciones tradicionales amenazando la capacidad de reproducción de sus formas de vida
y apropiación territorial, bien valdría decir, amenazando su permanencia en el tiempo y el espacio.
Si bien hay suficientes evidencias de que existe un peligro real para la permanencia de la vida en el planeta,
es muy importante reconocer que los problemas ambientales, incluso los globales, no afectan en las mismas
proporciones a todos los grupos humanos y que es sistemáticamente la población ubicada en los polos
dominados de las estructuras sociales en las diversas escalas territoriales, la que debe padecer con mayor
severidad los efectos de esos problemas. Es también necesario reconocer que la cuestión ambiental pasó a
convertirse en campo discursivo en disputa, donde se confrontan visiones del mundo que son muchas veces
irreconciliables.
A continuación, se problematiza el paradigma hegemónico de la cuestión ambiental contemporánea.
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Problemas de la sostenibilidad como paradigma hegemónico en lo conceptual y
técnico-operativo
Es posible encontrar elementos que denotan clasismo, instrumentalismo, contradicción y uso retórico en el
discurso de la sostenibilidad de organismos multilaterales, de académicos y órganos estatales en Colombia. A
continuación, se analizan algunos fragmentos que lo ejemplifican.
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), promulgados en 2015 por las Naciones Unidas, se
constituyen en una iniciativa multilateral que resume las aspiraciones occidentales homogeneizadoras de
promover la senda del progreso y el crecimiento económico indefinido, buscando “poner fin a la pobreza,
proteger el planeta y mejorar las vidas y las perspectivas de las personas en todo el mundo”
[1] . Se trata de
una actualización de las iniciativas multilaterales sobre medio ambiente antes mencionadas, en las que se fue
usando la noción de desarrollo sostenible, hasta ser acuñada en el informe Brundtland de 1987, pasando por
diferentes cumbres mundiales.
Es legítimo preguntarse si esta búsqueda de reducción de la pobreza se fundamenta en una reivindicación
de igualdad intra-especie, para “todo el mundo”, como se lee en la cita anterior, o si se trata de una
manifestación de ecofascismo, heredero de las preocupaciones malthusianas por el crecimiento poblacional
y del darwinismo social, para el cual el futuro es de los más fuertes, adaptables y prósperos.
Un sesgo de clase de la concepción de sostenibilidad promovida por las Naciones Unidas puede
identificarse, por ejemplo, en el objetivo 11 sobre “ciudades sostenibles”. En la siguiente cita del diagnóstico
sobre las ciudades contenido en los ODS, se evidencia una visión según la cual, la situación de los más pobres,
además de ponerse en segundo plano en la escala de valores frente a la calidad del aire y la distribución espacial
urbana, es identificada como causante del deterioro de esta última:
La rápida urbanización está dando como resultado un número creciente de habitantes en barrios pobres, infraestructuras
y servicios inadecuados y sobrecargados (como la recogida de residuos y los sistemas de agua y saneamiento, carreteras y
transporte), lo cual está empeorando la contaminación del aire y el crecimiento urbano incontrolado (ONU, s.f.).
Situación similar se evidencia en el diagnóstico realizado por el Plan Nacional de Desarrollo (PND) de
Colombia, del período 2014-2018, en el que también la pobreza aparece como responsable, en este caso por
procesos de deforestación en zona de parques nacionales naturales.
Se ha estimado que alrededor de 486.000 hectáreas del Sistema de Parques Nacionales se encuentran afectadas por un uso y
ocupación inadecuados. Parte de la problemática es generada por alrededor de 30.000 familias que, aisladas y en condiciones
de pobreza, buscan los medios para subsistir, aumentando su vulnerabilidad y reduciendo su calidad de vida (Departamento
Nacional de Planeación [DNP], 2014, p. 524)
Vale la pena mencionar cómo, en la narración de tal diagnóstico, el énfasis es puesto en las familias pobres,
dejando por fuera otros actores que, por su carácter corporativo e intensivo en capital, ejercen mayor presión
sobre esos territorios. En un reciente trabajo investigativo, la periodista María Jimena Duzán (2021) ha
mostrado que no son precisamente familias pobres las que están generando exterminio cultural y deterioro
ecológico, sino grandes inversionistas de la agroindustria y la minería (legal e ilegal), así como el negocio de
cultivos de uso ilícito.
Desde el punto de vista de instrumentalización de la naturaleza, por ejemplo, en documentos oficiales
de las Naciones Unidas y sus representantes en Colombia, se encuentran, respectivamente, expresiones
como: poner énfasis en “El fortalecimiento de la acción e integración regionales en las áreas productiva,
comercial, tecnológica, fiscal, financiera, de infraestructura y en las cadenas de valor de bienes y servicios
ambientales” (ONU, 2018, p. 11) y “Un desafío adicional es la implementación de esquemas de pago por
servicios ambientales de manera generalizada y práctica… (Santiago, 2018, pág. 62).
Estas expresiones corresponden a las más recientes tendencias de capitalización de la naturaleza, que
de la mano de las ciencias económicas vienen evolucionando, desde los conceptos de externalidad de la
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economía de bienestar y que han producido categorías e instrumentos como “contaminador pagador”, en
lo que se conoce como los impuestos pigouvinaos; pasando por la creación de “mercados de carbono” como
mecanismos para comprar el derecho a contaminar sin que implique reducir niveles de producción; hasta
nociones como “crecimiento verde”, promovidas por organismos multilaterales.
Sobre esta última noción, en el marco de una de las reuniones de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE), en 2009 se actualizaba la definición de desarrollo sostenible del informe
Brundtland, al afirmarse que: “… lo verde y el crecimiento pueden ir de la mano” (OCDE, 2011, p. 2).
Allí se crearía la noción de “crecimiento verde” para continuar intentando compatibilizar acumulación y
conservación, de la siguiente manera:
Crecimiento verde significa fomentar el crecimiento y el desarrollo económicos y al mismo tiempo asegurar que los bienes
naturales continúen proporcionando los recursos y los servicios ambientales de los cuales depende nuestro bienestar. Para
lograrlo, debe catalizar inversión e innovación que apuntalen el crecimiento sostenido y abran paso a nuevas oportunidades
económicas (OCDE, 2011, p. 4).
Dicha noción pasará a estar en el centro de la formulación de política en Colombia, incluso desde los PNDs.
Tales estrategias de capitalización de la naturaleza expresan la racionalidad instrumental con que las
sociedades occidentales se acercan a las cuestiones ambientales. Esa visión instrumental es herencia de la
hegemonía de las ciencias económicas en la construcción del discurso de la sostenibilidad, como lo sugiere
Montibeller-Filho (2008), quien además señala la imposibilidad de dichos enfoques para dar cuenta de un
horizonte de prácticas o decisiones que puedan sostener los ritmos de utilización de recursos no renovables.
En parte esa imposibilidad deriva del hecho mismo de “capitalizar” la naturaleza, para hacerla cuantificable.
El autor señala la dificultad que tiene la economía ambiental de corte neoclásico para producir efectos de
sostenibilidad, pues en última sólo logrará una corrección hacia abajo en las tasas de crecimiento, por efecto
de la incorporación de la reducción del stock de capital natural, siendo que la propuesta de sustituir ese capital
por capital hecho por el hombre constituye una trampa economicista. Caen dentro de esta crítica autores de
la economía ambiental como El Serafy, Pearce y Hueting, cuyos enfoques ni siquiera pueden evidenciar las
transferencias de “capital natural” entre los países, característica de las relaciones extractivas de las economías
centrales sobre el Sur Global, en lo que podríamos llamar una división internacional del deterioro ambiental.
Fallarían también los denominados “precios sombra” en captar el valor monetario del patrimonio natural. Se
trata de lo que se conoce como “sostenibilidad débil” (Norton, citado en Naredo, 2004).
Sin embargo, dicho sea de paso, consideramos que ese término es un eufemismo, usado para dar un nombre
más digerible a la monetarización de lo natural o a la búsqueda de su sustituibilidad por lo antropogénico.
Otros eufemismos de ese tipo fueron identificados en la investigación que tuvimos la oportunidad de
desarrollar en 2020, con la beca CLACSO-CEDLA “Expansión mercantil capitalista y la Amazonía como
nueva frontera de recursos en el siglo XXI”, con el proyecto: “Justificaciones y contradicciones del Estado
colombiano en la expansión capitalista en la Amazonía, entre 2014 y 2019”. Se encontraron expresiones
contradictorias en el plan de desarrollo de Colombia 2014-2018, que promueven simultáneamente, por
ejemplo, actividades extractivas de minerales en zonas de conservación de la Amazonía colombiana. Benson y
Kirsch (2010) han hablado de “oxímoros corporativos” para referirse a este tipo de expresiones utilizadas para
matizar la carga simbólica negativa de algunos términos, dando como ejemplos, las expresiones: “cigarrillos
seguros” o “minería sostenible.
Por su parte, desde la economía ecológica, se aportan niveles de complejidad al pautar la sostenibilidad en
variables ecológicas externas, como los intercambios de materia y energía. Los economistas de esta corriente
introducen el concepto de “espacio ambiental” como ámbito de las relaciones entre sistemas (Agudelo,
2010). Se trataría, en este caso, de la “sostenibilidad fuerte”, que pierde también sentido para nosotros al
decidir no considerar su par conceptual. De cualquier forma, al final del día, al igual que en la economía
ambiental, los “correctivos” de la insostenibilidad vendrán vía compensación monetaria de la degradación de
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la materia y la energía en los lugares donde es producida la degradación; operación que, igualmente, padece
de la imposibilidad y la inconveniencia de hacer tal conversión monetaria.
Según Montibeller-Filho, este impase intenta ser solucionado mediante la introducción de la noción de
“racionalidad ambiental”, como un tipo de racionalidad que ponga en el centro de los análisis decisionales la
valoración de aspectos no monetarios, pero con la dificultad de no tener en cuenta que en el sistema productor
de mercancías los actores no se pautan por tal racionalidad. Hasta aquí se podrá concluir, con Montibeller-
Filho, que hay inconmensurabilidad entre crematística y daño ambiental y que, además, el mercado es incapaz
de absorber los costos ambientales que calcula, necesitando para ello presiones desde afuera; en otras palabras,
que la cuestión ambiental es ante todo una cuestión política.
Las actuales iniciativas para la comprensión y medición de la sostenibilidad territorial beben de las
tradiciones antes citadas y comparten también sus dificultades. Para el caso local concreto analizamos los
siguientes estudios. El primero es el de Agudelo (2010), reconocido e influyente investigador colombiano,
con quien podemos estar de acuerdo en que el problema urbano es un problema regional, en que las
ciudades son sistemas abiertos y dependientes del exterior y en que se necesita una planificación del desarrollo
más allá de las fronteras político-administrativas; esto último, muy en la línea de Fals-Borda (1988). Sin
embargo, identificamos varios problemas en ese estudio. Contradictoriamente, Agudelo ubica su análisis en
la denominada “sostenibilidad fuerte” al tiempo que reconoce el uso de un “análisis de sustituibilidad, es
decir, el grado en que otros ecosistemas o alguna tecnología disponible, podría reemplazar a costos razonables
el conjunto de bienes y servicios ambientales considerado” (2002, págs. 19-20); o, incluso, “una valoración
económica crematística de los servicios ambientales” (2002, pág. 20). Este trabajo tiene la importancia
de revelar la creciente insostenibilidad de los sistemas urbanos, al mostrar que el Área Metropolitana del
Valle de Aburrá, de la que Medellín es la ciudad principal con más de 7.5 millones de habitantes, sólo
estaría en condición de albergar, de forma autosuficiente, poco más de 44.000 personas. Sin embargo, su
autor continuaría hablando de indicadores y análisis de “sostenibilidad”, cuando debería, según sus propios
resultados, concluirse que no hay evidencia de sostenibilidad y que lo que debe planificarse son los controles
de las cusas estructurales del daño ambiental, que nosotros atribuimos a las dinámicas de desequilibrio socio-
territorial.
Otro ejemplo, más reciente, es el de Villa (2019). Se trata de un estudio bajo el “enfoque socio-ecológico”,
basado en Gallopin y la CEPAL, pero, desconociendo incluso el carácter de “sistema abierto” propuesto por el
propio Gallopin (2003). La autora se aproxima a la determinación del índice de sostenibilidad de la ciudad de
Medellín-Colombia. Su estudio, a diferencia del de Agudelo, no considera la interacción regional de la ciudad.
Esta omisión, además de los problemas propios de la ponderación de las variables que constituyen los índices
para medir el desarrollo sostenible, puede ser la causa de que, en sus conclusiones, la ciudad sea evaluada como
teniendo un “índice de desarrollo sostenible óptimo, entre 0,9 y 1” (p. 71). La autora, aunque menciona
sin citar el trabajo de Agudelo (2010), quien señala la insostenibilidad de la ciudad de Medellín al generar
una huella ecológica equivalente a más del 85% del departamento de Antioquia; termina por concluir que
Medellín tiene un índice de desarrollo sostenible óptimo. Conclusión contraevidente para una ciudad que
tiene altos niveles de desigualdad, desafiliación social, violencia y contaminación del aire, según los propios
datos por ella analizados.
En estudio a nivel nacional, al contrario de las conclusiones de Villa, pero sí de acuerdo con Agudelo,
Andrade & Bermúdez (2010) identifican la insostenibilidad de las ciudades colombianas como consecuencia
de entenderlas como sistemas cerrados. Sin embargo, las autoras atribuyen también la causa de la
insostenibilidad a la falta de “responsabilidad de los ciudadanos por sus externalidades” para con la biósfera,
lo que también las ubica en la matriz economicista de la sostenibilidad y con el agravante de reforzar el
voluntarismo propio de la noción de sostenibilidad difundida desde el informe Brundtland de 1987. Puede
verse desde la promulgación de la noción de sostenibilidad en el Informe Brundtland, cómo el problema
ambiental es entendido como uno solo, cómo su solución sería un objetivo de toda la humanidad, cómo
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supuestamente nos afecta a todos por igual y tenemos la misma responsabilidad individual para su solución.
Esa visión ha dado paso a las corrientes voluntaristas y comportamentales de la cuestión ambiental, así como
de educación ambiental. De otro lado, también a escala nacional y en documentos gubernamentales, es posible
identificar el uso retórico de la noción de sostenibilidad.
El actual Plan Nacional de Desarrollo de Colombia (2018-2022) está basado en el “paradigma de desarrollo
de la OCDE” (DNP, 2019, p. 848). El plan contiene un “Pacto por la descentralización”, una de cuyas
líneas es el “Desarrollo urbano y sistema de ciudades para la sostenibilidad, la productividad y la calidad de
vida” (DNP, 2019, p. 1119). El uso retórico del término sostenibilidad queda comprobado al evidenciar
que ni los objetivos de tal línea, ni sus estrategias, consideran por lo menos alguna variable ecológica o
social, y que, más bien, se trata de una estrategia de acumulación capitalista en las ciudades, basada en la
“renovación urbana” (p. 1126), mediante “asociaciones público-privadas” y “estrategias y alternativas de
captura de valor de suelo” (p. 1129). La prueba de la vacuidad de este discurso viene dada por la constatación
de que los dos únicos indicadores formulados, a saber: “Área de suelo habilitado” y “Área construida de
proyectos inmobiliarios desarrollados” (p. 1130), en nada se relacionan ni con sostenibilidad ecológica y sólo
parcialmente con calidad de vida.
Los argumentos presentados antes evidencian el problema de la causalidad teleológica de la sostenibilidad,
que hace correr el riesgo de llamar sostenible a algo (en el presente), porque su fin (en el futuro) ha
sido llamado sostenible (Acselrad, 1999). Esta característica teleológica de la noción de sostenibilidad
podría ser particularmente problemática según Acselrad (1999), pues en ella se fundamentan argumentos
tan cuestionables como: que “es necesario crecer para después distribuir”, “estabilizar la economía para
después crecer”, “sacrificar el presente para conquistar el futuro”. Nosotros agregaríamos aquellos análisis
relacionados con la curva Kuznets ambiental, que plantean que primero tiene que crecer el PIB para luego
tener un mejor ambiente, derivado de la inversión en su cuidado. Esa puede ser una de las causas de vacuidad
teórica y empírica que rodea a la noción de sostenibilidad, de la banalidad y la retórica (Naredo, 2004) con
que continúa siendo usada.
Conclusiones
Hemos mostrado cómo el discurso de la sostenibilidad continúa siendo usado de maneras diversas,
instrumentalmente apropiado para justificar el proceso de acumulación capitalista, muchas veces culpando
a los más pobres del deterioro ambiental en estrategias discursivas que se hacen evidentemente retóricas y
contradictorias.
Así las cosas, conviene proponer otras miradas a las cuestiones ambientales en su relación con los flujos de
poder y decisión, con el desarrollo capitalista que produce desigualdades socioambientales en el espacio, con
las luchas por el derecho al campo y a la ciudad y con la corrección de los desequilibrios territoriales.
Un primer paso en esa dirección será hacer conciencia de que existen diversos proyectos de apropiación
material y simbólica de los atributos territoriales (Acselrad, 1999), con lo cual la sostenibilidad puede dejarse
en suspenso, para entrar a identificar las diversas estrategias de los proyectos en disputa por esa apropiación.
Es necesario dotar de sensibilidad temporal a estos análisis sociopolíticos de las cuestiones ambientales.
Al respecto, Brandão (2007) señala la pertinencia de la vertiente genealógica de los estudios territoriales por
su abordaje relacional-procesual del territorio como construcción y con una trayectoria; así como político,
por ser sensibles las decisiones, la creación del espacio, los nexos y el poder. Continuando con este autor,
hemos de reconocer que el capitalismo, por medio de “Circuitos productivos territorializados” diseña y
rediseña nuevas geografías, produciendo nuevas escalas, nuevos puntos nodales y ejes de dominación; lo que
refuerza la necesidad de emprender análisis históricos o genealógicos de tales circuitos para volver sobre sus
efectos socioambientales. Este tipo de abordaje permitirá, en palabras del mismo autor, superar la concepción
estática, positivista y utilitarista del territorio (que lo asemeja a una firma en competencia) e ir más allá de la
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preocupación por la distribución racionalizada de personas y objetos, donde la ciencia regional tradicional
se queda corta.
Contra la fetichización, reificación y personificación de los territorios, propia de los localismos, afirmamos
con Brandão, que no es suficiente el potencial endógeno de los territorios para enfrentar la competencia
globalizada (a costa del bienestar ambiental), y que no es suficiente la racionalidad estratégica de los planes
de desarrollo y ordenamiento del territorio que guían la acción estatal en el presente.
Este desplazamiento conceptual permitiría entender lo ambiental como fenómeno social y político y
adoptar otras herramientas para el análisis, la investigación y la formulación de políticas de desarrollo
territorial, que pongan énfasis en las diversas territorialidades (Sack, 1986) en disputa, los metabolismos
socio-ecológicos (Swyngedouw, 2006) que ellas implican y los desarrollos geográficos desiguales (Smith,
1984) (Harvey, 2005) que pueden ser mapeados. Tarea fundamental será el estudio de “Geografías y
morfologías sociales” (Guhl, 1988) de áreas culturales para identificar las producciones humanas del espacio
(Santos, 2000) y la distribución espacial de los fenómenos sociales y sus relaciones ecológicas.
Una teoría de la acción social será necesaria para integrar las consideraciones políticas, sociales y ecológicas
en la producción del espacio, como lo sugiere (Abramovay, 2007) para el caso de los mercados; que este
autor propone entender en cuanto campos, en el sentido de Bourdieu (1976), (2006), (2007). Consideramos
que esta aproximación puede ser útil en ejercicios de análisis socioespacial de las dinámicas y metabolismos
socio-ecológicos, por cuanto constituye una teoría de la interacción social sensible a las diferencias de poder
y jerarquías socioespaciales (en la forma de especies de capital), a las representaciones sociales (en la forma
de hábitus) y a espacios socialmente construidos y con trayectorias históricas (en una forma territorializada
del concepto de campo).
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Tesis Para Optar Al Grado De Magister En Desarrollo Sostenible y Medio Ambiente. Universidad de Manizales.