Lo lícito, lo obligatorio y lo prohibido

Texto de Giorgio Agamben publicado originalmente el 28 de noviembre de 2022 en su columna «Una voce», que publica regularmente en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.



Lo lícito, lo obligatorio y lo prohibido

 

Giorgio Agamben


Texto de Giorgio Agamben publicado originalmente el 28 de noviembre de 2022 en su columna «Una voce», que publica regularmente en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.

 

Según los juristas árabes, las acciones humanas se clasifican en cinco categorías, que enumeran de la siguiente manera: obligatorio, loable, lícito, reprobable y prohibido. A lo obligatorio se opone lo prohibido, a lo loable lo que es reprobable. Pero la categoría más importante es la que se sitúa en el centro y constituye, por así decirlo, el eje de la balanza que pesa las acciones humanas y mide su responsabilidad (la responsabilidad se llama «peso» en el lenguaje jurídico árabe). Si loable es aquello cuya realización se premia y cuya omisión no se prohíbe, y reprobable es aquello cuya omisión se premia y cuya realización no se prohíbe, lo lícito es aquello sobre lo que el derecho sólo puede callar y, por tanto, no es ni obligatorio ni prohibido, ni loable ni reprobable. Corresponde al estado paradisíaco, en el que las acciones humanas no producen ninguna responsabilidad, no son en absoluto «pesadas» por el derecho. Pero —y éste es el punto decisivo— según los juristas árabes, es bueno que esta zona de la que el derecho no puede ocuparse de ninguna manera sea lo más amplia posible, porque la justicia de una ciudad se mide precisamente por el espacio que deja libre de normas y sanciones, premios y censuras.
En la sociedad en la que vivimos está ocurriendo exactamente lo contrario. La zona de lo lícito se reduce cada día y una hipertrofia normativa sin precedentes tiende a no dejar ningún ámbito de la vida humana fuera de la obligación y la prohibición. Gestos y hábitos que siempre se habían considerado indiferentes al derecho son ahora meticulosamente normados y puntualmente sancionados, hasta el punto de que ya casi no hay ninguna esfera de los comportamientos humanos que pueda considerarse simplemente lícita. Primero razones de seguridad no mejor identificadas y luego, cada vez más, razones de salud han hecho obligatoria una autorización para realizar los actos más habituales e inocentes, como pasear por la calle, entrar en un local público o ir a trabajar.
Una sociedad que restringe hasta tal punto el ámbito paradisíaco de los comportamientos no pesados por la ley no sólo es, como creían los juristas árabes, una sociedad injusta, sino que es propiamente una sociedad invivible, en la que toda acción debe ser autorizada burocráticamente y sancionada jurídicamente, y la desenvoltura y la libertad de las costumbres, la dulzura de las relaciones y de las formas de vida se reducen hasta el punto de desaparecer. Además, la cantidad de leyes, decretos y reglamentos es tal que no sólo es necesario recurrir a expertos para saber si una determinada acción es lícita o está prohibida, sino que incluso los funcionarios encargados de aplicar las normas se confunden y contradicen.
En una sociedad así, el arte de la vida sólo puede consistir en reducir al mínimo la parte de lo obligatorio y lo prohibido y, a la inversa, en ampliar al máximo la zona de lo lícito, la única zona en la que si no una felicidad, al menos una alegría se hace posible. Pero eso es precisamente lo que los miserables que nos gobiernan hacen todo lo posible por impedirlo y dificultarlo, multiplicando las normas y los reglamentos, los controles y las verificaciones. Hasta que la lúgubre máquina que han construido se arruine a sí misma, atascada por las mismas reglas y dispositivos que debían permitirle funcionar.