A 26 años de los acuerdos de paz en Guatemala: un recuento de lo arrebatado

Las mismas problemáticas han persistido en el tiempo: la impunidad nunca desapareció, la violencia mutó a nuevas formas del crimen organizado (en parte, por la ampliación de la brecha de desigualdad y pobreza, por otro lado, por la reconfiguración de las fuerzas armadas en grupos paralelos), y esto terminó justificando la militarización de la sociedad, a tal punto que parece que vivimos en la continuidad de una guerra no declarada.



A 26 años de los acuerdos de paz en Guatemala: un recuento de lo arrebatado

 

Por Prensa Comunitaria


Este 29 de diciembre, Guatemala llega al 26 aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a 36 años de conflicto armado interno. Los acuerdos se perfilaron como la solución política al enfrentamiento armado y buscaban transformar al Estado en uno multiétnico, pluricultural y multilingüe que rompería con la exclusión y acabaría con la pobreza y el racismo histórico de la población en general contra los pueblos indígenas en particular.

Según lo ha demostrado la historia, hizo falta más que una firma para cimentar la era de paz. Si bien fue una época de mucha esperanza para cambiar al país, en parte, gracias a la creación de instituciones renovadas como la Policía Nacional Civil (PNC), que se desvinculaba de su pasado genocida, y el posterior descubrimiento del Archivo Histórico de la Policía Nacional (AHPN), en julio de 2005; a la vez, fue una época en que la construcción del Estado de Derecho fue, hasta cierto punto, excluyente.

Los gobiernos posguerra hicieron pocos esfuerzos para difundir y visibilizar en la sociedad no solo el contenido de los acuerdos y las negociaciones de paz, sino leyes como la que le dio vida al Consejo Nacional para el Cumplimiento de los Acuerdos de Paz (CNAP) y en el sistema educativo el contenido del enfrentamiento armado fue casi obviado del Currículo Nacional Base (CNB).

Como resultado, las mismas problemáticas han persistido en el tiempo: la impunidad nunca desapareció, la violencia mutó a nuevas formas del crimen organizado (en parte, por la ampliación de la brecha de desigualdad y pobreza, por otro lado, por la reconfiguración de las fuerzas armadas en grupos paralelos), y esto terminó justificando la militarización de la sociedad, a tal punto que parece que vivimos en la continuidad de una guerra no declarada.

Pese a la persistencia de estos problemas, durante estas más de dos décadas, los gobiernos de la era democrática, desde Álvaro Arzú hasta Alejandro Giammattei, se han caracterizado por su modelo de desarrollo entreguista en el que han priorizado el extractivismo y permitido que la inversión privada de transnacionales en los departamentos, saquee los recursos naturales de los que dependen países “desarrollados” para la reproducción de su capital.

También sentaron las bases para la privatización de las instituciones públicas y el desmantelamiento de las entidades de paz, como una forma de continuar negando los crímenes de guerra que fueron cometidos contra la población civil y desarmada. Además, de cooptar el sistema político y judicial. Todo lo cual ha imposibilitado la ejecución de los acuerdos.

Tras este contexto, presentamos un recuento de los hechos que respaldan la idea de que la paz nunca fue y que se ha limitado a ceremonias políticas, como el cambio de la Rosa de la Paz, que poca incidencia tiene en las transformaciones que el país demanda.

¿Por qué decimos que hay un retroceso de paz?

El 29 de diciembre de 1996, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el gobierno de Álvaro Arzú firmaron los Acuerdos de Paz, que incluyeron una serie de pactos y compromisos para la reforma y transformación del Estado:

Acuerdo para la búsqueda de la paz por medios políticos, acuerdo sobre derechos humanos, acuerdo para el Reasentamiento de las poblaciones desarraigadas, acuerdo sobre el establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas, acuerdo sobre aspectos socioeconómicos y situación agraria, acuerdo para el fortalecimiento del poder civil y función del Ejército, acuerdo sobre el definitivo cese al fuego, acuerdo sobre reformas constitucionales y régimen electoral, acuerdo sobre la incorporación de la URNG a la legalidad, acuerdo de cronograma para la implementación, cumplimiento y verificación de los acuerdos de paz y acuerdo de paz firme y duradera.

Los acuerdos serían las bases que posibilitarían el fortalecimiento del Estado de Derecho, la profundización de la democracia participativa e inclusiva y que se alejaría de la doctrina militar, que caracterizó las operaciones durante el conflicto armado, con la reducción del Ejército. Pero nada de eso se cumplió.

Acto I: la paz para saquear los territorios

Casi de inmediato a la firma de la paz inicia una fase extractivo-capitalista en la que se aprobaron marcos legales que facilitaron el despojo y saqueo de recursos y territorios indígenas. Por ejemplo, la privatización de la energía eléctrica en el periodo presidencial de Arzú, seguido de la introducción de hidroeléctricas, la Ley de Minería y la explotación del petróleo. Todo lo cual fue posible por la penetración de las transnacionales, de acuerdo al estudio “Industrias y proyectos extractivos en Guatemala: una mirada global”.

Con ello, inició la persecución y criminalización de las autoridades comunitarias que se han opuesto a los grandes proyectos extractivos y a los desalojos violentos para apropiarse de territorios indígenas. Una situación que permanece en la actualidad.

En mayo de 1999, en Guatemala se realizó un referéndum popular para incorporar las reformas establecidas en los Acuerdos de Paz a la Constitución Política y consultaría a la población sobre los derechos sociales, la reforma al poder judicial, al Congreso y Ejecutivo, esta última limitaría el papel de los militares, pero grupos empresariales, religiosos protestantes y sectores conservadores se movilizaron contra las reformas y esto jugó un papel importante no solo en la poca participación (18.6%) sino el incumplimiento de los acuerdos como proyecto político de país.

De ahí en adelante, los gobiernos “democráticos” y las élites económicas continuaron imponiendo la agenda de impunidad y de olvido al conflicto armado interno. Incluso cuando, ese mismo año, ocurrieron dos hechos relevantes para la memoria histórica.

En febrero, la Comisión de Esclarecimiento Histórico presentó el informe: “Memoria de Silencio” que concluyó que un 83% de las víctimas de la guerra interna eran indígenas, y un 94% de los crímenes fueron cometidos por el Estado como parte de prácticas institucionales. En mayo, apareció el Diario Militar que dio una mirada interna a las tácticas y los planes para perseguir, torturar y ejecutar al “enemigo interno”, quienes las dictaduras militares creían que eran aliados o apoyos del comunismo internacional, pero no eran más que estudiantes, académicos, sindicalistas y grupos sociales que formaban parte de la disidencia a los gobiernos que perpetuaban la pobreza, el racismo y la exclusión.

Con Álvaro Colom en la presidencia, se impulsaron programas sociales que abordaron, momentáneamente, algunos de los grandes problemas estructurales del país. Hubo una mayor apertura en el diálogo con las comunidades indígenas, se abrieron espacios para la participación de la mujer, se pusieron en marcha programas de reactivación económica y de combate a la violencia que, luego, serían denunciados por corrupción.

Entonces, Guatemala seguía sin garantías. 

Acto II: La primavera judicial

Durante algún tiempo, las relaciones bilaterales con Estados Unidos y una participación más activa de Guatemala en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) abrieron la posibilidad de crear una oficina que pudiese combatir a los Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CIACS). El gobierno de Óscar Berger solicitó a la ONU la instalación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), en diciembre de 2006. La aprobación del Congreso para dar vida a la comisión se vio influida por el asesinato de tres diputados salvadoreños del partido ARENA, en territorio guatemalteco, en febrero de 2007.

Con la llegada de Claudia Paz y Paz al Ministerio Público (MP), en 2010, las denuncias por crímenes de guerra que habían acumulado y habían sido archivadas empezaron a ser investigadas. Previo a la era de Paz y Paz, según los sobrevivientes del Diario Militar, el MP se dedicó a vigilarlos y seguir sus pasos en lugar de investigar a los perpetradores.

La investigación criminal reveló varios casos en los que el aparato estatal puso en marcha la violencia política (desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones extrajudiciales) como una práctica institucional, donde el Ejército y sus altos mandos operaban con total impunidad.

En mayo de 2013, el Tribunal de Mayor Riesgo A, presidido por la jueza Yassmin Barrios, sentenció al dictador Efraín Ríos Montt a 80 años de prisión por crímenes de lesa humanidad en el caso por el genocidio Ixil. El caso estableció que el Ejército, bajo órdenes de Ríos Montt, exterminó a más de 1 700 indígenas desarmados, quienes eran vistos como colaboradores y aliados de la guerrilla y, por lo tanto, comunistas.

La sentencia marcó un antes y un después en el país, no solo porque 10 días después fue anulada por la defensa de Ríos Montt alegando errores procedimentales, sino porque abrió un precedente para que otras víctimas buscaran justicia por otras atrocidades de la guerra.

El juicio por genocidio atrajo la atención de un grupo de militares, algunos de ellos retirados y ya ancianos, quienes, ante la posibilidad de ser juzgados por delitos de lesa humanidad, se movilizaron e iniciaron acciones legales para procurarse impunidad, alegando que la firma de los Acuerdos de Paz era la moneda de cambio a la amnistía judicial. En diciembre de 2014, la Sala Primera de la Corte de Apelaciones respondió que “no era aplicable ninguna ley de amnistía en la persecución penal del delito de genocidio”.

Sin embargo, el pulso sí obstaculizó la búsqueda de justicia para las organizaciones civiles como el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) y la Asociación Familiares Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (un proceso que antecedía a la firma de la paz), que venían pidiendo esclarecer lo que les pasó a sus familiares desaparecidos o asesinados durante el conflicto armado.

Todo ello, demostró que los paramilitares aun tenían influencia en el sistema judicial.

En esos años, una seguidilla de casos de justicia transicional llegaría a los tribunales y, algunos de estos, condenarían a militares retirados y a expatrulleros a prisión. Siendo el primero en 1996, cuando un tribunal de sentencia condenó a un exparamilitar por la masacre en el Caserío Chorroxaj, en Joyabaj, Quiché (1981), seguido de la masacre Las Dos Erres (1982), Masacre de Panzós (1978), Mujeres Achi (1981-1985), Creompaz (1981-1988), Sepur Zarco (1982-1983) y, recientemente, Diario Militar (1983-1985).

En medio del desarrollo de los casos de investigación histórica, el nombramiento de Iván Velásquez como tercer comisionado y jefe de la CICIG, encausó otros casos por corrupción que involucraban a altas esferas políticas y económicas. Y por un tiempo, hubo una renovación en la esperanza de que Guatemala podía cambiar.

En 2015, la CICIG y la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI) denunciaron la existencia de una red de sobornos y defraudación aduanera que era dirigida por el entonces presidente, Otto Pérez Molina, y su vicepresidenta, Roxana Baldetti, y que involucraba a mandos medios dentro de las aduanas del país, pero también dentro del Ejecutivo, como el secretario privado de Baldetti, Juan Carlos Monzón Rojas. Un caso conocido como La Línea.

Este no fue el único caso de corrupción que involucraba a funcionarios, pues, pronto, la CICIG y la FECI presentaron media docena de investigaciones que revelaban una imagen más amplia del esquema de corrupción público, por ejemplo, el caso Cooptación del Estado, el caso La Cooperacha, el caso Agua Mágica, el caso Corrupción y Construcción, el caso Terminal de Contenedores Quetzal (TCQ), entre otros.

En estas redes de corrupción y en la cooptación del Estado estaban involucrados militares contrainsurgentes como Francisco Javier Ortiz, alias “Teniente Jerez”.

Revelar el rol de militares y altos funcionarios en estas operaciones de corrupción puso en evidencia la presión que existió de parte de políticos, élites económicas y militares contrainsurgentes acusados de delitos de lesa humanidad, para sacar a la CICIG del país y la necesidad imperante de cooptar al MP, bajo el argumento de injerencia extranjera. Pese a que la comisión fue el resultado de una petición del Estado guatemalteco a la ONU en 2006. 

Acto III: La revancha y desmantelamiento

Uno de los aportes de Velásquez al frente de la CICIG fue delinear cómo las CIACS evolucionaron a Redes Políticas Económicas Ilícitas (RPEI), esquemas más sofisticados para sustraer recursos públicos a través de contratos públicos que podían asegurarse impunidad a través de la apariencia de legalidad.

Pero fue un caso, en específico, el que encestó un golpe mortal a la CICIG, a quien las RPEI identificaban como principal responsable de los casos en su contra. Se trata del caso Botín Registro de la Propiedad en donde la comisión y el MP señalaron a los familiares del entonces presidente, Jimmy Morales (2016-2020), de simular el otorgamiento de servicios y falsificar facturas para apropiarse de dinero público.

Morales, en el primer año de su gobierno se había declarado como aliado de la lucha anticorrupción, sin embargo, dio un vuelco de 180 grados y empezó a declarar que la CICIG era producto de la injerencia extranjera. Jimmy Morales no solo nombró persona non grata al comisionado Velásquez y prohibió su ingresó al país, sino que, en 2019, dio por finalizado el acuerdo entre la ONU y el Estado de Guatemala, exponiendo a sus abogados e investigadores al acoso y amenazas de los grupos paramilitares.

De ahí en adelante, Morales cambió a varios miembros de su gabinete y eligió a Consuelo Porras como la nueva fiscal general del MP. Porras se convirtió en el peón del poder mediante el cual los militares, empresarios corruptos y grupos criminales buscarían venganza contra los jueces y fiscales que habían descubierto sus negocios y los habían metido a prisión.

Con la llegada de Alejandro Giammattei al poder en 2020, continuó  la cooptación del sistema judicial, que afectaría el desarrollo de los casos de alto impacto, y también asfixió a las entidades que fueron creadas tras los Acuerdos de Paz de Consejos y Secretarías a simples oficinas dentro de la nueva Comisión Presidencial por la Paz y los Derechos Humanos (COPADEH): el Consejo Nacional para el Cumplimiento de los Acuerdos de Paz (CNAP), la Secretaría de Paz (SEPAZ), la Secretaría de Asuntos Agrarios (SAA), la Comisión Presidencial de Derechos Humanos (COPREDEH), la Comisión Presidencial del Diálogo (CPD) y Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional (SESAN).

El Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) que se encargó de dar subsidios económicos a las víctimas de la guerra, fue trasladada a una oficina del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) en octubre de 2020 y su mandato finalizará en 2023.

En los primeros seis meses del gobierno de Giammattei, 260 empleados de la SEPAZ fueron despedidos, en medio de la pandemia por la COVID-19, como resultado de un debilitamiento institucional impuesto por los últimos tres gobiernos (desde el tiempo de Pérez Molina hasta Giammattei), que tiene fuertes influencias militares. 

Acto IV:  Igual que hace 26 años

De los acuerdos hay un legado muy corto como la desmovilización de las fuerzas revolucionarias, el cese al fuego y la incorporación de las fuerzas revolucionarias a la vida política con la creación del partido de la URNG.

Medianamente, fueron renovadas ciertas instituciones como la Policía Nacional Civil que nunca se integró de lleno a la reforma policial, la creación de entidades de paz y el fortalecimiento del MP y los juzgados, a través del programa de Modernización y Fortalecimiento del Sistema de Justicia, pero que en años recientes han sido cooptados.

La Secretaría Presidencial de la Mujer, creada en el gobierno de Alfonso Portillo, que tiene poca incidencia en la creación de políticas públicas a favor de las mujeres y es utilizada únicamente como ente asesor, y el acto del cambio de la Rosa de la Paz, que se ha convertido en poco menos que una transacción política.

Si bien hubo avances en la incorporación de programas sociales, apertura de espacios para grupos, históricamente, excluidos como la niñez, mujeres y pueblos indígenas, y hasta cierto punto, sí hubo descentralización del Estado, algunos sectores han empujado para revertirlos y continúan haciéndolo.

La lista de lo que no se cumplió es mucho más amplia.

En Guatemala, persisten las mismas problemáticas de exclusión, pobreza, racismo e impunidad, solo que agudizadas. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) más reciente, la pobreza aumentó de 56.4% en 2000 a 59.3% en 2014.

La crisis económica y sanitaria por la COVID-19, además de los impactos de las tormentas Eta y Iota, abrió todavía más la brecha de pobreza. Según el Índice de Pobreza Multidimensional de Guatemala, un 61% de los guatemaltecos son pobres, según un estudio elaborado por la Universidad de Oxford, Estados Unidos, en 2019.

La violencia también ha ido en aumento al punto que, la Guatemala en la era de paz es también la Guatemala que está entre los 15 países más violentos del mundo. Entre enero y mayo de este año, los asesinatos subieron un 11.8% en comparación con 2021. Es decir, en cinco meses 1 mil 797 personas fueron asesinadas, entre ellas 290 mujeres.

Esa misma violencia generalizada y la pobreza han expulsado a millones de personas del país. Más de 1.5 millones de guatemaltecos ahora viven en Estados Unidos bajo condiciones inciertas y sufriendo persecución de parte de las autoridades migratorias de ese país. Solo este año, más de 68 mil migrantes han sido deportados de México y Estados Unidos. Y cada año aumenta la cifra de personas deportadas.

Sin embargo, los gobiernos poco o nada han hecho para mejorar los problemas estructurales que los orillan a abandonar el territorio. Todo apunta a que al aparato estatal le sirve más producir migrantes para agenciarse de un porcentaje de las remesas que ingresan al país y que sirven para sostener a las familias que acá se quedaron. Solo este año, se reportó un incremento del 24% en las remesas.

A lo interno, la complicidad de los gobiernos de Morales y Giammattei han abierto la puerta a la persecución penal de jueces, fiscales, magistrados y otros operadores de justicia, orillándolos a que se refugien en otros países y que los casos de alto impacto que conocían queden a la deriva, bajo el peligro de ser clausurados.

Giammattei mismo ha salido salpicado por las investigaciones que la FECI de Juan Francisco Sandoval hizo. En 2021, Sandoval y la fiscalía denunció que el presidente había recibido un millonario soborno de parte de empresarios rusos y kazajos para hacerse con el control del Puerto Santo Tomás de Castilla. Una transacción que fue conocida como el caso de la Alfombra Mágica o La Trama Rusa, y que le costó a Sandoval el cargo y la salida de Guatemala.

Durante el gobierno actual, se han implementado leyes y política regresivas. Por ejemplo, en el gobierno de Giammattei se aprobó la Política Provida y Profamilia que prohíbe y niega la diversidad de género, salud y reproducción sexual. La propuesta para extender los contratos de explotación petrolera, la creación de un Megaministerio de Ambiente que centralice y torne opacos los procesos de concesión de licencias de explotación de recursos naturales, la insistencia por reformar la Ley de Reconciliación para legalizar la amnistía que desharía los procesos penales contra militares acusados de delitos contra la humanidad, entre otros.

De forma más reciente, Giammattei y las redes políticas-económicas que la CICIG denunciaron en 2015, han enfocado sus esfuerzos para atacar y perseguir a los periodistas que les incomodan. Al menos cuatro de ellos han tenido que exiliarse y solo uno, José Rubén Zamora, director y fundador del medio elPeriódico, enfrenta un proceso penal sin precedentes que han intentado enmascarar con delitos como lavado de dinero, pero que ponen en serio riesgo la libertad de prensa y la libertad de expresión en el país.

A 26 años de la firma de la paz, queda poco por rescatar.