Con John Holloway, a 20 años de Cambiar el mundo sin tomar el poder

Entrevista del año pasado, pero muy válida debido a la profundidad e intensidad de los análisis de Holloway



Con John Holloway, a 20 años de Cambiar el mundo sin tomar el poder

Desde dentro y en contra

En esta entrevista, a dos décadas de la publicación de su libro más célebre, el intelectual irlandés habla sobre la realidad latinoamericana y la resistencia a la explotación.

John Holloway / Wikimedia Commons
 

John Holloway vive y enseña en Puebla, México, desde hace unos 30 años. Es profesor en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, donde da un curso sobre El capital, de Karl Marx, y otros que mezclan teoría crítica, crisis del capital y las posibilidades actuales de desplazarlo. Dice que identificar es una forma de dominar, pero, en vistas de su carrera de más de cuatro décadas, no queda otra que asociar a Holloway al marxismo autonomista, contrario a la tradición leninista, centrada en la clase obrera y la toma del Estado. Brecha se juntó con Holloway en el Jardín Etnobotánico de Cholula y conversó con él con la excusa de los 20 años de la publicación de su libro más conocido: Cambiar el mundo sin tomar el poder.

—Hace 20 años, en 2002, se publicó Cambiar el mundo sin tomar el poder, un libro en el que dice que el Estado es una forma de administrar y reproducir la lógica del capital, por lo que no tiene mucho sentido apelar al poder estatal como instrumento para la transformación social. El libro tuvo muchísimo éxito. Inspiró a organizaciones militantes en varios países latinoamericanos y motivó discusiones sobre la posibilidad de organizar proyectos emancipatorios autónomos, en medio de un ciclo de luchas sociales e impugnaciones contra las políticas neoliberales. ¿Cómo surgió el libro y cómo recuerda aquel contexto?

—Creo que las primeras intuiciones de Cambiar el mundo… aparecieron en la década del 70, en el ámbito de un debate teórico-político acerca del Estado como una forma social derivada de la dinámica del capital, es decir, viendo al Estado como una coagulación de las relaciones sociales capitalistas. De ahí, me parecía obvio que no podíamos pensar en una revolución a través del Estado. Luego, en el 91 llegué a México y en el 94 fue el levantamiento zapatista, que fue… maravilloso. Ese acontecimiento se conectó con lo que venía pensando en los años anteriores, acerca de encontrar formas de emancipación que no estuvieran canalizadas (y neutralizadas) por la lógica del Estado. Supongo que eso me dio más impulso para escribir el libro. Su publicación vino apenas después de la crisis de 2001 en Argentina, del «Que se vayan todos». La coincidencia del argumento central del libro con las explosiones de rabia social hizo que tuviera una repercusión que no esperaba. Pensaba que a nadie le iba a importar.

—Las primeras frases del libro se hicieron famosas: «En el principio es el grito. Nosotros gritamos». ¿Qué es ese grito? ¿Cree que es básicamente el mismo hoy que hace 20 años?

—El grito es un grito de rechazo. Es: «No queremos», «No lo aceptamos», «No lo vamos a permitir». La idea del grito tiene un origen medio tonto, pero es como se me ocurrió. En los setenta estaba en una manifestación en Frankfurt y vi una pancarta que tenía escrito algo así: «!!#?*/!!», un conjunto de signos que expresaban rechazo, pero que no sabían bien cómo exteriorizarse; un grito de ahogo, de furia ahogada. Creo que el grito de hoy es de desesperación, de ansiedad profunda. No es solamente: «Nos están explotando», no es solamente rabia contra la desigualdad, sino que es un grito más consciente del peligro de la extinción o de la catástrofe. Si vemos lo que está pasando en el mundo con la pandemia, la guerra, la amenaza de una guerra nuclear, el calentamiento global… Creo que es un grito mucho más consciente de la posibilidad de una catástrofe.

 

—El subtítulo del libro es «El significado de la revolución hoy». ¿Y hoy? ¿Cuál es?

Cambiar el mundo… termina diciendo que no sabemos. Hoy tampoco lo sabemos. Si vemos el capitalismo, está claro que lo tenemos que romper, que la revolución es más urgente que nunca, mucho más urgente que en 1917, por ejemplo. Lo que hoy se nos aparece como una consecuencia posible de la dinámica capitalista es mucho peor que hace 100 años, porque tiene que ver con la destrucción de las condiciones que hacen posible la vida en el planeta. La revolución es romper la dinámica social actual, que es la dinámica del dinero y del capital. ¿Cómo hacerlo? Bueno, pienso que lo primero es el grito, pero el grito que abre grietas. En Agrietar el capitalismo, el libro que escribí luego de Cambiar el mundo…, propuse la idea de las grietas como una posible respuesta en términos de reconocimiento, creación, expansión, multiplicación y coexistencia de espacios y momentos en los que decimos: «No, no vamos a aceptar, vamos a explorar otras formas de vida».

—Solemos pensar el capital como una fuerza más o menos abstracta que nos domina, nos explota, organiza nuestra vida en función del trabajo, el dinero, el consumo de mercancías, etcétera, y que, en todo caso, tiene constantes crisis de reproducción, que intenta superar intensificando la explotación y la extracción de valor. Sin embargo, usted insiste en que detrás de estas crisis estamos nosotros, que nosotros somos la crisis del capital. ¿Qué quiere decir con esto?

—El capital es un ataque, una agresión, una forma de dominación que tiene la característica de no poder reproducirse hoy como ayer. El capital como forma de dominación tiene una dinámica inherente, una dinámica expresada en la ley del valor. La reproducción del capital depende de su capacidad de explotarnos, y de explotarnos más y más. Si no lo puede hacer, entra en crisis. Por eso, somos nosotros los que estamos ahí como obstáculo, porque no queremos, no dejamos que el capital siga explotándonos. Tenemos que pensar en nosotros como obstáculos del capital. Si vemos el capital como una agresión constante, sus problemas para reproducirse indican la fuerza de nuestra resistencia, que puede ser una resistencia consciente, militante, o simplemente una resistencia de «Hoy me quedo en casa a jugar con los niños». Para mí, lo más importante es que estos gritos no van contra una dominación estable y omnipotente, sino contra una dominación que está constantemente en crisis, porque nosotros podemos ponerla en crisis.

 

—Obviamente, su postura es muy lejana a la de los progresismos, cuya estrategia está centrada en acceder al poder del Estado y, desde allí, combinar la reproducción del capital en sus territorios con ciertas políticas de redistribución y reconocimiento de derechos y una mejora en el nivel de vida de los sectores populares. Es evidente que esta estrategia de equilibrismo ya no funciona como antes. Sin embargo, no parece haber algo con la fuerza suficiente para desbordarla. Todo está medio trancado. Los progresismos siguen ahí, ya sin entusiasmar mucho a nadie, pero manteniéndose como alternativas de gobierno realistas. ¿Qué balance hace de la época progresista y cómo ve esta especie de punto muerto?

—Me parece que lo de 2001 en Argentina es un buen ejemplo para entender esto. El «Que se vayan todos» no logró mantener su energía y fue canalizado dentro del progresismo kirchnerista. Y el kirchnerismo fue una forma de reconciliación entre el descontento social manifiesto y la reproducción del Estado. Está claro que el progresismo no es la respuesta que buscamos, porque termina reproduciendo la misma dinámica de destrucción. Por ejemplo, los gobiernos progresistas en América Latina han sido, en general, bastante favorables al extractivismo. Por la razón que tú dices: porque el Estado necesita garantizar (y atraer) la reproducción del capital dentro de su territorio. ¿Cómo romper con eso? Bueno, obviamente ese es el dilema en el que estamos desde hace mucho tiempo. Primero, la idea de las grietas: ir construyendo espacios y momentos de autonomía, en los que decimos no a la lógica del capital y del Estado, porque el Estado solamente puede reproducir el capital. Segundo, me parece evidente que en los próximos años se van a intensificar los conflictos sociales, probablemente en todo el mundo. Vamos a ver una intensificación de la crisis del capital, una intensificación de la rabia social. Es probable que veamos más explosiones como la de Chile hace unos años, la de Colombia el año pasado, la de Sri Lanka hace unas semanas. Me parece que tenemos que pensar en cómo nos estamos relacionando con estas explosiones. Lo que vemos es que a veces son movilizaciones fascistas. A veces, en cambio, tienen potencias emancipatorias, como las de Chile y Colombia. No estamos viviendo en un mundo estable. El problema va a ser cómo nos relacionamos con estas explosiones. Lo mismo sucede con el calentamiento global, que es una característica inseparable de la destrucción capitalista.

—Hace unos años que nos pasamos hablando de la derecha. Vemos cómo se ha ido formando una avanzada de movimientos reaccionarios con bases sociales que crecen, capaces de canalizar malestares y ganar elecciones. Hablan de anticomunismo, supremacía racial, necesidad de recuperar los valores de Occidente, odio a los feminismos y las disidencias sexuales, etcétera. Frente a esto, al menos en América Latina, los progresismos se presentan como una especie de cordón sanitario, que puede contener a esta derecha radicalizada. Por un lado, parece obvio que nada bueno puede salir de esta disputa. Por otro, tampoco se puede hacer de cuenta que no existe, porque lo cierto es que este marco binario termina bloqueando la imaginación política y absorbiendo las energías militantes.

 

—Estoy de acuerdo con lo que dices. Es difícil ver que salga algo bueno de ahí. Espero que [en las elecciones brasileñas de este año] gane Lula. Y qué bueno que ganó [Gabriel] Boric en Chile. Y espero que gane la izquierda en Colombia también. Pero los gobiernos progresistas siempre terminan en una desilusión, porque no pueden cumplir sus promesas, porque el poder no está en el Estado, sino en la organización social capitalista. Y mientras eso no se cuestione, lo que puede hacer un gobierno progresista está bastante restringido. Entonces sí: esa oscilación entre progresismos y derechas radicales no ofrece una salida. Es más: cierta dinámica en el progresismo favorece a la derecha, simplemente por la fuerza de la desilusión. Para mí, lo importante es pensar en la derecha, pero no únicamente desde la indignación y el desagrado. El desafío es pensar en esta derecha tan repugnante en términos de lo que tenemos en común. Lo que tenemos en común es la rabia contra el sistema. En lugar de decir simplemente: «Esos son fascistas», tenemos que arriesgarnos a tocar su enojo, su rabia social, y entender que esa rabia puede tomar otras direcciones. La cosa es cómo entender ese enojo social y por qué está tomando esa forma, para así intentar que tome otras.

—Usted siempre habla de la importancia de pensar desde las luchas, desde la fuerza que nos da saber que reproducimos el capital y podemos dejar de hacerlo. Sin embargo, el otro día lo escuché decir en una clase algo que me llamó la atención: que teníamos que pensar más en cómo debilitar al enemigo. ¿Qué quiso decir?

—Creo que en los años noventa se dio un giro en las discusiones marxistas y en la teoría social radical en general, y se empezó a pensar en las luchas que vienen desde abajo, desde nosotros. El peligro con eso es que simplemente vamos olvidando cómo se mueve el otro lado. Eso se ve en la teoría autonomista, en la idea del éxodo, la idea de la fuga, la idea de crear alternativas y olvidarnos del capital. Veo eso como el sueño del prisionero que imagina que ya está fuera de la cárcel. Mi opinión es que no tenemos que pensar en términos de alternativas, sino en términos de antagonismos: antagonismo entre nuestras capacidades y deseos, y el capital. Tenemos que pensar desde donde estamos, pero entendiendo nuestra situación como un antagonismo, no como una alternativa. En un libro que espero se publique pronto, llamado Esperanza en tiempos de desesperanza, retomo esta idea. Para decirlo más claro: tenemos que ser conscientes de este contexto antagónico en el que estamos metidos, no solo porque nuestras luchas siempre se enmarcan allí, sino porque tenemos que entender si nuestras luchas se están produciendo dentro del capital mismo, como su crisis y su enfermedad. Es decir, no se trata tanto de escapar del capitalismo –lo que no es realmente posible– o de crear alternativas, sino de asumir nuestra posición antagónica y luchar desde allí, desde dentro y en contra.

—Algo muy característico de su escritura es que está llena de emociones e imágenes afectivas. Hay dolor, bronca, deseo, esperanza. Da la sensación de que está pensando constantemente en la emocionalidad de quien lee, como queriendo que después de leer se vaya con más conciencia de su fuerza. Al hablar con amigos de aquí, muchos me dijeron que cuando terminaron de leer Cambiar el mundo… querían tirar el libro contra la pared y salir a gritar junto con los demás. La teoría suele presentarse como un campo despejado de las emociones que nublan la razón. Usted, en cambio, les da un lugar central en su desarrollo teórico.

 

—Sí, creo que no puedo partir de otro lugar que no sea la esperanza. Para mí, la esperanza es básica, porque simplemente me niego a aceptar que no hay salida. Creo que la hay. Es cierto que hay pocas posibilidades. Si miro a mi alrededor hoy, creo que nos encaminamos hacia la extinción. No sé… ¿cuánto hay?, ¿un uno por ciento de posibilidades de que esto salga bien? Bueno, apostemos por ese uno por ciento. Por eso me gusta tanto aquel mensaje de los zapatistas del que hablamos siempre. En octubre de 2020, en el comunicado en que anunciaban su cruce transatlántico hacia Europa, luego de describir la catástrofe que es el capitalismo, los zapatistas escribieron: «Y por eso hemos decidido que es tiempo de que bailen nuestros corazones y de que no sean ni su música ni sus pasos los del lamento y la resignación». No puedo pensar de una manera distinta a esa.