Desde una práctica de superación de las antiguas guerrillas al establecimiento de autonomías comunitarias autogobernadas

Para conectar con las luchas en Kurdistán, sería muy interesante contar cómo la experiencia del Ejército Guerrillero Tupac-Katari (EGTK) entra también en resonancia y tiene ciertas similitudes a la lucha zapatista del EZLN. Ambas son experiencias guerrilleras tardías, desplegándose después de los grandes momentos y de las derrotas de las anteriores olas y prácticas revolucionarias más centradas en estrategias Estado-céntricas.



“En la organización y las prácticas comunitarias, la fuerza de las mujeres es muy visible”

La socióloga mexicana y escritora, Raquel Gutiérrez, brindó una extensa entrevista a La tinta. En esta primera parte, habla sobre su experiencia guerrillera en Bolivia, las discusiones de ese momento histórico y las experiencias que, en la actualidad, tienen vínculos con un pasado cruzado por problemáticas similares a las de hoy. 

Por Alessia Dro, desde México, para La tinta

Raquel Gutiérrez concentra su deseo con vitalismo en cada palabra, como un río implacable que lleva la corriente de reflexiones vivenciales amplias y frontales. Mexicana, socióloga, matemática, profesora en sociología en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla durante una década y, actualmente, embarcada en sostener un semanario de reflexión, traducción y debate llamado Ojalá, fue integrante -en la década de 1980- del Ejército Guerrillero Tupac-Katari, un esfuerzo político-militar, principalmente aymara, que operó en el altiplano boliviano. Durante cinco años, estuvo presa en la cárcel de Obrajes, en la ciudad de La Paz, en Bolivia. 

Raquel ha empeñado toda su vida en tejer tramas antipatriarcales, por lo común a través de diversas geografías. Recientemente, participó en el prólogo para la reedición del célebre libro de la feminista italiana Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel. En los años anteriores, compiló tres volúmenes llamados Movimiento Indígena en América Latina: resistencia y transformación social. Entre sus aportes, se encuentra especialmente el libro Los ritmos del Pachakuti. Movilización y levantamiento popular-indígena en Bolivia (2000-2005), que ha sido fuente de reflexión colectiva en formaciones políticas hasta en Kurdistán. 

Desde los procesos de la lucha anticolonial y feminista en Abya Yala, pasando por la herencia del pensamiento de la italiana Carla Lonzi hasta los rasgos de la lucha antipatriarcal en Rojava (Kurdistán sirio), sus palabras se tejen a partir de resonancias: la asunción de los quiebres, la importancia de la simbolización y el reto -urgente de estos tiempos post-pandémicos- de la rearticulación de la fuerza de las mujeres y disidencias desde y a través de los territorios.

 

Para repensar hoy las autonomías, te refieres a una fuerza utópica material. En reflexiones comunes, tus escritos han generado un enriquecedor debate hasta en Kurdistán. Ahí sentí la experiencia comunitaria del confederalismo democrático en Rojava en un diálogo inter-histórico con tu experiencia de lucha.

Para conectar con las luchas en Kurdistán, sería muy interesante contar cómo la experiencia del Ejército Guerrillero Tupac-Katari (EGTK) entra también en resonancia y tiene ciertas similitudes a la lucha zapatista del EZLN. Ambas son experiencias guerrilleras tardías, desplegándose después de los grandes momentos y de las derrotas de las anteriores olas y prácticas revolucionarias más centradas en estrategias Estado-céntricas (fueran foquistas o guerra popular) en este continente. Es decir, los grandes movimientos rebeldes e insurgentes de Argentina, de Chile, de Uruguay.

Cuando yo llego a la vida adulta a comienzos de 1980, estaba ocurriendo la guerra civil en Centroamérica. A mediados de esa década, hay una experiencia y coyuntura interesante en Bolivia, que se va a llamar EGTK, que articuló diversas luchas. Desde el flanco que yo lo viví, se trata de la decisión y creación de un grupo de personas muy jóvenes que habían sido exiliadas de las dictaduras militares, de las universidades. Fuimos conociéndonos, acercándonos en discusiones y mi participación plena se resolvió después una experiencia muy amarga en El Salvador.

Entonces, en mí, hay un afán de ir a Bolivia y contribuir a armar una experiencia guerrillera allá, muy ligada al movimiento de masas -que siempre fue muy fuerte en aquel país-, bajo un conjunto de ideas que se orientaban por lo que, en aquel momento, se conocía como “estrategia de la guerra de todo el pueblo”, que recuperaba las experiencias de lucha vietnamitas.

En Bolivia, esos jóvenes mestizos y urbanos empezamos a trabajar una alianza con un segmento de dirigentes sociales y militantes aymaras de la parte del Altiplano, de la zona lacustre, que venían de las experiencias kataristas del indianismo: una filosofía de autoafirmación fuerte del sujeto colectivo indígena, que se afirma en la indianidad para ir en contra del modelo civilizador colonial capitalista y que convierte en fuente de fuerza colectiva la recuperación de sus propias tradiciones de lucha y de su propia capacidad productiva y política, de su capacidad simbólica y ritual, de su religiosidad, de lo que han recreado a lo largo de los siglos de colonización y, después, durante la República de Criollos.

Ellos eran bastantes jóvenes, nadie tenía más de 40 años en ese momento y nosotros no teníamos 25. Ellos venían escapando de una experiencia de incursión al terreno electoral que les había salido mal. Hubo fracturas en una estructura partidaria que armaron: se registraron en el sistema político, participaron, pero quien fue elegido diputado no respondió a la base -como siempre ocurre-. Venían muy decepcionados y con mucho ánimo de entrar en otros procesos organizativos.

¿Cómo surgió el movimiento?

Ahí empezamos a conocernos y a conocer directamente sus pensamientos, las discusiones kataristas. Profundizamos nuestras conversaciones y fuimos enlazándonos, aprendiendo muchísimo de ellos. Sobre todo, compenetrando nuestros sentires: fueron muchos años en donde logramos tejer una articulación de diversas activistas, que funcionaba mediante prácticas de respecto muy hondo de lo que cada parte proponía y sabía, sin diluir las instancias que nos diferenciaban, pero disponiéndonos a cultivar asuntos comunes.

Fueron años de mucho trabajo, muy intensos, bajo la idea de promover la sublevación de los ayllus* y de la clase obrera. Trabajamos mucho en la recuperación histórica de la forma de luchar de los levantamientos anteriores desde los ayllus y comunidades; las grandes rebeliones que habían puesto en crisis el poder colonial y que sostuvieron la fuerza que permitió mantener grandes ámbitos de riqueza material, el agua y la tierra sobre todo, en disputa con el control colonial y republicano.

La colonización española es bastante distinta de la colonización inglesa o de la colonización francesa, en el Caribe o en África, que son todavía más brutales: la colonización española permitió, durante dos siglos, la existencia de “dos repúblicas”, una de indios y la otra de la así llamada “gente de razón”. Esto separaba y jerarquizaba a las sociedades de criollos y de indios, pero permitía la recreación de alguna vida colectiva que pervivió en el tiempo. 

Por su parte, Bolivia, que en época colonial se conocía como Alto Perú, era una tierra económicamente muy importante para la Colonia, porque ahí estaban las grandes minas de plata. Pero era una zona muy difícil en términos políticos por ser una zona alta y fría, una región de difícil acceso, muy poco comunicada. Nunca existió ahí una estructura política colonial tan sólida, comparable, por ejemplo, al virreinato de Nueva España -que es lo que hoy es México-. Esto es un elemento importante a considerar, pues si bien las comunidades indígenas en el actual Altiplano boliviano y en la región centro-sur padecieron un régimen tributario duro, siempre tuvieron una gran capacidad de impugnarlo, dada la capacidad colectiva de sostenimiento de su vida material que conservaron y recrearon en el tiempo. El régimen colonial en el Alto Perú sujetó y drenó a las comunidades y ayllus, pero no las arrasó ni logró perforar muchas de sus prácticas comunitarias; estas se regeneraron y adaptaron constantemente, manteniendo una riquísima vida ritual, productiva y política muy a flor de piel. Lo que pervivía de ese mundo comunitario tan resistente, recreado muchas veces, es lo que los compañeros aymaras nos permiten conocer y nos invitan a practicar. Como mestizos del EGTK, logramos parcialmente ser parte de eso durante unos años, mediante el proyecto de promover esa gran sublevación de los ayullus y los trabajadores, que era lo que imaginábamos.

¿Qué preguntas nacían en esos años de formación?

Se empiezan a presentar una serie de discusiones que también se han dado en los mismos años en el pueblo kurdo, sobre todo, en relación a los pueblos sin Estado. ¿Queremos un Estado o no? ¿Lo necesitamos? ¿Cómo negociamos con el nacionalismo? ¿Queremos o no un nacionalismo indígena?

Esos debates estuvieron muy al orden del día y conocimos una idea organizativa muy propia de los Andes -que resuena también en prácticas organizativas en Ecuador y Perú-, que tiene que ver con la articulación de segmentos autónomos desde las prácticas comunitarias.

Me refiero a prácticas productivas y políticas, y, por supuesto, también rituales y afectivas, que cultivan la autonomía material mínima, reconociéndola como fundamento de la autonomía política.

Entonces, las prácticas productivas y políticas para sostener la vida material se establecen como ejes de cualquier alianza: de ahí que la articulación de segmentos autónomos constituya la manera de enlazarse y expandir la fuerza. Esta noción teórico-práctica es central en la cosmogonía indígena de tierras altas en los Andes. La puedes ver reflejada en la wiphala, la bandera ancestral de los pueblos de tierras altas que se asemeja a un vistoso tejido multicolor.

Sobre esa idea, fuimos armando nuestro propio tejido: hubo momentos en que nos presentábamos como una unidad, y hubo otros, cuando nos convenía presentarnos de modo desagregado. Lo que ocurría en tales formas organizativas es que siempre se mantenían a la vista las diferencias y se ensayaban todo tipo de metáforas para plantear nuestra presencia de manera articulada.

Por ejemplo, la alianza que teníamos entre los compañeros aymaras y mestizos -obreros y de clase media-, que trabajábamos mucho en las zonas periurbanas de las ciudades, principalmente con los sindicatos, la explicábamos así: el cóndor vuela con dos alas, hay una parte de la organización que está centrada en cuestiones estrictamente clasistas, que aprende de lo comunitario, y una que está centrada más en las prácticas comunitarias productivas y políticas, que aprende de los conocimientos -sobre todo, técnicos- que se adquieren en la ciudad y en el trabajo. Desde esas diferencias, se organizaba la articulación. Yo aprendí a hacer política sobre esa base: las diferencias se ponen sobre la mesa, se gestionan distancias, se cultivan cercanías, se producen acuerdos colectivos que nos obligaban a todos, se trataba de ensayar maneras de articulación donde nadie se sujetara a los otros. Eso era para nosotros la autonomía política.

Por mi parte, ya tenía para entonces una crítica muy dura al llamado “centralismo democrático” de la izquierda clásica y los compañeros comunitarios tenían también una crítica práctica a esa manera de concebir lo organizativo. Ellos siempre ponían, en primer lugar, la deliberación sistemática y profunda de lo que hacíamos. Partíamos de la deliberación y discusión profunda de las cosas colectivamente, no se acataban ordenes de nadie. A través de la deliberación y, sobre todo, de observar quiénes cumplían lo que se había decidido colectivamente, se producía confianza y podíamos caminar juntos. Si había confianza, se podían gestionar las diferencias que a veces brotaban con fuerza.

Nuestra principal actividad política fue organizar la rebelión, que era el camino de la liberación. Poníamos nuestras fuerzas en impugnar y desafiar lo que los gobiernos iban imponiendo. Así fuimos conformando un movimiento guerrillero clandestino muy extendido durante esos años, que también era parte del movimiento de masas. Cuando pensábamos en el futuro o, más bien, en el programa, considerábamos que eso tenía que ir brotando de la propia práctica generalizada de lucha; iría precisándose sobre la marcha, por supuesto, desde algunas ideas rectoras. La idea guía era regenerar el “ayllu universal”, liberar sus capacidades; esa era nuestra forma de nombrar la expansión de las capacidades comunitarias en términos geográficos y en términos políticos. En ciertos momentos, esto era más una imagen relacionada con prácticas de lucha concreta. Teníamos procesos formativos muy fuertes y reuniones y discusiones cada vez más amplias. 

Entre muchas tareas a las que personalmente me dedicaba, enseñaba a los compañeros muchas cosas técnicas e iba simultáneamente aprendiendo una cosmogonía que me iba absorbiendo y de la cual fui parte hasta donde me fue posible, considerando mi propia historia personal. Varios años me encargué de la prensa y propaganda, además de muchísimas tareas logísticas. Eso me daba la posibilidad de conocer y discutir con muchos compañeros dentro de la organización para difundir y hacer conocer sus ideas.

Fueron varios años en esa intensa preparación. En 1991, decidimos comenzar la rebelión: aparecimos públicamente, nos movilizamos en diversas regiones del país y comenzamos a recibir golpes bastante duros por parte de la represión. No porque la represión fuera todavía muy organizada, aunque sí fue eficaz. Considero que fuimos bastante incautos: en momentos ya bastante duros, seguíamos teniendo un funcionamiento asambleario al interior, aunque las tareas militares comenzaron a comer nuestra atención. Los golpes llegaron hacia cuadros que hacíamos función de conexión e intermediación. Y cayeron también cuadros de dirección. Todo esto pasó a comienzos de 1992.

Estuviste presa en la cárcel. Y, desde ahí, salió el libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social, donde emerge tu reflexión sobre el ser mujer en la práctica revolucionaria.

Sí, ahí viene el periodo de la cárcel. Cumplí 30 años en la cárcel. Estuve presa de 1992 a 1997, cinco años. En ese tiempo, vamos reconstituyendo muchos vínculos públicos y restableciendo redes, pero cambia mucho la perspectiva de cómo organizarnos y, sobre todo, de cómo valorar la centralidad de la guerra en la estrategia general. Nos damos cuenta -es lo que discuto en el libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social– que, en algún momento, decidimos privilegiar el trabajo militar y nos volvimos mucho más rígidos: esta es la parte del proceso interno que pongo a crítica en ese trabajo.

Desde mi perspectiva, nos ocurrieron problemas que ya habíamos detectado en otros movimientos guerrilleros anteriores: la irradiación política que habíamos alcanzado en un momento dado, de alguna manera, se comenzó a diluir y la cuestión militar, que se volvía mucho más rígida, se colocó en el centro y nos volvió más frágiles. En ¡A desordenar!, voy reflexionando por qué nos pasó esto.

 

Este libro lo escribo mientras estoy en la cárcel, en medio de un proceso penal. Ponía algunos puntos de debate duros entre nosotros y ahí emerge con claridad, para mí, vivirme-mujer. En aquellos años, no lo percibí tan complicado, porque continuaba sumergida en la fantasía de la pareja paritaria que tuve la posibilidad de experimentar durante unos años, en la juventud temprana, entre los 20 y los 30.

En años previos, había tenido buena relación con las compañeras de la organización que eran de origen aymara. Me habían enseñado la idea de dualidad entre los sexos que existe en los Andes y, aunque sabíamos que esa idea de dualidad incluye una fuerte jerarquización interna, a mí me costaba mucho trabajo someterla a crítica. Las culturas indígenas que tienen una clara división del trabajo entre los sexos y una nítida estructuración del significado del parentesco mantienen una relación de género que es menos brutal que la relación moderna de absoluta negación de la fuerza femenina. En la organización y las prácticas comunitarias, la fuerza de las mujeres es muy visible, siempre hay un lugar para las mujeres, aunque también siempre hay una tensión y una incomodidad ahí.

Yo aprendí mucho de mis compañeras aymaras: técnicas para regular a los varones, para tener fuerza juntas. Justo me tocó colaborar en la discusión sobre la cuestión de la organización autónoma y específica de las mujeres al interior de organizaciones mixtas. Esta discusión había quedado abierta desde años anteriores. En la guerra en Centroamérica, había aprendido sobre esta discusión: la especificidad de la organización de mujeres no se ponía tanto en duda, pero sí su autonomía. Es decir, existían organizaciones específicas de mujeres, su existencia era admisible. Lo que no era admisible es que esas organizaciones fueran autónomas verdaderamente, que pensaran con su propia cabeza, que decidieran sus pasos y sus riesgos. Esa discusión sobre la autonomía de las “mujeres campesinas” -así se llamaba la organización social en esos años- fue la que comenzamos a dar.

Con algunas compañeras aymaras, le dimos bastante empuje -antes de caer presas- a la Federación de Mujeres Campesinas Bartolina Sisa, como organización específica de mujeres campesinas de Bolivia que, según nosotras, las del EGTK, tenía que ser autónoma. Pero aquí los compañeros se oponían y decían: existe una organización matriz mixta y esta “sección” de mujeres puede ser solo una parte de la “organización principal”. Entonces, ahí quedaba siempre el problema de las compañeras reducidas a un sector dentro de la lucha.

En esas circunstancias, con las compañeras aymaras, inventamos una formulación que nos parecía adecuada: nosotras dábamos una lucha dentro de la lucha.

Ahora, a mis 60 años, te diría que esa idea está mal planteada, pero la sentíamos necesaria y correcta en ese momento. Esta mal planteada porque admite que la lucha de las mujeres sea sectorializada, admite que las mujeres son un sector y no una experiencia histórica distinta, plenamente valiosa. Ahora tengo muy claro que las mujeres no somos un sector: como mujeres, encarnamos una experiencia histórica contradictoria, que rechazamos y subvertimos desde nosotras mismas; desde ahí, nosotras pensamos la generalidad de las transformaciones que requerimos. En aquellos años, la idea de “lucha dentro de la lucha” como clave de la práctica de las mujeres rebeldes sí reconocía que hay una específica forma de expropiación de las fuerzas, energías y creaciones de las mujeres de los diferentes pueblos, que va variando según los contextos, asumiendo un terreno común de tales expropiaciones y de las maneras de enfrentarlas. Sin embargo, esa formulación sectorializaba las luchas de las mujeres: no concedía al pensamiento femenino la posibilidad de pensar cómo subvertir y trastocar lo general. 

Personalmente, me costó mucho trabajo superar esa formulación. Sin embargo, la experiencia de la cárcel con las otras presas políticas, rodeadas de todas las presas comunes, con los hombres repartidos en otras cárceles y las mujeres separadas de ellos, fue muy importante para mí. En nuestras cárceles, podíamos hacer todo lo que se nos ocurría y eso hicimos… Todo lo que pudimos e imaginamos, lo llevamos a la práctica y fuimos nosotras las que desafiamos al sistema judicial y, así, logramos salir todos, varones y mujeres, unos años después.

*Por Alessia Dro para La tinta / Fotografía de portada: A/D.


*Ayllu: forma andina de autogobierno comunitaria, anterior al periodo incaico y a la colonización española.

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“Es fundamental tener autonomía material, política y simbólica”

En esta segunda y última parte de la entrevista con Raquel Gutiérrez, la intelectual mexicana habla sobre la lucha de las mujeres en América Latina, las tensiones en los feminismos y las formas de autonomía como espacio de creación y liberación.

Por Alessia Dro, desde México, para La tinta

Siguiendo tus vivencias desde la cárcel, desde tu experiencia, ¿cuáles han sido los retos en pensar y actuar desde la autonomía de mujeres? Lo que Lonzi llama un “moverse en otro plano”, desplazándose sin aceptar la mediación patriarcal.

En la cárcel fue donde hice relación estrecha con un grupo muy joven de feministas autónomas lesbianas que habían llegado recién de Italia, que eran las Mujeres Creando. Ellas estaban recién fundando su movimiento y resultaron ser unas interlocutoras fantásticas para mí. Empezaron a visitarnos cada semana y, en la cárcel de mujeres, se daban debates y discusiones muy interesantes donde aprendíamos mucho las unas de las otras.

Ellas nos insisten en escribir sobre la relación que mantenemos con los compañeros de nuestras organizaciones y a presentar nuestras críticas abiertamente. Ellas me motivaron a escribir ¡A desordenar!… Las llamé alguna vez “parteras” de mis reflexiones más difíciles. A partir de una lucha que organizamos entre las Mujeres Creando, las presas, las familias de los presos -sobre todo, las señoras- y otras aliadas, logramos la libertad de todos los presos políticos de mi organización. Salimos en libertad provisional porque, en cinco años, no habían podido juzgarnos. Nos escapamos por una rendija del sistema judicial que nosotras abrimos con fuerza.

Después de la salida, hacemos una reunión con los compañeros del EGTK, ahora ultra-vigilados y perseguidos, que ya no podíamos volver a la clandestinidad tan fácilmente porque nos habíamos vuelto personas públicas, criminalizadas, y decidimos que, por una temporada, había que volvernos a sumergir en el movimiento de masas y hacer actividad organizativa y propagandística pública. Los aymaras tienen una técnica muy útil que, cuando comienza la reunión, se hacen dos cosas. Primero, se dice qué tiempo cósmico se está viviendo y, después, se dice cómo estás tú en ese tiempo. Cada quien tiene que hablar. Es como un “análisis de coyuntura” que contempla muchas más variables, porque cada quien se sitúa en las condiciones concretas que atraviesa. Esto te da un piso fuerte para el análisis de lo concreto: nos permitió entender una condición en la que no podíamos repetir lo anterior. En esa reunión, acordamos continuar con nuestra “amistad política” -así lo nombraría ahora-, pero tener más distancia entre los diferentes: organizarnos en diferentes lugares cada quien y cada grupo como pudiera, para después reencontrarnos. Unos cuantos de nosotros le metimos mucho trabajo en estos años a la idea de la producción teórica, construimos un nodo de producción intelectual bastante serio e interesante en Bolivia. Y también retomamos el trabajo en los sindicatos.

En la organización mixta que volvimos a levantar, yo sé que trabajé muchos años como “hermana predilecta”, refiriéndome a la formulación de Carla Lonzi. Conozco ese papel. Vuelves a trabajar en un grupo compuesto principalmente por varones, discutes con ellos casi todo el tiempo, ellos te reconocen, pero te vas cansando mucho, pues, sobre todo en momentos duros, hay un desconocimiento muy fuerte de las habilidades y capacidades nuestras. Algo de este conocimiento es lo que trato de comunicar en mi primera carta de los folletos Cartas a mis hermanas más jóvenes. Yo, en aquellos años, no tuve la capacidad suficiente para simbolizar mi propio trabajo y mi propia fuerza. Sin esa autorreflexión, me repetía y me enojaba con los compañeros, y ahí desarrollaba una especie de capacidad de comportarme como un “varón honorario”,  pero era muy desgastante, muy cansado, muy horrible.

Ahora sé que es fundamental tener autonomía material, autonomía política y le añadiría, sin duda, la autonomía simbólica, que es esta otra cuestión que empuja a poder entender y significar cualquier acción a partir de nuestros propios cuerpos, que tienen marcas diferenciadas. Se necesita mantener mucha atención, especialmente si nuestras acciones ocurren en medio de una estructura fuertemente patriarcal. Autonomía simbólica significa asumir el quiebre que va a presentarse en una misma y en el contexto en el que una está actuando.

El quiebre de las significaciones dominantes que producen las acciones de las mujeres converge en autonomía simbólica. Esto es central. Y así como no hay autonomía política si no hay autonomía material, tampoco hay persistencia en la autonomía política si no alcanzas autonomía simbólica. Se requiere asumir lo que se rompe, lo que se altera y, desde ahí, continuar. Esto me ha dado mucho trabajo entenderlo. Hay muchos límites que te imponen ciertas prácticas patriarcales y cuesta mucho esfuerzo desafiarlos, aun si sabes que, si no rompes esos límites, volverás a ir por caminos estériles. 

 

Desde tus vivencias y desde la energía vital de la autonomía, ¿cómo llegaste a impulsar y repensar la fuerza de las prácticas feministas que hoy, de forma nueva, han estado generándose?

Yo me regreso a México, desde Bolivia, a mediados de 2001, cuando acá acababa de pasar la Marcha del Color de la Tierra y el EZLN estaba impulsando una profunda reforma del Estado mexicano. Justo se estaba discutiendo en el Congreso si México, como país, iba a reorganizarse en términos de reconocimiento de la autonomía de los pueblos indígenas, que se proponían ser reconocidos constitucionalmente como sujetos políticos de hecho y de derecho. En esos años, había en México un proceso de acumulación de fuerza muy potente, se sentía mucha apertura. La primera lucha que conozco y me entusiasma mucho -aunque no participo directamente en ella- es el levantamiento de los pueblos de Atenco contra el afán de construir el aeropuerto de la Ciudad de México. Hubo varios levantamientos locales similares, que se confrontaban con los planes desarrollistas del capitalismo local. Fueron los años de la Otra Campaña zapatista y de la rebelión en Oaxaca, en 2006. Eso pasaba cuando yo volví a México, casi 19 años después de haberme ido del país. Como allá seguía mi proceso judicial, pues estábamos en “libertad provisional”, entonces me tuve que fugar. Había vuelto a México y ya no podía regresar a Bolivia ni tampoco salir del país. Cuando llegué a México, tenía dos certezas: no permitiría que nadie expropiara mi fuerza e iba a trabajar con mujeres, buscaría alianzas y ensayaría qué pasa si cultivaba acuerdos de fondo a través del “entre mujeres”. Levantamos entre varias compañeras un colectivo que se llamó Libertad y comenzamos a dar discusiones muy importantes. Ellas me acompañaron a Bolivia cuando volví allá unos años después.

También empecé a trabajar en un ambiente muy masculino, como es el del sindicalismo, pues había una lucha en marcha en aquel momento contra las privatizaciones. Me vinculé a la disidencia sindical del sector eléctrico. Con ellos, recorrí México, país que no conocía plenamente. Sostuve ese trabajo porque construí una alianza intensa con una mujer electricista, con quien compartí muchas experiencias en ese tiempo y varios años después.

Fue después de este trabajo inicial en México, y con esa compañera, que me empeñé en el proceso autónomo de la Casa de Ondas, un proyecto colectivo para la reciprocidad, fundado por dos mujeres distintas y en alianza, ubicado en la colonia Santa María La Ribera, en la Ciudad de México. El proyecto nació bajo la pauta de articulación de segmentos autónomos urbanos -ensayando lo que yo había aprendido en Bolivia- y, con otras compañeras y algunos compañeros también, echamos a andar una editorial autogestionada. No ensayamos, en aquellos momentos, una acción de producción cooperativa generalizada como la que el movimiento de mujeres de Kurdistán pudo realizar en ciertos momentos, después de que tuvieron tierras. Nosotras actuábamos en un contexto urbano, donde la relación de explotación del trabajo es muy drástica, y notábamos la fuerza de las luchas contra la expropiación y el despojo que practicaban muchísimas comunidades. En esos años, fui entendiendo con más claridad cómo la estructuración patriarcal del mundo está fundada en garantizar relaciones de expropiación de las creaciones de las mujeres y en la explotación diferenciada de su fuerza de su trabajo.

Resumiendo, porque estoy mencionando muchas cosas muy a la rápida: yo me vine a México cuando iba a cumplir 40 años. Llegué acá sin nada, con una maleta chiquita donde traía unos cuadernos de notas, un par de mudas y un cepillo de dientes. Con eso regresé de Bolivia casi 20 años después. Con mis nuevas amigas, compañeras y con el apoyo siempre de mis hermanas, pude mantener un lado optimista y cultivar la capacidad de regenerarme. También empecé otra vez a vincularme con lo que estaba pasando en ese tiempo en el continente: los levantamientos y rebeliones indígenas comunitarios, tanto de Ecuador como de Bolivia, estaban poniendo en crisis los Estados nacionales y se producía una fuerte impugnación al orden estatal, a sus rasgos liberales. Esta inmensa lucha se recodificó, después, en términos de lucha plurinacional centrada en la reforma del Estado, aunque el proceso de lucha desbordaba ese estrecho límite. La manera de encausar el proceso político fue bastante tramposo. Como dice un compañero, se trató de la traducción del grito de rebelión a la prosa administrativa. Al final, se mantuvo vigente una economía capitalista nacional, por su estructura y su formato legal, y solo se discutieron elementos culturales, maneras “más blandas” de integrar la diferencia en estructuras políticas añejas y rígidas.

No salió bien el ensayo de “Estado plurinacional”. Tengo la impresión, ahora, de que no hay que poner “plurinacional” en relación al sustantivo “Estado”. Plurinacional es un adjetivo, un encuentro plurinacional o un movimiento plurinacional es algo diferente, es la habilidad de tejer diferencias y generar condiciones de equilibrio y respeto en la heterogeneidad. Creo que conviene pensar en qué articulación política puede sostener la plurinacionalidad, sabiendo que un Estado capitalista parcialmente reformado no será capaz de hacerlo. Existe una lógica capitalista del Estado que no puede reformarse a través de la plurinacionalidad. Se requiere disolver esa lógica que es fundamentalmente económica y que se separa fácilmente de lo político.  

En respecto de la subversión, ¿qué retos comunes sientes hoy en los movimientos sociales entre Kurdistán y Abya Yala en la rearticulación de la fuerza colectiva desde la lucha antipatriarcal?

En común, veo la clara idea de que las voces y las alianzas de las mujeres tienen que quedar colocadas en el centro de las acciones de transformación política y económica.

Antes de la pandemia, estaba justamente investigando sobre las novedades políticas que produjeron las articulaciones feministas y de las mujeres en varios países del continente, en los momentos más intensos de la rebelión feminista y de las mujeres. Viajé bastante entre Argentina y Uruguay en particular; y también conocí las experiencias que ocurrieron en Ecuador, Colombia y Guatemala, entrando en discusión con muchas compañeras. Sentí que necesitábamos hacer honor a la obra de Carla Lonzi, porque notaba cómo el movimiento feminista está erosionando fundamentos lógicos, epistemológicos y políticos muy hondos de la estructuración patriarcal del mundo. Por mi afición de estudiar lógica, me daba cuenta cómo eso sucedió vertiginosamente durante unos años: lo que se presenta a veces como inconsistencia al interior del movimiento, lo que aparece como asunto incoherente o ambiguo en la lucha misma, en realidad, es una técnica de la pragmática vitalista –como dice Verónica Gago, una habilidad de la propia lucha feminista para no dejarse atrapar en los límites de lo dado, de lo prescrito; una técnica para desbordar lo prescrito y generar nuevas aperturas.

En un trabajo más formal –Los ritmos del Pachakuti…-, he llamado a esas inconsistencias o ambigüedades “problemas de primer orden” dentro del movimiento. Este “primer orden” alude a las cuestiones eminentemente prácticas del desenvolvimiento de los sucesos de lucha. Refiere a las discusiones y decisiones situadas que se protagonizan al calor de las disputas que se van produciendo en la propia lucha. Al calor de las luchas, siempre se están abriendo situaciones inéditas que no pueden sortearse sin contradicción, donde hay que improvisar y aferrarse a subvertir e impugnar lo que limita la propia lucha, a veces de manera ambigua. Por otro lado, esforzarse por entender y volver comunicable lo que se aprende en la lucha misma es otro orden del problema: corresponde al segundo orden. Al orden de la explicación y de la enunciación de la estrategia que se está construyendo. Trabajé algunos años para contribuir a construir esas explicaciones y para entender las estrategias que se desplegaron en este continente. Y, por supuesto, algo muy relevante y valioso para mí y para muchas ha sido todo el esfuerzo que han realizado ustedes, como mujeres en lucha del pueblo kurdo que renuevan los debates y las estrategias de la revolución.  

Por una serie de razones, por la brutal devastación de la guerra en Siria, de la previa y actual guerra en Irak, en la percepción histórica del pueblo kurdo, se vive en un terreno terriblemente devastado que las comunidades tienen ahí que regenerar, pero nosotras, en este continente, también estamos en condiciones durísimas. Entonces, ¿qué es lo que hay que privilegiar? El asunto de la garantía del sustento, de la garantía de posibilidad de existencia. Eso es un gran desplazamiento que exige pensar también los términos de la autodefensa de lo que se construye y se produce. La lucha cotidiana adquiere ahí una relevancia fundamental y la defensa de lo creado también se vuelve vital.

La pandemia dificultó bastante la articulación más allá de lo local e, incluso, transfronteriza entre feministas diversas, aunque fuimos capaces de mantener abiertas varias discusiones potentes. Creo que ahora vuelve a ser muy importante el desafío de practicar la articulación entre diversas sobre la base de las prácticas de lucha que cada quien sostiene. Porque las prácticas van empujando el pensamiento y poniendo en su lugar los problemas. Lo vimos durante los años previos a la pandemia: tanto en las aperturas logradas por la movilización feminista urbana contra todas las violencias, en las luchas por justicia y contra la muerte y la desaparición, en los esfuerzos contra la precarización de la vida; y también en el conjunto de luchas en defensa de la vida, de los bienes comunes y de los territorios que comenzaron a poner en crisis las estructuras llamadas “mixtas”, que, en realidad, son patriarcales. En esos años, se iba generando una convergencia virtuosa, nutrida por muchísimas mujeres jóvenes en las calles que están sacudiendo aspectos centrales de la estructura social patriarcal, que se abre a y renueva la crítica anticapitalista y anticolonial. 

 

Estos esfuerzos han perdido parte de su visibilidad, aunque siguen ocurriendo de modo menos ruidoso y quizá a nivel más local. Ha habido todo un esfuerzo impulsado desde muchos flancos -religiosos, económicos, académicos, políticos y militares y paramilitares- por desdibujar o diluir la radicalidad de las luchas de las mujeres y feministas, y su capacidad de convergencia masiva durante los últimos cinco años. Por ejemplo, durante el segundo año pandémico, noté que muchos de estos movimientos y colectivas se encapsularon en competencias sectarias, de corte falazmente ideológico, descuidando el cultivo de sus capacidades políticas comunes. Y todo esto regido por la lógica aristotélica más rancia, anclada en el principio del “tercero excluido”: ¿eres abolicionista o no lo eres?, ¿reconoces la lucha trans o no la admites? Percibo una especie de autofagocitación en una parte del movimiento y también una captura que encapsula otra vez “la lucha contra todas las violencias”, que fue un objetivo muy amplio a desplegar -y que, justamente, abría la crítica al capitalismo colonial que existe acá-, reduciéndolo a regulaciones sobre cómo paliar la “violencia de género”. Hay peligros y dificultades inmensas. Por eso, habrá que estar atentas a la movilización y claridad que alcance a desplegar la fuerza feminista, sobre todo, en la emblemática fecha del 8 de marzo. 

También creo que es importante recuperar la capacidad de equilibrar las diferencias que se vuelven confrontación binaria e identitaria, procediendo otra vez desde una lógica distinta, como la lógica andina o la lógica de la práctica feminista más potente que se guía por un principio de “la tercera incluida”. Este principio no tiene nada que ver ni con la “tolerancia” ni con una especie de promedio entre posturas contrapuestas: significa mantener abiertas las diferencias con toda claridad, pero sin eliminarnos unas a otras, sin incapacitarnos para luchar de manera conjunta, en co-presencia pues.

Por otro lado, en Kurdistán, percibo que hay un rasgo del movimiento de mujeres altamente organizado por patrones comunitarios, por su historia y por sus necesidades locales. Acá, veo la enorme necesidad de volver a estar juntas, de empezar a tomarnos tiempo, de recuperar fuerza también para garantizar la autonomía material del movimiento. Pensando en el trabajo de Azize Aslan*, siento que es central la reflexión que el movimiento de mujeres de Kurdistán tiene sobre autonomía material y la experiencia en la creación de cooperativas, que allá está mucho más sistematizada.

Esos rasgos organizativos, claramente, nos pueden ir ayudando a pensar nuestras dificultades de forma más profunda. Nosotras, al trabajo articulado para fines concretos, le llamamos “producción de lo común”: establecemos términos para producir decisiones colegiadas sobre cuestiones ancladas en lo concreto, armar una cooperativa, organizar una lucha o perseguir un violador: se convoca a la reunión, se delibera y se hacen cosas concretas. ¿Cómo se hace? Se producen decisiones conjuntas. Ahí brota la capacidad política.

Esta es, para mí, la auténtica escuela de politicidad concreta y práctica, que no excluye el momento reflexivo y teórico, pero que no se queda ahí. Ser capaces de volver a producir común, en medio de este mar de precariedad y violencia, es un reto central para la articulación política. El tema problemático también es cómo simbolizamos lo que hacemos, de qué manera lo significamos. La capacidad de simbolizar lo propio como potencia, aunque tenga muchas contradicciones, es quizás lo más hondo que nos han arrebatado como mujeres en términos de la estructuración patriarcal del mundo. Entonces, hay que tomar muy en serio la cuestión de simbolizar lo que hacemos, de decirlo, de exhibirlo, de mostrarlo, de contarlo.

*Azize Aslan: autora del libro Economía Anticapitalista en Rojava. Las contradicciones de la revolución en la lucha kurda (BajoTierra Ediciones, 2022). Aslan es kurda, docente, activista del Movimiento de Mujeres del Kurdistán. Trabaja temas vinculados a la Jineolojî, la economía de las mujeres y el proceso del cooperativismo en Kurdistán, especialmente en Rojava (Kurdistán sirio).

*Por Alessia Dro para La tinta