El Salvador: Farabundo Martí y Nayib Bukele
Oleg Yasinsky
La Haine
25/02/2023
La cantidad de presos es la más grande del mundo
Un importante evento nacional se celebró en El Salvador a inicios de febrero de este año: se inauguró la cárcel más grande del continente americano, con capacidad para 40.000 detenidos, a quienes el Gobierno salvadoreño prefiere llamar “terroristas”. La megacárcel fue construida en solo siete meses y diez meses después del estado de excepción, declarado para combatir la delincuencia callejera, período en el cual fueron capturados más de 60.000 personas, no todas pandilleras.
Además, el régimen dice que El Salvador llegó a ser el país más seguro de toda América en los últimos años, superando incluso a Canadá. Una noticia que, sin duda, impacta, pues hace muy poco su capital, San Salvador, estaba entre las ciudades más peligrosas del hemisferio.
Se publican estadísticas comparando los 103 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2015 contra los 7,8 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2022, y llegando a febrero del 2023 a una proyección de dos asesinatos por cada 100.000 salvadoreños. También se dice que la cantidad de presos en El Salvador, respecto a su cantidad de ciudadanos, es la más grande del mundo y son un 2 % de toda la población adulta. Según las diferentes encuestas, el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, es el mandatario con más apoyo popular en el continente, entre el 80 % y 90 % según diferentes encuestas.
Los blancos principales de la ‘guerra contra la delincuencia’ de Bukele son los dos grupos más peligrosos del crimen organizado: Mara Salvatrucha-13 y su rival, la mara Barrio-18. Hace solo unos pocos años ellos eran los dueños de las calles de la nación, que por su accionar llegó a ser el país más peligroso del mundo, entre los que “no estaban en guerra”.
Pero para poder entender mejor lo que pasa hoy en día, debemos recordar los tiempos de la guerra.
Desde finales del 1979 hasta 1992 El Salvador vivió una guerra civil, de las más sangrientas en la historia del continente. En esta guerra, el país que entonces tenía una población de menos de cinco millones de habitantes perdió cerca de 100.000 personas, civiles en su gran mayoría, asesinados por el ejército. Lo especialmente duro de esta crisis fue que, como El Salvador es el país más densamente poblado de Centroamérica, sin grandes selvas para la guerrilla como sus vecinos Nicaragua o Guatemala, los combates en la zonas urbanas y habitadas se convirtieron en una pesadilla para la población civil. Las estadísticas de la época reflejan unos 500.000 desplazados internos y cerca de 550.000 salvadoreños que tuvieron que huir del país.
El fenómeno de los ‘maras’ es una consecuencia directa de esta guerra. Los salvadoreños huían masivamente a EEUU de las represiones de su gobierno apoyado, armado y asesorado por Washington, que como suele pasar en este tipo de conflictos latinoamericanos, veía en cada pobre, cada campesino o cada obrero, a un potencial guerrillero; y sus escuadrones de la muerte destinados a eliminar la base civil a la guerrilla, masacraban pueblos enteros.
Cientos de miles de salvadoreños pobres que migraban como podían a EEUU, sin documentos ni idioma ni muchas alternativas legales para sobrevivir, llegaban a formar parte de la delincuencia en la tierra del “sueño [norte]americano” y sus hijos ya no tenían mayores opciones; sus escuelas fueron las cárceles norteamericanas.
Grandes oleadas de deportación de migrantes a su país fueron las verdaderas inyecciones a la delincuencia organizada en las calles salvadoreñas. Algunos muy jóvenes, muchos sin padres ni familiares, con una formación delictiva en EEUU, encontraron en las pandillas todo lo que necesitaban: fuente de ingreso, posibilidad de una carrera criminal y una nueva familia. La superada guerra civil –que tenía su sentido histórico, sus sueños y sus ideales– se reencarnó en una verdadera guerra de los grupos marginales contra la sociedad neoliberal que los aplastaba, llegando en 2015 casi a 7.000 asesinados por los maras.
Frente a la desesperación de la gente que exigía una solución rápida, sucedió algo que me parece aún más peligroso que las mismas bandas impunes de las maras. Apareció un joven carismático y enérgico, un presidente populista, que como está de moda, no profesa ninguna ideología, y como es aún más de moda, ofrece soluciones “prácticas y concretas” y como el clamor popular ordena, él se pone a cazar a los delincuentes, enviándolos a verdaderos campos de concentración. Siempre y cuando se le ocurre, viola la Constitución, interviene militarmente al Parlamento y persigue a los pocos que se atreven a criticarlo. Seguramente, algunos salvadoreños que me están leyendo, dirán que “sí, pero el problema principal está resuelto”.
Pues sucede que no. El problema no está resuelto, sino encerrado en las cárceles y las calles salvadoreñas permanecerán seguras solo mientras se mantenga la represión del Estado que seguirá contaminando con su violencia y autoritarismo la vida cotidiana. La solución mágica de Bukele, de meter a todos los delincuentes y muchos sólo sospechosos a la cárcel, anulando los principios de derecho y del Estado de derecho, con los aplausos de unos ciudadanos que desde su desesperación creen en los milagros del poder, parece un ideal que es proyectado por el sistema para los nuevos tiempos.
Bukele ofrece exportar su “modelo exitoso” a los países vecinos azotados por la violencia callejera. Parece, que entre las victoriosas presentaciones de las estadísticas y los aplausos, ya nadie entiende que la delincuencia endémica latinoamericana tiene profundas raíces sociales y que el modelo económico, llamado capitalista, inevitablemente genera ‘apartheid’ social que obligatoriamente reproduce la delincuencia. Para el poder que se elige y come de las transnacionales, no hay nada más conveniente que mostrarle al ciudadano, asustado y confundido, que el lumpen es el culpable de todos sus males. Nos desvían la atención con tanta eficiencia que olvidamos lo esencial: la historia.
Algunos dirán, regocijándose con las encuestas y las declaraciones del régimen, que el político más destacado y brillante de El Salvador es Nayib Bukele, porque “le ha ganado la guerra a la delincuencia”. Puede ser. No dejo de pensar en otros salvadoreños que admiro… Por ejemplo, en Roque Dalton o el padre Oscar Arnulfo Romero. ¿Qué harían ellos hoy? ¿También estarían aplaudiendo a la Policía que sigue cazando a sus jóvenes?
Recuerdo a Farabundo Martí, cuyo nombre fue la bandera de la lucha del pueblo salvadoreño por su dignidad y para librarse de la maldición de ser el patio trasero de la mayor fábrica de maras y de delincuentes de todo tipo. Farabundo Martí, revolucionario salvadoreño que fue fusilado en 1932, entendió que sin un profundo cambio social en su país, donde la injusticia era el pan de cada día y donde la marginalización social de hoy es la misma o peor que la de hace un siglo, hablar de la ‘guerra contra la delincuencia’ es uno de los circos más baratos del sistema.