Un antiguo dirigente sandinista y un joven militante social, ex-presos políticos del gobierno de Daniel Ortega, analizan el autoritarismo imperante en Nicaragua y las diferencias del régimen con las ideas del sandinismo, al tiempo que detallan cómo fue la noche de la extradición de los 222 presos políticos rumbo a Estados Unidos y las condiciones de encierro y tortura psicológica en El Chipote.
Lo de Daniel Ortega no es el sandinismo histórico. Es un proyecto político muy diferente. Todo lo contrario a lo que querían los fundadores del Frente Sandinista de Liberación Nacional [FSLN], por lo cual mi generación se embarcó en un programa político, económico y social», sostiene Irving Larios, uno de los presos políticos de la dictadura nicaragüense que fueron declarados apátridas. Larios fue militante del FSLN desde los 17 años, cuando ingresó, en 1976, y permaneció como dirigente hasta 1994. Para él, la situación es surrealista: «Nunca hubiese imaginado que un gobierno presidido por quienes fueron nuestros compañeros llegaría a comportarse igual o peor que la dictadura de Anastasio Somoza, y que nos encarcelaran a nosotros, que nunca salimos del país y trabajamos en la clandestinidad, cuando los hermanos Ortega, Daniel y Humberto, sí lo hicieron y fueron expulsados del frente por ello en 1976».
Lo que persigue el orteguismo parece ser el beneficio económico y el control del poder político. Larios recuerda que ya en las primeras reuniones del Foro de San Pablo, del que fue uno de los promotores antes de su salida del FSLN, Ortega –que ya había sido presidente de Nicaragua– buscaba un financista para su proyecto político y en una actividad preliminar que tuvo lugar en Lima llegó a reunirse con el dictador peruano Alberto Fujimori para solicitar su apoyo. El tiempo pasó y la ayuda llegó de otra latitud. Venezuela fue un aliado que aportó 4.500 millones de dólares para que Ortega y sus amigos políticos y económicos formaran una nueva oligarquía y administraran la economía del país. Ese tipo de enriquecimiento no era el que muchos líderes sandinistas querían. En ese punto, explica Larios, radica la principal diferencia entre el orteguismo y el sandinismo, que tenía como objetivos «mejorar las condiciones de vida e instalar un gobierno democrático en el que se respetaran los derechos humanos», algo que no sucedió. Larios cree que «el gran aporte de Ortega a la lucha revolucionaria» fue que pasó siete años en prisión durante la dictadura de Somoza. El trauma de la cárcel más la ambición de Rosario Murillo, su esposa y actual vicepresidenta, generaron «un caldo de cultivo que les permitió imaginarse que podían ser caudillos y dictadores de por vida. El problema es que ellos se creen ese cuento mesiánico».
Las similitudes entre el régimen de Somoza y el de Ortega son muchas, advierte Larios. La violación de los derechos humanos, las acciones criminales y una economía en deterioro –aunque la actual es peor que la de la época de Somoza– son algunos de los puntos de contacto entre estas dictaduras, separadas por 40 años. «Somoza había matado a miles de campesinos, nos mataba a nosotros. Pero estábamos en una guerra. Ahora no hay nadie en guerra, no tenemos ni un alfiler. Lo único que pedimos es que se respeten los derechos humanos. La oposición nunca reclamó de forma armada. Los que fuimos sandinistas sabemos que la salida a esto no es militar. Nosotros ya pasamos dos guerras en las que murieron 100 mil personas. Tenemos que evitar una nueva guerra que al único que puede beneficiar es a Ortega, que no se expone a sí mismo ni a su familia.»
«Nicaragua está gobernada por dos dementes. No hay otra manera de decirlo», considera Álex Hernández. Al igual que Larios, Hernández forma parte del grupo de exprisioneros expulsados del país, pero no participó del FSLN. La actividad pública en la militancia política y social comenzó en las protestas ciudadanas autoconvocadas con motivo de las políticas de seguridad social impulsadas por el gobierno de Nicaragua en 2018. En ese momento fue detenido y encarcelado por manifestarse contra el régimen. «Provengo de una familia que abrazó el sandinismo, de guerrilleros históricos. Una familia que participó en los procesos de alfabetización del país, que me transmitió todos estos sueños del sandinismo que enarbolé en mi juventud. Los Ortega-Murillo traicionaron desde hace mucho tiempo esas ideas por la persecución del poder a cualquier costo», reflexiona, al tiempo que pide que todos los gobiernos latinoamericanos, especialmente los de signo izquierdista, «reconozcan a Ortega como un criminal y un dictador».
CON LIBERTAD, SIN CIUDADANÍA
Son las diez y media de la noche. En la cárcel El Chipote todos duermen, o tratan de hacerlo. Hace rato que los celadores ordenaron el descanso para los centenares de presos políticos que, desde agosto de 2021, llenan los pabellones de una de las alas de esta prisión en Managua. Esa noche, sucede algo inusual. Los guardias los despiertan y ordenan que se quiten el uniforme azul y se vistan con la ropa de civil que había sido solicitada a sus familiares. «Nosotros no sabíamos si nos iban a llevar a exhibir, a hacer una pasarela frente a Murillo y Ortega o si nos iban a dejar libres, porque todos los procesos de libertad de los presos de 2018 se dieron sobre las 11 de la noche y terminaron en la madrugada. Estábamos convencidos de que íbamos a salir, aunque teníamos dudas de que, por la forma en que nos vistieron, nos trasladaran a otra prisión», recuerda Larios sobre esa noche.
Hacía días que la situación en la cárcel había cambiado, el último traslado a una nueva zona de la prisión había coincidido con un aumento en la frecuencia y la calidad de las visitas familiares. Algo estaba pasando, intuían, aunque desconocían qué era. Desde la prisión, tenían información de que había acercamientos con la Unión Europea y, al conocer el discurso de Ortega, sabían que si comenzaba a vociferar que no quería, era que iba a negociar.
Varios ómnibus con las ventanas tapiadas por frazadas azules esperaban a los rehenes en las afueras de la cárcel. Con las manos esposadas y con la orden de mantenerlas apoyadas en el espaldar del asiento delantero, sin levantar la cabeza, comenzó el viaje. «No hagan preguntas, ni ruido, ni bulla, porque los dejamos», dijo un comisionado de El Chipote. Así estuvieron más de una hora, detenidos, hasta que los vehículos se pusieron en marcha hacia la carretera norte de Managua, donde se avizoraban dos destinos probables: el Aeropuerto Internacional Augusto César Sandino o el municipio de Tipitapa, donde está ubicado el sistema penitenciario La Modelo. «Cuando nos acercamos al aeropuerto cerré los ojos. No quería ver que pasáramos de ahí», relata Hernández. Que el ómnibus continuara significaba que el destino no podía ser otro que La Modelo. Aun así, para él, la idea de que los llevaran al aeropuerto resultaba inverosímil, aunque era la única esperanza, que, al cruzar los portones de la Fuerza Aérea, se convirtió en realidad. «Ustedes van a ser trasladados hacia Estados Unidos», dijo el comisionado, y les repartió un papel en el que se explicitaba que los prisioneros aceptaban viajar a territorio estadounidense. En caso de no aceptar ese tratamiento, volverían a la prisión, pero esta vez a La Modelo.
Al bajar de los ómnibus y llegar a la pista de aterrizaje, se encontraron con diplomáticos estadounidenses. Luego, el encuentro de quienes durante casi un año y medio fueron privados de su libertad. En un clima de algarabía y euforia, Hernández subió al fondo del avión, donde se encontró con su amiga Tamara Dávila y corrió a fundirse en un abrazo. Esa madrugada hicieron de todo menos dormir. «La noche y la madrugada pasaron en un segundo. De repente volteé a ver por la ventana y había aparecido el sol», dice con emoción Larios. En el viaje, juraron volver para luchar por el pueblo de Nicaragua, cantaron el himno nacional y gritaron de emoción por la liberación. Las azafatas abogaban por la calma de los 222 pasajeros. Pedían que regresaran a sus asientos, pero las orientaciones fueron inútiles. Al promediar el vuelo, escucharon un mensaje desde el altavoz que informaba el destino final: Washington. Al llegar, se enteraron de que Ortega y Murillo les habían preparado otra sorpresa: los habían declarado apátridas.
EL DÍA DE LA DETENCIÓN
La noche del 23 de agosto de 2021, Hernández estaba en su casa. Había decidido que al otro día saldría del país. En ese entonces era miembro del Consejo Político de la Unidad Nacional y encargado de organización en la Coalición Nacional. El orteguismo había proscrito, perseguido y apresado a los precandidatos opositores. Ante este panorama, se la veía venir. Tenía las valijas prontas y salió a buscar un cajero para llevar efectivo en el viaje. Llegó al primero, pero no tenía dinero disponible. Decidió ir hasta una estación de servicio donde había otro. En el terreno de atrás había varios vehículos civiles estacionados. Cuando Hernández se dispuso a ingresar al cajero, unas 15 personas armadas lo abordaron, le apuntaron y le dijeron: «Hijo de puta, te agarramos». Pero no fueron ellos quienes lo redujeron. Inmediatamente llegaron al lugar siete camionetas de la Policía Nacional, parte del equipo de Operaciones Especiales. «Estaban encapuchados, vestidos de negro y armados. Me tiraron al piso y me patearon, me sacaron el aire. Me dieron un piñazo, me esposaron y me tiraron a la parte de atrás de una camioneta. Caí con la cabeza arriba de una llanta de repuesto y un policía me puso la bota en la nuca», relata Hernández sobre su violenta detención.
A Larios lo detuvieron casi un mes después, el 20 de setiembre. El exmilitante sandinista, que ocupó diferentes roles en la organización entre 1976 y 1994, asegura que la persecución había empezado un tiempo atrás, dificultándole los trabajos que desarrollaba en el ámbito de las ONG. En 2021 Nicaragua tendría elecciones y, ante la falta de garantías, Larios creía que lo mejor era no participar del acto eleccionario. Convocar a abstenerse y hacer un «paro electoral». Esta fue la razón por la que el régimen envió a unos 50 oficiales armados con AK-47 y otras armas en procura de su captura. Entraron por las ventanas, saltaron desde los techos de la casa y le apuntaron a la cabeza. «No tiene ningún sentido que me apunten. Yo no tengo ni un alfiler», les dijo. El comisionado al mando del operativo tomó la palabra y le señaló que temían que sus antecedentes guerrilleros y su experiencia militar podían ser un impedimento para la detención. Entre el nerviosismo y el asombro, Larios no pudo contener la risa.
EL CHIPOTE, UNA CÁRCEL PSICOLÓGICA
Celdas de 4 metros cuadrados, con dos prisioneros y una pequeña reja por la que pasaba la comida y reflejaba, eventualmente, la luz del sol. Sin ventilación ni posibilidad de moverse dentro de ese espacio, condenados a la oscuridad, con un agujero por inodoro y una pequeña canilla que vertía un poco de agua. Encerrados día y noche, sin contacto con el sol, el aire u otros prisioneros. Esa era la puerta de entrada a El Chipote nuevo, que se construyó en 2018 y comenzó a funcionar en 2019, en sustitución de la vieja prisión con el mismo nombre. En esas celdas pasaron sus primeros meses de reclusión Hernández y Larios.
En El Chipote no había golpes. «Ellos estaban orientados a no golpearnos», explica Hernández. Un día, un teniente le dijo: «¿Vos creés que no tenemos ganas de meterles un vergazo?». Pero enseguida justificó por qué no había golpizas: «Tenemos órdenes de no tocarlos, pero ganas no nos faltan». Parece que a ninguno de los que estuvieron presos lo golpearon físicamente. Larios cree que este accionar, tan distinto al de 2018, se debe a que el gobierno de Ortega tenía previsto soltarlos antes de las próximas elecciones y que, en ese momento, al régimen le serviría que los prisioneros dijeran que no había ningún tipo de violencia en esta nueva cárcel. En las manifestaciones de 2018, los detenidos sufrieron una prisión mucho más «lesiva» desde lo físico, recuerda Hernández, que durante ese año estuvo varios meses preso, primero en El Chipote y luego en La Modelo, donde recibió repetidas golpizas y estuvo hacinado con otros tres prisioneros en una celda de 6 metros, sin ropa.
Larios también estuvo preso durante la dictadura de Somoza, cuando era líder estudiantil del sandinismo, y fue capturado varias veces. La última, recuerda, fue el 10 de enero de 1979. Esa vez estuvo tres semanas recluido en El Chipote, donde recibió golpizas terribles por parte de los carceleros. Tres décadas después su experiencia fue diferente. Las golpizas se dieron en el momento de la detención, pero, a diferencia del modus operandi del terror físico perpetrado por Somoza, y por el orteguismo en 2018, la tortura fue psicológica. «Soy hipertenso y llegué con una presión en 190/100. No les importó y me tuvieron un día y medio en observación antes de meterme en la celda, de la que no me sacaron más», asegura, y cuenta que en una oportunidad lo encerraron en una celda de castigo sin razón alguna. Otras tantas veces lo aprehendieron decenas de oficiales en medio de los interrogatorios, los que en momentos de mayor intensidad llegaban a darse cuatro veces por día.
En esas instancias, que los represores preferían llamar entrevistas, a los prisioneros los acusaban de traidores y los atemorizaban con que nunca saldrían de la cárcel. Mientras, el aire acondicionado de la habitación, en la que los dejaban solos antes y después de los interrogatorios, estaba al mínimo y los prisioneros, en chancletas y solo con el traje de preso, se congelaban de frío. En algunos casos, los interrogatorios se prolongaron hasta por un año y continuaron luego de que tuvieran una sentencia judicial.
Otra forma de presión psicológica sobre las víctimas fue la arbitrariedad sobre las visitas. No había forma de predecir cuándo verían a sus familiares, nada que les brindara una certeza. Podía pasar un mes y medio, 50 días o hasta tres meses. Lo único seguro era que no podían ver a más de dos personas y que si tenían hijos, tampoco los verían. Las visitas se regularizaron recién a los ocho meses de estar en prisión. Hernández cree que esa decisión de aislarlos por tanto tiempo buscaba «dañarlos emocional y psicológicamente». La ansiedad y la depresión ocasionadas por el contexto le hicieron perder más de 30 quilos.
Al tiempo, algunos afortunados accedían a un traspaso a una celda con mejores condiciones. Cuando Larios no soportó más el encierro y la oscuridad, decidió iniciar una huelga de hambre y, ante la amenaza, las autoridades decidieron trasladarlo a otro espacio. Una habitación de 20 metros cuadrados, con luz y ventilación natural. La celda contaba con una especie de terraza enrejada, de aproximadamente 1 metro cuadrado, en la que, durante el día o la noche, podían salir del agobio de las cuatro paredes. En estas celdas había tres o cuatro prisioneros que solo podían hablar entre ellos. No podían comunicarse con los de la celda de enfrente ni tenían posibilidad de salir a un patio común.
Hernández siente que el objetivo de la incomunicación con los demás prisioneros y con los familiares era llevarlos a un estado depresivo, sin ninguna capacidad para distraerse. Que el día a día fuera pesado. Sin acceso a libros. Sin cantar ni silbar. «Quisieron que nos mostráramos quebrados, suplicantes y humillados, pero eso no fue lo que pasó», exclama. En el encierro, el ejercicio se tornaba fundamental. Hernández buscaba caminar todo el día. Había calculado que 105 vueltas a la celda era el equivalente a 1 quilómetro. Para no pensar, aumentó el número de vueltas hasta llegar a las 3.300 diarias. Uno de los peores escenarios de incomunicación lo tuvo Tamara Dávila, recuerda Larios, que pasó los 14 meses de encierro en soledad y su único apoyo era cantar para sí canciones de misa campesina.