La colonia que nos vio crecer

—¿Qué somos, mamá?
—Abejas.
—¿De dónde somos, mamá?
—De los barrios, pueblos, bosques, parques, palabras y caminos que nos ven crecer.



Complicidad global

La colonia que nos vio crecer

 

Helena Scully Gargallo

Santa María la Ribera bailando nos junta

A Rocker y a mí nos gustaba salir con mamá a comprar el periódico a la esquina y caminar tres cuadras hasta las escalinatas del quiosco morisco, para escuchar de su boca y en diálogo con otros vecinos, que a veces se congregaban ahí, las noticias más destacadas del día. Nos gustaba escuchar cómo Fran saludaba a las vecinas con su acento italiano que parecía más ruso que otra cosa. Rocker se emocionaba cuando en ese tono tan suyo, tan estridente y lleno de vida, asaltaba a los vendedores de departamentos a medio construir: “¡Depredadorres! ¡Dejen de tirar casas y robar el agua de los barrios! Aparte son tan feos, todos iguales, color cemento”. Yo me hacía chiquita y me escondía detrás de ella dispuesta a morder a cualquiera que le contestara de mala manera. Los dos reíamos al ver las caras de desconcierto de los propagadores de la biblia cuando, al pasar por una de las esquinas de la plaza, les gritaba: “¡Huestes de Bolsonaro!

Santa María la Ribera nos vio crecer juntas, en esas caminatas, del metro a la casa, del mercado al Locatl, de casa de Coque a la tiendita del güero, persiguiendo a la Petra (el carrito bocina) de la Chismosita. Del café a la panadería, donde con emoción me dejaba cantando: “Conmigo hiciste tu primer pan, tralalalero tralalalá”. Aprendiendo a bailar con el Sonidero Sincelejo, que reía al ver nuestra torpeza alegre, a tropezones con la cola de Rocker, intentando imitar la destreza de bailarinas y bailarines que con sus mejores trajes llenan de color, música y movimiento los domingos en la plaza llena de gente de todos lados de la ciudad.

Hace doce años que, junto al colectivo Acción y Cultura, conocimos a Joel y su pasión por la cumbia colombiana, su deseo de que el baile y su magia fueran motor de construcción de territorio común en el barrio que lo vio nacer. Hace doce años, por las cosas raras y bellas que tiene la vida, nació Mi Verde Morada con sus bicicletas, huertos, bailes y asambleas, y que poco a poco se fue convirtiendo en nuestra casa: construyendo, reconstruyendo e inventando.

Hace doce años la Santa María la Ribera nos adoptó por completo y, junto con otras y otros, construimos esa necesidad tan primigenia que es el sentirse parte de un territorio, con todas las complejidades y contradicciones que puede tener la urbe y sus actores.

Y hoy hace un año tembló y mi mamá se fue, acompañada de Rocker, su perro anarquista (como a ella le gustaba presentarlo), en esa casa que inventamos como otro de nuestros lugares en esta tierra. Su despedida fue una reunión de mundos y personas, vecinas, amigas, pintores, escultores, panaderas, hermanas, poetas, madres, sobrinas, primas, tíos, editores, escritoras, académicas, feministas de todas partes, que con sus anécdotas, compartición de panes hechos en colectivo y pláticas, la hacían y siguen haciendo vivir. Acompañamos su partida con una caravana de bicicletas que, con la sorpresa de sus hermanos italianos que se sentían en una película de Fellini, gritábamos: “¡Las calles son de quien las camina!”. Y alguien contestaba: “Y las pedalea”. Y alguien más: “Y las baila”.

—¿Qué somos, mamá?

—Abejas.

—¿De dónde somos, mamá?

—De los barrios, pueblos, bosques, parques, palabras y caminos que nos ven crecer.

Hace tres semanas un domingo en la mañana me reencontré con las vecinas y vecinos que he visto y me han visto crecer por estos doce años, defendiendo el baile en la alameda de nuestro barrio al Sonidero Sincelejo. Hace dos semanas, un domingo, me sentí tan asustada como protegida por ese tejido variopinto que somos en este territorio que habitamos y que hemos decidido hacer nuestro, durmiendo en él o no, trabajando en él o no, pero sí transitándolo, caminando y bailando por sus calles, saludando a los que pasan, comiendo, jugando, gritando, llorando.

Pensaba en qué haría y diría mi mamá en esta situación, cómo abriría sus brazos y caminos para recordarnos cómo los espacios públicos que habitamos han sido un trabajo cotidiano, una victoria de nuestra construcción de piso común no intermediado por el dinero sino por la necesidad y el gusto de compartir territorio.

La vi gritando entre nosotras: “Las calles son de quien las camina, las fronteras son asesinas”. “La plaza es de quien la baila, la privatización mata la vida en común”.

La Casona

Chiflarse en las edades del vecino y la amiga

que no es hija madre o hermano

acaso compañías para el viaje de la vida.

Desatendemos ilustraciones innecesarias

cuidamos las tardes

al dormitar en la cama sin vestir calzones.

El tiempo propio y la responsabilidad

kilos de cuidados con risa los domingos.

La neurótica, el hiperactivo, la niña a de las lechugas

la plática repentina

las lluvias de verano entre sol y diferencias.

Familia y aislamiento no son destinos necesarios.

No lo fueron las compañeras de colegio ni el marido

nunca hubo pareja en el deseo. Lo nuestro es

apetencia de soledad por momentos y un diálogo

abierto al cuerpo y las caricias.

La que estudia en el calor necesita agua fresca

la vieja, una tisana y el que suda en la huerta

también dispensa abrazos. Sexo, edad y estudio

son matices. El silencio en la casa

en ocasiones ayuda.

La lenta hazaña de desprender la familia.[1]


[1] Poema de Francesca Gargallo Celentani en el libro Si puedo participo. Editorial Aracne. 2020.