Las dos caras del poder

Traducción para Artillería inmanente de dos textos de Giorgio Agamben difundidos originalmente el 8 de marzo de 2023 y el 13 de marzo de 2023 en su columna «Una voce», que publica regularmente en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.



Giorgio Agamben / Las dos caras del poder, 1 y 2


Traducción para Artillería inmanente de dos textos de Giorgio Agamben difundidos originalmente el 8 de marzo de 2023 y el 13 de marzo de 2023 en su columna «Una voce», que publica regularmente en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.

 

Las dos caras del poder

 

Toda investigación sobre la política está viciada por una ambigüedad terminológica preliminar, que condena a quienes la emprenden a la incomprensión. Sea el pasaje del libro tercero de la Política en el que Aristóteles, al momento de «investigar las politeiai, para determinar su número y cualidades», afirma perentoriamente: «puesto que politeia y politeuma significan lo mismo y politeuma es el poder supremo de las ciudades (to kyrion ton poleon), es necesario que el poder supremo sea o el uno o los pocos o los muchos» (1279 a 25-26). Las traducciones actuales dicen: «puesto que constitución y gobierno significan lo mismo y gobierno es el poder soberano de las ciudades…». Sea más o menos correcta esta traducción, en cualquier caso en ella emerge lo que podría describirse como la anfibología del concepto quizás más fundamental de nuestra tradición política, que se presenta ya como «constitución» ya como «gobierno». En una especie de contracción vertiginosa, los dos conceptos se identifican y al mismo tiempo se diferencian, y es precisamente esta equivocidad la que define, según Aristóteles, el kyrion, la soberanía.
Que la anfibología no es episódica es lo que confirma puntualmente una lectura de la Athenaion politeia, que traducimos por Constitución de los atenienses. Al describir la «demagogia» de Pericles (27.1), Aristóteles escribe que en ella demotikoteran eti synebe genesthai ten politeian, lo que los traductores traducen por «la constitución se hizo más democrática»; inmediatamente después leemos que los muchos apasan ten politeian mallon agein eis hautous, «centralizaron en sus manos todo el gobierno» (evidentemente, traducir «toda la constitución», como la coherencia terminológica habría querido, no parecía posible). La ambigüedad se confirma en los vocabularios, donde politeia se traduce tanto por «constitución del estado» como por «gobierno, administración».
Ya se designe por la endíadis «constitución/gobierno» o «estado/administración», el concepto fundamental de la política occidental es un concepto dual, una especie de Jano bifronte, que muestra ahora el rostro austero y solemne de la institución y ahora el rostro más turbio e informal de la praxis administrativa, sin que sea posible identificarlas ni separarlas.

 

En su ensayo de 1932 sobre Legalidad y legitimidad, Carl Schmitt distingue cuatro tipos de Estado. Dejando de lado las dos figuras intermedias del estado jurisdiccional, en el que el juez que decide un litigio jurídico particular tiene la última palabra, y el estado gubernativo, que Schmitt identifica con la dictadura, nos interesan aquí los dos tipos extremos, el estado legislativo y el estado administrativo. En el primero, el estado legislativo o de derecho, «la expresión más alta y decisiva de la voluntad común» consiste en normaciones que tienen carácter de ley. «La justificación de tal sistema estatal descansa en la legalidad general de todo ejercicio del poder por parte del estado». Quienes ejercen el poder actúan aquí sobre la base de una ley o «en nombre de la ley», y el poder legislativo y el ejecutivo, la ley y su aplicación están correspondientemente separados. Con este tipo de Estado se han identificado, cada vez con menos razón, las democracias parlamentarias modernas.
El tipo que ocupa quizás no sorprendentemente el último lugar de la lista, como si las demás formas estatales tendieran en última instancia a converger hacia él, es el Estado administrativo. Aquí «el mando y la decisión no aparecen de forma autoritaria y personal, pero tampoco pueden reducirse a simples aplicaciones de normaciones superiores», sino que adoptan la forma de disposiciones concretas, tomadas de vez en cuando en función del estado de las cosas con referencia a fines o necesidades prácticas. Esto también puede expresarse diciendo que en el estado administrativo «ni gobiernan los hombres ni cuentan las normas como algo superior, sino que, según la famosa expresión, “las cosas se gobiernan a sí mismas”».

 

Como es plenamente evidente hoy en día, pero como Schmitt ya pudo deducir en su momento del auge de los estados totalitarios en Europa, el estado legislativo tiende progresivamente a convertirse en un estado administrativo. «Nuestro sistema estatal se encuentra en una fase de transformación y “la tendencia hacia el estado total” característica del momento actual […] aparece hoy típicamente como una tendencia hacia el estado administrativo». Mientras que los politólogos parecen haberlo olvidado hoy, Schmitt afirma sin reservas como «un hecho generalmente reconocido» que un «estado económico» no puede funcionar bajo la forma de un estado legislativo parlamentario y debe transformarse necesariamente en un estado administrativo, en el que la ley deja paso a decretos y ordenanzas.
Para quienes hemos asistido a la plena culminación de este proceso, es el sentido de esta transformación —si es que se trata de una transformación— lo que merece ser interrogado. La idea de transformación implica, de hecho, que los dos modelos son formal y temporalmente distintos. Schmitt sabe perfectamente que «en la realidad histórica hay continuas mezclas y combinaciones» y que a todo estado pertenecen tanto la legislación como la administración y el gobierno. Es posible, sin embargo —y ésta es nuestra hipótesis—, que la mezcla sea aún más íntima y que estado legislativo y estado administrativo, legislación y administración, constitución y gobierno sean partes esenciales e inseparables de un único sistema, que es el estado moderno tal como lo conocemos. Por tanto, si tácticamente es posible oponer uno de los dos elementos al otro, sería totalmente engañoso creer que podemos aislar establemente lo que es parte integrante del mismo sistema bipolar.
Algo así como una política diferente sólo será posible a partir de la constatación de que estado y administración, constitución y gobierno son dos caras de una misma realidad, que debe ser radicalmente cuestionada. No hay poder que pueda legitimar su ejercicio con leyes, sin presuponer un orden extrajurídico que lo fundamente, ni puede haber una pura praxis administrativa que pretenda seguir siendo legal sobre la base de decretos dictados en vista de una necesidad. Se trata, como sugiere el propio Schmitt, de dos formas distintas de hacer obligatoria la obediencia. Como vemos claramente hoy, la verdad de ambas es, de hecho, el estado de excepción. Ya se actúe en nombre de la ley o en nombre de la administración, lo que está en juego en última instancia es siempre el ejercicio soberano de un monopolio de la violencia. Y éste es el kyros, el soberano oculto que, en palabras de Aristóteles, mantiene unidas en un sistema las dos caras visibles del poder estatal.

 

Las dos caras del poder 2: política y economía

 

Es bien conocida la frase lapidaria que pronunció Napoleón al reunirse con Goethe en Erfurt en octubre de 1808: Le destin c’est la politique: «el destino es la política». Esta afirmación, perfectamente inteligible en su época, aunque aparentemente revolucionaria, ha perdido hoy todo su sentido para nosotros. Ya no sabemos lo que significa el término «política», y mucho menos soñamos con ver en ella nuestro destino. «El destino es la economía» es más bien el estribillo que los hombres llamados «políticos» nos repiten desde hace décadas. Y, sin embargo, no sólo no renuncian a llamarse a sí mismos tales, sino que «políticos» siguen llamándose a sí mismos los partidos a los que pertenecen y «políticas» se declaran a sí mismas las coaliciones que forman en los gobiernos y las decisiones que no cesan de tomar.
Entonces, ¿qué queremos decir hoy cuando pronunciamos, aunque sin mucha convicción, la palabra «política»? ¿Hay en ella algo parecido a un significado unitario o, más bien, el sentido que transmite el término está constitutivamente escindido? La incertidumbre terminológica en la traducción del término politeia, que ya hemos analizado, no es sólo reciente. La traducción latina de la Política de Leonardo Aretino, publicada en Roma en 1942 junto con el comentario de Tomás, traduce el término con los términos gubernatio y respublica (más raramente con el de civitatis status). Si el pasaje que hemos citado (1279 a, 25-26) en su traducción latina dice: Cum vero gubernatio civitatis et regimen idem significant…, en el pasaje precedente politeia se traduce en cambio con respublica (est autem respublica ordinatio civitatis). En el comentario de Tomás, que evidentemente tenía otra traducción delante, politeia se traduce a veces con policia y a veces con respublica. La proximidad del término policia con nuestro «policía» no es sorprendente: policia es de hecho, hasta principios del siglo XIX, el término italiano para politeia. «Policía» puede leerse todavía en la traducción de Plutarco por Marcello Adriani, publicada en Florencia en 1819: «significa el orden con que se gobierna una ciudad y se administran sus necesidades comunes; y así se dice que tres son las policías, la monárquica, la oligárquica y la democrática».
En los teóricos alemanes del cameralismo y la ciencia de la policía, que tomaron forma y se extendieron por Europa durante el siglo XVIII, la ciencia del estado se convirtió en una ciencia del gobierno (Regierungwissenschaft), cuyo objetivo esencial es la Polizei, definida —en comparación con la Politik, que sólo se encarga de la lucha contra los enemigos exteriores— como la administración del buen orden de la comunidad y el cuidado del bienestar y la vida de los súbditos en todos sus aspectos. Y no es casualidad que Napoleón, que afirmó resueltamente la política como destino, fuera también el soberano que dio a la administración y a la policía la forma moderna que conocemos. El estado administrativo teorizado por Sunstein y Vermeule, que se está imponiendo en las sociedades industriales avanzadas, es fiel a su manera a este modelo, en el que el estado parece resolverse en administración y gobierno y la «política» transformarse por completo en «policía». Es significativo que, precisamente en un estado concebido en este sentido como «estado de policía», el término acabe designando el aspecto menos edificante del gobierno, es decir, los cuerpos obligados a asegurar en última instancia por la fuerza la realización de la vocación gubernamental del estado. Y sin embargo, el aparato formal del estado legislativo no desaparece, como no desaparecen las leyes que los gobiernos siguen promulgando a pesar de todo, ni se abolen los cargos y dignidades que según la constitución encarnan y custodian la legitimidad del sistema. Más allá de sus transformaciones, la naturaleza bipolar esencial de la máquina política se mantiene viva al menos formalmente.